VII. La madrastra de Malcolm

Malcolm estaba sentado con el periódico extendido ante él pero yo sabía que no lo leía. Sentía mi estómago como si me hubiera tragado una docena de mariposas. Ambos esperábamos la llegada de Garland y de Alicia. Malcolm había salido pronto de la oficina para estar presente cuando viniese. Cerró con furia el periódico y echó una mirada al antiguo reloj. Llegaban con más de media hora de retraso.

—Conociendo a mi padre —dijo al fin—, es posible que llegue a las cuatro de la madrugada en vez de a las cuatro de la tarde. Los detalles importantes como éste se le escapan siempre.

—Conocerá la diferencia entre la noche y el día, Malcolm —comenté.

—Oh, ¿lo crees así? Puedo recordar a mi madre sentada en esta misma habitación, esperando que él la recogiera para una función de tarde, y él sin presentarse porque lo había escrito mal en su agenda.

—¿Lo recuerdas? Solamente tenías cinco años cuando ella se marchó.

—Puedo recordarlo —insistió Malcolm—. Yo me sentaba a su lado y ella se lamentaba conmigo. Respetaba mi inteligencia, ¿sabes? Jamás me habló de la manera que las madres suelen hablar a sus hijos. Al cabo de un tiempo, si él no se presentaba cuando debía hacerlo, ella salía sola. La culpa era de mi padre, ¿no lo crees?

—Estaría demasiado ocupado con sus negocios —aventuré con la esperanza de que ganara un punto en la opinión de Malcolm; pero él no oyó o no quiso entender mi comentario.

—Sí, sí; pero a menudo también descuidaba sus reuniones de negocios. Sencillamente, no se concentra. Se aburre con demasiada facilidad. No podría decirte cuántos tratos hemos perdido por su culpa, y cuántos he podido salvar yo.

—¿Estaba tu madre introducida en los negocios?

—¿Cómo? —Me miró como si yo acabase de hacer la más ridícula de las observaciones—. No, no. Ella creía que la Bolsa era un lugar donde se compraban y vendían medias. [1]

—Oh, vamos…, estás exagerando.

—¿Exagero? No tenía ni idea de lo que era un dólar. Cuando iba a adquirir algo, jamás preguntaba el precio; eso no le importaba. Compraba las cosas sin saber cuánto había gastado y mi padre. Mi padre en ningún momento protestó por ello, nunca le señaló una factura. Por suerte —añadió—, espero que las cosas serán distintas con esta esposa.

—Tu padre, ¿dónde conoció a tu madre? —pregunté.

—La vio cruzar una calle en Charlottesville. Detuvo su carruaje e inició una conversación con ella. ¡Sin conocer siquiera a qué familia pertenecía! Ella le invitó a ir a su casa aquella noche. ¿No te parece que eso ya indica algo? Lo impulsiva que era ella. ¿Habrías hecho tú algo así? ¿Eh? —insistió al verme vacilar.

Intenté imaginarlo. Era romántico: un joven atractivo detiene su carruaje para trabar conversación con una mujer joven, totalmente desconocida, y su conversación es tan interesante que ella siente el impulso de invitarle a su casa.

—¿Ella no le conocía?

—No, Estaba visitando a una tía suya en Charlottesville. No era de esta zona y nunca había oído hablar de los Foxworth.

—Supongo que él sería impresionante.

—¿Lo habrías invitado tú a tu casa?

—No, no en seguida —dije, pero algo dentro de mí quería decir que sí lo haría, que deseaba que a mí me hubiera sucedido algo parecido; pero sabía a dónde pretendía ir a parar Malcolm, a lo que era decente y adecuado.

—¿Ves lo que estoy diciendo? Él debió haberse dado cuenta al instante del tipo de mujer que era.

—¿Cuánto tiempo estuvieron prometidos?

Esbozó una sonrisa afectada.

—No el suficiente —repuso.

—Pero, Malcolm, tú y yo seguramente hemos estado prometidos menos tiempo todavía.

—No es lo mismo. Yo sabía el tipo de mujer que tú eras: no necesitaba interminables ejemplos que demostrasen y apoyasen mi opinión. Él estuvo ciego desde el principio y se precipitó a pedirla en matrimonio. Una vez me confesó que sospechaba que su tía la había hecho venir a Charlottesville con el único propósito de que conociera a un caballero distinguido. ¡La astucia femenina…! No me sorprendería saber que ella había planeado cruzar la calle en aquel preciso momento sabiendo que él se acercaba. Mi padre me contó que ella le sonrió de una forma tan cariñosa que él tuvo que detener el carruaje.

—No puedo creer eso.

—Yo sí. Las mujeres de su estilo prescinden de las conveniencias. Parecen tan sencillas, tan modestas, tan débiles, pero han hecho sus planes, créeme. Y hay hombres como mi padre, que caen con ese tipo de mujeres.

—¿Y es así también su nueva esposa? —Malcolm no respondió—. Bueno, ¿lo es?

—No veo por qué no podría serlo —dijo, y plegó ruidosamente su periódico.

Yo estaba a punto de responderle cuando vino Lucas para anunciar que había llegado el coche de los señores.

—Ve a ayudar a bajar los baúles y a llevar el equipaje —dije, y me levanté; pero Malcolm continuó sentado con la vista fija—. ¿Y qué?

Agitó la cabeza para librarse de algún pensamiento y me siguió hasta la puerta principal donde Garland y una mujer joven que habría podido ser su hija bajaban del coche. Él la ayudó de tal manera que de pronto me di cuenta de que esta mujer-niña era su esposa. Se estremeció todo mi ser. ¿Por qué no me lo había dicho Malcolm? Me volví para dirigirle una mirada acusadora, pero la cara que vi no se parecía a la suya habitual, de alterada que estaba por la sorpresa.

—Dios mío —exclamó—, ¡está embarazada! —Supe en seguida que le preocupaba otro heredero, pues tenía el rostro encendido, purpúreo, y los puños apretados—. ¡Está embarazada! —repetía como si le costara convencerse.

