IV

Cuando García abrió la puerta del departamento, Marta estaba de rodillas en el suelo, limpiando la alfombra con un trapo húmedo. Al oír que se abría la puerta, alzó los ojos:

—Ya casi no se le ve la mancha, Filiberto.

—¿Para qué está haciendo eso, Martita?

Marta se puso lentamente de pie.

—Creí que no vendría hasta la noche y no tenía otra cosa que hacer.

—¿Ya comió, Martita?

—Sí. Hice un poco de arroz.

—¿Nada más eso?

—No tengo hambre, Filiberto.

García cerró la puerta y cruzó hacia la recámara, donde dejó el sombrero. Marta seguía viendo la alfombra que había limpiado. Cuando García regresó, alzó los ojos para verle la cara:

—¿Qué ha pasado?

—Nada grave, Martita.

—Pero, esos hombres…

—Eran dos asaltantes, conocidos por la policía.

Se sentó en el sofá. Tal vez venga a sentarse junto a mí y la abrazo. Debería haberla abrazado al entrar. Dialtiro me estoy haciendo maricón.

—Marta fue a la cocina a dejar el trapo. Desde allá preguntó:

—¿Quiere café? Lo tengo preparado…

—Gracias, Martita, pero no se moleste…

—En este momento se lo llevo. ¿Quiere coñac?

—Sí… por favor.

—Ahora va.

La voz de Marta sonaba alegre, confiada. Ya no tiene el miedo de anoche. Capaz y ahora se me pone difícil. No hizo por besarme cuando entré, ni siquiera por darme la mano. Le quité el miedo y ora me tira a loco. Eso me saco por pendejo. Y por maricón. ¡Pinche maricón yo!

Marta salió de la cocina y puso el café y el coñac en la mesa baja del centro. Luego se sentó junto a él.

—Le puse azúcar. Una cucharada, como le gusta.

—Gracias, Martita.

Probó el café. Como me gusta. Lo que me gusta es ella y aquí me estoy haciendo maje.

—¿Le sirvo coñac?

—Gracias, Martita.

Sirvió una copa de coñac. Gracias, Martita, parece que ya no sé decir otra cosa, como chamaco de escuela.

—Salud, Martita. ¿No toma una copita conmigo?

—No gracias, Filiberto. La verdad es que no me gusta el coñac.

—¿Qué le gusta tomar, Martita?

—Nada. A veces un poco de vino, pero prefiero no tomar nada. Le limpié también el traje… el de anoche, y lavé la camisa.

—No debió molestarse, Martita.

—Creí que no era bueno darlo a la tintorería. Luego hablan de esas cosas. Pero dice que ya no hay peligro.

—No, ninguno, Martita. Y ahora voy a ver a un licenciado para que me consiga su acta de nacimiento, la de Marta Fong García… Capaz y soy su tío, Martita…

—Por lo menos de la pobre de Alicia Fong.

—Ésa es usted ya para siempre. Y más mexicana que los chilaquiles. Salud, paisana.

Marta inclinó la cabeza. Cuando la levantó tenía los ojos llenos de lágrimas. Le dio un beso en la mejilla:

—Gracias, Filiberto, gracias.

—No hay de qué, Martita.

Marta se levantó y fue a la ventana abierta. Desde allí habló, la voz llena de emoción:

—Entonces, ya no tengo peligro, ya nunca tendré peligro y ya nunca tendré miedo. Va a decir que soy tonta, he vivido tantos años con ese miedo dentro, que tengo que acostumbrarme a no llevarlo. Tengo que acostumbrarme a ver la vida de frente, a ver a la gente a la cara, sin esconderme, como ha sido hasta ahora.

—Ya nadie le puede hacer nada, Martita.

—Soy libre… Tengo que acostumbrarme a eso, a ser libre. Tengo que decirlo muchas veces. Ya no tendré que trabajar por lo que me quieran pagar. Ya no volveré a casa del señor Liu…

—Yo creí que era su protector, Martita.

Marta quedó en silencio. García se puso de pie y fue a recámara. ¡Pinche maricón! No aproveché cuando tenía miedo y ahora como que no me estoy aprovechando de está agradecida. Será que el ruso me tiene ciscado, porque todo lo ve. Debería cerrar la ventana. ¡Pinche ruso! Debería traerla aquí al cuarto, a la cama y a darle. Sobre el muerto las coronas.

Se volvió hacia la puerta. Marta estaba allí, de pie, viéndolo.

—Todo eso es gracias a usted, Filiberto.

—Ha sido un gusto.

—Yo sabía que era bueno. Un hombre que hace reír, como usted lo hace, a una muchacha cualquiera, sin importancia, tiene que ser bueno.

—No diga eso Martita.

García entró al baño y cerró la puerta. Ora sí que ya la jodimos. Hasta la voz me está saliendo ahogada. Sólo falta que me ponga a chillar como una vieja. O como un maricón. Luego dicen que los hombres, de viejos, se vuelven maricones.

Se lavó las manos y salió del baño. Marta seguía de pie, en la puerta.

—Yo sabía que no me equivocaba al contarle todo, Filiberto. Y por eso quiero que sepa lo demás.

Los ojos de García se hicieron fríos, calculadores. Ahora viene la cosa. Conque nada más me estaba viendo la cara de pendejo y ya se va. Pero si me sale con eso, me cumple o me cumple, aunque el ruso lo vea todo. ¡Pinche ruso! Capaz y hasta lo oye todo. Debe haber puesto micrófonos por todos lados. Pero que se friegue el ruso. Ahora ésta me cumple.

—Venga, Filiberto… Siéntese aquí, en el sofá.

García se sentó. Ella se arrodilló frente a él, en cuclillas en el suelo. Así lo veía hacia arriba. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Yo no quería, Filiberto, le juro que no quería, pero era la amante del señor Liu. La segunda mujer, dice él. Yo no quería, pero tenía tanto miedo. Y luego ya se hizo costumbre. Creí que iba a durar para siempre, para toda mi vida. Todos los martes y sábados llegaba a mi cuarto por la noche. Su señora, la pobre, estaba enterada de todo, pero él dice que esas cosas no tienen importancia, que son costumbres chinas. Y la señora también le tiene miedo. Ella y yo siempre hemos hecho todo lo que él quiere. No nos atrevemos a desobedecerlo. Él cree que lo que hace no es malo, pero yo creo que sí… Y no podía hacer nada para evitarlo y dos veces por semana tenía que esperarlo en mi cuarto…

—¿Por qué me cuenta eso, Martita?

—Porque ha sido bueno conmigo… Como si fuera más que mi padre. Desde que dejé a las monjas Macao, nadie había sido bueno conmigo… Y usted ha sido y no me ha pedido nada…

Lo abrazó y empezó a llorar sobre su hombro. ¡Como un padre! Pinche padre. Si nomás supiera lo que le voy pedir. Pero ya el chino Liu me madrugó. ¡Pinche chino!

Marta seguía sollozando. Le puso una mano en la cabeza. La mano me está temblando, como a un chamaco de colegio con su primera vieja. Como me temblaba cuando tocaba a la Gabriela en Yurécuaro. O como a aquel chamaco de la Universidad que agarré aquella tarde en Chapultepec. Así le temblaban las manos cuando le bajaba los calzones a la escuincla. Y más cuando salí de atrás de un árbol. Y la chamacona estaba buena, pero era tan virgen como su pinche madre. Mucha lloradera, pero me abrazaba que casi no me dejaba resollar. ¡Pinche chamacona! Y ora yo estoy temblando como el muchacho ése. Nomás tengo cerca a Martita me pongo a temblar. Y nomás es un agujerito con patas y ni siquiera anda presumiendo de virginidad que perder. Orita es cuando debería meterle mano y llevármela a la cama. Dicen que las mujeres, cuando están llorando, se ponen más cachondas. ¡Pinche tembladera de manos!

Apartó a Marta y la hizo que se sentara en el sofá junto a él. Le levantó la cara por la barbilla y le secó las lágrimas con el pañuelo.

—Parece que siempre le ando secando las lágrimas, Martita.

—Sí.

—Y no soy experto en eso, Martita.

—Yo tampoco sabía ya lo que era llorar, Filiberto.

Lo besó levemente en la boca, se puso de pie y fue a la cocina, llevando la taza vacía. García quedó inmóvil, los ojos entrecerrados, los labios apretados para que no le temblaran. ¡Ora sí que me creció…! Y junto a la ventana, para que lo vean bien esos pinches rusos. ¿O será una señal que les está haciendo? Pero, ¿señal de qué?

Se puso de pie y fue a la ventana. En la fachada del hotel frontero buscó el cuarto desde el cual lo pudieran estar espiando, pero no logró ver nada.

—Aquí tiene más café, Filiberto. ¿Quiere otro coñac?

—Gracias, ya no.

—Siéntese a tomar su café. Ha de estar muy cansado…

—Martita… No debe hacer esas cosas. No crea que estoy tan viejo que ya no siento.

Marta rió.

