Malcolm consiguió su deseo. Nuestro primer hijo nació a los nueve meses y dos semanas desde la fecha de la recepción para presentarme a la elegante sociedad virginiana. Le pusimos de nombre Malcolm, por su padre, pero le llamábamos Mal, para que fuese más fácil distinguirlos. Por aquel entonces yo ya sabía, sin lugar a dudas, que Malcolm era un hombre fuerte y dominante que siempre conseguía lo que quería. Siempre salía ganador porque nunca entraba en una batalla sin asegurarse primero de que las ventajas estaban a su favor. Conducía sus negocios de esa manera; y también llevaba así su vida. Estaba segura de que recorrería un largo camino y se convertiría en uno de los hombres más ricos del mundo.
Después de nacer Mal, durante un corto tiempo renacieron mis esperanzas de amor. Pensé que un hijo haría que Malcolm se acercase a mí. Desde que llegué a Foxworth Hall, recibí un trato más propio de una sierva que de una esposa. Malcolm trabajaba todo el día y todos los días, volvía tarde por las noches, y casi nunca compartía la cena conmigo. Jamás íbamos a ninguna parte, y la «sociedad» a la cual fui presentada durante la recepción, parecía haberse olvidado en seguida de mi existencia. Ahora que el tan deseado hijo de Malcolm había llegado, supuse que a lo mejor querría disfrutar de una vida familiar más íntima, quizá sería un marido más cariñoso. Yo esperaba el nacimiento del bebé como algo maravilloso para nuestro matrimonio. Mal sería un puente entre su padre y yo, acercándonos el uno al otro de un modo que ninguno de los dos esperaba.
Como toda madre, yo me quedaba embelesada ante un gesto, una sonrisa o un nuevo avance de mi hijo maravilloso y adorable. Y al final de cada jornada, esperaba el retorno de Malcolm para darle las felices noticias de los progresos de nuestro niño.
—No hay duda alguna, ¡ahora ya te reconoce, Malcolm!
—¡Hoy ha avanzado a gatas por primera vez! ¡Ha pronunciado su primera palabra! ¡Mal ha comenzado a andar! —Cada anuncio hubiera debido impulsarnos a abrazos y besos, agradecidos por tener un hijo tan sano. Pero Malcolm reaccionaba con una sorprendente indiferencia a todo lo que hacía nuestro pequeño, como si no hubiera esperado menos. Todo lo daba por merecido y jamás demostró la felicidad y el deleite de un padre.
Por el contrario, se impacientaba. Se mostraba intolerante en el proceso de crecimiento y no quería contemplar al bebé cuando éste realizaba sus pequeños, pero continuos movimientos de avance. Se enojaba si yo lo llevaba conmigo a la mesa, y me ordenó que amamantara a Mal antes de nuestra cena. Rara vez entraba en la habitación infantil.
Antes de que Mal cumpliese los dos años quedé embarazada de nuevo, embarazo conseguido en un encuentro rápido y sin amor. Malcolm estaba decidido a tener una gran familia; y ahora quería una hija. Este segundo embarazo fue más difícil para mí, ignoro por qué. Por las mañanas me sentía mareada. En la última fase, el médico me dijo que no estaba tranquilo viendo cómo seguía. Sus temores fueron justificados, ya que durante el séptimo mes casi aborté; y después, justo al comenzar el octavo mes, Joel Joseph tuvo un nacimiento Prematuro.
Desde el principio fue un niño menudo, frágil y enfermizo, de cabello claro y débil. Tenía los ojos azules de los Foxworth. Malcolm estaba contrariado porque no le había dado una hija, y enfadado porque Joel no era Un chico saludable. Sabía que me culpaba a mí de todo, aunque yo no hice nada que pudiera perjudicar al bebé y había seguido todas las órdenes del médico en cuanto a la nutrición.
Malcolm me dijo:
—Los Foxworth se han distinguido siempre por ser fuertes y sanos. Que sea preocupación y responsabilidad tuya lograr que este bebé cambie y se convierta en lo que Yo espero que sean mis hijos: recios, agresivos y seguros, viriles en todos los sentidos.
Un día, después de que el médico de la familia, el doctor Braxten, viniera a verme, Malcolm subió a mi habitación. Braxten le dijo que no creía que yo pudiera alumbrar más hijos.
—Es imposible —gritó Malcolm enfurecido—. ¡Todavía no tengo una hija!
—Bueno, sea razonable, Malcolm —le tranquilizó el doctor Braxten.
¿Es que Malcolm no se preocupaba en absoluto de mi salud?