Así era, en efecto. La mujer joven de brillante pelo castaño, en otros aspectos delgada, delicada y lozana, parecía hallarse en los meses finales del embarazo. Garland nos vio en el umbral y nos envió un expresivo saludo con la mano; después cogió a Alicia por el brazo para acompañarla.

No parecía haber envejecido mucho desde que comenzó su viaje. Tenía fotografías que me permitían comparar. En todo caso, un viaje tan largo y el casamiento con una joven tan hermosa le hacían parecer más joven. Vi, naturalmente, muchos puntos de semejanza entre él y Malcolm, pero había una ligereza en el paso de Garland y un calor en su sonrisa, de los que carecía Malcolm.

Garland venía a ser de la misma estatura que su hijo, y tenía también unos hombros anchos. Parecía vigoroso, enérgico y en forma. No me sorprendió que una mujer tan joven se hubiera enamorado de él. Se había casado. ¡Lo que significaba que ni siquiera sabía que tenía dos nietos!

—¿Por qué no me lo dijiste? —preguntó Alicia a su marido.

Su modo de hacer era inocente y sencillo. Garland, que conocía bien a su hijo, pasó por alto este momento embarazoso. Yo lo presentía. Más tarde, en privado, discutiría con él y le expresaría su disgusto por la sorpresa. Alicia insistió:

—¿Por qué, Garland?

—Sencillamente porque lo ignoraba, amor mío —repuso él, mirando fijamente a Malcolm, alrededor de cuyos ojos pude ver una expresión satisfecha, la que solía mostrar cuando había fastidiado a alguna persona—. ¿Cuánto hace que os habéis casado?

—Más de tres años —respondió Malcolm.

—Tenemos dos hijos —informé yo, impaciente por la manera en que Malcolm estaba deteniéndoles delante de la casa dándoles las noticias poco a poco—. Dos varones.

—¿Dos varones? ¡Vaya, qué te parece! Alicia, serás abuela antes de ser madre! ¡Varones!

Ella sonrió cariñosa cuando Garland la abrazó, apretándola contra él con tanta fuerza que yo pensé que podía dañar el embarazo. ¡Alicia tenía un aspecto tan frágil!

—Bueno, adelante con nuestro regreso al hogar —dijo Garland avanzando, y Malcolm se apartó a un lado y les acompañó mientras entraban en la casa—. Veo que se han hecho cambios —observó refiriéndose a algunas de las cosas que yo había hecho para dar calor al recibimiento, hay cuadros nuevos con paisajes agradables, y escenas campestres, además de algunas alfombras de colores—. Todo cosas buenas —añadió cumplimentándome y guiñándome un ojo mientras hablaba.

Francamente me gustó. Se veía tan brillante y tan feliz. Emanaba una energía positiva que era contagiosa. Alicia resplandecía.

—Todo es como me dijiste que era —dijo Alicia, él la besó en la mejilla.

En aquel beso se notaba cariño, era tan distinto a los besos que me daba Malcolm, que sentí envidia. Casi era apasionado.

—Vuestra suite está en el ala sur, junto a la de Olivia —dijo Malcolm, en un tono más parecido al de un director de hotel que al de un hijo dando la bienvenida a su padre y a su nueva esposa—. Es la que pediste.

—Excelente. Bueno, vamos a instalarnos y después quiero ver a mis nietos, ¿eh, Alicia?

—Oh, sí, ya estoy impaciente.

—Y a cenar. Ambos estamos decididamente hambrientos. La comida en esos trenes deja bastante que desear. ¿Has viajado mucho, Olivia? —me preguntó—. ¿O Malcolm te tiene prisionera en Foxworth Hall?

—Bueno, realmente no hemos viajado mucho, no; pero vinimos en tren después de casarnos.

—Olivia es de New London, Connecticut —informó Malcolm—. Su nombre de soltera es Winfield. Su padre estaba en la industria naviera. Desgraciadamente, hace poco que ha fallecido…

—Vaya, un yanqui, ¿eh? —Comentó Garland—. Alicia es de Richmond, Virginia, así que mantengamos la paz entre Estados —añadió, y se echó a reír con energía.

Malcolm, de pie junto a mí, hizo un sonido de desaprobación, pero Alicia me sonrió.

—Conmigo no vas a tener guerra —vaticinó mientras me apretaba la mano.

Debo decir que me conquistó con su afecto y su aire sencillo. Estaba tan desinhibida como una niña de cuatro años. Aunque yo me decía que era por faltarle una buena crianza, no pude evitar sentirme fascinada por su franqueza. Sólo tenía diecinueve años; pero había viajado por gran parte de Europa junto a un hombre muy sofisticado. Debió haber madurado rápidamente, aunque no parecía afectada por los viajes ni por haberse convertido en una mujer muy rica, esposa de un hombre distinguido.

—Ah, Mrs. Wilson y Mrs. Steiner —dijo Garland al verlas de pie a un lado. Mary Stuart estaba detrás de ellas, con aire tímido.

—Bien venido a casa, Mr. Foxworth —saludó calurosamente Mrs. Wilson.

—Bien venido a casa —repitió Mrs. Steiner. Garland las cogió de ambas manos y las besó. Era obvio que se sentían avergonzadas por tanta expresividad.

—Me he convertido en un continental —dijo—, después de viajar por toda Europa. Mejor que me vigiléis.

Las dos soltaron risitas como colegialas, pero pude apreciar que admiraban mucho más a Garland que a Malcolm. Garland miró a Mary Stuart, la doncella contratada después de que él se marchase.

—Hola, ahí atrás —dijo; ella saludó con la cabeza y Garland miró entonces a su alrededor—. ¿Todos los sirvientes se hallan aquí?

—Olsen está en el jardín, trabajando —informé—. Podéis reanudar vuestros quehaceres —indiqué a las criadas y ellas se marcharon rápidamente.

Garland apoyó su barbilla en el pecho y miró con curiosidad a Malcolm.