—Me hubiera enojado mucho si no hubiera sentido algo. Ya le he dicho que no soy una niña y… y desde el primer día que lo vi en la tienda… ¿Se acuerda lo que me dijo? “¿Me recibe una carta, preciosura?”

—Si me la escribe en chino, don Filiberto.

—¡Se acuerda! ¡Se acuerda! Desde ese día empecé a pensar en usted… a imaginar fantasías…

—¿Qué fantasías, Martita?

—… y a hacer preguntas. Y entonces fue cuando me dijeron que usted era de la policía y que… que tenía fama de haber matado a mucha gente…

Hubo una pausa larga.

—Eso es cierto, Martita.

—Como a los dos hombres anoche, dos hombres criminales que lo quisieron matar sólo porque está cumpliendo con su deber.

—La cosa no es tan fácil, Martita.

—Y ahora sé que yo tenía razón, que es bueno y que lo quiero y que lo voy a querer siempre. No le pido nada, Filiberto, nada. Bien sé que no tengo derecho a pedirle nada…

—Puede pedirme lo que quiera, Martita.

—Usted no sabe lo que es tener miedo, tener siempre miedo. Desde que me acuerdo, he tenido miedo. Y cuando tiene miedo, cuando todo está lleno de ese miedo, se puede querer. Usted es muy valiente y no sabe lo que es eso, pero es horrible… Tener siempre miedo y soledad…

—Sí, Martita, lo sé, todos tenemos miedo a veces y todos estamos solos.

—¿Nunca se ha casado?

—¿Quién quiere que se case con un hombre como yo Martita? ¿Con mi… mi oficio?

—Muchas mujeres. Usted no sabe lo bueno que es, el bien que hace en el mundo. En estas últimas semanas, vivía tan sólo para esperar que fuera a la tienda del señor Liu y que me hablara. Y ayer… ayer pensé que no podía seguir viviendo en esa forma, sumida en todo ese miedo y esa soledad. Cualquier cosa era mejor que eso… mejor que estar sin usted. Y por eso me salí mientras cenaba con el señor Liu, a esperarlo en la calle y a decirle la verdad. ¿Hice mal?

—Hizo bien, Martita.

—Y no me he arrepentido de haberlo hecho ni me voy a arrepentir nunca. Por primera vez, porque usted está aquí, vivo sin miedo… porque ya sabe toda mi verdad… porque puede hacer conmigo lo que quiera y yo lo acepto…

—Martita, yo también le quiero decir que…

Sonó el teléfono:

—¿García?

—Sí.

—La persona con la que hablamos ayer lo quiere ver lo más pronto posible.

—Es que...

—Ya sale un coche de la oficina por usted. Espérelo en la puerta.

—Pero es que, mi Coronel…

—Espérelo en la puerta.

Colgó.

—¿Tiene que salir?

—Sí.

—Pero no es justo. Está muy cansado, casi no durmió anoche, sentí cuando salía a eso de las seis de la mañana.

—Fui al turco. Adiós Martita.

—¿Le preparo algo de cenar?

—No se a que hora vuelva, Martita. Acuéstese en la recamara y…

—Lo espero aquí en la sala.

—No se a qué horas vuelva. Acuéstese y mañana hablaremos.

Fue a la recamara, tomó su sombrero y volvió a la sala. Marta lo abrazó y lo besó en la boca. El beso fue muy largo. ¡Ora si que me creció! Y yo haciéndole al maje, al muy paternal, hasta que ella tuvo que decírmelo. Como maricón. ¡Ay no me digan eso que me pongo colorado! ¡Maricón, pinche maricón! Si me tiene bien chiveado. Y los rusos viéndolo y oyéndolo todo. Y yo de muy paternal y ella con ganas de entrarle. ¡Y el pinche del Valle! Cuando se me estaba haciendo. ¡Y luego que nunca se ha hecho con una china! Y luego que me trae medio jodido, no como las otras. Capaz y todas las chinas son así. O capaz que ando fuera de mi manada. ¡El gringo, el ruso y Martita! Todos de otra manada. Muy profesionales, de mucha Mongolia Exterior y de la mucha intriga internacional. Y yo que no soy más que un industrial, fabricante de muertos pinches. ¡Jíjole! Ora si que hasta los de huarache me taconean. Y yo sin agarrar la onda. Como que ya no entiendo nada de lo que pasa. Me lo tienen que decir todo bien clarito. ¡Éntrele viejo pendejo, no se ande con puras palabritas! Pero luego, tanto amor de Martita como que huele a gato encerrado. ¡Pinche Martita! Me hace hacer cada pendejada…

El señor del Valle lució toda la bondad de su sonrisa. García le contó, en edición debidamente espulgada, lo que había sucedido la noche anterior y lo de los billetes de cincuenta dólares. Del Valle quedó pensativo.

—Eso, señor García, parece indicar que hay algo de cierto en los rumores que nos han llegado.

—Eso mismo creo yo señor del Valle —dijo el Coronel.

—Pero tan sólo son indicios, Coronel, tan solo indicios y, en un caso tan grave, hay que esclarecer todo. Y tenemos tan sólo el día de mañana.

—Estamos haciendo todo lo posible, señor del Valle. Aparte de la investigación de García, tenemos doble vigilancia en las fronteras, en los hoteles…

—La vida de los dos presidentes está en peligro, Coronel. Creo que deberíamos aprehender a ese chino Wang.

García habló.

—Creo que es mejor dejarlo y vigilarlo. No creo que sea la cabeza del asunto, pero nos puede llevar a la cabeza.

—¿Qué opina Coronel?

—García tiene razón. Ya he ordenado que se le vigile día y noche, sin que se de cuenta.

Del Valle se volvió hacia García. La sonrisa política perfecta había vuelto a sus labios.

—Lo felicito, señor García. Claro está que siento mucho el haberlo puesto en peligro y en la necesidad de matar a esos dos hombres. Matar es algo que me repugna…

—Fue necesario, señor del Valle —dijo el Coronel.

—Sí, sí, lo comprendo. No estoy haciendo un reproche pero no estoy acostumbrado a este tipo de cosas…, volviendo a lo que decía antes, lo felicito, señor García. En menos de veinticuatro horas nos ha proporcionado los suficientes datos para aclarar las sospechas que teníamos. Muy buen trabajo, muy buen trabajo.

García quedó en silencio. Tenía el sombrero sobre las piernas, la mirada fija en la nada.

—Después de su brillante investigación, señor García, creo que podemos afirmar que se está utilizando dinero que proviene de la China Comunista para… para llevar a cabo un atentado en México.

—Así parece ser, señor del Valle —dijo el Coronel.

—Y una cantidad de dinero así, más la inmediata acción que tomaron en cuanto se dieron cuenta de que el señor García estaba investigando, nos demuestra que se trata de algo muy grave. El hecho mismo de que intentaran matar al señor García, miembro de la policía de México, nos comprueba, a mi juicio sin lugar a duda, que las sospechas que teníamos son ciertas.

Hubo un silencio. El Coronel jugaba con su encendedor de oro. García seguía viendo hacia la nada. ¡Jíjole! Si por cada changuito que quiere matar a un policía en México, se va a formar un complot internacional, estamos jodidos. Sin ir más lejos, si por cada changuito que me quiere dar mi llegadita… ¡Jíjole! Aquí hay gato encerrado.

El señor del Valle dijo:

—Señores, creo que podemos dar por seguro que existe un complot, originado en la China Comunista, para asesinar al señor Presidente de los Estados Unidos durante su visita a nuestro suelo.

Se volvió a todos lados a ver el efecto de sus palabras. El Coronel seguía jugando con el encendedor. García veía la nada.

—Es inútil agregar, señores, que con este complot, no tan sólo está en peligro la vida del Presidente de los Estados Unidos, sino la de nuestro Primer Mandatario y la paz mundial.

Hizo otra pausa. El Coronel seguía entretenido con su encendedor. García con la nada.

—¿Qué opina usted, señor Coronel?

—Ha analizado la situación perfectamente, señor del Valle.

—Eso creo. ¿Y usted, señor García?

—Tal vez.

Del Valle, que tenía lista su réplica laudatoria, quedó indeciso. Iba a decirle algo a García, pero se volvió hacia Coronel.

—Hay que triplicar las precauciones. Al señor Presidente no le gustaría verse en la necesidad de usar un móvil blindado, pero tampoco podemos olvidar que tipo de automóvil debió usarse en Dallas.

—Comprendo, señor del Valle.

—Y aunque usemos ese automóvil, que será necesario si no logramos desbaratar este complot antes de pasado mañana, de todos modos quedan algunos momentos de intenso peligro. Pienso especialmente en el momento la inauguración de la estatua en el parque. Claro que hemos investigado todos los edificios que lo rodean y he ordenado que se ponga gente segura en los balcones, pero siempre queda el peligro…

—Es cierto, señor del Valle —dijo el Coronel.

Tenía los ojos semicerrados, fijos en el encendedor al cual daba vueltas entre los dedos. El señor del Valle se volvió hacia García, la expresión profundamente seria:

—Por lo tanto, señor García, verá usted la importancia que tiene para nosotros, para todos los mexicanos, el localizar cuanto antes a esos agentes de China Comunista y liquidarlos. ¿Se da cuenta de ello?

