Capítulo 1

Lo primero que vio al salir de su sopor fue aquella mirada penetrante que ya le era familiar; aquel par de ojuelos negros orlados de finas pestañas. Desde su marco de madera dorada, el carrilludo fauno lo observaba con una expresión burlona. Como siempre, por lo demás. Ya tuvo esa impresión al comprarlo dos años atrás, mientras el anticuario le embalaba el cuadro y él firmaba el cheque; ya entonces le pareció que aquel personajillo mitológico lo miraba con encono, como diciéndole: «Ahora que soy tuyo, verás cómo nos reiremos, sobre todo yo».

El cuadro era obra de un modesto pintor del siglo XVIII que halló en la trastienda de un anticuario parisiense de dudosa reputación. Representaba una escena campestre que hubiera sido trivial de no ser por dos ninfas desnudas que se mostraban extasiadas ante el curioso personaje, mitad sátiro, mitad fauno. Nada más ver el lienzo sonrió con desdén; la composición era de lo más convencional. Sin embargo, al observarlo más detenidamente, lo sorprendió la lograda expresividad de los tres personajes. Las dos mujeres parecían hallarse en trance a la vista del fauno, figura más bien ridícula pero que parecía inspirarles un goce intenso, sin que se supiera por qué. Y se sintió casi celoso de aquella grotesca criatura que proporcionaba tanto placer a aquellas mujeres.

Por curiosidad, compró el cuadro, que desde entonces colgaba de la pared de su habitación, frente a la cama. Hacer el amor delante de aquel fauno antipático le resultaba casi excitante.

De pronto se sintió mareado. Apartó la mirada del cuadro y se embozó con las sábanas. Notó al lado el cuerpo de su amante… Su amante… ¡Qué palabra tan vulgar para nombrar a la mujer de la que estaba perdidamente enamorado, por la que sentía un afán enfermizo de posesión, a la que no podía dejar de ver ni un día, pese a tener la agenda llena de citas!

Le puso la mano sobre la cabeza y le acarició un bucle de pelo negro y sedoso. ¡Cuánto aprendía de la vida y de sí mismo con aquella mujer! Esperaba con ansia el día en que su esposa le concediera el divorcio para poder vivir en comunión total con aquel ser que ya compartía todas sus fantasías, incluso las más íntimas. Sí, por primera vez en su vida se había enamorado con un amor absoluto, sin reservas, al que se entregaba en cuerpo y alma.

El mareo volvió con más fuerza. Advirtió entonces que la luz del sol era muy intensa, impropia del amanecer, aunque recordaba haber asistido a una reunión del consejo de ministros unas horas antes… o quizá el día anterior; ya no lo sabía.

Impresiones y recuerdos se acumulaban incoherentemente en su cabeza; se giró irritado en la cama y echó mano del reloj electrónico que había a la cabecera. Eran las cuatro menos cuarto de la tarde. ¡A esa hora tendría que estar ya en su despacho!

Apartó las sábanas; la espalda desnuda de su compañera quedó al descubierto. Observó con una sonrisa de delectación las armoniosas formas que se acoplaban a los sinuosos pliegues del lecho. Ya solo quedaba un mes para el juicio; entonces, obtenido el divorcio, ya no tendrían que ocultarse, al menos de los medios de comunicación. Serían libres y podrían permitirse el lujo de vivir juntos, algo que no habían podido hacer a pesar de que él había abandonado su casa hacía tres meses, ante la satisfacción de su mujer y la indiferencia de dos hijos ya adolescentes.

Desde que Gabrielle entró en su vida no se habían separado. La ternura espontánea, la complicidad total, una juventud renovada: todo se lo debía a ella. A tal punto estaba prendado que dejó de sentir el peso de los sesenta años a los que inexorablemente se acercaba.

Gabrielle era de una belleza clásica, nada espectacular, y tenía un encanto indefinible que no poseían las jóvenes amantes que hasta entonces había tenido.

Cuando fue a levantarse de la cama sintió en la cabeza una punzada de dolor, como una descarga eléctrica, tan intensa que tuvo que tumbarse de nuevo y dejar caer la cabeza en la almohada. Aquello no era una simple jaqueca.

«No es nada, tranquilo, pasará».

Tenía una reunión importante a media tarde y debía darse prisa.