Ni el médico ni yo habíamos previsto la vehemente reacción de mi marido. Se puso muy colorado Y se mordió el labio como conteniendo las palabras. Después retrocedió, y nos miró alternativamente a uno y a Otro.
—¿Es esto, algo que los dos habéis tramado?
—¿Cómo? ¿Qué ha dicho usted? —le interpeló el doctor Braxten.
Era un hombre que se hallaba cerca de los sesenta, muy respetado en su ambiente. Su cara palideció hasta igualar el tono gris de su cabello. Sus grandes ojos saltones, aumentados debajo de sus gruesas gafas, se abrieron mucho.
—¿Está usted diciéndome que nunca tendré otro hijo? ¿Que nunca tendré una hija?
—Bueno, sí…, yo…
—¿Cómo se atreve usted…? ¿Cómo se atreve a suponer…?
—No es una cuestión de suposiciones, Malcolm. Este último embarazo ha sido muy difícil y…
—No quiero oír ni una palabra más sobre el asunto —cortó y se volvió hacia mí con más odio en su cara del que le había visto nunca—. No quiero que se vuelva a mencionar, ¿lo entiendes?
Después, dio media vuelta como una marioneta manejada por hilos y salió furioso de mi habitación. El doctor Braxten se sentía avergonzado por mí, de modo que no prolongó su visita.
Como es natural, la actitud de Malcolm me había asombrado; aunque por aquel entonces ya me había fortalecido bastante contra sus ataques y terribles observaciones. No volvió a hablar del tema y yo no lo discutí con él. No lamentaba no poder darle más hijos, pues era un hombre que no disfrutaba con los que ya tenía.
Parecía ignorar a Mal y culpar a Joel por no ser una niña, la hija que jamás pensé deseara tanto. Se mostró mucho más intolerante con el llanto de Joel y era frecuente que pasaran días sin ver ni hablar a ninguno de los niños. Había sido intolerante con el proceso de crecimiento del mayor; pero era un ogro en cuanto al de Joel. Que Dios no permitiera que el bebé ensuciara los pañales en su presencia o vomitase cuando Malcolm estaba en la habitación.
Algunas veces pensé que se sentía avergonzado de su pequeña familia, como si tener solamente dos hijos fuese una mancha para su virilidad. Hasta que Mal tuvo tres años, no decidió que saliéramos los cuatro juntos.
Visitamos sus fábricas de tejidos. Durante todo el tiempo, cuando señalaba algo se dirigía a Mal como si su hijo pequeño pudiera entenderle.
—Todo esto será tuyo algún día, Mal —dijo hablando como si Joel no debiera estar vivo cuando su padre muriese, o como si Joel no tuviera importancia alguna—. Espero que lo ampliarás, y lo convertirás en algo importante, el imperio Foxworth.
* * *
Volvíamos a Foxworth Hall en un día brillante de primavera. Las hojas brotaban con vigor para saludar la suave luz del sol primaveral. Mis hijos señalaban los petirrojos que comían gusanos frescos entre la hierba. Al entrar en Foxworth Hall, Mrs. Steiner se apresuró a salir a mí encuentro.
—Oh, Mrs. Foxworth, me alegra tanto que haya llegado. Le han enviado un telegrama desde Connecticut, estoy segura de que es algo importante.
Se me oprimió el corazón. ¿Qué podía ser? Rasgué en seguida el sobre mientras Mrs. Steiner observaba curiosa por encima de mi hombro.
OLIVIA FOXWORTH STOP CON MI MÁS SINCERA CONDOLENCIA Y EL MAYOR RESPETO LAMENTO INFORMARLE QUE SU PADRE HA SIDO LLAMADO JUNTO AL SEÑOR STOP DISPUESTO FUNERAL PARA EL SIETE DE ABRIL
Arrugué el telegrama acercándolo a mi pecho, ahora vacío por la aflicción. ¡El siete de abril era mañana! El pequeño Mal tiraba de mi falda.
—Mamita, mamita, ¿qué pasa, por qué lloras?
Mi marido me quitó el telegrama arrugado de la mano y lo leyó.
—Malcolm, debo ir inmediatamente. ¡Tengo que salir en el primer tren!
—¿Cómo? —replicó en tono severo—. ¿Qué piensas hacer con los chicos?
—Malcolm, los dejaré contigo. Mrs. Steiner está aquí y puede atenderlos, y también Mrs. Stuart.
—Pero yo tendría que permanecer al cuidado. Olivia, el lugar de una mujer está junto a sus hijos.
—Se trata de mi padre, Malcolm. Debo estar presente en su funeral.
