Los invitados a la recepción comenzaron a llegar un poco después de la una, dentro el retraso en boga. Me hallaba sola y disponía de algunos minutos para contemplarme. En pie delante del espejo, examiné la imagen que presentaba. Con el cabello recogido en lo alto, según mí estilo habitual, el corpiño de mi vestido azul algo apretado, manteniendo alzado mi pecho, y la amplitud de la falda, me pareció que mi aspecto era gigantesco. Por el modo en que estaba colgado el espejo de cuerpo entero, tuve que retroceder algunos pasos para poderme ver de la cabeza a los pies.
¿Había algún estilo que yo pudiera llevar y que me diera un aire delicado y atractivo? Habría podido dejarme el cabello suelto; pero siempre que lo intentaba sentía una cierta vergüenza como si estuviera desnuda.
Me pregunté si me equivocaba al confiar que este vestido, el que había atraído a Malcolm, era lo bastante digno. ¿Me encontrarían impresionante los amigos y los conocidos de negocios de Malcolm? Cerré los ojos y me imaginé de pie junto a él. Seguramente esto era algo que él ya había imaginado también antes de tomarme como esposa. Debió sentirse satisfecho con la imagen que se formó en su mente, puesto que decidió casarse conmigo y presentarme a lo mejor de la sociedad de aquí. Intenté convencerme de que tenía que ser más confiada, pero no pude evitar que el pequeño pájaro de la inquietud aleteara nervioso dentro de mí.
Me apreté el pecho con las manos, aspiré profundamente, y comencé a descender por la doble escalera curvada que conducía al foyer. Aunque era un día brillante y penetraba por las ventanas más luz solar de lo que era normal, Malcolm quiso asegurarse de que Foxworth Hall estuviera alegre y acogedor, de modo que había ordenado que se colocaran y se encendieran las velas de las cinco gradas de las cuatro arañas de oro y cristal.
La habitación resplandecía; pero mi nerviosismo me sofocaba tanto el rostro, que era como si descendiera a un pozo de fuego. Respiraba de un modo tan acelerado que tuve que pararme para recuperar el aliento. Me temblaban las piernas y, por un momento, los pies se me pegaron a los peldaños de la escalera. Pensé que no podría seguir, y me agarré con fuerza a la barandilla. Los ojos se me llenaron de lágrimas. Veía confusa las luces de las lámparas y de las velas, que al reflejarse sobre la gran fuente de cristal y en el cuenco de plata que había en el centro del vestíbulo, esparcía su pálido fluido ambarino, formaban unos hilillos de plata que daban la impresión de una telaraña de luz que se extendía de un extremo a otro de la pieza. Los espejos reproducían la luz de las tazas y las bandejas de plata y la irradiaban para que destellara en los pálidos marcos de las sillas y los sofás alineados a lo largo de las paredes.
Conseguí dominarme y continué bajando.
—Ésta ha de ser una ocasión festiva —oí que Malcolm ordenaba a los sirvientes—. Procurad que todo el mundo se sienta a gusto y tranquilo. Vigilad los platos y las copas vacías. Recogedlos y retiradlos en seguida. Circulad sin pausa con el caviar, los canapés y los petit fours. Que cuando los invitados sientan el menor deseo, ya os encuentren a su lado ofreciéndolos y, sobre todo, no dejéis de sonreír cuando sirváis, mostrando siempre una actitud solícita, a punto de ofrecer cualquier ayuda. Y no os olvidéis de las servilletas. ¿Lo oís? No quiero que la gente vaya buscando un lugar donde limpiarse los dedos.
Malcolm vio que yo bajaba la escalera.
—Ah, Olivia, estás ahí —dijo, y percibí que por su cara pasaba una fugaz expresión desilusionada—. Ven conmigo, saludaremos a nuestros invitados en la entrada, justo después que Lucas los anuncie.
