III. El patito feo y el cisne

Me desperté cuando algo brillante llegó a mis ojos. Medio dormida pensé que sería la luz del amor brillando en los ojos de Malcolm, pero al abrir los míos me di cuenta de que se trataba simplemente del resplandor del sol. A mi lado, la cama estaba fría y vacía.

Malcolm no había venido a mi dormitorio durante la noche. Las lágrimas acudieron a mis ojos. Era una mujer casada. ¿Cuándo yacería bajo la luz del amor? Todos mis sueños, de floración reciente, se marchitaron como si un viento invernal los hubiera golpeado. ¿Quién era mi marido? ¿Quién era yo ahora? Me acerqué titubeante a la ventana y abrí las cortinas de satén. La luz del sol se esparció por la habitación.

Justo en aquel momento oí que unos nudillos golpeaban suavemente mi puerta.

—¿Quién es? —pregunté, intentando parecer alegre y animada; pero no sirvió de nada, pues mi voz temblaba y titubeaba.

—Buenos días, Mrs. Foxworth. Confío que haya dormido bien.

Era Mrs. Steiner. Y antes de que yo pudiera decir nada había abierto la puerta de par en par y estaba allí de pie, observándome. En sus labios vacilaba una sonrisa de desaprobación.

—¿Se ha levantado ya Mr. Foxworth? —me apresuré a preguntarle.

—Oh, sí, ma’am. Hace un buen rato. Ya ha salido de la casa.

Durante un momento me quedé mirándola. ¿Salido de la casa? Tuve que contener las lágrimas. ¿No tenía Malcolm intención de pasar conmigo el primer día de casados? ¿Se habría detenido en mi habitación, me habría visto dormida y se habría marchado acaso? ¿Por qué no se acercó a mí?

Me sentí como un invitado y no como una recién casada. ¿Tendrían los sirvientes esa misma sensación? ¿Sería por eso por lo que Mrs. Steiner tenía en su cara aquella expresión fría y desaprobadora?

—¿Ha dejado Mr. Foxworth algún recado para mí? —pregunté.

Me molestaba tener que interrogar a un sirviente si tenía alguna comunicación de mi marido. Lo menos que él hubiera podido hacer era escribir una nota cariñosa y dejarla a mi lado, en la cama. Eso me habría gustado. En esta habitación tan sólo existía yo. El fuego se había extinguido junto con mis esperanzas y sueños. Sentía el corazón como un carbón apagado. La noche anterior ardía con la llama de la esperanza. Hoy estaba cubierto de cenizas. Ante mis criados, mostraría fortaleza y eficiencia.

Con una breve inclinación, Mrs. Steiner replicó:

—No, ma’am, no ha dejado ningún recado. ¿Quiere usted que le subamos el desayuno?

—No. Voy a vestirme y bajaré en seguida.

—Muy bien.

Mrs. Steiner se acercó para encender el fuego.

—No es necesario —le dije—. Por las mañanas no suelo mimarme.

—Como usted quiera. ¿Desea usted algo especial para el desayuno, Mrs. Foxworth?

—¿Qué ha desayunado mi marido?

—Mr. Foxworth hace un desayuno muy ligero.

—Yo también —respondí.

Mrs. Steiner asintió con la cabeza y se retiró apresuradamente.

Aquello no era cierto, por supuesto. Algunas veces despertaba con un hambre feroz y devoraba todo lo que tenía delante. Pero esa mañana no tenía ningún apetito. Oh, no, me sentía hundida, y estaba decidida a encontrar algún medio de mejorar las cosas. En seguida.

Algo iba muy mal. Mi padre me había enseñado que cuando algo iba tan mal existía siempre algún motivo, el cual quedaba siempre oculto. Si uno quería saber la verdad tenía que buscarla.

—Pero recuerda, Olivia —me había advertido—, que cuando buscas entre las sombras para encontrar esa verdad, a menudo descubres cosas más horribles, más penosas de lo que hubieras podido imaginar.