—Sí.

—Creo que los pasos que se han dado son importantes. ¿Qué otras medidas ha planeado?

—Esta noche, dentro de unos minutos, nos veremos con el ruso y el gringo en el Café Cantón.

—¿Cree usted que sea prudente eso?

—No. Pero es necesario. Si esos… esos chinos se traen algo, hay que provocarlos a que actúen.

Del Valle se puso de pie. Este changuito nos va a soltar un discurso sobre la patria y la lealtad a las instituciones. ¡Pinche lealtad!

—Señor García, en sus manos está el asunto y, permítame que se lo diga, admiro su valor, ya que estoy seguro se ha dado cuenta de que con esa actitud, está poniendo en peligro su vida.

—Es necesario, señor del Valle —dijo el Coronel.

García se puso de pie.

—Tengo que retirarme.

—Lo comprendo, lo comprendo —dijo del Valle—. Pero antes de que salga de aquí, señor García, quiero decirle que admiro su valor. Esta gente, al parecer, va en serio, como lo demuestran los acontecimientos lamentables de anoche…

—Nosotros también estamos en serio —dijo el Coronel, poniéndose de pie.

El señor del Valle se acercó a García:

—Señor García, permítame que le estreche la mano. La nación está orgullosa de usted. Su heroísmo, porque eso es, heroísmo, tiene que quedar en silencio, pero la Nación y el señor Presidente lo sabrán agradecer. Que tenga mucha suerte.

—Gracias. ¿Hay algo más, mi Coronel?

—No… que tenga suerte, García.

García salió. Aún pudo oír cuando el señor del Valle mentaba:

—Un hombre rudo, como los grandiosos Centauros del Norte que hicieron la Revolución…

¡Pinche señor del Valle! De a mucho discurso de fiestas patrias y toda la cosa. Ruda sería su madre, desgraciado. Yo sólo soy pistolero profesional, matón a sueldo de la policía. ¿Para qué tantas palabritas? Si lo que quiere es que me quiebre a los chinos, que lo diga. ¡Pinches chales! De todos modos le tengo ganas al chino Liu. Como que me madrugó el fregado. Y ora haciéndole al Centauro del Norte. Si soy del mero Yurécuaro, Michoacán, hijo de la Charanda y de padre desconocido. Y si no les gustó, vayan todos, absolutamente todos y chinguen a su madre. ¡Pinche Charanda! Y Martita allí en mi casa, viéndome la carota. De a mucho beso y papacho, pero viéndome la carota. Capaz y si en vez de aprender a matar, aprendo a echar discursos, sería como Rosendo del Valle. Muy nalgais. O sería como el pinche licenciado, gorrón de copas. Y ahora la nación me lo va a agradecer. ¿Y yo qué le agradezco a la nación? Como decía aquel paisano de Michoacán: “Si de chico fui a la escuela / y de grande fui soldado / si de casado cabrón / y de muerto condenado / ¿Qué favor le debo al sol / por haberme calentado?”

Ni Graves ni Laski estaban en el café Cantón. El chino Wang atendía la caja y cuatro chinos jóvenes el mostrador. Sólo uno de ellos levantó los ojos para ver a García, pero su cara no denotó sorpresa alguna. Tan sólo se fue acercando a la caja, como entregado a sus ocupaciones y habló rápidamente con el viejo Wang y desapareció hacia donde parecía estar la cocina. García se sentó en uno de los apartados y pidió una cerveza. Estos pinches chinos ya se están poniendo nerviosos. Como que estuvo bueno venir acá, para ver qué hacen. Y a ver si no me sale el ánima de Sayula. ¡Pinche señor del Valle! “Me repugna matar.” Pero cuando era gobernador de su estado, se traía a todos de un ala. Allí se llevó, como Jefe de Operaciones, a mi General Miraflores. A poco también ése resulta con que le repugna matar. Se me han puesto todos muy seriecitos. La Revolución hecha gobierno. ¡Pinche Revolución y pinche gobierno!

Laski apareció en la puerta. Por poco no lo veo. Este pinche ruso como que se funde con las gentes y las cosas. Y ahora trae los ojos más tristes que nunca.

—¿Viene Graves?

—Sí.

—Voy a pedir un vaso de leche.

—¿A poco en su tierra no tienen leche?

—¡Claro que sí! En Rusia tenemos de todo, absolutamente de todo.

—Como Rusia no hay dos.

—Naturalmente. Rusia es…

—Lo estaba vacilando, amigo Laski. ¿Qué novedades tiene? ¿No han llegado nuevos rumores de la Mongolia Exterior?

—Ja, ja, ja… Es usted formidable, Filiberto, verdaderamente formidable.

—Mientras llega Graves voy a hablar por teléfono. Con permiso.

Se levantó y fue al teléfono. Wang no alzó los ojos para verlo, pero uno de los chinos jóvenes lo vigilaba El chino que había desaparecido, no regresaba aún.

Le contestaron de la cantina de la Ópera y a los pocos momentos estaba hablando con el licenciado:

—¿Qué pasó?

—Dialtiro ni la friega, Capi. La gringa me echó fuera no me dejó ni acabar la botella de ron. Dijo que tenía party con usted y se iba a arreglar. ¿Qué hay de mis trescientos pesos?

—Doscientos cincuenta.

—¿Qué hay de ellos?

—Mañana.

—La gringa está segura de que va a regresar esta noche, mi Capi.

—Puede que regrese.

—Está reaguada.

—Hasta mañana.

Colgó el teléfono y volvió a la mesa. Ya Graves estaba sentado frente al ruso. García se sentó junto a Graves.

—¿Ya se conocían?

—Si —dijo Graves—. Hace mucho tiempo.

—Por desgracia —dijo Laski—, no podemos decir que en todo ese tiempo haya florecido una verdadera amistad.

Graves rió con su risa de turista:

—Iván Mikailovich trató de matarme en Constantinopla año de cincuenta y siete.

Los ojos de Iván Mikailovich se entristecieron aún más:

—Un trabajo muy mal planeado, muy mal planeado. No hubo tiempo de preparar algo seguro.

El recuerdo del fracaso parecía dolerle profundamente. Graves interrumpió las memorias:

—No he podido conseguir los números de los billetes. El banco de Hong Kong y, yo diría, hasta las mismas autoridades inglesas en la Colonia, no han querido cooperar.

El ruso sonrió. Parecía estar satisfecho.

—Los aliados y amigos no son tan amigos como parece —dijo.

Graves no hizo caso a la interrupción:

—Sin embargo, podemos asegurar que se hizo esa transacción. Un agente nuestro, en Kowloon, lo confirma.

—¿Dudaba de mis informes, amigo Graves?

—Sí Iván Mikailovich. Cuando la policía rusa nos hace un regalo, lo estudiamos muy bien antes de aceptarlo…

—A caballo dado, no le mires el colmillo dijo el ruso.

—Los troyanos debieron verlo.

—La transacción se hizo hace nueve días. Se exigió el dinero en billetes de cincuenta dólares americanos y lo recogieron entre varios hombres, tanto chinos como occidentales. Si insistimos, y vamos a insistir, podemos conseguir los números, pero no antes de unas dos semanas…

—Cuando ya sea tarde —dijo García.

—Efectivamente, ya será tarde. Pero hay que saber todo. Aunque sea para ver la extensión que tenía el complot y echarle la mano encima a todos los complicados.

—Me parece que son demasiados para un asunto así —dijo García.

—Los chinos, cuando hacen algo, lo hacen en grande —dijo el ruso—. Allí todo es grande.

—Pero es demasiada gente —insistió García—. Un atentado como éste se prepara entre dos o tres personas, a lo más.

—También he pensado en esto —dijo Graves.

Laski saboreaba lentamente su leche. Graves, después de su experiencia con el café tomaba una cerveza, lo mismo que García.

—Todos los chinos de este café, por ejemplo, parecen estar en el asunto —dijo García—. Es raro pensar que un atentado de esta magnitud se organiza con meseros de café.

—¿No estaremos investigando por una senda equivocada, amigo Iván Mikailovich?

—No sé, Graves. Estamos investigando y eso es todo. Ya debe haber aprendido que en nuestra profesión se investiga para llegar a una verdad desconocida. Cual sea esa verdad no nos importa y si la supiéramos de antemano, ya no tendría caso investigar.

—Solo ejecutar —dijo García.

—Exactamente Filiberto, sólo ejecutar. Y ahora se nos ha dado el encargo de investigar tan sólo, porque aún no llega el momento de ejecutar.

El cuarto chino regresó de los interiores del café y se colocó en su sitio, detrás del mostrador. Habló unas palabras con Wang y se dedicó a su trabajo. Ni una sola vez alzó los ojos para ver a los tres hombres del apartado.

—Por cierto Filiberto —dijo de pronto Laski— he dado órdenes para que dejen de vigilarlo lo mismo que a usted amigo Graves.