Enlacé mi brazo con el de Malcolm, sintiéndome nerviosa y tensa, pero haciendo lo posible por disimularlo. Malcolm parecía notablemente frío y tranquilo, como si hiciera ese tipo de cosas todos los días. Estaba atractivo, controlado, resplandeciente. Yo confiaba que cogida a su brazo tuviera el mismo aspecto.
Sonó el timbre. ¡Habían llegado los primeros invitados!
—Mr. y Mrs. Patterson —anunció Lucas.
Mr. Patterson era un hombre bajo, rollizo con rubor en las mejillas. Mrs. Patterson, por el contrario, era delicada, delgada, envuelta en encajes y con un vestido que le cubría escasamente las rodillas. Llevaba el cabello suelto en rizos, rodeados por una atrevida cinta enjoyada. Ignoraba que la gente llevase ahora ese tipo de atuendo. Sólo lo había contemplado en las revistas de modas.
—Tengo el gusto de presentarles a mi esposa —dijo Malcolm.
Cuando me moví para saludar a Mrs. Patterson, vi que su mirada se alzaba hasta lo alto de mi cabeza y bajaba luego hasta mis pies. Después, subía de nuevo, esta vez hacia Malcolm, y se quedaba fija en los ojos azules de mi marido mientras en sus labios se formaba una irónica sonrisa.
Mr. Patterson rompió la tensión agarrándome la mano calurosamente y diciéndome:
—Olivia, bienvenida a Virginia. Espero que Malcolm le muestre todos los placeres de nuestra hospitalidad.
Mrs. Patterson, apartando al fin sus ojos de los de Malcolm, me miró y suspiró:
—Vaya.
El resto de los invitados fueron llegando uno tras otro y la fiesta muy pronto estuvo en su apogeo.
Los hombres fueron correctos y agradables; me sorprendió ver que todas las mujeres llevaban vestidos como sacos que terminaban justo debajo de la rodilla, o incluso encima, y que no tenían cintura y llevaban cinturón a la altura de la cadera. Los tejidos eran de tonos pálidos: crema, beige, blanco y suaves tonos pastel. Pensé que se parecían más a niñas pequeñas que a mujeres dignas. Los accesorios de gran tamaño, enormes flores artificiales de seda y terciopelo, así como pesados collares de cuentas, ponían de relieve su constitución menuda y aumentaban su apariencia infantil.
Junto a ellas yo era una auténtica giganta. Gulliver en Liliput, la tierra de la gente diminuta. Cada gesto, cada movimiento que yo hacía parecían exagerados. No había ninguna mujer a la que no tuviera que mirar desde arriba, y casi todos los hombres eran más bajos que yo.
Debo decir que aquella multitud estaba extraordinariamente alegre. Cualesquiera que fuesen sus inhibiciones, quedaron en seguida olvidadas cuando pasaron de las fuentes de ponche a las bandejas de comida. El ruido de las charlas y las risas crecían por momentos. Cuando Malcolm pensó que debíamos comenzar a circular entre nuestros invitados, el foyer resonaba con risas y las conversaciones en voz alta. Jamás había visto una reunión con gente tan animada.
Mi primera reacción fue sentirme feliz por ello; parecía que mi recepción había comenzado de modo maravilloso, pero a medida que pasábamos entre los invitados, mi entusiasmo fue decayendo, pues, observar a aquellas personas alegres, despreocupadas, sorprendentes y caprichosas, percibí en el ambiente que, entre ellas y yo, existía una barrera de frialdad.
Las mujeres formaron pequeños grupos y algunas fumaban cigarrillos que colocaban en largas boquillas de marfil. Todas parecían muy sofisticadas y mundanas. Sin embargo, en cuanto yo me unía a cualquiera de los grupos, cortaban el hilo de su conversación y me miraban como si yo fuese una intrusa.
Hicieron que me sintiera, en mi propia fiesta, como un comensal no invitado.
Me preguntaron si me gustaba vivir en Virginia, y en especial, si me agradaba vivir en Foxworth Hall. Intenté responder de modo inteligente, pero la mayoría de ellos parecía que se impacientaban con mis palabras, como si no les importara mi opinión, o como si no esperasen que meditara lo que decía.
