II. Mi boda

Había que hacer muchísimos planes y quedaba poco tiempo. Decidimos casarnos al cabo de dos semanas.

—He estado fuera mucho tiempo —explicó Malcolm—, y tengo apremiantes preocupaciones de negocios. ¿No te importará, verdad, Olivia? Después de todo, a partir de ahora dispondremos de toda una vida juntos, y haremos nuestro viaje de luna de miel más adelante, cuando ya estés bien aposentada en Foxworth Hall. ¿Estás de acuerdo?

¿Cómo podía no estar de acuerdo? La parquedad de mi boda, la rapidez, nada de eso disminuía mi excitación. Me repetía continuamente que era afortunada en celebrarla. Además, nunca me había sentido cómoda exhibiéndome ante la gente. Y la verdad era que carecía de amigas con quienes celebrar el acontecimiento. Papá invitó a la hermana menor de mi madre y a su hijo, John Amos, nuestros únicos parientes próximos que aún vivían. «Parientes pobres», les llamó siempre. El padre de John Amos había muerto hacía algunos años. Su madre era una mujercilla oscura y tristona, al parecer todavía de luto después de tanto tiempo. John Amos, a los dieciocho años, ya parecía viejo. Era un joven piadoso y severo que siempre citaba la Biblia. No obstante estuve de acuerdo con mi padre en que era apropiado invitarlos. Malcolm no hizo venir a nadie. Su padre acababa de iniciar un viaje y se proponía visitar muchos países y estar recorriendo el mundo durante algunos años. Malcolm no tenía hermanos ni hermanas y al parecer tampoco parientes cercanos a los que quisiera invitar; o que, según aclaró, pudieran venir avisándoles con tan poco tiempo. Yo sabía lo que la gente pensaría de aquello: que Malcolm no quería que su familia supiera que se casaba hasta que fuese demasiado tarde. Quizá podrían convencerle de que no lo hiciera.

Prometió celebrar una recepción en Foxworth Hall poco después de que llegásemos.

—Allí conocerás a todas las personas importantes —dijo.

Las dos semanas siguientes transcurrieron para mí entre preparativos y temores. Decidí ponerme el traje de novia de mi madre. Después de todo, ¿para qué gastar tanto dinero en un vestido que sólo se usaba una vez? Pero, naturalmente, me estaba demasiado corto. Tuvimos que llamar a Miss Fairchild, la modista, para que me lo alargase. Era un modelo sencillo de seda brillante, sin adornos de puntillas, volantes o cosa parecida, majestuoso, bello y elegante, justo el tipo de vestido que Malcolm apreciaría, pensé. La modista frunció el ceño mientras yo estaba en pie sobre un taburete; la falda me llegaba a la mitad de las pantorrillas.

—Mi querida Miss Olivia —dijo suspirando al tiempo que alzaba la mirada, pues se hallaba arrodillada en el suelo—, voy a tener que ser un genio para disimular este dobladillo. ¿Está usted segura que no prefiere un traje nuevo?

Ya sabía lo que estaba pensando la modista. ¿Quién va a casarse con esta Olivia Winfield, alta y desgarbada, y por qué insiste en embutirse dentro del delicado vestido de su madre como una de las hermanastras de Cenicienta intentando introducir el pie en el zapatito de cristal? Y quizás era así. Pero yo necesitaba sentirme cerca de mi madre en el día de mi boda, todo lo cerca que fuese posible. Con su vestido me sentía protegida, por las generaciones de mujeres que se habían casado y habían concebido hijos en las generaciones anteriores. Pues yo sabía muy poco de todo esto y no lo entendía. Deseaba ser una mujer bella el día de mi boda a pesar de la compasión y la burla que leía en los ojos de la modista.

—Miss Fairchild, debo llevar el vestido de novia de mi madre por muchísimas razones sentimentales, que tengo la seguridad de que no es preciso explicarle a usted. ¿Quiere alargar este vestido o debo recurrir a otra persona?

Mi voz era fría y mi actitud marcaba un nivel social superior. Miss Fairchild tuvo que volver a ocupar su puesto. Continuó haciendo su trabajo en silencio mientras yo me miraba en el espejo. ¿Quién era esa mujer que me devolvía la mirada? ¿Una novia con su traje blanco? Una novia que pronto sería tomada por un hombre que la haría suya. ¿Y qué sentiría? ¿Qué experimentaría al acercarme por el pasillo de la iglesia? Oh, ya sabía que mi corazón palpitaría como un caballo desbocado. Intentaría sonreír, que en mi cara hubiera tanta dulzura como en la de la novia que corona el pastel de bodas, que fuera tan dulce como los rostros de las jóvenes esposas que había visto en las columnas sociales de los periódicos.

