Sicilia, Abadía de Theleme, 15 de marzo de 2006
Thomas le deslizó la nota de camino a la mesa; al hacerlo prolongó el contacto de sus manos un instante, lo bastante para que el corazón le diera un vuelco. Le sonrió, la miró un momento y a paso rápido se alejó hacia el grupo que estaba sentado a la mesa, en el gran salón de la Abadía.
Anaïs desplegó el arrugado papel.
«Te quiero. Nos vamos juntos».
Se quedó impresionada; aquel dichoso irlandés no se andaba por las ramas. Nunca había sentido esa extraña sensación, ni siquiera cuando de adolescente se abandonaba a ensueños de amor ante su diario íntimo.
Estaba estupefacta, pero también feliz; el irlandés había caído. Dobló el papel y lo guardó en el bolso.
«Yo también te quiero, Thomas».
Tuvo el impulso de correr hacia él, pero vio que ya no estaba. Él sabía qué impaciente era ella y se aprovechaba. Ahora tendría que esperar al término de la comida para que se lo repitiera personalmente. Sonrió. Sí, en aquel duelo amoroso que disputaban, él se había apuntado otro tanto, y no sin cierto sadismo. Pero ya se vengaría ella después de cenar.
Pasó ante un gran espejo que había en la pared y le gustó lo que en él vio. Como todos los comensales, también ella llevaba una máscara; la suya, de color jade oscuro, realzaba el verde de sus ojos. La elegante falda de seda blanca le sentaba de maravilla, y el discreto maquillaje realzaba su tez pálida y su largo pelo negro.
«Nada mal».
Sí, se encontraba guapa; era una grata sensación que había creído que no volvería a tener.
«¿Cuándo fue la última vez? ¿Te acuerdas?».
Hacía años. La refinada joven que ahora la contemplaba desde el espejo tenía muy poco que ver con la Anaïs de antes.
«Y todo por él; por Thomas».
Solo pronunciar para sus adentros este nombre la llenaba de gozo.
«Vuelta a las andadas… ¡Qué boba soy!».
No lamentaba su estancia en la Abadía; era un verdadero renacer en su vida insulsa y monótona. Por añadidura, esa noche, que era la del vigésimo día, celebraban la gran fiesta de resurrección de la naturaleza.
Un repique de campana resonó entre los altos muros encalados; llamaban a la cena. Los comensales fueron tomando asiento en medio de un bullicio jovial, mientras dos sirvientes con librea servían entrantes y vino.
Aunque llevaban el rostro parcialmente oculto por las máscaras, todos se reconocían por la voz. Anaïs se sentó justo debajo de un grabado que colgaba de la pared; era un retrato de época de Casanova.
Reconoció a Thomas sentado al otro extremo de la mesa; llevaba una máscara veneciana blanca y la miraba con una expresión maliciosa.
Inclinó levemente la cabeza y le dedicó una sonrisa distante.
«Ya verás cuando estemos solos, Thomas…».
Iluminaban el recinto cientos de velas, a cuya rojiza luz podía leerse la inscripción grabada en letras de plata en la pared, sobre la monumental chimenea de piedra.
«Haz lo que quieras». Era el lema de la Abadía.
Abadía; palabra chocante, al menos considerada en su acepción cristiana. Aunque allí se edificaba el espíritu, no se privaba por ello de nada al cuerpo. Al contrario, la enseñanza consistía en la exaltación de todos los sentidos. Los diez hombres y mujeres congregados en aquel rincón perdido de Sicilia disponían de las veinticuatro horas del día para practicar lo que aprendían.
Bruscamente cesaron las conversaciones. El maestro de la Abadía bajaba despacio la escalera de mármol, deslizando la mano por la cincelada barandilla. Los comensales lo miraban, fascinados por su porte distinguido y su despacioso andar; era una aparición casi teatral, aunque en aquel escenario mágico nada resultaba demasiado extravagante. Iba vestido con un traje oscuro del siglo XIX y una camisa blanca con pechera de encaje, y llevaba una máscara negra, sobria, fina, que le estiraba los ojos.
—Queridos amigos —resonó su voz de cristalino timbre—, es para mí un placer compartir esta comida con vosotros. La última, desgraciadamente, antes de que partáis.
Nadie hablaba; todos parecían hechizados por aquel hombre, que se hacía llamar Dionisos y avanzaba hacia ellos.
—Pero no os quedéis así —añadió, con voz más calurosa—. ¡Con esta cena comienza una noche de gozo y placer! ¡Que el fuego del amor os abrase!
Ocupó el único asiento que quedaba libre.
—Brindemos por nuestros dos maestros. —Alzó su vaso y con la mirada perdida y una voz potente añadió—: Por el amor y el placer, que todos lleváis con vosotros.
—Por el amor y el placer —contestaron a coro los comensales.
Dionisos dio un largo trago de vino, depositó el vaso en la mesa, cubierta con un mantel inmaculado, y dio en ella una sonora palmada.
—¡Qué hambre tengo!
Se oyeron risas; empezó la cena. Reinaba el buen humor; todos comían sin quitar ojo de sus amantes respectivos, bellos, seguros de sí mismos. Anaïs conversaba con su vecino, que también se había rendido al encanto de una de las invitadas de la Abadía. Comió una cola de langostino asado y dijo:
—No me explico cómo no me fijé en él al llegar, porque los hombres un tanto andróginos me encantan. Pero resulta que me he enamorado dé un irlandés que parece un jugador de rugby.