—¿Estamos obligados a economizar? —preguntó.

—Claro que no —respondió Malcolm—. Sencillamente practicamos un comportamiento de buena economía. Lo que se hace en el hogar se extiende a lo que se hace en los negocios.

—Entiendo. Bueno, con la presencia de otro bebé y de nosotros dos, tendremos que buscar más ayuda, ¿verdad, Alicia?

—Lo que tú digas, cariño.

Vi que Malcolm hacía una mueca como dolorido.

—Adelante y arriba —decidió Garland.

Acompañó a su esposa por la escalinata doble, señalándole las cosas mientras ella reía y expresaba su admiración. Malcolm y yo permanecimos abajo, mirándolos. Yo sentía como si un viento salvaje pero cálido hubiera entrado impetuoso por la puerta principal de Foxworth Hall, despertando cosas dormidas durante dos siglos.

Todo era vertiginoso.

—Ya has visto lo ridículo que es —murmuró Malcolm—. ¿Puedes comprender ahora que tenga esa opinión de él?

—¿Por qué no le escribiste contándole nuestro matrimonio ni el nacimiento de los niños? —inquirí.

—No lo creí necesario —replicó.

—¿No lo creíste necesario?

—No, no consideré que lo fuese. Y en cuanto a ella, recuerda, tú llegaste aquí primero y tienes más años. Trátala como a una niña y no des oportunidad a los criados para que acepten sus órdenes; solamente han de obedecer las tuyas.

—Pero ¿y si es algo que quiere Garland? —pregunté.

No me respondió. Murmuró por lo bajo una frase ininteligible y volvió al salón, probablemente para acabar de leer su periódico antes de la cena.

Yo subí a vestir a los niños para su primer encuentro con su abuelo y su abuelastra.

Garland no pudo comprender por qué su hijo no permitió que los chicos se sentaran a la mesa con nosotros. Al principio Malcolm no quería discutirlo, pero la insistencia de Garland acabó arrancándole una respuesta.

—Porque lo que ellos hacen, padre, no es agradable para el apetito.

—Eso es ridículo. Los niños son así. Y así eras tú también —dijo, y la cara de Malcolm enrojeció violentamente pero sus labios palidecieron tanto que casi se confundían con su dentadura—. Lo era —le explicó Garland a Alicia—. Bastaba para cansar a cualquier mujer. Siempre estaba haciendo preguntas y más preguntas. Su madre no podía mandarle que hiciera nada, sin que él inquiriese por qué. Algunas veces yo regresaba a casa y la encontraba nerviosísima a causa de él. La recuerdo corriendo por la casa y Malcolm detrás de ella preguntándole esto o aquello. Ella le rehuía. Él la agotaba —repitió.

—¿Y la hice marcharse? —Preguntó Malcolm entre dientes—. Entonces teníamos el doble de sirvientes, incluyendo una niñera.

Alicia sonrió con dulzura y la cara de Malcolm se relajó.

Garland había insistido en que Alicia y él comiesen uno junto al otro en el lado izquierdo de la mesa. Malcolm iba a ceder la cabecera, pero Garland no quiso aceptarlo de ninguna manera.

—Todavía estamos en luna de miel —declaró—; además, nunca podríamos sentarnos tan alejados el uno del otro como vosotros lo hacéis, ¿no es verdad, Alicia?

—Oh, no. En todas partes donde hemos estado en Europa, Garland insistía en que nos colocaran cerca. En eso se mostró inflexible y tirano.

—Imagino que sería así —contestó Malcolm, pero en un tono mucho más suave.

—Tu padre jamás dejó de distraernos, a mí y a quienquiera que estuviera con nosotros. Con frecuencia nos reuníamos con otros turistas americanos —explicó con su voz melódica y suave, como miel espesa—. Y siempre me avergonzaba —añadió, girándose hacia mí.

Su sonrisa era amistosa, sincera. Yo asentí y sonreí también. Malcolm la miraba fijamente como si Alicia fuera de una especie distinta, cuando yo pensaba que se parecía mucho a algunas de las mujeres jóvenes que habían venido a mi recepción.

—Pero cuéntales la verdad, Alicia. Adoraste cada minuto de ésos —intervino Garland.

—Claro que sí. Estaba contigo —admitió ella. Se besaron en los labios; allí mismo, en la mesa de la cena como si nosotros no nos hallásemos presentes, como si los sirvientes no estuvieran entrando y saliendo. Cuando miré a Malcolm, esperando ver su expresión desdeñosa, descubrí una expresión de envidia en su cara. Me pareció, incluso, que había cierto matiz risueño en sus ojos, el cual se desvaneció al mirarme.

—Vamos a tener que contároslo todo, ¿sabéis? —Dijo Garland, dirigiéndose más a mí que a Malcolm—. Vamos a aburrirnos todos los días con los interminables detalles y escenas; pero eso es lo que le ocurre a una que se casa con un hijo de Garland Foxworth —añadió. Se echó a reír.

—No tienes que escuchar nada si no quieres —intervino Alicia.

—Pero nosotros queremos hacerlo —le dijo Malcolm—, si eres tú quien lo cuenta, Es decir, si mi padre te permite contarlo sin interrumpir continuamente.

—No hablaré a menos que sea necesario —declaró Garland—. Lo prometo —añadió alzando la mano derecha.

—No lo creáis —aconsejó Alicia.

Malcolm sonrió. En verdad, casi soltó la risa. A medida que avanzaba la cena yo veía que Malcolm se suavizaba cada vez más hasta que mantuvo una conversación fluida con la mujer de su padre. No me hicieron participar en ella. Era como si me encontrase sentada ante una mesa separada, cenando sola. La muchacha semejaba un folleto de viajes parlante, y Malcolm, que también había viajado, parecía fascinado. Garland comía con voracidad.

—Vuestros hijos son adorables —le dijo Alicia a Malcolm—. Puedo ver en ellos la sangre de los Foxworth.

—Mal lo demuestra más —respondió él.