Pero yo era una mujer fuerte. Me habían educado para serlo. Malcolm Foxworth era mi marido y yo descubriría por qué estaba descuidándome la noche de nuestra boda. No podía permitir que mi desilusión hiciera mella en mi inteligencia. Había esperado durante mucho tiempo los besos al despertar, los besos que serían míos. Y las caricias, las palabras susurradas de amor y ternura. Era merecedora de todo ello y no iba a renunciar con tanta facilidad.

Cuando me levanté y me vi con el camisón revelador que debía producir tanto placer a Malcolm, experimenté una gran vergüenza, aunque no había nadie más en la habitación. Era como si me hubiera metido dentro de un disfraz para una comedia que no llegó a representarse, y que nunca hubo intención de representar. Me hallé como una boba, me sentí estúpida y enfadada. Me quité el camisón y me vestí con rapidez.

Nunca olvidaré la primera mañana que bajé por aquella escalera. Me detuve en lo alto y contemplé el gran vestíbulo sintiendo el inmenso vacío de aquel lugar. Para mí sería un desafío convertir todo aquello en un hogar, un desafío que yo sabía podía afrontar.

Sin embargo, mientras bajaba la escalera me pareció ser una reina. Mrs. Steiner había hecho comparecer a Mrs. Wilson, la cocinera y a Olsen, el jardinero, así como también a Lucas, para que me saludaran. Mis sirvientes me esperaban abajo, ansiosos y curiosos respecto a su nueva ama. Seguramente aquella mañana mi aspecto era impresionante. Supongo que Mrs. Steiner y Lucas me habrían descrito a los otros. Sin embargo, ninguno de ellos esperaría que Malcolm trajera a casa una novia tan alta. Con mi cabello recogido en lo alto, mis hombros anchos y fuertes, debían pensar que alguna reina del Amazonas estaba descendiendo. En sus ojos vi al mismo tiempo temor e interés.

—Buenos días —saludé—. No crean que todos los días voy a levantarme tan tarde. Como puede confirmarles Mrs. Steiner, hemos llegado a media noche. Por favor, haga las presentaciones Mrs. Steiner —ordené.

Malcolm debía haber estado allí para hacerlo, pensé. Me hallaba segura de que ellos se daban cuenta de lo desilusionada que yo me sentía al respecto.

—Ésta es Mrs. Wilson, la cocinera.

—Bienvenida, Mrs. Foxworth —dijo ella.

Mrs. Wilson, a diferencia de Mrs. Steiner, era una mujer de esqueleto grande, con una altura de por lo menos un metro setenta. Su cabello era grisáceo amarillento y tenía unos grandes ojos inquisitivos de color azul claro. Me pareció ver en ellos una expresión comprensiva, y pensé que Mrs. Wilson me encontraba tal como había esperado. Por lo que Mrs. Steiner me había dicho, Mrs. Wilson había conocido toda su vida a Malcolm y podía prever qué tipo de mujer escogería para llevar a su casa como esposa.

—Éste es Olsen, el jardinero —presentó Mrs. Steiner.

Olsen avanzó un paso, sombrero en mano. Era un hombre voluminoso, de cuello robusto, fornido como un toro. Sus dedos eran gruesos, cortos y pesados, pero tenía brazos fuertes. Me pareció descubrir cierta simpleza infantil en su cara. Aunque sus facciones eran grandes, en sus ojos había dulzura. Parecía un escolar aterrorizado a punto de ser reprendido por su maestro.

—Bu-bu-buenos días, Mrs. Foxworth. —Tartamudeó y bajó la vista rápidamente.

—Buenos días —me volví de nuevo hacia Mrs. Steiner—. Ahora desayunaré. Después comenzaré mi inspección de la casa y los alrededores. Vuelvan a su trabajo y ya les llamaré cuando los necesite.