Apenas yo terminaba de hablar, volvían a su conversación sobre modas. No tenía ni idea de algunas de las cosas acerca de las que hablaban.
—¿Puedes imaginarte en una de esas blusas middy? —me preguntó Tamara Livingston, cuyo marido era propietario y dirigía el mayor aserradero de Charlottesville.
—Pues…, la verdad es que no estoy muy segura de cómo son —respondí.
El grupo me miró y después prosiguieron su conversación como si no estuviera allí. Tan pronto como me alejé, soltaron carcajadas.
Estas mujeres son unas bobas, pensé. Solamente sabían hablar de lo que estaba de moda o de cómo iban a decorar sus casas. Ninguna de ellas hablaba de política o de negocios, y en sus conversaciones jamás oí mencionar libro alguno. A medida que la fiesta avanzaba, me parecían cada vez más estúpidas, con sus risas y malicias, coqueteando con sus largas pestañas, sus hombros y sus manos.
Esperaba que Malcolm se sintiera ofendido por aquella falta de decoro a medida que pasaba el tiempo; pero cada vez que le busqué le vi en pie, en medio de algún grupo de esas mujeres, riendo, permitiendo que ellas le pusieran las manos encima, permitiéndoles que le rozaran y le mimasen sugestivamente.
Me hallaba sorprendida. Ésas eran las mujeres que él despreciaba, de tipo frívolo y vano, sin pizca de autorrespeto. Pero allí estaba, apresurándose a llevar un vaso de ponche a ésta o aquélla o dando un petit four a una mujer que le permitió que introdujera el pastelito entre sus labios. Una llegó a lamer las migajas de las puntas de los dedos de Malcolm.
Cuando oí que Amanda Biddens, la esposa de uno de los socios de Malcolm, le decía: «Simplemente, tengo que ver tu biblioteca, Malcolm. Quiero conocer el lugar donde te sientas y sueñas todos esos planes para ganar millones», quedé aterrada al ver que él la cogía del brazo y juntos cruzaban las pesadas dobles puertas. Me sentí como si me hubieran abofeteado en público. Me ardían las mejillas y se me llenaron los ojos de lágrimas. Necesité de todas mis fuerzas para no seguirles y quedarme quieta, digna y serena, deambulando entre los asistentes, dando órdenes a los criados de cuando en cuando, pero bebiendo y comiendo muy poco yo. Nadie procuró tener una conversación larga conmigo. Algunos hombres me preguntaron acerca de los negocios de mi padre, pero cuando comencé a darles respuestas detalladas parecían aburrirse.
Al fin, comencé a escuchar comentarios sobre mí. Quienes estaban hablando no se dieron cuenta de que yo podía oírles, o no les importó que lo hiciera.
Una mujer preguntó por qué motivo Malcolm Neal Foxworth, un hombre con semejante atractivo y rico, tenía que cargar con una mujer tan alta y tan fea, severa y yanqui.
—Conociendo a Malcolm —repuso otra—, tiene que ver algo con los negocios.
Por el modo en que los demás hablaban suavemente y me miraban, a medida que la fiesta avanzaba, pude comprobar que yo me había convertido en el tema de observaciones burlonas. Incluso capté críticas sobre mi vestido. Aquella mujer dijo que tenía el aspecto de haber salido de un museo.
—A lo mejor es una estatua a la que se ha infundido vida —replicó otra.
—¿Tú llamas «vida» a eso?
Y no paraban de reír. Busqué esperanzada a Malcolm.
Pero no se le veía en parte alguna. Surgió entonces Mr. Patterson, no sé de dónde, y me cogió del brazo.
—Vamos a buscar a su marido para que me ayude a acompañar a Mrs. Patterson hasta el coche. Creo que mi esposa se ha excedido en la bebida.