—Yo también lo he hecho —dijo Graves—. Lo que dijo el señor García era completamente cierto. Ya esto parecía un juego de niños. Así se lo dije a mis jefes… Les dije que usted, García, nos había señalado ese error. Quedaron muy impresionados.

—Gracias.

—¿Qué vamos a hacer esta noche? —preguntó Laski—. Si se trata tan sólo de reunirnos en forma social…

—Los chinos están preocupados, Iván Mikailovich.

—Claro está —dijo Graves—. Es casi imposible investigar a alguien sin que se dé cuenta. Esta tarde hubo mucha actividad en las bodegas. Me gustaría que se investigaran…

—Puede que se le haga el gusto —dijo García—. Para eso estamos aquí, para ver que hacen éstos.

—Podrían organizar nuestra muerte —dijo Laski—. Nunca me ha gustado ser cebo en una trampa.

—No, ¿verdad? Pero ahora lo somos, Iván Mikailovich.

—Estoy de acuerdo con García. No tenemos tiempo para obrar de otra manera y lo mejor es provocarlos para que actúen ellos.

Uno de los chinos jóvenes salió de atrás del mostrador y se acercó a la mesa. Era un hombre joven, fuerte, de cara impasible.

—¿Algo más, señoles?

García alzó los ojos para verlo fijamente. El chino no bajó la mirada.

—Estamos hablando —repitió García con voz dura.

El chino se encogió de hombros, fue a la puerta y se apoyó en ella sin dejar de verlos. Este chale se anda buscando un mal golpe o anda provocando. Capaz y ya quieren que nos vayamos. Han de querer que nos vayamos, pero para el carajo. Y este gringo no deja de sonreír como pendejo. Y el ruso parece que va a llorar. ¡Pinche Mongolia Exterior! Hay que darles otra oportunidad a estos pinches chales.

—Voy al baño —dijo, levantándose.

Fue al fondo del café y entró al baño y se acercó al caño del mingitorio. Ora sí, si quieren algo en serio, me van a venir a buscar y ya veremos de qué cuero salen más correas. Cuestión de darles tiempo. Al cabo tiempo es lo que sobra en esta pinche vida. Y Martita muy dormidita en mi cama y yo haciéndole aquí al maje. Ora sí que van a decir que me agarraron con los calzones en la mano.

Sintió que la puerta se abría y entraban gentes. No se volvió a ver quiénes eran. No más que me vayan llegando, queditito, como para acercarse a los patos en la laguna. Mientras no me den una cuchillada por la espalda. ¡Pinches cuchilleros! Que se vayan confiando…

Una voz dijo algo en chino, rápidamente. García se volvió entonces, la cuarenta y cinco en la mano. Tenía a un hombre de cada lado. Uno, con la mano abierta, le golpeó la muñeca y la pistola cayó al suelo. El otro le saltó encima y le tomó el cuello con el brazo, ahogándolo.

En ese momento, cuando ya veía todo acabado, se abrió la puerta. Era Graves, sin anteojos, y era también una especie de torbellino. Con un salto enorme, cayó con los pies en la espalda del que oprimía el cuello de García. El otro se le echó encima, pero con un tajo de la mano en la frente, lo hizo retroceder, atarantado. García, ya libre, remató al del tajo con una bofetada en la cara que le desbarató las narices. Mientras, Graves le ponía una llave al otro y lo hacía caer de rodillas, los ojos desorbitados, la cara sudorosa. Graves, con la mano abierta, le dio un golpe en el cuello, sobre la nuez. El hombre lanzó una exclamación ahogada y se dejó caer en el suelo, la cabeza dentro del caño del mingitorio. El otro, las narices sangrantes, abrió otra puerta y salió huyendo. García recogió su pistola y la guardó en la funda, después de ver que no se hubiera maltratado. Graves sonreía como siempre, al ponerse los anteojos.

—Me imaginé a qué venía acá, García, y estaba pendiente.

—Gracias.

—Tenía razón. Hemos despertado el temor en estos chinos y eso es muy revelador.

—Sí.

—Laski quedó en la mesa, para que no se alarmen los otros. Han de creer que ya nos tienen prisioneros o lo que quisieran hacer con nosotros. ¿Y ahora?

—Ahora salimos como si no hubiera pasado nada y nos vamos. Ya les dimos el recado. Diré a la policía que vigile el lugar.

Ante el espejo roto y sucio se alisó el cabello que estaba desordenado y se acomodó el pañuelo en la bolsa del pecho. El chino que estaba tirado en el suelo, empezaba a moverse.

—¿Qué hacemos con éste, García?

—Déjelo, Graves. Es segundón, no nos interesa.

Acabó de acomodarse la ropa y salió seguido por Graves. Parecía como si tan sólo salieran del baño. Los chinos del mostrador los vieron sorprendidos. Wang alzó los ojos y se quedó un instante como petrificado. Laski seguía en la mesa, como si no se diera cuenta de nada, pero tenía la mano puesta dentro del saco, sobre la culata de la pistola. García caminó directamente a la caja:

—La cuenta de esa mesa.

Wang lo vio con pánico en los ojos. Sumó rápidamente en un ábaco y dijo:

—Siete pesos.

—Tome. Le da los otros tres pesos al que cuida el baño, para ver si lo cuida mejor. Está sucio.

Laski y Graves se le habían reunido, Laski llevando su sombrero. García lo tomó y se lo puso.

—Gracias —dijo.

Salieron del café.

—Mi coche está enfrente —dijo Graves.

Cruzaron la calle y se subieron al coche, un Buick de color oscuro. Los tres se acomodaron en el asiento de adelante.

—Vamos a la calle de Guerrero —dijo García—. ¿Sabe dónde está?

—Sí. ¿Qué hay allí?

—Vamos a ver a una paisana suya, Graves. La viuda de Roque Villegas Vargas. Tal vez a usted le diga más cosas, por ser paisano.

Les contó lo de Anabella.

—Tal vez usted, con la amenaza de quitarle el pasaporte americano, le puede sacar la verdad.

—Vamos.

—Pero antes hay que hablar por teléfono.

—Tengo radio en el coche y puede comunicarse…

—Prefiero un teléfono callejero, sin ganas de ofenderlo.

—Allí, en esa tabaquería.

—Yo cuido que no nos sigan —dijo Laski—. Ya decía que no era bueno ser cebo en una trampa…

Sus ojos se habían vuelto tan tristes como su voz. García bajó del coche y pidió el teléfono.

—Habla García, mi Coronel…

—¿Qué quiere? No hace ni una hora que se fue…

—Estuve con los amigos en el Café Cantón.

—¡Qué bien!

La voz del Coronel tomaba ese tonillo de burla y superioridad que usaba a veces.

—Tuvimos un altercado…

—¿Estaban borrachos?

—No, mi Coronel. Pero no nos quieren allí. Y parece que ha habido mucho movimiento en las bodegas de Nonoalco, donde tiene su mercancía Wang. Tal vez allí esté la lana…

—Voy a investigarlo.

El Coronel colgó la bocina. ¡Jíjole! Se le habla de esa lana y ni siquiera tiene tiempo para decir adiós. Ya ha de haber salido como alma que lleva el diablo. Y yo haciéndole al maje. Debí dejar a éstos con su intriga internacional y echarme tras de esa lana. ¡Pinche intriga internacional! Quinientos mil verdecitos. Ora sí se puso buena la cosa. Y yo haciéndole a la Mongolia Exterior. ¡Pinche Mongolia Exterior!

Se subió al coche.

—No nos sigue nadie —dijo Laski—. Creo que Graves dijo la verdad por una vez y ya no tiene hombres vigilándonos.

—Yo siempre digo la verdad —dijo Graves—. Por lo menos cuando conviene decirla. Y hay ocasiones en que se da ese caso.

—No muchas —dijo el ruso—, no muchas.

—¿Van a vigilar las bodegas? —preguntó Graves—. Es importante.

—Sí. Vamos.

García tocó en la puerta del departamento nueve. No abrió nadie.

—Probablemente ya voló el pájaro —dijo Laski.

—No creo —dijo García—. Tenía demasiada ilusión por recoger ese dinero y el coche. ¿Quién abre la puerta?

—Es fácil —dijo Graves—, pero me gustaría estudiar el sistema de nuestro colega soviético. Alguien me ha dicho que para él no hay cerraduras ni cajas fuertes inviolables.

Laski sonrió satisfecho y se inclinó sobre el picaporte.

—Muy corriente. Pero creo que faltamos a las reglas de la urbanidad. Debemos dejarle este trabajito a nuestro amigo Filiberto que es nuestro anfitrión.

—Hágalo, Iván Mikailovich…

—No, no sería cortés. En congresos internacionales, y éste es uno, el representante del país que invita es siempre el Presidente. Proceda, Filiberto, sin pena.

García tomó el picaporte y le dio vuelta con la mano. La puerta se abrió.

—No la cerraron con llave —dijo Graves.

Entraron y García encendió la luz. La sala comedor estaba en el mismo desorden. Sólo había una cosa diferente. El cadáver de Anabella Ninziffer, de Wichita Falls, alias Anabella Crawford, estaba tirado sobre el sofá. Alguien la había estrangulado con un cordón eléctrico. Laski se acercó a tomarle el pulso.

