IV. Los fantasmas del pasado

Esa noche lloré sola en mi cama. Aunque creía saber ya lo que Malcolm deseaba, todo se hacía confuso en mi mente. Su madre le había abandonado cuando él tenía cinco años. Ella no había muerto y estaba más viva que nunca en la mente de Malcolm. Las sombras de la noche se burlaban de mí. De modo que querías saber, me susurraban, ahora ya sabes. Mi verdadera educación en cuanto a mi esposo, había comenzado. No era por mi dulzura por lo que me había querido; era por mi severidad. Malcolm no había deseado la misteriosa gracia mágica femenina, lo que buscaba era una mujer sólida y eficiente como yo era. Nunca sería para Malcolm una de esas emocionantes flores primaverales. No, yo sería como un lirio resistente que sobrevivía a las heladas, la flor más alta del jardín, fuerte, orgullosa y desafiante incluso ante el más gélido viento invernal. Eso era lo que Malcolm había visto en mí. Y eso sería yo. Con aquella decisión me consolé y caí en un sueño inquieto.

Al día siguiente, me desperté temprano y bajé despacio la escalera. Los latidos de mi corazón me aturdían tanto que tuve que agarrarme a la barandilla y detenerme. Cerré los ojos, aspiré profundamente y continué hasta el comedor. Malcolm estaba ante un extremo de la mesa, tomando su desayuno como si nada hubiera sucedido entre nosotros.

—Buenos días, Olivia —me dijo fríamente—. Ya te han preparado tu puesto.

Todos mis temores se habían materializado. Mi lugar estaba al extremo opuesto de la larga mesa. Intenté atrapar su mirada mientras me sentaba; traté de adivinar lo que estaba pasando. Pero no pude penetrar detrás de su fachada. Todo lo que podía esperar era que Malcolm se hubiera perdido el día anterior en el dormitorio de su madre, y que él, como yo, confiara en que aquello fuese algo que quedase relegado al pasado y que ahora construyéramos juntos nuestro futuro, un futuro que yo sabía que sería práctico y repleto de riqueza material, un futuro en el que no habría nada de la frivolidad que a mí me había asombrado tanto como a Malcolm lo había herido.

Apreté los labios y me senté.

—Olivia —me dijo, y noté que había bondad en su voz—. Ha llegado la hora de celebrar nuestro enlace. Mañana por la noche daremos una fiesta. Mrs. Steiner ya ha hecho todos los preparativos y ha invitado a todas las personas importantes de la zona. Estarás orgullosa de mí, esposa mía, y espero que tú también hagas que me sienta orgulloso de tu aspecto.

Estaba emocionada. Parecía claro que él había decidido olvidar lo sucedido la víspera y comenzar de nuevo nuestro matrimonio con una celebración.

—Oh, Malcolm, ¿puedo ayudar en algo?

—No será necesario, Olivia. Todo está ya dispuesto para mañana por la noche, y como te he dicho, Mrs. Steiner se ha cuidado de lo necesario. Mi familia ha sido siempre conocida por dar las fiestas más elegantes y más lujosas, y esta vez tengo intención de superarme. Pues, como ya sabes, Olivia, tengo grandes planes y naturalmente tú formas parte de ellos. Muy pronto seré el hombre más rico del Condado, y después, quizás, el hombre más rico de los Estados Unidos. Mis fiestas siempre reflejan mi status en la sociedad.

Casi no pude comer. Deseaba causar la mejor impresión posible en los amigos y los colegas de Malcolm; pero lo único que podía pensar era que no tenía ningún vestido que fuese lo bastante bello para la ocasión. Mientras Mrs. Steiner me servía el café, yo veía mi guardarropa flotando ante mis ojos: los vestidos grises allí colgados, los cuellos altos con botones, las Prácticas blusas. En el momento en que se llevaron mi plato corrí a mi habitación y rápidamente busqué en el armario, que los sirvientes habían ordenado tan minuciosamente el día antes. Encontré el traje azul que había usado la noche que conocí a Malcolm. Si entonces le había impresionado, seguramente impresionaría también ahora a todo el mundo. Me sentí satisfecha porque el vestido reflejaba todo lo que Malcolm quería en una esposa, una mujer orgullosa, conservadora, educada, Y, por encima de todo, la compañera que convenía para Malcolm Foxworth.