El otro sonrió.
—Lo mismo me pasa a mí. También yo me he enamorado de una mujer que es lo contrario de las que suelen gustarme, y doy gracias a Dios que haya acudido a este seminario. ¿Vosotros qué tenéis previsto?
Anaïs, sin dejar de comer, hizo de nuevo una seña a su amante y contestó en voz baja:
—Thomas y yo nos vamos mañana.
—¿Juntos?
—Sí, y vivirá conmigo en París. Es economista, y trabajar en Francia no le supone ningún problema. Queremos tener hijos cuanto antes. ¿Y tú?
—Yo tengo decidido separarme de mi mujer; en cuanto regrese pediré el divorcio y cambiaré de vida. No sabes qué feliz me siento… Parece que me mareo…
—El milagro de la Abadía.
Lo dijo sin casi oírse a sí misma; había cruzado la mirada con su amante y se sentía de nuevo aturdida. Sin embargo, esta vez no era la pasión amorosa.
La cabeza empezó a darle vueltas.
Observó que Dionisos se había puesto de pie y contemplaba a los comensales en silencio; en sus labios apareció una leve sonrisa.
Anaïs dejó en la mesa los cubiertos y se llevó las manos a la cabeza.
Las paredes bailaban. Pensó que había abusado del vino. Al volverse hacia su vecino vio que este se había derrumbado en su asiento. Quiso levantarse, pero no pudo; tenía los miembros como dormidos y no podía moverlos.
«Se han quedado todos dormidos».
Buscó a su amante y vio con desesperación que también él dormía.
«¡Thomas, Thomas!».
Antes de perder el conocimiento miró el retrato de Casanova y sintió como si la traspasaran sus ojos negros.
En el gran salón reinaba ahora un profundo silencio.
Dionisos cruzó los brazos y durante largo rato contempló a los diez hombres y mujeres que reposaban inconscientes en sus butacas.
—¡Qué bellos, qué puros sois…! —dijo al cabo con una voz gutural que casi parecía un lamento.
Al conjuro de estas palabras aparecieron cuatro sirvientes con unas camillas bajo el brazo; rodearon a Dionisos y observaron aquellos cuerpos como si lo que había ocurrido fuera lo más natural del mundo.
—Ya sabéis lo que hay que hacer. La dosis de veneno ha sido perfecta. Ellos dormirán para siempre, pero la noche será corta.
Los cuatro hombres, sin decir palabra, empezaron a tender en las camillas los cuerpos de los comensales.
En tiempos más rudos, aquella ensenada, muy entrada en la tierra, fue refugio de los piratas bereberes que asaltaban y robaban las costas situadas más al este, hacia Palermo. Ahora constituía un retiro ideal para los invitados de la Abadía de Theleme, que contaba con un vasto terreno alrededor de los renovados edificios. Las rocas formaban un abrigo natural en torno a la playa de arena y procuraban una tranquilidad perfecta a los asiduos del lugar.
Por encima de los abigarrados macizos de roca se atisbaba la enorme peña sombría de la Rocca, que dominaba el balneario de Cefalú como una divinidad inmemorial.
El rumor de la marea quedaba ahogado por el crepitar de las hogueras que ardían bajo el cielo constelado, en medio de la ensenada, y cuyas llamas, altas, poderosas, majestuosas, se elevaban en la negra noche.
El fuego se nutría de la carne de los diez hombres y mujeres que estaban atados por parejas a cinco postes de madera. Los cuerpos de los amantes habían sido cuidadosamente preparados por los sirvientes antes de ser encadenados a las piras ceremoniales. Los mismos hombres y mujeres que por la tarde retozaban gozosos en la playa bajo un sol benigno no eran más que piltrafas sin vida.
El fuego crecía más y más; las llamas devoraban las ropas de los amantes mientras estos dormían su postrer sueño.
Dionisos estaba sentado en una silla de madera ante las cinco hogueras sacrificiales; había querido quedarse solo. Al lado, sobre una mesa, tenía una botella de champán y una copa.
—El amor que os he dado a conocer —resonó su voz en la noche— será la prenda de vuestro tránsito al otro mundo. No sufráis, estaréis juntos por los siglos de los siglos.
Anaïs soñaba; soñaba que su amante la abrazaba protectoramente y que sus cuerpos se fundían en la eternidad, y que así, rodeada por aquellos brazos poderosos, entraba en un túnel blanco. Él sonreía, ella se sentía feliz y estaba resuelta a hacerlo feliz.
Pero de pronto el túnel mudó de color, se tiñó de un rojo intenso… Anaïs vio cómo el rostro de su amante empezaba a derretirse, su pelo caía, su piel humeaba…
Dio un grito…
El maestro volvió la mirada a la derecha y vio que uno de los cuerpos se retorcía en una de las cinco hogueras. El alarido de la joven lo llenó de gozo.
«Pobre hermana; sin embargo tu purificación no ha hecho más que empezar».
Sacó del bolsillo una pistola y apuntó a la joven, que desesperadamente luchaba por escapar del suplicio.
Y disparó.
Satisfecho, se acercó una rosa a la nariz y la olió para evitar el hedor a carne quemada que se elevaba en la noche.
Se sirvió una copa de champán y la alzó ante las voraces llamaradas. A la incandescente luz que iluminaba la playa desierta, sus ojos brillaban.
«Bienaventurado Casanova… Ahora son inmortales».