¿Cómo podían tener ese aspecto tan almibarado e inocente? Estaba segura de que no eran así durante todos los días de su vida. ¿Aquello se aprendía o surgía espontáneamente? Si era algo que se aprendía, quizás había esperanza para mí. A lo mejor yo también aprendería.

A pesar de ello sería tan tímida como de costumbre, sabiendo lo que la gente estaba pensando: «Tan alta y con unos brazos tan largos… Esa hermosa mata de pelo se desperdicia encima de una cara tan fea». Aunque les sonriera y ellos me sonrieran y asintieran con la cabeza, yo sabía que inmediatamente después se volverían unos a otros con expresión burlona. Qué boba parece. Esos hombros en un traje de novia tan delicado. Esos pies grandotes. Fijaos cómo sobrepasa a todo el mundo excepto a Malcolm.

Y Malcolm, tan atractivo y majestuoso, en pie al lado de un patito tan feo. Oh, la gente se divertiría mucho haciendo chistes sobre el águila y su paloma, un ave magnífica, hermosa y orgullosa; y la otra vulgar, torpe, gris.

Mientras permanecía en pie delante del espejo y Miss Fairchild se afanaba alrededor de mi cuerpo con agujas, alfileres y bastillas, me sentí satisfecha de que solamente asistieran a mi boda tía Margaret, John Amos y mi padre. No habría nadie que hiciera realidad mis más tristes temores, y esperaba que ahora que me había llegado la suerte podría realizar mis sueños más brillantes.

* * *

El día de mi boda llovió. Tuve que correr al entrar en la iglesia cubriendo mi vestido con un impermeable gris. Pero, aunque fuese desilusionante, no quise permitir que el tiempo me desalentara. Se celebró una sencilla función religiosa en la Iglesia Congregacional. Cuando inicié la marcha por el pasillo, disimulé mis temores y mi nerviosismo detrás de una máscara de solemnidad. Con esa expresión en la cara, pude mirar directamente a Malcolm mientras caminaba para ir a su encuentro. Él estaba de pie, en el altar, esperándome, muy tieso, y había más solemnidad en su cara que en la mía, lo cual me causó desilusión. Yo esperaba que cuando él me viera con el traje de novia de mi madre, ocurriese algo mágico y su mirada se iluminara de gozo, anticipando nuestro amor. Escruté sus ojos. ¿Estaría Malcolm ocultando sus sentimientos detrás de una máscara igual que yo? Cuando me miró, me pareció como si mirase a través de mí. Quizá Malcolm consideraba que era pecaminoso mostrar deseo y cariño en la iglesia.

Pronunció sus votos matrimoniales con tanto énfasis que llegué a pensar que parecía ser más un ministro de la iglesia que el propio cura que celebraba nuestro casamiento. No podía evitar los fuertes latidos de mi corazón. Temía que la voz me temblase al hacer las promesas, pero mi voz no me traicionó mientras juraba amar, honrar y obedecer a Malcolm Foxworth hasta que la muerte nos separase. Y al pronunciar estas palabras ponía en ellas todo mi corazón y mi alma. Tenían significado ante Dios; y, a sus ojos, no las quebranté en toda mi vida. Pues todo lo que hice por Malcolm, fue complaciendo al Señor.

Después de formular nuestros votos e intercambiar los anillos, me volví hacia Malcolm. Éste era mi momento. Con ademán suave, él alzó el velo de mi cara. Yo contenía la respiración. En la iglesia reinaba un profundo silencio; el mundo parecía haberse detenido mientras él se inclinó hacia mí y acercó sus labios a los míos.

Pero el beso de Malcolm fue duro y superficial. Yo esperaba mucho más. Después de todo, era nuestro primer beso. Hubiera debido suceder algo que yo recordase durante el resto de mi vida. Sin embargo, apenas sentí el roce de sus labios tensos, cuando ya se habían apartado. Fue más bien como un sello de certificación.