Sentada a un extremo de aquella larga mesa de roble en la que podían acomodarse veinte invitados, me sentí como una niñita en una silla alta. Aquella casa me abrumaba incluso a mí. Si hablaba demasiado alto la voz resonaba, dando relieve al vacío. Si por lo menos Malcolm estuviera a mi lado yo me sentiría como una esposa de tamaño natural, y no como un gigante ni como una niña.

Después de haberme servido la bandeja, Mrs. Steiner se disculpó y subió para ordenar los dormitorios. No me importó comer sola; lo había hecho a menudo; pero éste era el día siguiente al de mi boda y, según Malcolm, ¡mi luna de miel!

Miré a mi alrededor el enorme comedor. Aunque estaba bien iluminado, a pesar de ello tenía cierto aspecto siniestro. Quizá debía cambiarse el papel de la pared. Aquellas cortinas parecían descoloridas, polvorientas incluso. Estaba convencida de que con mi esfuerzo y refinamiento, con mi fortaleza y decisión, podría convertir aquella casa estéril en un hogar.

Antes de que yo abandonara la mesa, Mrs. Wilson vino de la cocina para preguntarme si tenía órdenes especiales para la comida. De momento, no supe qué responderle. En realidad, desconocía lo que podía gustarle a Malcolm.

—¿Qué suelen servir los miércoles? —le pregunté.

—Los miércoles solemos tener cordero; pero Mr. Foxworth dijo que a partir de ahora debía planear los menús con usted.

—Sí; pero de momento, continúe con el menú actual, por favor. A medida que pase el tiempo haremos los cambios convenientes.

Ella asintió y en sus ojos volvió a esbozarse aquella media sonrisa. ¿Podía acaso prever todo lo que yo iba a decir? Me relajé.

—Mrs. Wilson, después iré a verla y usted me dirá lo que ha servido hasta ahora, cuáles son las comidas favoritas de Mr. Foxworth, qué es lo que más le gusta, y cuándo quiere comerlo —añadí.

¿A quién estaba engañando? Ella sabía mucho más de mi marido que yo.

—Lo que usted quiera, Mrs. Foxworth —contestó Mrs. Wilson y regresó a la cocina.

Yo empecé mi exploración de Foxworth Hall, sintiéndome como si fuese a visitar un museo, con la única diferencia de que todo lo que había en esta casa podía decirme algo sobre el hombre con quien acababa de casarme. Pensé que habría sido mucho más agradable tener a Malcolm a mi lado, mostrándome las cosas que él quería, describiéndome la historia contenida en ciertas piezas del mobiliario o en los cuadros.

Decidí comenzar con la biblioteca. Era una habitación inmensa, larga, oscura y húmeda. Quizá porque tres de las cuatro paredes se encontraban cubiertas de libros, había en aquel lugar tanta quietud como en un cementerio.

El techo estaba por lo menos a seis metros de altura y los anaqueles casi llegaban hasta arriba. Una delgada escalera portátil de hierro forjado se deslizaba por una guía curvada, situada al nivel del segundo estante, y en la parte superior había un balcón desde el cual podían alcanzarse los volúmenes de las tablas superiores. Jamás había visto tantos libros. Yo era una lectora voraz y aquello me produjo gran complacencia. Naturalmente tenía que pensar que mis responsabilidades actuales no me dejarían mucho tiempo libre para leer. Una revisión rápida de los estantes me descubrió tomos de historia, biografías y clásicos. Era evidente que Malcolm no estaba a la par con los autores populares corrientes.

A la derecha de la puerta de entrada había un enorme escritorio, el más grande que había visto. Detrás de él, se hallaba un sillón giratorio de cuero con respaldo alto. Lo que me causó mayor sorpresa fue la cantidad de teléfonos que aparecían encima de la mesa: ¿Para qué tantos teléfonos? ¿Cuántas conversaciones podía Malcolm sostener al mismo tiempo? Pensé que tenía que estar en contacto con sus varias empresas, como las fábricas de tejidos y otras, y hablar con los abogados y los agentes de Bolsa, pero ¡seis teléfonos!