Y antes de que pudiera detenerle, abrió de golpe las Puertas de la biblioteca. Quedé sorprendida al encontrar a Malcolm sentado detrás de su escritorio y a Amanda Biddens acomodada en la superficie de ébano. Malcolm sonreía como un bobo. Tenía el pelo alborotado, y la corbata torcida.
—Olivia —exclamó—, ven a conocer a Amanda. Amanda apoyó la cabeza sobre el codo y alzó su mirada hacia mí.
—¿No te acuerdas, Malc? —susurró—. Yo he sido presentada a tu novia.
Yo estaba temblando de rabia y de humillación, pero Mr. Patterson intervino:
—Malcolm, amigo, necesito otra vez un poco de ayuda con mi costilla —dijo con intención.
Malcolm se levantó, muy alegre, y sin dedicarme siquiera una mirada, siguió a Mr. Patterson y ambos salieron. A través de una ventana pude ver a ambos alzando a Mrs. Patterson y haciéndola entrar en el auto conducido por un chófer, exponiendo en el proceso toda una pierna hasta el portaligas. Iba descalza. Malcolm recogió sus zapatos en la avenida Y los arrojó dentro del vehículo. Amanda, observándoles junto a mí, me dijo burlona:
—Su marido siempre ha estado a punto para una dama en apuros. Me alegra ver que el matrimonio no le ha cambiado.
Me alegré cuando la fiesta comenzó a declinar. Los invitados nos buscaban para despedirse y desearnos buena suerte. Malcolm se había colocado otra vez a mi lado. Volvía a ser como de costumbre. Y asumió un aire digno. Yo sabía que las mujeres que prometían venir a verme nunca lo harían, pero no me importaba en absoluto.
Cuando se hubo marchado la última pareja, yo estaba agotada, herida y humillada, mas, por fortuna, todo había terminado. Le dije a Malcolm que me hallaba cansada y que me iba a mi dormitorio.
—Ha sido una fiesta bastante agradable, ¿no crees? —me preguntó.
—La verdad es que los invitados no me han causado muy buena impresión, en especial las mujeres —le respondí—. Aunque he visto que contigo han sido distintas.
Me miró con expresión sorprendida mientras yo daba media vuelta y subía por la escalinata. Me sentía derrotada y herida. Malcolm no debió ir a la biblioteca con aquella mujer lasciva, abandonándome en medio de semejante multitud de víboras. Si la sociedad de Virginia era aquélla, francamente me alegraba de que no me aceptasen.
Sin embargo no podía dejar de pensar en el modo de moverse de algunas de aquellas mujeres, la libertad que parecían disfrutar, la confianza que tenían en su aspecto y atractivo, y en su manera de mirar a los hombres que había en la fiesta. Ninguno me miró de aquella manera, con ojos llenos de admiración y anhelo.
Mi agotamiento no era tanto físico como mental y emocional. Cuando me deslicé entre las sábanas y apoyé la cabeza en la almohada, sentí ganas de llorar. La recepción que yo había esperado me otorgaría el respeto que ansiaba, había resultado justo lo contrario. ¿Cómo podía ahora presentarme en parte alguna después del modo que se había comportado Malcolm en su propia fiesta de casamiento? Me abracé a la almohada, buscando consuelo y caí en un sueño atormentado. Me perseguían demonios disfrazados de jovencitas, por lo que no conseguía dormir más que unos minutos, y mis lágrimas no cesaban de brotar hasta que rompí en sollozos. Al fin el llanto me agotó y quedé dormida.
Poco antes de la madrugada oí el crujido de la puerta y, cuando abrí los ojos, vi a Malcolm Neal Foxworth, desnudo a la luz de la luna, su virilidad alzándose dominante sobre mí.
—Quiero un hijo —explicó.
Me estremecí y lo miré furiosa; pero no respondí ni una palabra.
—Has de concentrarte en lo que estás a punto de hacer, Olivia —me dijo mientras se metía en la cama—. De este modo tendremos más posibilidades de éxito.