El pastor y Malcolm se estrecharon la mano; estrechó también la de mi padre, el cual me dio un fuerte abrazo rápido. Supongo que hubiera debido besarle pero me daba cuenta de la manera en que John Amos nos estaba observando. Lo veía en su cara. Se hallaba tan desilusionado con el beso de Malcolm como yo misma.

Mi padre parecía satisfecho pero tremendamente pensativo cuando salimos todos juntos de la iglesia. Había algo en su mirada que jamás le había visto, y le sorprendí observando a Malcolm de cuando en cuando. Era como si le viese algo nuevo, algo que hubiera descubierto entonces. Por un momento, solamente un momento, aquello me asustó; pero cuando miré hacia él, la felicidad hizo desvanecer la negrura de sus ojos y me sonrió con dulzura, de la misma manera que a veces sonreía a mi madre cuando ella hacía algo que a él le gustaba mucho o cuando ella parecía especialmente hermosa.

¿Parecía yo bella, al menos ese día? ¿Me brillaban los ojos con nueva vida? Confié en que así fuera. Confiaba que también Malcolm sintiera lo mismo. Mi padre sugirió que nos apresurásemos a ir a nuestra casa donde había planeado una pequeña recepción. Por supuesto. ¿Cómo podría ser una gran recepción, tan sólo con la novia, el novio, el padre, una tía regañona y un muchacho de dieciocho años? Pero fue recepción de todos modos, ya que papá sacó una botella de champaña de calidad.

—Olivia, mi querida y única hija, y Malcolm, mi distinguido yerno, os deseo que viváis siempre en feliz armonía.

¿Por qué le brotó una lágrima mientras alzaba su copa hacia nosotros? ¿Y por qué Malcolm miró a papá en vez de mirarme a mí mientras bebía su champaña? De pronto me sentí perdida, sin saber qué hacer, de modo que alcé mi copa y, por encima del borde, vi a mi primo John Amos, que observaba ceñudo a Malcolm. Después se acercó a mí.

—Estás hoy muy hermosa, prima Olivia. Quiero que recuerdes que eres mi única familia, y en cualquier momento que me necesites acudiré a tu lado. Pues Dios dispuso que las familias siempre permanecieran unidas, se ayudaran en todo momento y conservaran su sagrada promesa de amor.

No supe qué responderle. Casi no conocía a aquel hombre joven. ¿Y por qué tenía que decir aquello en el día de mi boda? ¿Qué cosa, en el nombre del cielo, esperaba hacer por mí John Amos, el pariente pobre, cuando yo estaba destinada a una vida de nobleza sureña, llena de riqueza y ambición? ¿Cómo sabía ya entonces, lo que yo tardé tanto en descubrir?

* * *

Malcolm había reservado billetes para el tren que salía a las tres. Iríamos directamente a Foxworth Hall. Dijo que no disponía de tiempo para una prolongada luna de miel y que, además, no veía en ello ningún sentido práctico. A mi corazón se le cayeron las alas. Quedé desilusionada al oír aquello; y sin embargo, al mismo tiempo, me sentí aliviada. Había oído suficientes historias sobre los hombres y las noches de bodas y acerca de los deberes de la esposa con su marido, para no sentir deseos de prolongar mi prueba de iniciación. Francamente, estaba aterrorizada al pensar en las relaciones conyugales, y en cierto modo, al ver que estaríamos viajando durante toda la noche a salvo en un cómodo tren, con gente alrededor, me tranquilicé.

—Para ti, venir a Foxworth Hall ya será una aventura romántica, Olivia. Confía en mí —me dijo Malcolm como si mi cara se hubiera convertido en cristal y él hubiese podido leer mis pensamientos.

No me quejé. La descripción que me había hecho de Foxworth Hall lo hacía parecer como un castillo de cuento de hadas tan grandioso y fascinante que mi sueño de belleza ante la casa de muñecas quedaba reducido a una pequeñez.

A las dos y cuarto de la tarde, Malcolm informó que había llegado la hora de que nos marchásemos. Trajeron el coche y cargaron mis baúles.

—Sabes —le dijo mi padre a Malcolm cuando salíamos de casa—, tendré bastante trabajo para dar con una contable tan buena como Olivia.

—Su pérdida es mi ganancia —replicó Malcolm—. Le aseguro que el talento de Olivia no se desperdiciará en Foxworth Hall.

Parecía que estuviesen hablando del intercambio de una esclava.