Discutimos el asunto hasta que ya era demasiado tarde. Cuando al fin accedió a que me marchara, el tren de la noche ya había salido y el de la mañana, al que subí, llegaba a New London cinco horas después de haber terminado el funeral de mi padre. Fui a casa y me encontré con John Amos y el abogado de papá sentados en la sala de estar.
Tenía los ojos enrojecidos e hinchados por las lágrimas vertidas durante aquel largo viaje en tren. Eran lágrimas de tristeza por mi padre; pero sabía que también las había vertido por mí. Ahora estaba más sola que nunca.
Ambos se levantaron al verme, y John Amos se acercó y cogió mi mano entre las suyas. Se había convertido en un hombre desde la última vez que le vi. Ahora era un caballero de veintitrés años, alto, fino y amable. Solté de nuevo las lágrimas cuando comenzó a hablarme:
—Olivia, cuánto me alegra verte. Me ha extrañado tu ausencia en el funeral; pero sabía que tú lo aprobarías. He cuidado que tu padre fuese recibido por el Hacedor de la manera más adecuada. Ahora ven y siéntate, Olivia. Ya recordarás a Mr. Teller, el abogado. Creo que tu padre ha añadido a su testamento algunas cláusulas bastante extrañas, que es necesario pongamos en orden.
Mr. Teller también me cogió la mano y me miró a los ojos con simpatía. Nos sentamos en la habitación en penumbra, triste.
Mi mente se hallaba aturdida mientras me contaba todos los detalles. Mi padre me había dejado todas sus posesiones con la única condición de que sólo yo manejase el dinero. Comprendí lo que había hecho: asegurarse de que Malcolm Foxworth nunca pudiera poner sus manos en mi fortuna. ¡Oh, padre mío, cómo supiste la verdad mucho antes de que yo me enterase! ¿Y por qué dejaste que me casara con ese hombre? Caían mis lágrimas y oculté la cabeza en el regazo.
John Amos le rogó a Mr. Teller que nos dejara, diciéndole que tomaríamos nuestras decisiones y se las daríamos a conocer antes de que yo regresara a Virginia.
¡Cuánto consuelo me ofreció John Amos! Durante los dos días que estuve en New London me confié a él. Cuando me marché, John Amos sabía más de mí que cualquier otra persona en el mundo. Y yo sabía que, por su amor a Dios y a la familia, podía confiar siempre en él. Era una seguridad que fue creciendo a medida que pasaban los años. Y siempre, cuando las cosas eran más difíciles, me dirigía a John Amos, escribiéndole largas cartas, y él me contestaba con palabras de consuelo tanto suyas como de Dios, ya que pronto comenzó a estudiar teología en un seminario de Nueva Inglaterra. John Amos constituía mi única familia y era sensato y comprensivo, el extremo opuesto a Malcolm. Regresé a Virginia con más fortaleza. Había perdido a mi padre; pero había ganado un hermano, un consejero, un asesor espiritual.
—Ahora, Olivia —me dijo John Amos cuando fue a despedirme a la estación—, vuelve junto a tu marido y tus hijos, y que el Señor te acompañe. Me encontrarás aquí siempre que me necesites.
Malcolm no demostró ninguna pena por la muerte de mi padre. El mismo día de mi regreso insistió de nuevo sobre mi fortuna.
—Bien, Olivia, ahora eres una mujer rica, por derecho. ¿Cómo piensas manejar tu patrimonio?
Le respondí que no tenía planes, que todavía estaba lamentando la muerte de mi padre y en aquellos momentos no me interesaba pensar en el dinero.
Pasaron las semanas casi sin hablarnos, con excepción de las poco menos que diarias preguntas de Malcolm en cuanto a mis planes para la herencia recibida de mi padre. Después, un día, apareció en el cuarto de los niños para anunciar algo que cambiaría por completo nuestras vidas. Era tan extraño verle allí, en aquella habitación, que le saludé cariñosa, esperando que hubiera venido movido por un sincero interés paternal. Estaba enseñando el alfabeto a Mal, utilizando bloques, y Joel se hallaba en la cuna con su biberón. La estancia se hallaba un poco desordenada porque los niños, y más si tienen tres años, dejan caer las cosas en cualquier parte. Yo solía limpiarla y ordenarla al final del día.
—¿Esto qué es, un cuarto de juegos o una porqueriza? —preguntó Malcolm.
—Si vinieras más a menudo lo comprenderías —respondí.
Él gruñó. Presentí que no había venido para discutir acerca de nuestros hijos.
—Tengo algo que decirte —explicó—, si es que puedes olvidar por unos momentos esos bloques.
Me levanté del suelo, me alisé el vestido y me acerqué a él.