—No hace mucho tiempo. A lo más dos horas…

—Y el que la mató —dijo García—, dejó la puerta abierta, como si pensara en regresar.

—¿A qué había de regresar? —preguntó Graves—. La mataron para que no hablara y eso es todo.

—Pero también han de haber pensado que no conviene dejar el cadáver a la vista y que es mejor esconderlo. La policía se imaginaría que había huido.

Entró a la recámara. Toda la ropa de Anabella estaba metida, sin orden, en una maleta sobre la cama.

—Tal vez ella pensaba irse —dijo Graves.

—No hubiera empacado su ropa así —dijo Laski que se había asomado también a la puerta—. Las mujeres, sobre todo si son artistas, cuidan su ropa.

—Pensaban llevársela más tarde —dijo García.

Volvieron a la sala. Graves la recorrió rápidamente con los ojos.

—¿Qué hacemos? ¿No sería bueno notificar a su policía?

—Mejor es esperar a los que la mataron. ¿No cree, Iván Mikailovich? —preguntó García.

—Hay que apagar la luz y cerrar la puerta, como la dejaron ellos o él.

García cerró la puerta y apagó la luz. Por la ventana abierta entraba la claridad de la calle y la luz rojiza e intermitente de un anuncio luminoso. Cuando se encendía, se iluminaban los ojos abiertos de Anabella. Se sentaron en el comedor, cerca de la ventana desde la cual pudieran vigilar la calle.

—Si tuviera los ojos cerrados, parecería borracha —dijo Laski—. Nunca me han gustado las mujeres borrachas.

—Probablemente estaba borracha —dijo García—. Tal vez ni se dio cuenta de lo que le iba a pasar. No parece haber luchado.

—No es fácil estrangular sin lucha —dijo Graves.

—El cordón eléctrico es muy efectivo. ¿No le parece, Filiberto?

García iba a decir que nunca lo había usado, pero se acordó de un caso. Fue en la Huasteca, cumpliendo una orden. Diablo de viejo aquel más encanijado, que se pasaba el día en su mecedora en el portalito de la casa. Y el Jefe dio la orden. Lo agarré por la espalda con un cable de la luz. Habían dicho que no había que hacer escándalo, así que esperé que estuviera tardeando, como a las siete de la noche. Cuando se estuvo quieto lo metí en un ataúd que habíamos traído para eso y tomamos el camino para salir del pueblo. Para llevar a un muerto con discreción no hay nada mejor que un ataúd. Un peón que venía por la calle con su yunta, hasta se quitó el sombrero al ver el ataúd. Y de pronto, en una esquina, el pinche viejo empezó a dar de patadas. Como que quería llamar la atención. Hubo que bajar el ataúd, abrirlo y darle su requintadita con el mismo cordón. ¡Pinche viejo más escandaloso! Se llamaba Remigio Luna.

Graves dijo:

—No todos luchan. En Viena, hará cuatro años, tuve la necesidad de liquidar a un agente. Creo que era su colega, Iván Mikailovich. Le di un tirón fuerte. Primero me había envuelto las manos en pañuelos para que no se me lastimaran. Ni se movió. Sólo hizo un ruido como si estuviera haciendo gargarismos.

—Era Dimitrios Micropopulos —dijo Laski—. Un hombre muy efectivo a veces, pero de temperamento inestable y bastante inclinado a las traiciones, como todos los levantinos.

—Ése era —dijo Graves—. Agente doble…

Se levantó y cubrió con un periódico que estaba tirado en el suelo la cara de Anabella. Ahora, la luz del anuncio iluminaba con tonos rojizos la fotografía de Roque Villegas, ya muerto, impresa en la primera página del periódico.

—Un colega chino —dijo Laski de pronto—, hace algunos años…

—Cuando los rusos eran sus amigos —dijo Graves.

—Sí. Llevaba siempre en la bolsa un cordón delgado de seda. Decía que era lo más efectivo. Una vez le pregunté que por qué no usaba nylon, pero me dijo que el nylon se estira un poco con la presión y no se tiene tanta efectividad como con la seda. Creo que lo hacía sólo por reaccionarismo chino.

—¡Era Sing Po! —exclamó Graves—. Nunca he sabido dónde fue a parar. Lo encontré una vez en Seoul, pero se me perdió…

—Resultó que el cordón de seda no era tan seguro. Lo quiso usar una vez de más, cuando no debía. Le metí el cuchillo en el estómago. Fue en Constantinopla…

—Vaya, vaya —dijo Graves.

Quedaron en silencio. Hombres que sabían esperar.

—Me han dicho, García, que usted siempre usa pistola cuarenta y cinco.

—Un tiempo usé treinta y dos veinte, pero la bala es delgada y no para de golpe. Un cuate, con tres balas dentro, por poco y me da una cuchillada.

—Yo prefiero la Lugger alemana —dijo Laski.

—Nosotros, por lo general, usamos el revólver —dijo Graves—. No hay más que seis tiros, pero son seguros. Además, rara vez se tiene la ocasión de usarlos todos. Por lo general, basta con uno.

—La Lugger, al igual que la escuadra americana —dijo Laski—, tiene que estar siempre muy limpia. Pero si las cuida uno bien son muy efectivas. Durante un tiempo, en el Canadá, tuve que usar una cuarenta y cinco americana, amigo Graves, y debo confesar que me dio muy buen servicio.

—Gracias —dijo Graves—. Yo he tenido ocasión de usar una subametralladora rusa y le puedo asegurar que es un arma formidable.

Quedaron en silencio. Anabella Ninziffer enseñaba demasiada pierna. ¡Pinche gringa! Ora sí que le estamos haciendo al velorio. ¿Y de qué murió la difuntita? Pues le pegó una calentura. ¡Uy, calentura la de mi Calixto! ¡Su difunta apenas si tendría destemplanza! Pero se murió. Con un mecate de la luz enredado en el pescuezo. Y con las piernas de fuera. Estas gringas hasta para morirse son medio indecentes. Conque vamos a tener un party. ¡Velorio, vieja pendeja! Medio millón de dólares para matar a este redrojo. Están fregados esos chales.

—Amigo García —dijo Graves—. ¿Cree usted que quede algo de ron?

—Tal vez en la cocina.

—Ojalá y hubiera leche en el refrigerador —dijo Laski—. Los americanos siempre tienen leche. Son grandes tomadores de leche.

García se puso de pie. Sea como sea estamos en México y yo como que le tengo que hacer al dueño de la casa. ¡Pinche casa! Aquí tiene usted su pobre casa y allí tiene su pinche muerto.

En la cocina encontró una botella de ron y en el refrigerador varias de cerveza, pero nada de leche. Llevó el ron y dos cervezas al comedor.

—No hay leche.

—Eso es lo malo de civilizar a los americanos —dijo Laski—. Antes, en casa de uno de ellos, nunca faltaba la leche, pero en las dos guerras han aprendido a beber mejor y ya no consumen leche. Al civilizarlos, hemos perdido mucho. Déme una cerveza, Filiberto.

Graves tomó la botella de ron y le echó un trago, mientras García y Laski saboreaban sus cervezas. Siguieron esperando. Su oficio era esperar, para poder matar con seguridad. Las piernas de Anabella Ninziffer se destacaban blancas en la oscuridad. García se levantó y las cubrió con otro pedazo del periódico. ¡Pinche gringa! Y el Graves toma y toma y no se emborracha. Para mí que ése nunca se ha emborrachado. Y es bueno para el karate. Cuando muchacho debí aprender eso, pero había otras cosas que aprender, como eso de seguir viviendo. Siguieron esperando.

—El ron mexicano es muy bueno —dijo de pronto Graves.

—Gracias —dijo García—. ¿No quiere otra cerveza, Iván Mikailovich?

—Sí, por favor. Y perdone que no vaya por ella, Filiberto, pero no me gustaría darles la espalda en la oscuridad.

García fue por otras dos cervezas. ¡Pinche ruso más desconfiado! Y, ¿en qué estarán pensando esos dos? ¿En los fieles difuntos? Éstos no tienen conciencia. Son gringo y ruso. No tienen conciencia. Pero bien que el gringo le tapó los ojos a la muerta. Le estará recordando a alguna que él hizo. ¡Pinche gringo! ¡Y de a mucho Viena y Constantinopla! Como viéndome la carota.

—Aquí tiene su cerveza, Iván Mikailovich.

—Gracias, Filiberto. Me va a hacer mucho daño…

García se sentó. Buscó con la mano la cuarenta y cinco que había dejado en la silla junto a él. Hay que estar aguzado en lo oscuro. Sobre todo con estos cuates.

—No crea que somos desconfiados, Filiberto, pero no me gusta que tenga la mano sobre la pistola.

—La oscuridad —dijo Graves—, se presta a malos pensamientos.