—A lo mejor me aumentan el salario —comenté.

Lo dije medio en broma pero Malcolm no se rió.

—Naturalmente —contestó.

Mi padre me besó en la mejilla y parecía triste mientras me decía:

—Olivia, ahora cuida bien de tu marido, y no le des problemas. La palabra de Malcolm es ley.

Por alguna razón aquello me asustó, sobre todo cuando surgió de repente John Amos, me agarró de la mano, y me dijo:

—Que Dios te bendiga y te proteja.

No supe qué responderle, de modo que sencillamente le di las gracias, extraje mi mano de entre las suyas y me metí en el coche.

Mientras nos alejábamos, me volví para mirar la casa victoriana que había sido para mí más que un hogar, la cuna de mis sueños y fantasías; el lugar desde el cual contemplaba el mundo y me preguntaba qué me reservaba el porvenir. Allí me había sentido segura y a salvo en mi habitación y en mi estilo de vida. Ahora estaba abandonando mi casa de muñecas dentro de su caja de cristal, con sus ventanas de colores y su magia de arco iris; pero ya no necesitaría seguir soñando. No, ahora viviría en el mundo real, un mundo que jamás había imaginado que existiera a través de la preciosa casa de muñecas que había inspirado mis sueños y mis esperanzas.

Cogí del brazo a Malcolm y me acerqué más a él. Me miró y sonrió. Seguramente, pensé, ahora que estamos solos, me hará demostraciones de amor.

—Háblame otra vez de Foxworth —dije, como si le pidiera que me contase un cuento sobre un mundo mágico. Cuando mencioné su hogar, se irguió.

—Hace más de ciento cincuenta años que se construyó —repuso—. Cada rincón guarda una historia. Hay veces en que me parece estar en un museo; otras, me siento como en una iglesia. Es la casa más rica que existe en nuestra zona de Virginia. Pero yo aspiro a que sea la más rica del Condado, quizá del mundo. Quiero que la conozcas como el castillo Foxworth —añadió y en sus ojos apareció una fría decisión.

Siguió hablando, describiéndome las habitaciones, el terreno, los negocios familiares y las esperanzas que había depositado en ellos. Mientras Malcolm hablaba yo me hundía cada vez más en sus ambiciones. Me hizo sentir miedo. No me di cuenta hasta entonces de lo monomaníaco que podía llegar a ser Malcolm. Todo su cuerpo y su alma estaban fijos en sus objetivos, y presentí que nada, ni siquiera nuestro matrimonio, era más importante para él.

En alguna parte, en uno de mis libros, había leído que a una mujer le gusta sentir que es lo primero para su marido, él lo hace todo pensando en ella.

Ése es el verdadero amor; ésa es la verdadera unidad. Así decía la frase que no podía olvidar. Los matrimonios deberían sentir que uno forma parte del otro y tener siempre presentes las necesidades y los sentimientos del otro cónyuge.

Mientras el coche volvía la esquina de nuestra calle y yo contemplaba el Támesis donde numerosos barcos navegaban arriba y abajo, a su manera lenta pero determinada, me preguntaba si alguna vez yo tendría aquel sentimiento con Malcolm.

Me daba cuenta de que era algo que una mujer no debería pensar en el día de su boda.

* * *

Cenamos en el tren. Durante toda la jornada no había comido a causa del nerviosismo, y de pronto me sentía hambrienta.

—Tengo tanto apetito —manifesté.

—Hay que pedir con mucho cuidado en estos trenes —me dijo Malcolm—. Los precios son exorbitantes.

—Seguramente esta noche podemos hacer una excepción en nuestra economía —le dije—. Las personas con nuestros medios…

—Precisamente por eso hemos de ser siempre ahorrativos. El buen sentido en los negocios requiere entrenamiento y práctica. Esto es lo que me atrajo a tu padre, Él nunca permite que su dinero obstaculice su buen sentido de los negocios. Tan sólo los llamados nuevos ricos son despilfarradores. Puedes descubrirlos en todas partes. Son obscenos.

Percibí la intensidad de su creencia, de modo que ni quise continuar con el tema. Le dejé que pidiera para ambos, aunque lo que escogió me causó desilusión y me levanté de la mesa con hambre.

Malcolm se puso a discutir con otros hombres en el tren. Hubo un acalorado debate sobre la llamada «Amenaza roja», engendrada por el Fiscal General de los Estados Unidos, A. Malcolm Palmer. Cinco miembros de la legislatura del Estado de Nueva York habían sido expulsados por ser miembros del Partido Socialista.