—Eso se debe a que Joel es muy pequeño todavía. ¡Oh, qué impaciente estoy para que nazca nuestro bebé! —exclamó ella batiendo palmas.

Saltaba de su asiento. Yo estaba totalmente asombrada por su falta de urbanidad en la mesa. Hablaba con la boca llena; se agitaba en la silla como un pajarito, y bebía vino igual que si fuese agua. Malcolm se mostraba muy tolerante aquella noche. Lo atribuí al hecho de ser nuestra primera cena juntos.

—¿En qué mes de embarazo estás? —preguntó Malcolm.

—Acabo de entrar en el octavo.

—No podemos perder el tiempo —dijo Garland—, a mi edad —añadió con una risotada.

—Tú no pierdes el tiempo, ciertamente no lo pierdes —comentó Alicia.

Se miraron de una forma tan apasionada que me ruboricé. Y se besaron otra vez. De hecho, puntuaban con un beso casi todas las frases que se decían.

Malcolm parecía oscilar de momentos molestos a otros de auténtico placer. Cuando Alicia le dedicó toda su atención de la mesa y le cogió la muñeca. Le vi que se ruborizaba pero no separó la mano.

Garland tuvo la idea de que tomásemos el café en la veranda.

—Al fresco —exclamó, haciendo un gran gesto. Se colocó una servilleta en el brazo, como un camarero, y se levantó, ofreciendo su otro brazo a Alicia.

—Nos hemos divertido tanto en Italia —explicó ella.

Cuando Malcolm se levantó, Alicia puso un brazo en el pliegue del codo de él y el otro en el de Garland. Me sorprendió que Malcolm lo permitiese. Con ella entre ambos, comenzaron a dirigirse a la terraza.

Cuando yo me reuní con ellos fuera, todos estaban riéndose por la descripción que Alicia hacía de un paseo por Venecia en góndola. Estaba de pie, imitando a su marido.

—«Señor, siéntese, por favor», suplicó el gondolero —contaba ella bajando dramáticamente la voz—. Pero vuestro padre había bebido mucho y creía que podía andar por la maroma. «No hay problema —dijo—, seré el navegante». Los pasajeros estaban asustados. El gondolero le suplicó otra vez y entonces la góndola comenzó a mecerse. —Alicia se meció hacia atrás y adelante sobre sus talones—. Y después, ¿qué creéis que pasó? —Preguntó— Garland… —Se echó a reír—, mi marido —soltó la carcajada ante el recuerdo—. Garland cayó por el costado —y, al tiempo que lo decía, cayó sobre Malcolm quien reaccionó rápidamente para que ella no quedara en su regazo. Garland reía a carcajadas; pero Malcolm se puso colorado al verme en el umbral.

—El café estará listo en un momento —anuncié.

—Todo el mundo intentaba pescarlo en el canal —prosiguió la joven ignorando mi llegada—. Pero no quiso que le ayudasen, declarando que estaba bien. Fue un caos absoluto hasta que al fin lo subieron a la góndola.

Acabó sentándose en las piernas de Garland abrazándole por la nuca. Se besaron nuevamente.

—Ella lo cuenta de un modo maravilloso —dijo él—. Así que —y se volvió hacia mí—, algún día tendrás que sentarte conmigo y contarme todos los detalles de vuestra boda, cómo mi hijo conquistó tu corazón, qué mentiras te contó para hacerlo…

Hubo más risas que impulsaron a Alicia a relatar otra historia sobre Garland en Europa. Antes de que terminase la velada, decidí llamarlas Historias de Garland Foxworth contadas por Alicia Foxworth. Jamás había visto ni leído que existiera mujer tan dedicada a su marido. Tomaba nota de la más pequeña cosa que él hacía. En realidad besaba el suelo por donde él pisaba.

La velada terminó cuando confesaron estar cansados después de tanto viaje. Alicia apoyó la cabeza en el hombro de Garland y él la abrazó por la cintura. Después entraron en la casa y subieron la escalinata, más con aspecto de recién casados veinteañeros que con el de un hombre de cincuenta y ocho años y una chica embarazada de diecinueve.

Malcolm y yo hablamos poco después que se marcharon. La luz y la excitación habían abandonado la veranda junto con Alicia.

—Es bastante bonita —dije.

—¿Lo es?

—Como un pajarito revoloteando alrededor de tu padre, ¿no te parece?

—Estoy cansado —manifestó Malcolm—. Tanta charla me ha producido dolor de cabeza.

Se marchó a su habitación. Yo me tomé mi tiempo para subir. Cuando lo hice, fui primero a ver a los niños. Estaban profundamente dormidos. Su abuelo les había divertido y debo decir que me pareció que Mal le había tomado cariño en seguida. Pensé que Garland sería un padre mucho mejor de lo que Malcolm había sido hasta el momento. Por lo menos, parecía encantado con los chicos.

Cuando pasé por delante de sus habitaciones, oí que estaban despiertos todavía. Hablaban y reían como dos adolescentes. Vacilé, experimentando placer por su conversación feliz y serena.

Así era como hubiéramos debido ser Malcolm y yo. Como yo había soñado que seríamos. Detrás de aquella puerta, Garland sostenía a Alicia entre sus brazos. Abrazaba con fuerza a su joven esposa y la hacía sentirse viva y deseada. Imaginé la mano de él sobre el vientre de ella para sentir la vida que palpitaba dentro. Jamás Malcolm había mostrado interés alguno en hacer algo así. Durante los últimos meses de mis embarazos, cuando yo estaba pesada y tenía el vientre bajo, Malcolm me rehuía.

¿Por qué los rasgos de Alicia no se ensanchaban y embrutecían como había ocurrido con los míos? Si la mirabas desde el pecho hacia arriba, no habrías adivinado que estaba embarazada. Me parecía injusto que esas chicas delgadas y delicadas no perdieran nunca su encanto femenino.