A la izquierda de la mesa había una hilera de ventanas alargadas y estrechas que daban a un jardín privado, una vista hermosa, colorida y tranquilizadora. Vi a Olsen que arrancaba hierbas. Debió presentirme en la ventana observándole porque se volvió hacia mí e hizo una señal con la cabeza, y volvió a su trabajo, pero lo hizo más aprisa.

Cuando volví a mirar la biblioteca, observé un archivador de ébano oscuro, construido como un mueble elegante. A unos noventa centímetros de separación de la pared, había instalados dos largos sofás de cuero marrón, con suficiente espacio para moverse detrás de ellos. Cerca de la chimenea se encontraban algunos sillones, y en los estantes, esparcidos, diversos objetos de arte.

A pesar del tamaño de las ventanas, la luz del sol era escasa. «Quizá podrían colocarse algunas macetas con flores cerca de los ventanales», pensé. Animarían la habitación.

Entonces vi la puerta al final de la alargada biblioteca. ¿Sería allí dónde Malcolm quería que yo trabajase o me tenía destinada la habitación que hubiera al otro lado de aquella puerta? Naturalmente curiosa, me acerqué a ella y la abrí encontrándome en una pequeña estancia con un escritorio más pequeño y una silla en el centro de la pieza. En una esquina de la mesa había varias carpetas apiladas y, en el centro, tinteros, plumas y bloques de folios.

Las paredes se hallaban desnudas y el papel que las decoraba, en otro tiempo gris claro, se había descolorido siendo de un gris sucio.

¿Habría preparado Malcolm este lugar inhóspito y distante para que yo trabajara en él? Me estremecí y traté de animarme. Aquella habitación era como un anexo, algún lugar en el que guardar cosas, una especie de almacén quizás. Allí podía instalarse un empleado, o algún subalterno con tareas secretariales, pero ¿una esposa que cuidase los asuntos familiares?

Naturalmente tenía que considerar que Malcolm había decidido casarse con cierta precipitación. Todo había sucedido con excesiva rapidez, y era lógico que le hubiese faltado tiempo para acondicionar aquella pieza. Me correspondía a mí hacerlo. Cambiaría aquellas cortinas tristes, de aspecto polvoriento, llenaría la estancia con plantas y flores, pondría en las paredes cuadros de vivos colores, haría instalar una estantería y colocar una alfombra alegre. Había mucho por hacer allí. Y me excitaba pensar en las perspectivas.

Después, naturalmente, podía imaginarme trabajando en aquel despacho, mientras Malcolm llevaba sus importantes asuntos en la biblioteca. Estaríamos cerca el uno del otro. Quizá fuera por eso por lo que él quería que yo trabajase en aquella pequeña habitación. Este pensamiento me alegró.

Cerré la puerta y recorrí de nuevo la biblioteca para decidir qué otra parte de la casa iría a visitar. Mi curiosidad había despertado la noche antes cuando me detuve frente a las grandes puertas blancas y Malcolm me informó que esa habitación había pertenecido a su madre. Ansiosa por saber todo lo que pudiera de él y de su pasado con la mayor rapidez posible, me dirigí a la escalera para encaminarme al ala sur y a la «estancia secreta». Cuando Malcolm dijo que estaba vedada a todo el mundo, seguramente no se refería también a mí.

Me paré delante de las dobles puertas que se hallaban encima de dos escalones. Justo cuando iba a avanzar, oí que Mrs. Steiner cerraba una puerta más abajo, en el vestíbulo. Ella me miró, y aun cuando estábamos bastante distanciadas, observé que fruncía el ceño contrariada.