«¿Qué me pasa?».

Miró a la pared de enfrente. El fauno parecía burlarse de él con más insolencia.

Algo extraño ocurría.

El cuadro se hallaba a dos metros de la cama, pero veía los rasgos del personajillo con una nitidez perfecta.

«¡Sin gafas! ¿Cómo es posible?».

El corazón le brincaba en el pecho.

¿No sería…? Pensarlo lo dejó de piedra. La falta de memoria inmediata, la mejora repentina de su miopía, las punzadas como de jaqueca…, todos aquellos extraños síntomas que había sentido al despertar parecían brotar de una misma fuente profunda; se sintió embargado de placer.

En cuanto pudiera levantarse lo anotaría todo. Pero su gozo duró poco; una nueva punzada le martilleó la cabeza.

Se quedó quieto en la cama, esperando a que el dolor remitiera. En cuanto se sintiera mejor, se levantaría y se tomaría una aspirina.

De pronto dejó de ver la habitación, y una serie de visiones se sucedieron ante su retina.

Vio a Gabrielle vestida con su traje sastre negro yendo a su encuentro en el pont des Arts. La imagen era asombrosamente real; distinguía claramente el broche de platino que llevaba en la solapa y su sonrisa de oreja a oreja. La visión se nubló y dio paso a otra: era de nuevo Gabrielle, esta vez señalándole un cuadro de Moreau en el museo de Orsay; oía incluso lo que dos turistas alemanes comentaban a su lado. La visión cambió de nuevo: Gabrielle se inclinaba sobre él, recortándose contra el fresco del techo de su despacho, y lo oprimía contra el parquet de nogal que olía vagamente a cera; sus profundos ojos negros lo traspasaban. Recordaba bien aquella imagen: fue la primera vez que hicieron el amor, después de semanas de espera y seducción.

Recordaba aquel intensísimo y embriagador acto carnal en su despacho, que realizaron mientras oían en la gran recepción contigua las voces de un centenar de invitados. Él, el anfitrión todopoderoso de la velada, se vio tirado en el suelo y montado por aquella mujer turbadora que lo hizo gozar como nunca hasta entonces. Y el tibio aroma de la cera seguía tan grabado en su memoria olfativa que a veces, solo en su despacho, cuando nadie podía verlo, se agachaba para aspirarlo de nuevo; era un acto fetichista, pero tan estimulante…

El dolor taladró su cerebro y el escenario cambió de nuevo. Ahora en un cementerio ante una playa, Gabrielle lloraba ante una tumba, puñal en mano. La escena le resultaba totalmente extraña.

Y ella le daba miedo.

Aquel calidoscopio obnubilaba su razón; luchaba para no sucumbir al vertiginoso raudal de visiones desconcertantes.

«Basta».

Gritó. Gabrielle le echó una mirada irritada y desapareció.

Su habitación y el fauno reaparecieron como por ensalmo. Fue un gran alivio; era la señal de que volvía a la realidad. Ahora debía levantarse y cancelar la reunión, o enviar en su lugar a su ayudante, y pedir cita urgente con un especialista en el hospital de Val-de-Grâce. No se sentía capaz de presidir una reunión si a cada momento su mente caía en un universo paralelo.

Sonaron unos golpes en la puerta de la espaciosa habitación.

—¿Ocurre algo, señor? —se oyó una voz de hombre al otro lado.

Reconoció a su ayudante, un hombre que sabía guardar las distancias y a la vez protegerlo y aislarlo del importuno mundo exterior cuando quería estar solo o pasar un momento con Gabrielle.

—No, nada… Anula la próxima cita y dile al chófer que esté listo dentro de veinte minutos.

—¿Está seguro de que no ocurre nada? He oído un grito…

—Nada, nada, he tenido una pesadilla. Prepáranos café bien cargado.

—Bien, señor.

El ayudante era un hombre discreto y eficiente que nunca discutía las órdenes; llevaba diez años de servicio, todo un récord, porque obedecía sin hacer preguntas.

El ministro puso la mano en el hombro de Gabrielle y la sacudió suavemente; tenía la piel fresca.

—Despierta, amor. He de ir a trabajar.

Notó su perfume ambarino y tuvo un fugaz pensamiento erótico. Aunque no era el momento, debía…

Tuvo otra visión.

«Otra vez».