* * *

Aquella tarde la casa estaba agitada por los preparativos de la fiesta. Puesto que Malcolm había dicho con toda claridad que mi ayuda no era necesaria, consideré que debía quedarme a un lado y no estorbar. Aprecié de verdad que Malcolm insistiera en que tuviera el día para mí, ya que la fiesta era en mi honor. Dudé en continuar mis exploraciones de Foxworth Hall, temerosa de lo que pudiera encontrar acechando en las sombras. Pero ya había comenzado y ¿no era mejor conocer toda la verdad y no solamente una parte? Ahora, más que nunca, estaba decidida a saber de la gente que había vivido allí. Mientras recorría el pasillo del ala norte conté catorce habitaciones. Malcolm me había dicho que eran las de su padre. Aquellos pasillos estaban más oscuros y fríos que el resto de la casa.

Llegué ante una puerta que se hallaba un poco entreabierta. Comprobé que nadie estuviera observándome y la abrí. Daba a un dormitorio de gran tamaño, y la primera impresión que me produjo fue que estaba abarrotada de muebles. Aquella habitación situada tan lejos del eje de vida de la casa, parecía destinada a ocultar a alguien; además, a diferencia de las otras piezas del ala norte, con excepción del dormitorio de su padre, ésta disponía de su propio cuarto de baño. Podía imaginar a Malcolm condenando a uno de sus primos menos populares a permanecer allí.

El mobiliario consistía en dos camas dobles, una cómoda alta, un gran armario, dos sillas tapizadas y un tocador, con su propia sillita, entre las dos ventanas frontales cubiertas con pesadas cortinas; había también una mesa de ébano con cuatro sillas y otra mesa más pequeña con una lámpara. Me sorprendió que debajo de todo aquel mobiliario pesado y oscuro se extendiera una alegre alfombra oriental con fleco dorado.

¿Se habría destinado acaso esta habitación a ser una especie de escondrijo, quizás un refugio para Corinne? Resultaba francamente intrigante. Me adentré en la estancia y descubrí otra puerta más pequeña al fondo del armario. La abrí y rasgué las espesas telarañas que habían sido tejidas sin trabas durante bastante tiempo. Cuando el polvo se hubo asentado ante mí, vi una pequeña escalera y pensé que debía conducir al ático.

Vacilé. Los áticos como éste poseían algo más que un sentido histórico. Tenían misterio. Los rostros en los retratos eran fáciles de leer. A nadie le preocupaba si uno hallaba parecidos, y cuando preguntase acerca de los antepasados, Malcolm se limitaría a relatarme los hechos, los detalles y las historias que quisiera contar.

Resultaba evidente que, en un ático disimulado detrás de una puertecita oculta por un armario debía haber enterrados unos secretos familiares que era mejor no desentrañar. ¿Quería continuar? Durante unos momentos, escuché los ruidos de la casa. Desde allí era imposible percibir nada de lo que ocurría abajo.

En el momento en que di mi primer paso adelante y quebré los pegajosos hilos obra de las arañas guardianas de la escalera, presentí que era demasiado tarde para retroceder. Se había roto un hechizo de silencio. Iba a subir.

Jamás había visto ni imaginado un ático tan grande como aquél. A través de la nubecilla de partículas de polvo que danzaban en la luz que entraba por las cuatro ventanas de buhardilla que se abrían en la parte frontal, observé las paredes del fondo. Tenían un aspecto tan distante, que parecían vagas, desenfocadas. El aire se hallaba viciado; tenía el olor rancio de las Cosas abandonadas durante años, ya en las fases iniciales de descomposición.

Los anchos tablones del pavimento crujieron un poco bajo mis pies cuando avancé despacio, midiendo con cuidado cada uno de mis pasos. Algunas tablas parecían húmedas y quizás estuviesen deterioradas hasta el punto de poder partirse bajo mi peso.

Oí una pequeña agitación a mi derecha y descubrí algunos ratones campestres que debían haber encontrado camino hasta lo que para ellos sería el cielo.

Observando a mi alrededor, me di cuenta de que en el ático había almacenado el mobiliario suficiente para amueblar varias viviendas. Eran muebles oscuros, macizos, deprimentes. Las sillas y mesas que no estaban cubiertas parecían airadas, traicionadas. Casi podía oírlas decir: «¿Por qué nos habéis Abandonado aquí, condenadas a la inutilidad? Seguramente habrá algún lugar para nosotras, abajo, si no en esta casa en alguna otra». ¿Por qué Malcolm y su padre habían guardado todo aquello? ¿Les gustaba acaso acumular? ¿Podían estas piezas convertirse algún día en antigüedades valiosas?

Todo lo que poseía valor se había protegido bajo sábanas sobre las cuales se acumulaba el polvo convirtiendo la tela blanca en gris sucio. Las formas debajo de las sábanas parecían fantasmas dormidos. Sentí miedo de tocar o rozar alguno temiendo que se despertara y flotase contra el techo del ático. Incluso me paré para escuchar, creyendo que había oído susurros detrás de mí; pero cuando me volví no descubrí nada, no existía ningún movimiento ni se había producido ruido alguno.