Proseguí. La envidia hacía que me sintiera triste; pero no airada. Mi habitación estaba justo al lado de la de ellos y la pared a la que se hallaba adosado mi tocador era más delgada que las otras. Si me quedaba junto a ella, y pegaba mi oreja al tabique, podía oírles casi tan bien como si me hallara en su dormitorio.

—Es exactamente como pensaba que sería la mujer que Malcolm escogiera para casarse —dijo Garland.

—Es tan alta —comentó Alicia—. Me da pena por ser tan alta.

—A mí me da pena por haberse casado con Malcolm —declaró él.

—Oh, Garland.

—Malcolm nunca comprendió a las mujeres. ¿Sabes?, nunca tuvo una amiga de verdad.

—Pobrecillo.

—¿Pobre? Eso sí que no lo es, ni tú tampoco, querida mía.

Hubo una pausa que yo sabía se había llenado con un beso.

—Me hice rica el primer día que tú viniste a nuestra casa —le dijo ella. Y después quedaron silenciosos.

Me fui a mi cama, sola, pensando cómo podía Yo competir con una criatura tan hermosa e inocente. Cada vez que ella hablase pondría de relieve mi falta de locuacidad; cada vez que riera, resaltaría mi actitud triste; y cada vez que Malcolm la mirase, me recordaría todas las ocasiones en que había evitado mirarme. Su menuda talla aumentaba mi tamaño.

La odié, o por lo menos deseaba odiarla. Sin embargo, qué difícil era endurecer mi corazón contra ella tan sólo porque tenía todo aquello que yo hubiera querido para mí.

* * *

Alicia apareció a la mañana siguiente con la misma energía y comportamiento desbordante. Podría decirse que se abría al día como una bella gardenia saludando la luz del sol. Jamás nuestro desayuno tuvo tanta vida. Garland dijo que habían dormido como bebés.

—Lo cual demuestra lo importante que es para un hombre regresar a su hogar —concluyó—. A nuestro hogar —concretó mientras miraba a Alicia, la cual se había recogido en la parte alta de la cabeza su hermoso cabello castaño, bastante parecido al mío; pero el suyo era resplandeciente y dejaba al descubierto sus pequeñas orejas y su blanco y suave cuello. Adivinaba que Malcolm estaba fascinado con ella. Imaginé que, al igual que yo, había supuesto que ellos estarían algo apagados, debido a lo temprano de la hora y al largo viaje exigiendo su tributo. Pero parecían revividos. Garland debía tener razón al hablar de la importancia del hogar.

Insistió en acompañar a Malcolm a la oficina y en participar inmediatamente en la marcha de los asuntos.

—Ya sé que he de ponerme al corriente en muchas cosas. Malcolm no ha sido nunca de los que permiten que la hierba les crezca debajo de los pies —añadió para explicárselo a Alicia—. Mi hijo podría ser muchas cosas, pero con toda seguridad es un genio de las finanzas.

—Eso es lo que siempre dice de ti, Malcolm —informó su madrastra—. Cuando le pregunté cómo podía permitirse estar lejos de los negocios durante tanto tiempo, me respondió que tenía una confianza total en tu eficiencia.

Esperé la respuesta cáustica de mi marido; pareció haberse quedado sin palabras. Encogió los hombros con una modestia que no era peculiar en él.

—Deberíamos irnos —le dijo a su padre.

La despedida de Garland con Alicia fue tan larga y apasionada que me sentí avergonzada. Pero a ella pareció no importarle. Sin embargo, vio la expresión en mi cara y tan pronto como Garland se hubo marchado se volvió hacia mí para explicar que era la primera vez que se separaban desde que habían embarcado en junio en su viaje por Europa. La despedida de Malcolm conmigo había sido tan rápida y superficial como de costumbre: un ligero beso en la mejilla y algunas palabras acerca de servir la cena a la hora de costumbre.

—Has de contarme lo duro que habrá sido para dirigir una casa tan grande —dijo Alicia, y añadió con rapidez—: Oh, no porque tenga intención de hacerme cargo. Es sólo que lo encuentro tan…, abrumador.

Me quedé mirándola un momento. Me pareció que era sincera, pero no pude evitar sentir las mismas sospechas que Malcolm. ¿Quién sabía cómo estarían las cosas al cabo de una semana o de un mes?

—Tengo todo muy bien organizado —repuse—. Los sirvientes tienen sus obligaciones bien detalladas y el día está bien planeado.

—Oh, estoy segura de que es así. No quiero hacer nada que pueda alterar el orden. Tendrás que decírmelo siempre que eso ocurra.

—Lo haré —respondí con firmeza; pero ella o no me escuchó o rehusó percibir amenaza alguna en mi respuesta.

—No quiero estorbar el quehacer de nadie —insistió—. Todo lo que deseo de la vida es hacer feliz a mi marido. Garland es tan maravilloso. Se ha portado tan bien conmigo y con mi familia, que nunca haré lo bastante para pagárselo.

—¿Qué ha hecho él por ti y por tu familia? —pregunté en tono inocente.

—Garland era uno de los más antiguos y mejores amigos de mi padre. Desde los días escolares. Mi padre siendo muy joven se dañó la espalda en un accidente, mientras cabalgaba, lo cual le impidió lograr el tipo de empleo que necesitaba para mantener a su familia. Pero Garland se presentó y le abrió su propia oficina de contabilidad, ya que un trabajo sentado era todo lo que papá podía hacer. Después, Garland comenzó a enviarle clientes. Sin su ayuda dudo que hubiéramos podido sobrevivir.

Yo tenía mis propios pensamientos acerca del altruismo, y creía que la caridad no se hacía sin pensar en algún beneficio futuro. ¿Había puesto Garland Foxworth sus ojos en esta adorable criatura desde el principio?

—¿Qué edad tenías tú cuando Garland comenzó a ir a vuestra casa?

—Oh, recuerdo que ya nos visitaba cuando yo tenía cinco o seis años. Al cumplir los doce, él me compró este hermoso brazalete de oro. Mira, todavía lo llevo —dijo alzando la muñeca.