Siguieron esperando. Nadie ha dicho, como en todos velorios, que la difunta era muy buena. Capaz y que hasta en mi velorio digan eso. Martita lo dice. Y está acostada en mi cama y yo aquí haciéndole al importante en la intriga internacional. Con estos dos cuates más desconfiados que un tejón. Y ora salen con que la oscuridad les da malos pensamientos. ¿Tendrán buenos pensamientos? La primera en la frente, para que nos libre Dios de los malos pensamientos. Así me enseñaron a decir en la doctrina en Yurécuaro. Estos cuates deberían hacer la primera en la frente. Pero para mí como que no se persinan. Y el que no conoce a Dios, a cualquier pendejo se le hinca. La primera en la frente, la primera bala, para que ni se bullan. Como aquél en Tabasco. Daba unos saltos como lagartija descabezada. La primera fue en la frente, como todo fiel cristiano. Fuera bueno rezarle a la difunta, pero ya no me acuerdo qué se rezaba en los velorios. Es raro que yo no vaya nunca a velorios. Tal vez por aquello de que uno hace el muerto y otro le reza.

Laski habló de pronto. Su voz era baja, como la del que habla frente a un cadáver.

—Aunque parezca raro, a veces pienso en la muerte.

Graves se rió.

—Es que a todos nos ha de llegar —insistió Laski—. Nos acostumbramos a verla en otros, pero hay que acordarse de que nos va a llegar un día de éstos.

—El que a hierro mata, a hierro muere —dijo Graves—. Eso está en la Biblia.

—Sí —dijo Laski—. Nosotros también estudiamos la Biblia en Rusia. Es un libro interesante. Y nuestros grandes escritores han tratado muchas veces el problema de la muerte.

—Y sus grandes gobernantes la han usado —dijo Graves.

—No se puede gobernar sin matar, amigo Graves. Eso lo han aprendido ya todos los pueblos. Por eso existimos nosotros.

—Para investigar —dijo Graves cortante.

—Y para matar cuando llega el momento —insistió nuevamente Laski, en voz baja—. Sí, para matar. Pero no pensaba en eso. Pensaba en la muerte que debe llegarnos. Matamos, pero no sabemos qué es morirse. Como si dijéramos, somos los porteros de la muerte, siempre quedamos fuera.

—Ustedes los rusos, por no sentirse discriminados, hasta quisieran ser el muerto.

—Pase usted a su muerte, le decimos a la gente. Pero nosotros nos quedamos fuera, hasta que nos llegue el día de pasar. Como si estuviéramos esperando el turno en la antesala de un dentista. Y en el fondo, estamos seguros de que no nos va a llegar ese turno, aunque sabemos que nos llegará.

—¿Tiene miedo a morirse? —preguntó Graves interesado.

—Sólo los que no saben nada de la muerte no le tienen miedo. Nosotros sabemos demasiado.

Siguieron esperando. Ora sí que me salieron filósofos éstos. A cada capillita le llega su fiestecita. Y por allí anda una bala que nos busca. O un mecate de la luz, como a esta pinche gringa. Y quién quita y sea una pulmonía. Murió en su cama, con todos los auxilios espirituales y la bendición papal. Jíjole. Como que no había pensado en eso. El Coronel va a morir en su cama, lo mismo que el Rosendo del Valle. Hay categorías de muertes y hombres en la categoría de muertos en su cama, con todos los auxilios espirituales. Derechito para el cielo. Para hacerle allá al angelito. Capaz y la gringa ésta ya tiene sus alas y su coronita. Aunque no murió en su cama. Y ésta debió morir en su cama, porque era lo que más usaba en la vida. Pero le tocó la de malas y se metió a mucha intriga internacional. Y Martita en mi cama. Tan buena que está y solita en mi cama. Y la gringa que quería dejar su vida de cuzca y hacerle a la intriga internacional. Y le hicieron al mecate de la luz y ni siquiera pudo regresar a la cama, que es lo único que sabía. Y cuando se dio cuenta, en vez de party tenía velorio. ¡Pinche gringa!

Siguieron esperando.

A eso de las cuatro de la mañana, un coche se detuvo frente a la puerta del edificio. Los tres se pusieron de pie. Graves se asomó cuidadosamente a la ventana.

—Bajan dos hombres —dijo—. Hay otro en el coche…

Laski y García se colocaron uno a cada lado de la puerta del departamento. García, primero, quitó los periódicos que cubrían a la muerta. Graves se quedó en el comedor, en la oscuridad. Los tres tenían las pistolas en las manos.

A los pocos momentos se abrió la puerta y entró un hombre y luego otro.

—No se muevan —dijo García.

Laski encendió la luz y cerró la puerta violentamente. Los dos visitantes eran chinos, uno del Café Cantón. Se volvieron lentamente y vieron a los tres policías, pistola en mano. En sus caras no se reflejó emoción alguna. Graves se adelantó y los esculcó. Uno llevaba una pistola y el otro un puñal.

—Es todo —dijo Graves.

Puso las armas sobre la mesa del comedor. Los dos chinos, con las manos en alto, no habían hecho el menor movimiento. Graves dijo:

—Hay que traer al que se ha quedado en el coche.

Salió rápidamente. Laski dijo:

—Siéntense en esas dos sillas, contra la pared.

Uno de los chinos dijo algo en cantonés. García le pegó con el cañón de la pistola en la boca. Le abrió los labios y empezó a manar la sangre.

—Cállense, y si hablan que sea en cristiano.

Laski dijo:

—Yo entiendo el cantonés.

—Por eso mejor hablamos todos en español. Siéntense.

Los dos chinos se sentaron.

—Le estaba diciendo a su compañero que no hablara.

—Pues que se lo diga en español. Y usted también, Iván Mikailovich, lo que tenga que decir, lo dice en español.

Los chinos, en sus sillas, estaban inmóviles, como dos antiguos emperadores en sus tronos. Graves abrió la puerta y entró arrastrando a otro chino, con la cara cubierta de sangre.

—No quería venir —dijo.

Sentaron al tercer chino. Graves les señaló el cadáver de Anabella.

—¿Por qué la mataron?

—Ella no tiene importancia —dijo el chino que había hablado en cantonés. Su español era impecable.

—¿Por qué la mataron? —preguntó García a su vez.

—Quería dinero.

—¿Por qué?

—Ella no tiene importancia.

—¿Y por eso la mataron?

—¿Cuánto dinero quieren? Les podemos dar dinero, mucho dinero. Más del que ha visto un policía mexicano en su vida.

—¿Cuánto dinero?

—Mil dólares, dólares americanos.

García le golpeó la cara con la mano abierta. El chino estuvo a punto de caer de su silla. Se incorporó y se limpió la sangre que le seguía escurriendo de la boca.

—Cinco mil dólares. Cinco mil dólares en efectivo a cada uno de ustedes.

—¿En billetes? —preguntó García.

—Sí.

—¿En billetes de a cincuenta dólares?

—Si quieren.

—¿Dónde está el dinero?

—Le luce bien el negocio, ¿verdad?

—Quiero ver el dinero.

—Se los daremos.

—Ahora.

—Sí.

—Pues venga.

—Debo ir por él.

—Chino pendejo. ¿Crees que te vamos a dejar ir?

—Le aseguro que tenemos ese dinero.

—Dónde.

—Lo tenemos. Uno puede ir. Dos se quedan.

—¿No puedes hablar por teléfono y decir que lo traigan?

El chino pensó un momento. Éste es el que manda, por lo menos a estos dos. Ni siquiera les pregunta. Y me huele a que es cubano. Conque “le luce bien el negocio”. Ora sí se complica la cosa, si hay también cubanos en el negocio.

El chino dijo:

—Déjeme hablar por teléfono.

—Allí está, en la mesa, junto a tu amiguita.

El chino se levantó y fue al teléfono. Para poder alcanzarlo, hizo a un lado las piernas de Anabella. Marcó un número. Laski se colocó junto a él. Los tres observaban el disco del teléfono. Tres, cinco, nueve, nueve, cero ocho. Cuando le contestaron, el chino habló rápidamente en cantonés. No rogaba. Parecía dar órdenes. De pronto colgó el teléfono y volvió a su silla.

—Estará aquí dentro de veinte minutos —dijo.

—¿Qué dijo, Iván Mikailovich?

—Habló con un tal Feng. Le dijo que trajera quince mil dólares en efectivo.

—¿Le dijo especialmente que fueran billetes de cincuenta dólares?

—No. Y además hubo una parte que no entendí bien parecía una clave.

—Le di la dirección de la casa —dijo el chino.

García se volvió hacia Graves:

—Amárrelos, Graves. Dicen que ustedes, en el FBI, toman clase especial de cómo amarrar gente.

Graves fue a la recámara y volvió con dos sábanas. Las hizo tiras y rápidamente amarró a los tres chinos. Parecían ahora momias a medio descubrir. Graves sonrió de su trabajo.

—Es fácil —dijo—. Sobre todo si se les amarra a una silla. La misma postura les impide hacer fuerza. Y hacen mucha fuerza se caen y quedan inutilizados.

—Muy interesante —dijo Laski—. Pero creo que alguien debe ir a la calle a vigilar la llegada del que esperamos. No vaya a ser que venga con algunos amigos.