—¿Qué es?
—Mi padre… Garland está de regreso. Llegará dentro de una semana.
—Vaya…
En realidad no supe qué decir. Todo lo que sabía de Garland lo adivinaba estudiando su retrato y escuchando detalles sueltos que Malcolm ofrecía de cuando en cuando. Sabía que tenía cincuenta y cinco años cuando se marchó y, por sus últimos retratos, que era un hombre atractivo que no aparentaba su edad. Las pocas canas que tenía apenas podían distinguirse entre su cabello dorado. Era casi tan alto como Malcolm y en su juventud había sido un atleta, un deportista, y a pesar de las críticas de Malcolm en cuanto a Sus recientes decisiones, también un hombre de negocios.
—Sin embargo, no se instalará en su habitación del ala norte. Lo hará en la alcoba contigua a la tuya en el ala sur. Tendrás que cuidar que la suite esté en condiciones, aunque mi padre no notaría la diferencia.
—Entiendo.
—No, no lo entiendes. El motivo de que quiera una habitación más cálida con un cuarto de baño es porque regresa con una novia.
—¿Novia? ¿Quieres decir que tu padre se ha casado después de todos estos años?
—Sí, una novia. —Malcolm se volvió de espaldas un momento, y después nos miró de nuevo—. No te lo he dicho nunca, pero se casó antes de marcharse a Europa.
—¿Cómo? ¿Por qué no me lo dijiste?
—Ya lo verás, Olivia. Pronto lo comprenderás —respondió alzando la voz.
Joel comenzó a llorar. Nuestros dos hijos eran sensibles a los estallidos de Malcolm; y en especial Joel sentía un miedo terrible a su propio padre. Mal estaba contagiándose de ello.
—Estás asustando a los niños —le advertí.
—Será mucho peor si no aprenden a estarse quietos cuando yo hablo. ¡Silencio! —ordenó.
La cara de Mal quedó inmóvil y ahogó sus lágrimas. Joel se volvió y sollozó silenciosamente en su cuna.
—Simplemente, prepárate —dijo Malcolm, escupiendo las palabras entre dientes y saliendo furioso del cuarto de los niños.
¿Prepararme? ¿Qué quería decir? ¿Odiaba tanto a su padre? ¿No quería quizá compartir Foxworth Hall?
No me preocupó dejar de ser la única ama de aquella casa. Ahora vendría otra mujer, la esposa de un hombre de cincuenta y cinco años. Seguramente sería una aliada. Podría tal vez llegar a considerarla como la madre que había fallecido demasiado pronto. Podría acercarme a ella y pedirle consejo respecto a Malcolm y a mí. Seguramente una persona mucho mayor conocería mejor los asuntos entre hombres y mujeres. Me sentí feliz ante la perspectiva del retorno de Garland… y de su esposa.
—Malcolm —le pregunté más tarde, a la hora de cenar—, ¿tendremos que marcharnos de Foxworth Hall? ¿Quieres poseer una casa propia?
—¿Irnos?
—Bueno, pensaba…
—¿Estás loca? ¿A dónde iríamos? ¿Comprar o edificar una nueva casa y abandonar todo esto? Yo cuidaré de mi padre; su esposa es problema tuyo, queda bajo tu responsabilidad. Tú seguirás con el control de esta casa y la conservarás como un hogar respetable, gobernando del modo adecuado. No me digas que tienes miedo de ella —comentó en tono despreciativo.
—Claro que no. Solamente pensaba que, ya que tu padre es el hombre de más edad y que…
—Mi padre es de más edad, pero no más sensato —replicó Malcolm—. Más que nunca, depende de mí. Mientras él ha estado divirtiéndose por Europa con su nueva esposa, yo he estado ampliando nuestro imperio comercial y manteniendo todos los controles. Nuestro consejo directivo se ha olvidado prácticamente del aspecto de mi padre, y he añadido sangre nueva desde que él se marchó. Ahora tardaría un año en comprender todos los nuevos desarrollos. No —añadió reflexivo—, no creas que has de estar subordinada a su esposa. Recuerda el tipo de mujer que le gusta a mi padre.
Con el rostro entristecido y tenso, Malcolm se alejó envuelto en la sombra del recuerdo de su madre.
No dije nada más sobre el asunto. Ordené a las criadas que limpiaran y arreglaran la suite junto a la mía y después dejé de pensar en la llegada del padre de Malcolm con su nueva elección.
Quizá no estuve acertada, pero nada que hubiera hecho yo, nada que hubiera podido hacer Malcolm, me habría preparado para el primer choque de su llegada, ni a Malcolm para una sorpresa todavía mayor.