—¿Doce?

—Sí. En aquella época, dábamos paseos juntos. Yo charlaba sin cesar, cogiéndole del brazo, y él me escuchaba con esa adorable sonrisa suya. Hacía que me sintiera tan bien, que esperaba con ansia sus visitas, con más ansia que cualquier otra cosa. Me besó cuando yo tenía catorce años —murmuró.

—¿Qué? ¿Tenías catorce años?

—Sí, y no fue un beso ligero en la mejilla —añadió y los ojos le resplandecían; pero mi cara reflejaba sin duda mis pensamientos, y ella tenía que percibir mi gran asombro—. Entonces lo supimos, ¿no lo comprendes?

—No. No comprendo que un hombre de su edad y una muchacha de catorce años lo supieran entonces.

—Fue amor —dijo sin turbarse—. Amor verdadero, firme. Comenzó a venir a mi casa cada vez con más frecuencia. Dábamos paseos por el parque en carruaje, y pasábamos horas y horas contemplando el vuelo de los pájaros. Hablábamos mucho, aunque no podría decirte de qué temas…, nuestra conversación era como una prolongada melodía. Los sonidos permanecen en mi mente, pero no las palabras —explicó sonriendo para sí.

Intenté imaginar una felicidad semejante, pero no tenía ni idea de lo que quería decir con una melodía de palabras.

—Me encantaban los paseos en trineo tirado por caballos cuando el invierno de Virginia nos mandaba toneladas y toneladas de nieve —continuó—. Nos acurrucábamos en gruesas mantas, agarrándonos de las manos debajo, y corríamos de cara al viento, con los rostros enrojecidos por el frío, pero con los corazones ardiendo de amor. No puedes imaginar lo maravilloso que era —terminó.

—No —respondí tristemente—, no puedo.

—Durante el verano, había conciertos maravillosos en el parque. Yo preparaba una comida campestre para los dos y nos íbamos a escuchar la música. Después navegábamos en bote y yo le cantaba canciones. A él le gusta que le cante aunque no tengo buena voz.

—¿Pero no pensaste en ningún momento en su edad?

—No. Pensaba en él como un hombre mayor encantador, el hombre más gentil del mundo. Era siempre tan feliz y estaba tan animado que la edad nunca se puso de relieve.

—¿Pero cómo tuviste el valor de casarte con un hombre que te lleva tantos años? No quiero parecer ruda; pero él morirá antes de que tú llegues a mediana edad. ¿No se opusieron tus padres?

—Mi padre murió un mes antes de que Garland me propusiera matrimonio. Mi madre se asombró al principio, Y se opuso al matrimonio. Dijo lo mismo que has dicho tú, pero yo me mantuve en mis trece, y ella adoraba a Garland, ¿sabes? Muy pronto se dio cuenta de que yo le amaba de verdad, y que los años no importaban.

—Para ser sincera, querida, estoy muy sorprendida de que decidierais tener hijos, considerando la edad de Garland.

—Oh, él quería que fuese así. Dijo: «Alicia, cuando estoy contigo, soy un hombre de treinta años». Y tiene el aspecto de un hombre de treinta y tantos. ¿No es verdad? ¿Tú no lo crees? —insistió al ver mi vacilación.

—Sí, parece más joven de lo que es; pero…

—Eso es todo lo que importa…, lo que nosotros pensamos —dijo Alicia.

Estaba decididamente fascinada por su romance. Nunca permitiría que los hechos duros y fríos destruyeran su universo color de rosa. Vivía en el mundo de mi casa de muñecas encerrada en su caja de cristal. Sentí compasión de ella, pensando que la realidad acabaría imponiéndose algún día. Pero también envidié la felicidad.

—Permíteme que vaya contigo, Me gustaría verte junto a tus hijos. Son adorables. Y estoy segura de que aprenderé de ti.

—No soy experta en criar niños —le respondí, pero me di cuenta de su desilusión si la rechazaba, de modo que le permití que me acompañase.

Los chicos simpatizaron con ella, en especial Joel, a quien hizo sonreír con sus juegos. A él le gustó que lo cogiera en brazos. En cierto modo se puso al nivel de mis hijos mucho mejor de lo que yo podría hacerlo jamás. No pasó mucho tiempo sin que estuviera jugando con Mal y sus juguetes, mientras Joel los contemplaba en silencio.

—Si tienes algo que hacer, a mí no me importa quedarme con ellos —ofreció.

—Has de tener más cuidado a esta altura de tu embarazo —le aconsejé, y entonces pensé lo mucho que le gustaría a Malcolm que ella tuviera un aborto.

Esta idea daba vueltas en mi cerebro pegada a mis pensamientos como un erizo de cadillo adherido a mi falda. Me era imposible sacudirla y cuando más pensaba en ese aborto, más feliz me sentía.

No podía evitar sentir miedo del hijo que ella tendría, pero no por las mismas razones que Malcolm. Yo no sentía esa ambición por el dinero, sabiendo que teníamos y siempre tendríamos más que suficiente. Temía que su hijo fuese mucho más hermoso que los míos. Después de todo, Garland era el padre y era bien parecido, por no decir más que Malcolm; y ella era mucho más bella de lo que yo jamás podía soñar ser.

De modo que comencé a fantasear y a imaginar que bajaba la escalinata en espiral, tropezaba y caía rodando, a resultas de lo cual se producía un aborto inmediato. Alicia era demasiado confiada para adivinar por mi cara, cuando yo la miraba, que esas imágenes cruzaban por mi mente.

Durante todo el día, cada vez que me encontraba, me abrumaba con preguntas: acerca de Foxworth Hall, sobre los niños, respecto a los criados y relacionadas con Malcolm.

—¿Cómo es Malcolm de verdad? —Quiso saber—. Garland es tan exagerado.

—Será mejor que lo descubras por ti misma —repliqué—. Nunca le preguntes a una esposa cómo es su marido; no obtendrás una respuesta sincera.