—Viene solo —dijo el chino.

Laski tenía la Lugger en la mano, como si fuera algo que le repugnara.

—Yo creo que debería ir el señor Graves.

—¿Porqué no usted, Laski? —preguntó Graves—. Yo fui por ese hombre.

—Pero yo entiendo cantonés y aquí debe quedar alguien que entienda cantonés. El honor de vigilar la calle le corresponde, amigo Graves.

—Puedo vigilar desde la ventana —dijo Graves.

Se colocó de manera que pudiera ver la calle y no lo vieran desde afuera. Sin quitar los ojos de la calle, dijo:

—Me interesa oír lo que se habla aquí.

—Bien —dijo Laski—. Interróguelos, Filiberto.

Ya va apareciendo la cola del gato. Ojalá y estos dos colegas no se me alboroten con la lana. Y puede que ni se hayan fijado en el número que marcó el chino. 35-99-08. Allí debe estar la lana, los diez mil billetes de a cincuenta dolores cada uno. ¡Pinches billetes!

El chino dijo:

—Ustedes no son de la policía de México.

—¿En qué trabaja Roque Villegas?

El chino calló.

—Mira, chale, de todas maneras vas a hablar. Más vale que sea por las buenas.

—Les vamos a dar dinero.

—¿Del dinero que llegó de Hong Kong?

—¿Qué les importa de donde haya venido? Es dinero bueno.

—¿Llegó de Hong Kong?

—Sí.

—¿Y para qué se los mandaron?

—Para el negocio.

—Con ese dinero pueden poner quinientos cafés. ¿Para qué se los mandaron?

—¿Van a aceptar el dinero que trae el señor Feng?

—Tenemos que saber de dónde proviene. ¿Para qué negocio les mandaron ese dinero?

—Si nos dejan ir, cuando se acabe el negocio, les damos otro tanto.

—¿Qué negocio?

El chino calló. García le tomó el lóbulo de la oreja con los dedos y empezó a retorcer. Brotaron unas gotas de sangre.

—¿Qué negocio?

—Usted ya lo sabe. Yo lo conozco. Está con la policía de narcóticos… Y los otros señores seguramente son de la policía del otro lado. Y no es la primera vez que arreglamos estos asuntos con dinero, aquí y en el otro lado.

García soltó la oreja. La cara del chino seguía impasible.

—¿Opio?

—Morfina y heroína. La estamos comprando aquí, para Estados Unidos. Villegas era uno de los contactos para comprar.

—¿Es grande el negocio?

—Sí. Pero Villegas le contó todo a esa mujer y cuando lo mató anoche, ella quiso una parte del negocio a cambio de no hablar.

—Y la mandaron matar.

—Es lo acostumbrado con esa clase de gente.

—Si, es cierto. ¿Y el dinero se los mandaron de Hong Kong?

—Si.

Graves intervino desde la ventana:

—¿Para qué trajeron ese dinero de Hong Kong? La mafia tiene suficiente dinero…

—Nosotros no somos de la mafia de los Estados Unidos. Bien diría que somos contrarios a ellos —dijo el chino.

—¿Y sus socios tienen nombre? —preguntó Graves.

—Un poeta de ustedes preguntaba: “¿Qué hay en un nombre? La rosa, por cualquier otro nombre, olería igualmente dulce.” Nuestros socios, con cualquier otro nombre, le olerían igualmente mal, señor policía.

Graves hablaba sin dejar de vigilar la calle:

—Es raro encontrar a un traficante de drogas que cita Shakespeare.

—Sí, señor policía. Ustedes están acostumbrados a tratar con hombres burdos, los del sindicato y la mafia, gente muy ignorante.

—¿El dinero proviene de Pekín? —preguntó Laski de pronto.

El chino sonrió sorpresivamente:

—Es cierto que dejamos caer algunas indicaciones de que ese dinero podría provenir del señor Mao. No nos convenía alarmar a las autoridades de Hong Kong y de Macao y poner sobreaviso a la mafia.

—¿Y todo ese dinero se va a usar en el negocio del opio? —preguntó Graves.

—Ese dinero y mucho más. En el negocio del opio y en otros más.

—Como el negocio de asesinar —comentó García.

El chino lo vio con cierto desprecio:

—Ese tipo de negocios, señor García, se puede hacer con dinero local y talento local. Usted lo debe saber mejor que nadie.

El chino sonrió. Pinche chale. Ora sí que me salió la gata respondona. Conque tanto lío era sólo para una movida de drogas en la frontera. Como puede que sí, puede que no y lo más seguro es quién sabe. Y seguimos investigando.

Graves dijo:

—Creo que el señor García hablaba de otro tipo de asesinatos, de más envergadura, pudiéramos decir.

—Si se refiere a los miembros de la mafia, cuando haya que liquidarlos, arreglaremos el asunto en los mismos Estados Unidos. Allí no es caro matar.

—Hablaba de otra cosa —dijo Graves.

—Ve usted, señor policía, vamos a desplazar a la mafia de todos sus negocios. Para eso necesitábamos ese dinero y algún otro.

—El colega hablaba de muertos mucho más importantes que los dirigentes de la mafia —dijo Laski—. Entre sus proyectos, ¿no está por ejemplo el de asesinar al Presidente de los Estados Unidos?

El chino soltó la risa:

—Qué idea tan curiosa. ¿Qué ganaríamos nosotros con la muerte del Presidente de los Estados Unidos? No, señores, no. Ese tipo de negocios los hemos dejado siempre en manos de los norteamericanos. ¿O creen que nosotros organizamos lo de Dallas? Pero no. El señor García ya ha trabajado en asuntos de contrabando de drogas en la frontera.

—Yo soy del FBI —dijo Graves—. No de la Policía de Narcóticos. Y el señor es del Servicio Secreto Ruso. Como ven, esto es mucho más serio de lo que creen.

El chino quedó en silencio. Parecía desconcertado.

—Ahora entiendo —dijo por fin—. Por eso se ha hecho tanta presión. ¿Y quién les dijo que pretendíamos asesinar al Presidente?

—Ustedes mismos —dijo García—. Apenas me dieron la misión de investigar el asunto, mandaron a un tipo a mi casa…

—No niego que pusimos a Villegas a vigilarlo, señor García. Usted fue anoche al Café Cantón y estuvo observándonos. Sabemos que ha trabajado en lo de las drogas y… La conclusión era obvia y consideramos que convendría vigilarlo. Desgraciadamente Villegas era torpe, muy torpe… Y ha pagado su torpeza con su vida. Tuvimos que valernos del talento local, muy deficiente, porque no había nadie más a mano y porque, con perdón suyo, señor García, no le dimos mucha importancia al asunto. Nos lucía como algo rutinario.

—¿Ya han empezado sus operaciones en los Estados Unidos? —preguntó Graves.

El chino se volvió para verlo y sonrió:

—Señor policía, les vamos a dar dinero para que no se hable de eso, de ese negocio tan sin importancia junto al que están investigando… —De pronto se puso serio, como si hubiera entendido algo—. Pero creo que no van a aceptar nuestro dinero y ha sido una trampa. Si están investigando una cosa de esa importancia…

—Viene un hombre. Ha entrado a la casa —dijo Graves.

García amordazó rápidamente al chino y se colocó a un lado de la puerta de entrada, la pistola en la mano. Laski se colocó del otro lado. Graves se ocultó tras de la mesa del comedor. Los tres chinos quedaron sentados frente a la puerta. ¿Y ora qué hago de la lana que va a traer el chale? Estos cuates no sé qué se traen, pero les debe gustar la lana. Cinco mil dólares verdes no caen mal. Y luego pueden seguir sus investigaciones. Y lo malo es que creo que el chale está diciendo la verdad, por lo menos parte de la verdad. Eran muchos dólares para un asesinato. ¡Pinches rusos! ¡Pinche Mongolia Exterior!

La puerta se abrió de golpe y sonó una ráfaga de ametralladora. Los tres chinos parecieron saltar con todo y sus sillas y quedaron amontonados cerca de la ventana. Un hombre entró, la ametralladora en la mano, buscando. Graves, desde el comedor, disparó una vez. El hombre se tambaleó, cayó de rodillas, trató de alzar la ametralladora para disparar nuevamente. García se adelantó y le golpeó la cabeza con la culata de la pistola. El hombre cayó al suelo. García lo volvió boca arriba con el pie.

—No es chino —dijo.

—Vámonos —dijo Graves.

Salió corriendo, seguido por Laski y García. En el edificio se había armado un pandemónium: gritos llamando a la policía, puertas que se abrían y cerraban. García, Graves y Laski bajaron la escalera corriendo. Un hombre trató de detenerlos, pero cuando vio que llevaban las pistolas en la mano, se apartó de un salto. Salieron a la calle. Alguien disparó sobre ellos. Se subieron al coche de Graves y arrancaron.

—Necesitamos teléfonos —dijo Graves.

—En Sanborns —dijo García.

Fueron allá y cada quien tomó su aparato.

—Siento despertarlo, mi Coronel.