* * *
Separó las ropas de la cama y se me acercó. Me asustó su intensidad y su decisión. Una vez más, no mostró ternura ni cariño.
Yo me volví hacia él, esperando un beso, ansiando alguna palabra dulce, pero su cara tenía una gravedad pétrea, y sus ojos azules se mostraban extraños e inexpresivos. Era como si los hubiera cerrado y solamente viese lo que había detrás de ellos. ¿Qué vería Malcolm mientras procedía conmigo? ¿Pensaría en Amanda Biddens? ¿En su madre? ¿En alguna otra persona? ¿Estaba acaso haciendo el amor a una mujer soñada? ¿Escuchaba en su mente palabras de pasión? No era justo.
Volví a apoyar la cabeza en la almohada y desvié mi cara de la suya. Mi cuerpo temblaba y se estremecía. Cuando sentí fluir su semilla le miré a los ojos perdidos y casi me pareció oír cómo le ordenaba que encontrase su destino.
Después se desplomó sobre mí como un corredor de maratón agotado, pero sentí agradecimiento por la manera en que se pegó a mi cuerpo. Al menos en aquello había calor.
—Bien. —Se separó de mí, se puso la bata y se contempló en el espejo como si su imagen le felicitara; al parecer, vi algo muy agradable en su propia sonrisa satisfecha y me sonrió—. Confío, Olivia —dijo—, que seas tan fértil como he esperado que fueses.
—No se puede mandar en la Naturaleza, Malcolm. La Naturaleza no es ni tu sirvienta ni la mía.
—Quiero un hijo —repitió—. Me he casado contigo. Porque tú eres la clase de mujer formal que conviene como ama de una gran casa; pero también porque tienes un buen cuerpo que puede darme los hijos que quiero.
Lo miré, incapaz de responder. Había dureza en sus ojos; era un extraño para mí.
Sabía que todo lo que me había dicho era que una mujer tenía que ser una buena esposa, una buena organizadora del hogar de su marido, una mujer sensata en quien se pudiera confiar, y, naturalmente que alumbrara y criara hijos sanos; pero en todo eso faltaba algo todavía más importante, que era el amor.
Viviría en esta enorme mansión y tendría todo lo que una mujer pudiera desear en el terreno material. La gente que viviese por debajo de mi nivel se sentiría envidiosa cada vez que me vieran descender por la colina; pero ¿podía crecer algo hermoso y fuerte en Foxworth Hall si no había cariño que lo nutriera? Pensé en todas las sombras, todos los rincones oscuros y húmedos, los pasillos débilmente iluminados, las habitaciones frías y cerradas, ese ático polvoriento y sombrío lleno de un pasado muerto, y me estremecí.
—Malcolm, la primera vez que me viste, cuando me hiciste la corte, debían existir unos sentimientos muy fuertes, unos sentimientos que…
—Por favor —pidió—, no me nombres los sentimientos. No quiero oír hablar de campanas que suenan y el mundo se vuelve color de rosa. Las cartas de mi madre están rebosantes de referencias estúpidas como ésas.
—¿Cartas?
—Ella escribía a mi padre mientras estuvieron comprometidos.
—¿Dónde se hallan sus cartas?
—Las quemé, las convertí en humo, porque eran humo. Mañana tendré un día muy ocupado, Olivia —dijo, con el claro deseo de cambiar de tema—. Que duermas bien.
Y después de eso salió de mi dormitorio. Detrás de él dejó un profundo silencio mortal, semejante al que reina antes de una gran tormenta. Incluso sus pasos haciendo eco por el pasillo resonaban a kilómetros de distancia. Me serené y me senté en la cama.
No era extraño que me aglutinara con los sirvientes desde el primer día, cuando llegamos a Foxworth Hall. En su mente yo había sido contratada para desempeñar un papel, cumplir con un número determinado de funciones, igual que un criado. No era de extrañar que cuando habló de tener un hijo sus palabras parecieran una orden.