No me gustó la sensación que me produjo, allí de pie mirándome muy fija. Era como si me hubiera atrapado con la mano metida en la caja de las golosinas. ¿Cómo se atrevía una criada a hacer que me sintiese de aquella manera?

—¿Ha terminado usted con su trabajo? —le pregunté con brusquedad.

—No del todo, Mrs. Foxworth.

—Entonces siga con sus quehaceres, no se moleste —le ordené.

Me quedé observándola hasta que se volvió y continuó hasta la alcoba de Malcolm. Hizo una pausa para volver a mirarme; pero viéndome allí quieta, contemplándola, se apresuró a entrar.

Alargué la mano e hice girar el pomo de la puerta. Entré en lo que había sido la habitación de la madre de Malcolm. En el mismo instante di un respingo sorprendida. No se parecía en nada a lo que hubiera esperado. ¿La madre de Malcolm dormía aquí?

En el centro de la estancia, sobre un estrado había… el mejor modo de describirlo sería diciendo una cama-cisne. Tenía una cabeza fina de marfil, vuelta, perfilada, y parecía a punto de introducir la cabeza debajo de las alborotadas plumas inferiores de un ala alzada. El cisne mostraba un ojo soñoliento, rojo rubí. Sus alas se alzaban suavemente para acomodar la cabecera de una cama casi ovalada que, obviamente, requería sábanas hechas a la medida. El constructor de la cama había diseñado que los extremos de las plumas de las alas representaran dedos que sostuvieran las delicadas cortinas transparentes en todos los tonos de rosa, lila y púrpura. Al pie de la gran cama-cisne había una cuna-cisne colocada al través.

El suelo se hallaba cubierto por una gruesa alfombra malva y cerca de la cama aparecía otra alfombra de pelo blanco. Había también cuatro lámparas de metro y medio de altura, de cristal tallado, con adornos de oro y plata. Dos de ellas tenían pantallas negras. Entre las otras dos se extendía una chaise longue tapizada con terciopelo color de rosa.

Tengo que admitir que quedé asombrada. Las paredes estaban cubiertas con una opulenta seda de damasco, color fresa, más intenso que el malva pálido de la alfombra, la cual debía tener un espesor de diez centímetros como mínimo. Me acerqué y acaricié el pelo suave del cubrecama.

¿Qué tipo de mujer había sido la madre de Malcolm? ¿Era quizás actriz de cine? ¿Qué se sentiría durmiendo en una cama semejante? No pude contener un impulso de tenderme en ella, de sentir la dulce e incitante sensualidad de aquel lecho. ¿Era esto lo que Malcolm quería? ¿Era ésta la cama en la que fue concebido? Tal vez había comprendido mal a mi atractivo marido; era posible que el misterio que yo buscaba en él y que acechaba en las tinieblas fuese el brillo satinado de una sensualidad no soñada ni imaginada jamás por mí.

—¿Quién te ha dado permiso para entrar aquí?

Me incorporé sobresaltada. Malcolm estaba en el umbral, imponente. Por un instante pensé que iba a acercarse amorosamente a mí, pero en seguida descubrí una mirada encendida y extraña que alteraba sus bellas facciones. Sentí que un escalofrío me recorría la espalda. Contuve la respiración y me apresuré a sentarme. Di un respingo mientras me llevaba la mano a la garganta.

—Malcolm. No te había oído llegar.

—¿Qué haces aquí?

—Yo…, estoy haciendo lo que me dijiste que hiciera. Estoy familiarizándome con nuestra casa.

—Esto no es nuestra casa. Esto no tiene nada que ver con nuestra casa. —Su voz era helada, parecía venir del Polo Norte.

—Tan sólo intentaba complacerte, Malcolm. Quería saber de ti y he pensado que si conocía a tu madre, también podría conocerte a ti.

Todo era tan confuso, tan irreal; hizo que me sintiera aturdida y ansiosa, como si hubiera entrado en el sueño de una persona del pasado más que propiamente en el pasado tal como era.