—Sí, tienes mucha razón —reconoció, pues por lo visto no podía hacer nada que la turbase—. Eres sensata, Olivia. Soy muy afortunada de tenerte aquí.

Me quedé mirándola. Lo decía de veras aquella tonta. ¿Es que no tenía suspicacia alguna? ¡Se sentía satisfecha siendo tratada como una chiquilla!

Yo confiaba en que, a medida que pasara el tiempo, su relación con Garland se entibiara, en que algo de la melancolía de Foxworth Hall influyera en ella y que, al acercarse su embarazo al noveno mes se sintiera cansada e irritable. Pero no sucedió nada de eso. Nuestras comidas eran tan bulliciosas como el día de su llegada.

Todas las noches Alicia insistía en que Garland le relatase con detalles cómo había sido su jornada de trabajo.

—Nunca creas que eso puede aburrirme —le dijo—, porque es tu ocupación y todo cuanto tiene relación contigo también me incumbe a mí.

«Cuántas estupideces —pensé—. Ella nunca podrá entender el mundo de los negocios».

—Bueno, hoy he repasado la inversión de Malcolm en dos hoteles de Chicago. Él tiene ciertas ideas acerca de ofrecer servicios de comedor a los ejecutivos, haciéndoles más atractivas las tarifas.

—¿Cómo les llamas, Malcolm?

—¿A qué?

—A las tarifas especiales.

—Tarifas de negocios —respondió mi marido con sequedad.

—Claro, es lógico. Qué tonta he sido al preguntarlo. Es una idea deliciosa.

«¿Deliciosa?», pensé. Esperaba que Malcolm estallase, pero su tolerancia crecía de día en día.

Muchas veces sentí tentaciones de contarle mis fantasías sobre Alicia y su aborto. Quería comprobar cómo aceptaría él una posibilidad semejante, pero lo más que me acerqué al tema fue al decirle que Alicia era demasiado activa y bulliciosa para una mujer en su noveno mes de embarazo.

—Sube y baja la escalera corriendo, sosteniéndose la barriga como si llevase un globo debajo del vestido. Algunas veces permanece fuera hablando de flores con Olsen, y de cuando en cuando la veo cavando junto a él. Ayer mismo la vi que alzaba una gran maceta con una planta. Quería advertirla del peligro que corre; pero no lo hice. Insiste en cargar con Joel para subirlo al cuarto de los niños, y si hago la menor mención acerca de cualquier cosa, ella va a buscarla en seguida, sin importarle lo pesada o voluminosa que pueda ser.

—Todo eso no es asunto tuyo —me respondió Malcolm y se alejó antes de que pudiera continuar la discusión.

Tal vez él era incapaz de ver la posibilidad o quizá se hallaba tan fascinado por la inocente belleza de Alicia, que era ciego en cuanto se refería a sus propios intereses.

Un día, transcurridas ya dos semanas del noveno mes, Alicia me interrogó acerca del ático.

—Es un lugar bastante interesante —le respondí, y comencé a describirlo; pero me detuve—. Bueno, se trata de algo que tendrás que ver por ti misma —dije.

Pensé en ella subiendo por aquellos escalones inseguros y vagando por el enorme desván lleno de cosas esparcidas, presintiendo la posibilidad de que tropezara y cayera.

—Me sentía tentada de cruzar esas puertas dobles y subir la escalera.

—Oh, pero existe otro camino —dije—. Un camino secreto.

—¿De verdad? —preguntó intrigada—. ¿Dónde?

—Hay que cruzar una puerta que hay dentro de un armario en una habitación al fondo del ala norte.

—Dios mío, una puerta dentro de un armario. ¿Quieres subir conmigo?

—Ya he estado allí —le contesté—. Te mostraré el camino y tú puedes divertirte curioseando entre las cosas antiguas.

—Oh, me encantaría.

De modo que le acompañé a la habitación del fondo del ala norte. Quedó fascinada con aquel cuarto.

—Es como un escondrijo —comentó.

—Sí. —Esta casa es tan excitante, tan misteriosa. Debo preguntarle a Garland sobre esta habitación.

—Hazlo —la animé—, y cuéntame lo que diga —añadí.

Le mostré la puerta en el armario.

—Ahora has de ir con cuidado —le recomendé cuando volvió a mirarme—. Hay un cordón sobre el primer escalón. Tira de él e iluminarás el camino.

Lo hizo, pero la bombilla no se encendió. Yo la había desenroscado con anterioridad.

—Debe haberse fundido —dije—. Bueno, será mejor que lo dejes.

—No, no. Puedo distinguir muy bien.

—Recuérdalo —insistí—. Te he advertido que no subieras.

—No seas una vieja regañona, Olivia. No tiene importancia.

—Entonces, adelante —accedí—. Yo estaré leyendo en el salón anterior.

Alicia comenzó a subir y yo cerré la puerta detrás de ella. Oí que daba un respingo y después reía. El corazón me latía con fuerza. La oscuridad, las tinieblas, aquellos escalones y entarimados que crujían, todo presentaba un peligro terrible para una mujer que estaba cerca de la fecha del parto. «Qué bobalicona confiada era Alicia», pensé, y me alejé de allí. Si le sucedía algo, yo estaría demasiado lejos para poder ayudarla. Le había avisado. Nadie podría culparme.

Salí aprisa de la habitación y del ala norte. Me acomodé en el salón y comencé a leer, como le había dicho a Alicia que iba a hacer.

Me resultaba difícil concentrarme en la lectura. De cuando en cuando miraba al techo y la imaginaba tropezando y cayendo, quizá golpeándose la cabeza en algunos de los baúles o armarios y quedándose allí tendida sufriendo los dolores de un aborto.