Estuve a punto de decir que se había cometido una terrible injusticia; pero Malcolm expresó con vehemencia su aprobación, de modo que me guardé mi opinión, cosa que cada vez tuve que hacer con más frecuencia y no me gustaba en absoluto. Apreté los labios, temerosa de que mis palabras volasen como pájaros escapando de la jaula cuya puerta había quedado abierta por descuido.

Al cabo de un rato ignoré las discusiones y me quedé dormida, apoyada en la ventana. Estaba exhausta, agotada física y emocionalmente. Nos envolvía la oscuridad y aparte de algunas luces distantes, aquí y allá, no había mucho que pudiera interesarme en el paisaje. Me desperté y encontré a Malcolm dormido a mí lado.

En reposo, su cara tenía un aspecto más joven, casi infantil. Con los párpados cerrados, quedaba resguardada la intensidad de sus ojos azules. Se dulcificaba la expresión de sus mejillas y su mandíbula relajada perdía firmeza, desaparecerían las líneas tensas. Pensé…, más bien esperé, que éste fuera el rostro que se volviera hacia mí en el amor, el que él iba a ofrecerme cuando supiera que yo era de verdad su esposa, su compañera, su amada. Me quedé mirándole, fascinada por la manera en que su labio inferior sobresalía. Había tantas cosas pequeñas que debíamos aprender el uno del otro… ¿Llegan a aprender alguna vez dos personas todo lo concerniente a ambos? Era algo que me hubiera gustado preguntar a mi madre.

Desvié la mirada y observé a los demás pasajeros. Todos dormían en el coche. La fatiga se había acercado silenciosamente por el pasillo Y había tocado a cada uno de ellos con dedos de humo; después se había salido deslizándose por debajo de la puerta del coche para hundirse de nuevo con la noche. La manera en que el tren giraba y se sacudía de un lado a otro me producía la impresión de hallarme dentro de una serpiente metálica gigantesca. Me sentí transportada casi contra mi voluntad.

De tanto en tanto, el tren cruzaba una ciudad o un pueblo dormidos. Las luces de las casas eran débiles y las calles estaban vacías. Después, en la distancia, vi las montañas de la Sierra Azul que se alzaban como gigantes quietos.

Volví a dormirme mecida por el traqueteo y desperté más tarde al oír la voz de Malcolm.

—Ya llegamos a la estación —dijo.

—¿De verdad?

Miré por la ventanilla pero no vi más que árboles y campos vacíos. A pesar de ello, el tren disminuyó la marcha hasta que se detuvo. Malcolm me escoltó por el pasillo hasta la puerta y bajamos los escalones. Ya en el andén, contemplé la pequeña estación que consistía simplemente en un techo de hojalata sostenido por cuatro postes de madera.

El aire era frío y olía a frescor. El cielo estaba claro y salpicado de estrellas resplandecientes. Era tan vasto y profundo que me sentí pequeña e insignificante, pues aparecía demasiado grande y como si estuviera muy cerca. Su belleza me llenó de un extraño sentimiento de presagio. Deseé haber llegado por la mañana y haber recibido el saludo del confortante sol.

No me gustó el silencio mortal y el vacío que nos rodeaba. Por algún motivo, quizá por la descripción que Malcolm me había hecho de Foxworth Hall y sus alrededores, yo supuse que iba a encontrar luces y actividad. Solamente nos esperaba el cochero de Malcolm, Lucas. Tenía el aspecto de un hombre cercano a los sesenta, pelo fino grisáceo y rostro alargado. Era flaco y yo le sobrepasaba por lo menos en seis centímetros. Por su manera de moverse, adiviné que se había dormido mientras nos esperaba en la estación.

Malcolm me presentó formalmente. Lucas asintió, se puso la gorra, y se apresuró a recoger mis baúles mientras Malcolm me acompañaba hasta el coche. Observé a Lucas mientras cargaba mi equipaje y después miré al tren que se alejaba poco a poco, deslizándose en la noche como una oscura criatura plateada que intentase escapar con sigilo.

—Todo esto está muy desolado —comenté cuando Malcolm entró en el vehículo junto a mí—. ¿A qué distancia estamos de la población?