Por unos instantes deseé que hubiera voces, ya que habrían sido las del pasado de Malcolm y lo que hubieran dicho habría sido muy revelador. Todos los secretos de Foxworth Hall se hallaban refugiados aquí arriba. Estaba segura de ello y fue esa seguridad la que me impulsó a examinar las hileras de baúles forrados de cuero con pesadas cerraduras y cantones de latón. Se alineaban a lo largo de toda una pared, y algunos todavía llevaban las etiquetas de los viajes a lugares distantes. Quizás uno o dos de esos baúles habían sido usados para transportar las ropas de Garland, el padre de Malcolm, y de Corinne cuando se fueron a pasar su luna de miel.

Junto a la pared del fondo, había unos armarios gigantescos formando sobria hilera. Tenían aspecto de centinelas. Abrí los cajones de uno de ellos y me encontré con uniformes tanto de la Unión como de la Confederación. Teniendo en cuenta la situación geográfica de esta zona de Virginia, me pareció lógico que los miembros de la familia Foxworth tomasen distintos caminos e incluso que luchasen unos contra otros en las batallas. Imaginé a los hijos Foxworth, tan testarudos y decididos como Malcolm, impulsivos y airados, lanzándose maldiciones mutuamente cuando unos se unían a la causa del Norte, y otros se incorporaban al bando del Sur. Seguramente aquéllos que comprendieron el valor y la importancia de la industrialización y los negocios se marcharon al Norte. Malcolm habría sido uno de ellos.

Guardé de nuevo los uniformes y examiné varios vestidos antiguos, como los que mi madre solía llevar. Había una camisa con volantes para llevar encima de pantaloncitos, y docenas de enaguas de fantasía sobre los aros de alambre. Todas embellecidas con volantitos, encajes y bordados, con cintas de raso y de satén. ¿Cómo podía ser que cosas tan bellas quedaran arrinconadas y olvidadas?

Volví a guardar la camisa y crucé al otro lado para inspeccionar un montón de libros viejos. Había grandes volúmenes oscurecidos con las páginas amarillentas, cuyos extremos se desmoronaron cuando abrí las tapas. Junto a ellos se encontraban maniquíes de costura, de todas las formas y tamaños, y jaulas para pájaros, así como los correspondientes soportes. ¡Qué maravilloso!, pensé. Bajaría estas jaulas y haría revivir la música de los pájaros. Eso animaría Foxworth Hall. Di unas palmadas para sacudirme el polvo y me dirigía hacia la escalera, cuando una pintura colocada encima de un armario me llamó la atención.

Me acerqué y vi a una linda joven, de unos dieciocho o diecinueve años. Mostraba una leve sonrisa enigmática. Era sorprendentemente bella. Su pecho se curvaba sugestivo dentro de un corpiño adornado con volantes. Quedé fascinada por su sonrisa, que parecía prometerme muchas cosas. De pronto se me ocurrió quién era. ¡Estaba contemplando a la madre de Malcolm! ¡Me hallaba ante Corinne Foxworth! Existía un evidente parecido en los ojos y en la boca.

¿Había subido Malcolm allí el retrato de ella para arrinconarla con el resto de su pasado? Pero en este cuadro había algo todavía más anormal; resplandecía como ninguna otra cosa en la habitación. Todo lo que yo había tocado tenía una capa de polvo encima. Todo dejó manchas en mis dedos. Sin embargo, aquel retrato estaba limpio, era claro, lo habían limpiado hacía poco. Ocurría lo mismo en su habitación. Parecía que todo lo que había sido de Corinne se mantenía sin mácula, brillante y cuidado. ¿Quién en esta casa estaba conservando con mano tan amorosa a Corinne Foxworth? No podía ser el padre de Malcolm, pues se encontraba en Europa. ¿Los criados? O…, ¿sería el propio Malcolm? ¿Cuántas cosas de las que se aglomeraban aquí habían pertenecido a su madre? Era seguro que le atormentaban. Debió de llevarlas al ático para apartarlas de su vista y para que no reavivaran sus recuerdos infantiles. Sin embargo, al igual que la habitación del cisne, le atraían.

Había subido allí esperando hallar respuestas y me había encontrado con más enigmas y misterios. Con sumo cuidado, dejé el retrato y me dirigía ya a la escalera cuando descubrí una segunda escalera hacia un cuartito separado del conjunto. Parecía un aula escolar porque tenía cinco pupitres delante de una gran mesa. Tres paredes estaban cubiertas por pizarras, sobre unos estantes llenos de viejos libros descoloridos y polvorientos.