Más tarde, cuando le contase a Malcolm cómo había sucedido, él me daría las gracias. No con palabras; pero su agradecimiento estaría presente. Y Alicia quizá dejaría de andar revoloteando por la casa haciendo sonreír a todo el mundo. El aborto afectaría tal vez su belleza, y la melancolía empañaría su mirada. La desesperación eliminaría para siempre los radiantes colores de su cara. Su voz cambiaría, haciéndose profunda y perdiendo sus tonos melodiosos. Malcolm ya no se sentiría fascinado por la charla y los mimosos encantos de Alicia. Cuando nos sentásemos a la mesa para cenar y ella hablase, sería como si no tuviéramos oídos Para escucharla.

No me di cuenta del tiempo transcurrido; pero cuando Garland y Malcolm llegaron a casa ella todavía no’ había bajado. Naturalmente, Garland preguntó por ella.

—Oh, Dios mío —exclamé—. He estado aquí ensimismada con este libro. Subió al ático hace un rato.

—¿Al ático? ¿Para qué?

—Para curiosear. Se hallaba aburrida.

—¿El ático? —repitió Garland, y su cara se ensombreció—. No debería ir allá arriba.

—Se lo he dicho, pero ella insistió con firmeza. Me llamó vieja regañona por aconsejarle que no fuese. Y de todos modos subió.

Garland salió apresuradamente y corrió escaleras arriba. Malcolm se quedó en el umbral viéndole correr y después se volvió hacia mí. Nunca había visto en sus ojos una mirada tan fría. Era una mirada extraña, mezcla de temor y de ira, como si acabase de descubrir algo sobre mí que no había sospechado hasta entonces.

—Quizá deberías subir con él y ver si ha sucedido algo —sugerí.

De pronto apareció en su cara una maliciosa sonrisa, dio la vuelta y se alejó.

Poco después oí la voz de Garland y salí al vestíbulo.

—¿Todo va bien? —pregunté.

Garland caminaba apresuradamente hacia el ala del sur.

—¿Qué? Oh, sí. ¿Te imaginas? La encontré delante del polvoriento espejo probándose los viejos vestidos de Corinne. Debo decir que le quedaban muy bien.

Malcolm apareció detrás de mí como si hubiese estado esperando entre bastidores. Pude comprobar que estaba furioso; sin embargo… Sin embargo… Vi aquella mirada distante en sus ojos, una mirada que, no conociendo nada mejor, yo hubiera calificado como mirada de amor.

* * *

Dos semanas después, casi en el día exacto que correspondía, Alicia dio a luz. El doctor Braxten vino para el parto. Malcolm y yo esperábamos en el vestíbulo. Garland salió a la rotonda y nos gritó:

—¡Es un chico! ¡Un chico! Y Alicia se encuentra muy bien. Está dispuesta a ir a bailar.

—Eso es maravilloso —comenté.

Garland juntó las manos y las alzó en el aire antes de regresar a sus habitaciones. Malcolm no dijo nada, pero cuando me volví hacia él vi la rabia en su rostro.

—Estaba rezando para que fuese una niña —declaró.

—¿Y qué diferencia hay? Vamos, ven a ver al bebé.

Malcolm vacilaba, de modo que comencé a subir sola. Cuando vi por primera vez al recién nacido, acurrucado en los brazos de su madre, me hizo contener la respiración. Tenía el cabello rubio y los ojos azules de mis hijos, pero este bebé irradiaba una paz hermosa y callada, como yo nunca había visto en ningún niño. Miraba a todo el mundo con ojos comprensivos, claros, y yo sabía que los recién nacidos no hacían eso.

—¿Verdad que es hermoso? —Susurró Alicia acercándolo a su lado con aire protector—. Se llamará Christopher Garland, como su padre.

Éste se hallaba mirándolos, tan orgulloso como un joven papá. En aquel momento parecía tener veinte años menos. ¿Eran acaso una pareja mágica? ¿Podían hacer retroceder el tiempo? ¿Habían encontrado tal vez la Fuente de la Eterna Juventud o era esto lo que el verdadero amor podía hacer en las personas? Jamás había sentido tanta envidia ni tantos celos de nadie como en aquel momento los sentí de Alicia. Ella lo tenía todo: belleza, un marido amante y cariñoso, y ahora un hijo hermoso.

—Mi enhorabuena, padre —se congratuló Malcolm, apareciendo en la puerta.

—Gracias. Acércate y echa una ojeada de cerca a tu hermanastro.

Malcolm se paró junto a mí y miró a Alicia y al bebé.

—Bien parecido. Un auténtico Foxworth —comentó.

—Ya puedes apostar algo —dijo Garland—. Mañana repartiremos cigarros, ¿eh, hijo?

—Sí, lo haremos —convino Malcolm—. Lo has conseguido, padre.

—Oh, me parece que no lo consiguió solo —terció Alicia. Hasta a mí me hizo reír. Mi marido se puso colorado.

—Bueno, quiero decir… yo…, naturalmente, te felicito, Alicia —murmuró, y se inclinó para rozarle la mejilla con un beso. Por el modo en que cerró los ojos, supe que Malcolm estaba deseando prolongar aquel beso.

«Vaya un hipócrita», pensé. Sabía que mi marido odiaba aquel bebé y sin embargo era capaz de pronunciar las palabras adecuadas y hacer lo que era correcto.

Se levantó en seguida y se alejó de la cama.

—Bueno, es mejor que descanséis —dijo.

Salimos juntos de la habitación. Garland había contratado una enfermera para las primeras semanas, algo en lo que Malcolm no había pensado conmigo. Nos reunimos con el doctor Braxten en el vestíbulo, preparándose para partir.

—Ya puedes sentirte orgulloso de tu padre, ¿eh, Malcolm? —dijo.

—Sí —respondió él con sequedad.

—Por lo visto me equivoqué —comentó el doctor Braxten.

—¿Cómo dice?

—Que a fin de cuentas todavía había de nacer otro Foxworth en Foxworth Hall, ¿no es verdad?

Malcolm permaneció silencioso un momento. Palidecieron sus labios y se quedó mirándome.

—Sí, doctor —admitió al final—, se equivocó usted.

Siguió al médico al bajar la escalera. Sus pasos sonaban como truenos, los truenos distantes que advierten de una tempestad inminente.