—No me despierta. Ya lo hicieron hace unos minutos con informes de una balacera en la calle de Guerrero, en la casa doscientos ocho, departamento nueve.

—Sí, mi Coronel. Hay allí cinco muertos.

—Le dije que quería viva a esa mujer.

—Yo no maté a nadie.

—Quería hablar con esa mujer.

—Cuando llegué ya estaba muerta. Y hay algo más…

—¿Más muertos?

—No. Algo importante.

—¿Qué es?

—Creo que nos estábamos meando fuera de la bacinica.

—¿Cómo?

—Estos chinos se traían otro negocio.

—¿Qué negocio?

—Drogas. Para Estados Unidos.

—Entonces, ¿no tenían nada que ver?

—No estoy tan seguro.

—¿Sabe o no sabe?

—Hay cosas que no ligan, mi Coronel.

—¿Cuáles?

—Por ejemplo: ¿Quién es Luciano Manrique, el que tenía la puñalada?

—¿No me dijo que era socio de Villegas?

—Puede que no, mi Coronel.

—Al parecer usted sólo está seguro de los que mata. Tal vez por eso le gusta matarlos. Voy a ver el expediente. Espere.

—Sí, mi Coronel.

Esperó. ¡Pinche Coronel! Conque no estoy seguro más que de los que mato. Y él muy contento en su casa, durmiendo con sus pijamas de seda. Y Martita durmiendo en mi cama y yo haciéndole al maje. Y me mataron al chino en las meras narices. ¿Y Martita? ¿Quién andaría informando al chino? ¡Pinches chinos!

—García.

—Sí, mi Coronel.

—Llámeme dentro de quince minutos. El señor con el que hemos estado en tratos quiere estar enterado.

—Está bien.

El Coronel colgó. Eran casi las cinco de la mañana y en el restaurante había muy poca gente. Laski estaba sentado solo, tomando un vaso de leche. Éste informó muy poco. Tal vez no tiene que informarle a nadie. Y yo con el Coronel y el pinche del Valle.

Se acercó a la mesa de Laski.

—El colega Graves tuvo que irse a redactar un informe o algo así.

García se dio cuenta de que tenía hambre. Desde el mediodía no había comido nada.

—¿Quiere cenar algo?

—Sólo mi vaso de leche. La cerveza me hizo daño.

García pidió un filete con papas y se sentó.

—Y ahora, Iván Mikailovich, ¿qué me dice de su complot?

—No sé. Desde el principio dijimos que eran tan sólo rumores.

—La policía está cateando las bodegas de Wang y el Café Cantón. Si encuentran una cantidad grande de drogas, la cosa no tendrá duda.

—No aseguramos nada —repitió Laski.

—Y si es así, es raro que haya llegado hasta la Mongolia Exterior el rumor de que se estaba organizando una banda de traficantes de drogas en la frontera mexicana. ¿No cree?

—Sí. Pero de todos modos mi gobierno creyó que los rumores eran lo bastante insistentes como para alertar al suyo.

—¿Y a los americanos?

—Era su presidente el que, al parecer, estaba en peligro.

—¿Producen opio en Mongolia Exterior?

—Que yo sepa no. La mayor parte es un desierto. Y hace mucho frío.

—¿Y cómo cree que llegó el rumor hasta allí?

—No sé. Los rumores corren mucho.

—El de la ametralladora no era chino. Creo que era cubano.

—¿Sí?

—Creo que era cubano. Esos zapatos a dos tintas ya no los usan más que los cubanos.

Trajeron la cena. Laski probó su leche en silencio, como con cierta displicencia. García cortó su carne. Está demasiado cruda. No me gusta cortar la carne y que salga sangre. No soy león. ¡Pinche carne!

Llamó al mesero y pidió que se la cocinaran más. Luego se disculpó con Laski y regresó al teléfono.

—García, mi Coronel.

—El señor que usted sabe quiere verlo aquí, dentro de dos horas. A las siete.

—Está bien. Por cierto, uno de los muertos era cubano, ¿verdad?

—Sólo hemos podido identificar a uno de los chinos. Era ciudadano de Cuba.

—¿Y el de la ametralladora?

—Aún no sabemos quién era. Y por cierto, me gustaría que, en alguna ocasión dejara a uno con vida, al que podríamos interrogar.

—Se hará lo posible, mi Coronel.

Cuando regresó a la mesa, ya estaba allí su carne bien cocida. Laski comía una rebanada de pastel de chocolate. García se sentó:

—En México tenemos un dicho, algo acerca de sacar la castaña con la mano del gato.

—Sí, Filiberto, ese dicho se usa en muchos países. También en la Unión Soviética…

Los grandes ojos de Laski denotaban una inocencia absoluta.

—¿Por qué me lo pregunta?

—Me parece bien que hayan puesto a trabajar al FBI, pero no me gusta que me hayan puesto a trabajar a mí, sobre todo cuando se me estaba haciendo con una muchacha.

—Muy bonita por cierto, Filiberto. Y el asunto ya lo tiene usted arreglado. Hoy en la tarde ella misma lo besó en la boca.

—Creí que ya no me estaban vigilando.

—Tengo muchos hombres a mis órdenes. Es necesario ocuparlos en algo. ¿No cree?

—¿Por qué no los pone a vigilar a los cubanos?

La voz de García era cortante. Laski dejó de sonreír. Parecía preocupado:

—Le molesta que lo hayamos visto con la muchacha, Filiberto. Eso no tiene importancia. Todos somos hombres y sabemos de esas cosas.

—No me gustan esas bromas.

—Lo siento, Filiberto, pero todo es parte del juego. Cuando se mete usted en estos asuntos internacionales, ya no hay nada privado. Lo siento, pero así es.

La voz de Laski se había vuelto también dura.

—Tengo una teoría, Iván Mikailovich.

—Después de una escena de violencia, me da hambre. Es curioso observar cómo cada hombre reacciona en una forma diferente. En nuestros archivos de control de agentes, hemos hecho un estudio de cómo reacciona cada uno de los agentes enemigos. Graves, por ejemplo, después de cada situación violenta, siente una incontenible necesidad de ir a informar a sus superiores. Tal vez se deba a un primitivo afán de confesar el pecado cometido o una necesidad, muy norteamericana por cierto, de legalizar todos los actos.

—Le estaba hablando de una teoría que tengo, Iván Mikailovich.

—¿Sobre este punto? Debe ser muy interesante. Tal vez usted haya observado cosas que nosotros no conocemos. En verdad, el agente perfecto no debería tener reacción alguna ante la violencia y la muerte. Son sentimientos completamente inútiles. Pero es difícil evitarlo. A mí, por ejemplo, me da hambre y luego, cuando he comido, me siento mal del estómago. He pensado que tal vez sea una herencia atávica de cuando el hombre sólo mataba para comer. ¿No cree?

—Hablando de la mano y de la castaña —dijo García—, podríamos pensar en una teoría. Ustedes los rusos, en la Mongolia Exterior, se enteran de ciertos rumores…

—Así lo hemos dicho. Eran tan sólo rumores. Pero México tiene relaciones diplomáticas y amistosas con la Unión Soviética y creímos que sería un acto noble de nuestra parte el darles a conocer esos rumores, ya que ustedes no tienen agentes en la Mongolia Exterior.

—No, no tenemos.

Los ojos del ruso se volvieron a llenar de inocencia y de amor al prójimo.

—Pero pueden contar con nosotros, Filiberto. Cualquier rumor que pueda afectar a su país, estamos en la mejor disposición de comunicárselo.

—¿Como éste?

—Sí. Como éste. Es una muestra de la sinceridad de la Unión Soviética y…

—¿Sabe una cosa, Iván Mikailovich? Yo creo que su reacción después de un acto de violencia, no es comer, sino hablar y, sobre todo, no dejar hablar.

—¿Usted cree? Sería interesante…

—Y volviendo a mi teoría…

—Su reacción, Filiberto, es curiosa. Creo que nunca había visto un caso semejante. Forma teorías, muchas teorías. Y si no tiene usted otra cosa que hacer, creo que es buena hora de ir a dormir.

—Puede que tenga razón. Estamos perdiendo el tiempo.

Pagó la cuenta y salieron a la calle. En la puerta se despidieron después de hacer cita para las doce del día en la cantina de la Ópera. ¡Pinche ruso! Conque de mucha reacción. Y el difunto chino contando todo su negocio, tan contento. ¡Pinche chino! De a mucho contrabando de morfina y toda la cosa. Y el ruso haciendo que se lo creía todo. Y el gringo sin decir nada. Todos muy creídos de lo que decía el chino, pero ya todos están investigando. Y ahora me duele la nuca. Tal vez sea la reacción que dice el ruso. ¡Pinche ruso!

Tomó un coche y le dio la dirección de su casa. Por lo menos tengo tiempo de darme un baño. Y veo a Martita. Ella en mi casa y yo haciéndole al maje con la intriga internacional y Mongolia Exterior. Ojalá y haya cerrado la ventana. Estos rusos ya han visto demasiado. Creo que han visto más que yo. ¡Pinches rusos!