Me acerqué a la mesa central y observé que había marcas de nombres y fechas: Jonathan, de once años, 1864 y Adelaide, de nueve años, 1879. En los rincones se encontraban dos estufas de leña o carbón. No se trataba de un simple cuarto de juegos; había sido un aula de verdad y sería fácil acondicionarla para que volviese a serlo. ¿Era tradición en la familia Foxworth que los niños recibieran una temprana educación?

Los niños Foxworth, ricos, especiales, disponiendo de un tutor recibían educación en el ático de Foxworth Hall, lo bastante lejos de los adultos para no molestarles. Incluso podían jugar allí arriba en los días lluviosos, pensé al observar el pequeño caballo balancín. ¿Cuántas horas de su niñez habría pasado Malcolm allí arriba?

Me acerqué a una de las ventanas y miré hacia fuera, hacia lo que hubiera podido ver él, pero solamente vi un negro tejado de pizarra avanzado en forma de abanico debajo de las ventanas de modo que impedía ver el suelo. Más allá de los tejados se vislumbraban las copas de los árboles. Tras ellos, aparecían las cimas de las montañas circundantes envueltas en una neblina azulada. No era el tipo de panorama que hubiera distraído a ningún niño.

En cierto modo, pensé, volviendo a examinar el gran desván, estos niños estaban aquí prisioneros. Me estremecí, acordándome de cuando mi madre me encerró en un armario porque había dejado barro en la alfombra de su dormitorio. Aunque la puerta no estaba cerrada con llave, me prohibió que la abriese. Me dijo que si lo hacía me tendría allí dentro mucho más tiempo, de modo que, aunque me aterraba la espantosa oscuridad y me angustiaba el pequeño espacio a mi alrededor, sollocé en silencio y aparté mis dedos de la puerta del armario.

Aquella evocación se pegó como engrudo a mis dedos. No pude desprenderme de ella mientras estuve en el ático, de modo que me apresuré a ir a la escalera del frente que observé tenía mucha más claridad que la del fondo. Aquí no había telarañas. Bajé los peldaños y abandoné la oscura, polvorienta y alargada habitación dejando detrás de mí sus secretos y sus misterios intactos todavía.

A duras penas había arañado la superficie de lo que eran los Foxworth, y allí estaba yo, formando parte de ellos.

* * *

Aquella noche, cuando Malcolm me preguntó cómo había pasado el día, no me atreví a revelarle que había encontrado el retrato de su madre en el ático, aunque sí le dije que había descubierto una habitación al final del ala norte.

—Hace muchos años había algunos primos que resultaban molestos para los Foxworth —me explicó—, y fueron alojados allí durante algún tiempo.

—Parecía un lugar donde alguien pudiera ocultarse del mundo —comenté.

Malcolm gruñó, sin ganas de contarme nada más de los primos ni de por qué estaban viviendo allí. Cuando le dije que había subido al ático y que quería bajar las jaulas de pájaros encontradas en él, Malcolm más bien se contrarió.

—Mi madre tenía jaulas por todas partes —dijo—. A veces esto parecía un aviario. Déjalas donde están. Piensa en que puedes ocuparte de cosas más dignas cuando reformes la decoración de la casa.

No pensaba discutir nada que se refiriera a la madre de Malcolm. Hablamos un poco sobre Charlottesville, y me describió sus oficinas y por qué estaba ocupado. Culpó a su padre de algunos deslices y por haber tomado decisiones erróneas justo antes de iniciar sus viajes y comenzar una especie de medio tiro. Pero después retornó a un tema más alegre.

—Hoy he realizado una operación bastante afortunada en la Bolsa. He comprado mil acciones a veinticuatro y, a última hora de la tarde, habían subido a cincuenta. Una jugada brillante, si me permites que lo diga. ¿Sabes mucho sobre la Bolsa, Olivia?

—No demasiado —repuse—. Por supuesto, llevé las cuentas de las inversiones de mi padre, pero no debía aconsejarle respecto a dónde le convenía colocar su dinero.

—Por eso deberías reconsiderar lo que harás con tu propia fortuna, Olivia. En mis manos podría desarrollarse, aumentar, crecer como es debido.

—¿Debemos hablar esta noche de eso, Malcolm? Hay tantas cosas a las que debo acostumbrarme…

Sus ojos se nublaron, y cogió el vaso de agua vaciando todo el contenido de un trago.

—Claro que sí, querida mía. Tengo que marcharme ya. He de atender algunos asuntos. Pero no vendré tarde. Volveré justo después de que te hayas retirado. —Y para asegurarse de que lo que decía quedaba claro, añadió—: Olivia, no te molestes en esperarme despierta.