—¿Mi madre? Si crees que conocer a mi madre tiene algo que ver conmigo, estás tristemente confundida, Olivia. Si quieres que te hable de mi madre ¡te hablaré de ella!

Volví a sentarme cómodamente sobre las sábanas de seda. Me volvía débil y confusa cuando le veía cerca de mí, dominante…

—Mi madre —me dijo en tono amargo—, era muy bella. Muy bonita, vivaz y cariñosa. Para mí constituía el mundo entero. Yo entonces era tan inocente, tan confiado, tan ignorante. Pues no sabía que desde Eva las mujeres han traicionado a los hombres. En especial las mujeres con bellos rostros y cuerpos seductores. Era una mentirosa, Olivia, Pues detrás de sus encantadoras sonrisas y su alegre amor latía el corazón de una mujerzuela. —Se acercó al armario y abrió bruscamente la puerta—. Mira estos vestidos —dijo mientras sacaba una bata transparente de color pálido, y la arrojaba al suelo—. Sí, mi madre era una mujer a la moda de los Alegres Noventa. —Extrajo del armario camisones de encaje de colores alegres, elegantes combinaciones, un gran abanico de rizadas plumas de avestruz Y todo iba tirándolo al suelo—. Sí, Olivia, era la belle de todos los bailes. Allí es donde refinó sus encantos. —Se dirigió al tocador dorado situado en un rincón, el mueble tenía espejos alrededor; como en trance, Malcolm cogió un cepillo con mango de plata y un peine de plata que estaban encima—. Esta habitación costó una fortuna. Mi padre cedía a todos sus caprichos. Y ella era un espíritu libre e indisciplinado. —Hizo una pausa y después dijo—: Corinne —como si la simple pronunciación de su nombre liberara su fantasma de las paredes dormidas.

Por la expresión de sus ojos, comprendí que él la veía de nuevo, moviéndose dulcemente sobre la gruesa alfombra color malva, veía la cola de su bata arrastrándose a su paso. Imaginé que ella debía haber sido muy hermosa.

—¿De qué murió? —pregunté.

Malcolm nunca había entrado en detalles sobre ella durante nuestras conversaciones, a pesar de que yo le había hablado del fallecimiento de mi madre. Supuse que la muerte de la suya había sido tan trágica y tan triste para él que no se sentía capaz de hablar de ella.

—No murió de nada aquí —dijo enfurecido—. Excepto, quizá, de aburrimiento. El aburrimiento que llega cuando uno consigue todo lo que quiere, el aburrimiento que se produce por complacer a los sentidos hasta el embrutecimiento.

—¿Qué quieres decir con que no murió aquí? —Pregunté, y él dio media vuelta y comenzó a dirigirse a la puerta como si se marchase de la habitación—. Malcolm, no puedo ser tu esposa sin conocer tu pasado, sin saber las cosas que otras personas, extraños, sabrán.

—Se escapó —dijo, y se detuvo dándome la espalda. Después giró en redondo—. Huyó con otro hombre cuando yo tenía apenas cinco años —concluyó, escupiendo prácticamente las palabras.

—¿Huyó?

Aquella revelación me dejó temblorosa. Malcolm se acercó y se sentó a mi lado en la cama.

—Ella hacía lo que quería, cuando quería y como quería. Nada importaba cuando se trataba de su propio Placer. Dios mío, Olivia, tú ya conoces a ese tipo de Mujer —dijo al tiempo que colocaba sus manos en mis hombros—. Esas mujeres son exactamente todo lo que tú no eres…, vanas, narcisistas, ligeras. Coquetean, no son fieles a ningún hombre, y no se puede confiar en ellas en absoluto —añadió, y yo me ruboricé.

De pronto apareció una nueva expresión en sus ojos. Parpadeó como si acabase de convencerse de algo. Cuando volvió a mirar, su cara había cambiado. Todavía tenía sus manos en mis hombros, sólo que su presión era más intensa y casi dolorosa. Yo empecé a retroceder pero él me sostuvo con más firmeza.