En esta se hallaban ellos dos cara a cara, sentados en la cama, desnudos, y cada cual llevaba la mano a la garganta del otro. Gabrielle bajaba lentamente el dedo hacia su bajo vientre, mientras él, también lentamente, deslizaba el suyo hacia arriba, hacia el cuello de ella. Sentía que el deseo lo abrasaba y quería poseerla, pero sabía que era prematuro.

Se desvaneció la visión. Temía perder el juicio si seguía dejándose poseer por aquel caótico tropel de imágenes. Tuvo miedo, se sentía desvalido como un niño; él, que se pasaba la vida controlándolo todo, se veía ahora incapaz de dominar sus sensaciones.

«Me estoy volviendo loco».

Necesitaba ayuda, por lo que lamentó haber despedido a su ayudante. Solo Gabrielle podía salvarlo.

Pero ella seguía sin levantarse. La zarandeó más bruscamente, en vano. Pensó que se estaba haciendo la dormida, como solía hacer cuando tenía que levantarse de la cama; a veces él la empujaba hacia el borde. Sí, incluso un hombre de su edad se divertía comportándose como un niño de vez en cuando. Era otro regalo de Gabrielle: permitirle volver a ser como era antes de que la vida lo endureciera y transformara en un adulto calculador y dominante.

El cuerpo de Gabrielle seguía despidiendo esa dulce fragancia.

Pero ahora no tenía tiempo de jugar. La tomó por la cintura y por los hombros y le dio la vuelta; ya no podría resistirse.

—Vamos, arriba, no me encuentro bien.

Pero al mismo tiempo que la giraba tuvo otra visión. La pesadilla volvía a empezar; para no caerse tuvo que agarrarse del colchón.

«¡No, no!».

Vio a Gabrielle leyendo un libro encuadernado en vieja piel patinada y mirándolo con una sonrisa enigmática. Estaba sentada en un cuarto oscuro; en la pared había un retrato de un hombre cuyas facción es no acertaba a distinguir. La rodeaban dos columnas de mármol. Esta vez tuvo la impresión de hallarse a la vez dentro de la visión y en la cama, y era perfectamente consciente de los dos universos. Gabrielle miraba en silencio un dibujo del libro que él no podía ver bien, aunque le parecía un grabado alquímico, una especie de alegoría llena de signos extraños. Al fondo del cuarto creyó atisbar una figura oscura con capucha que miraba a Gabrielle.

La visión se esfumó. Vio el rostro de Gabrielle; reposaba la cabeza en la almohada y su pelo azabache contrastaba con la blancura de las sábanas.

Tenía los ojos medio cerrados y una expresión de indecible felicidad.

La miró más atentamente.

De la comisura de la boca manaba un hilo de sangre que le manchaba la barbilla y su blanca garganta.

Estupefacto, sacudió aquel cuerpo que seguía obstinadamente inerte entre sus manos temblorosas.

De repente comprendió qué pasaba y por qué seguían en la cama a aquella hora tan avanzada. Fue su último instante de lucidez antes de precipitarse en el abismo. La tomó en brazos, la levantó sin esfuerzo, como en cámara lenta. Deslizó la mano por su pecho, que estaba empapado en sangre.

Dio un grito desesperado.

El grito resonó hacia las estancias contiguas y repercutió como un eco en las paredes centenarias. Se oyeron unos golpes sordos en la puerta. La manija subía y bajaba frenéticamente; alguien trataba de abrirla, pero la puerta estaba cerrada con llave. La voz aguda del ayudante delataba una inquietud febril.

—¿Qué sucede? ¡Abra la puerta, abra la puerta, señor ministro!

Los sollozos procedentes de la cama iban en aumento; un lamento lúgubre que heló la sangre del ayudante. Nunca había visto llorar al ministro; era un hombre fuerte, poderoso, que jamás dudaba de sí mismo.

El ayudante desistió de abrir la puerta por los medios habituales y embistió contra ella con el hombro; la hoja cedió fácilmente.

—Señor ministro, ¿qué…?

Sobre la cama deshecha, el ministro de Cultura, completamente desnudo, lloraba meciendo en brazos el cuerpo sin vida de su amante. Gemía como una bestia apaleada. En la pared, el fauno parecía contemplar la escena con una malvada delectación.

—La he matado, la he matado…