No podía alejarme. Su mirada era hipnótica. Al cabo de un momento sonrió, pero lo hizo de una manera demencial, al menos a mí me lo pareció. Se relajaron sus dedos, pero en vez de quitarme las manos de encima, se deslizaron hasta mis pechos. Los apretó rudamente contra mí.

—Sí —susurró—, ella me abandonó. Me dejó solamente con el recuerdo de su contacto, de su beso, del perfume dulce de su cuerpo —añadió, y aspiró mientras cerraba los ojos.

Sus dedos se afanaban furiosamente, como si tuvieran voluntad propia y desabrocharon los botones de mi blusa. Acercó sus labios a mi cuello y murmuró:

—Abandonado para siempre en esta habitación para revivirla, para sentir su presencia…

Tiró bruscamente mi blusa hacia atrás. Yo estaba aterrorizada y no podía hablar. Incluso contenía la respiración.

—Su nombre resuena por toda la mansión —dijo—, Corinne, Corinne —repitió.

Sus manos bajaron por mi cuerpo tirando de mi falda. Sentí que la tela se rasgaba y la prenda me caía. Sus manos eran como pequeñas criaturas alocadas sobre mi cuerpo, por fuera y por dentro de mis ropas, tirando, empujando, desnudándome brutalmente.

—Corinne —dijo—. La odiaba…, la quería… Pero deseabas que te hablase de mi madre. Te apetecía saber de mi madre. Mi madre —repitió en tono despreciativo.

Se sentó y se desabrochó los pantalones. Yo lo contemplaba asombrada viniendo hacia mí, no como un marido amoroso, sino como un loco, como alguien perdido en sus propias emociones retorcidas, guiado no por el cariño y el deseo, sino por el odio y la pasión.

Levanté las manos y él me separó los brazos, apretándolos contra la cama.

—Mi madre. Tú no eres como mi madre. Tú nunca serías como ella. Tú jamás abandonarías a los hijos que juntos crearemos. ¿Verdad que no, Olivia? ¿Verdad que no lo harás?

Negué con la cabeza y entonces lo sentí presionando entre mis piernas, tomándome rudamente. Yo quería amarle, hacerle feliz, acariciarle con dulzura, pero al verlo en aquel estado, con el rostro contorsionado, los ojos encendidos de rabia, sólo pude cerrar los míos y quedarme quieta.

—Por favor, Malcolm —murmuré—, que no sea de esta manera. Por favor. Yo no seré como ella. No soy como ella. Yo te amaré, y amaré a nuestros hijos.

No me oyó. Cuando abrí los ojos vi que estaba perdido en su ira y en su lujuria. Vino sobre mí una y otra vez, penetrándome cruelmente. Deseaba gritar; pero tenía miedo de su reacción y me avergonzaba que alguno de los sirvientes me oyera. Ahogué mis gritos, mordiéndome los labios.

Finalmente, todo su odio fue vertido en mí. Me sentía tan ardiente que me pareció quemarme. Cesaron sus movimientos de presión: estaba saciado. Gruñó y después ocultó su cara en mi pecho. Percibí cómo su cuerpo se estremecía y después se relajaba.

Hubo un «Corinne» final y después se apartó de mí. Se levantó, se vistió de prisa y salió del dormitorio.

De modo que ahora ya sabía lo que palpitaba en las sombras de Malcolm Neal Foxworth, lo que le atormentaba. Ahora ya sabía por qué había escogido una mujer como yo. Yo era todo lo contrario de su madre. Ella era el cisne; yo, el patito feo y él quería que fuese así. Aquel amor que tanto ansié nunca sería para mí.

El amor de Malcolm había sido tomado y destruido por la mujer que embrujaba aquella habitación. Y no me había dejado nada.