—No nos hallamos lejos de algunas casas. Charlottesville está a una hora de camino y más cerca hay un pueblecito.

—Estoy tan cansada —dije, deseando apoyar mi cabeza en su hombro; pero Malcolm se sentaba tan tieso, que vacilé.

—Ya no estamos lejos.

—Bienvenida a Foxworth Hall, ma’am —dijo Lucas cuando al fin se sentó ante el volante.

—Gracias, Lucas.

—Sí, ma’am.

—Arranca —ordenó Malcolm.

La carretera ascendía girando. A medida que nos acercábamos a las colinas observé las hileras ordenadas de los árboles, que formaban zonas distintas.

—Actúan como muros para el viento —explicó Malcolm—, y contienen la nieve que se amontona.

Poco después vi el grupo de grandes casas situadas en la pendiente de la ladera. Y luego, de repente, apareció Foxworth Hall, llenando con su vigorosa silueta el cielo nocturno. No podía creer en el tamaño de la casa. Estaba en lo alto de la colina, dominando las otras casas como un rey orgulloso vigilando a sus súbditos. Y aquello iba a ser mi hogar, el castillo en el cual yo sería la reina. Ahora comprendía mejor la gran ambición de Malcolm. Ninguna persona criada en un hogar tan solemne y rico podía tener pensamientos humildes ni satisfacerse con logros vulgares. A pesar de ello, qué solitaria, qué amenazadora, qué acusadora podía parecer esa casa a alguien tímido o pequeño. Me estremecí al pensarlo.

—¿Vives aquí nada más que con tu padre? —le pregunté al acercarnos—. Tienes que haberte sentido muy solo cuando él comenzó sus viajes.

Malcolm no respondió, continuó mirando al frente, como si tratara de ver su mansión a través de mis ojos asombrados.

—¿Cuántas habitaciones hay en la casa?

—Entre treinta y cuarenta. Quizás algún día, para entretenerte, las contarás. —Y se echó a reír ante su propia broma, pero yo no pude desprenderme de mi pavor.

—¿Y criados?

—Mi padre tenía demasiados. Y puesto que él está viajando, he tenido que suprimir algunos. Hay una cocinera, claro está, un jardinero que no cesa de quejarse y de decir que necesita un ayudante, una doncella, y Lucas, que sirve como mayordomo Y chófer.

—¿Es posible que con ellos haya bastante?

—Ahora también estás tú, querida mía.

—Pero yo no he venido aquí para ser una sirviente, Malcolm —repliqué.

No me respondió. Lucas se acercó y paró delante de la casa.

—Es obvio que no utilizamos todas las habitaciones, Olivia. En otro tiempo había docenas de parientes compartiendo el hogar. Por fortuna, los parásitos han sido eliminados. —Su cara se dulcificó—. Cuando te hayas instalado revisarás nuestras necesidades de personal y harás lo que sea más práctico y económico, estoy seguro. La casa será responsabilidad tuya. Yo no tengo tiempo para dedicárselo y necesito a una mujer como tú que sepa manejarla bien —dijo, expresándose como si hubiera salido a comprar una esposa.

No dije nada más. Ahora estaba ansiosa por entrar y ver el aspecto de la mansión que iba a convertirse en mi hogar. Me atemorizaba y me emocionaba al mismo tiempo. Lamentaba haber llegado a ella de noche, pues en la oscuridad presentaba cierto aire siniestro. Era casi como si la casa poseyera vida propia, como si tuviera capacidad para formular juicios sobre sus habitantes mientras ellos dormían y pudiera causar sufrimiento a aquéllos que no la complacían.

Además, mi padre me había enseñado algo sobre los lugares en que vivía la gente. Los hogares reflejaban siempre la personalidad del dueño. Mi propio padre lo evidenciaba. Nuestra casa era muy sencilla, pero de buen tono. Y también era, además, un hogar acogedor.

¿Qué sería lo que esta casa iba a decirme acerca del hombre con quien me había casado? ¿Dominaba él a la gente tanto como este edificio dominaba sus alrededores? ¿Me perdería yo entre esta vasta estructura, me sentiría sola mientras iba de una habitación a otra recorriendo los largos pasillos?

Lucas se apresuró a abrir las grandes puertas dobles de la entrada y entonces Malcolm me guió a mi nuevo hogar. Mientras, con su mano apoyada en mi espalda me conducía por la gran entrada, me sentí desfallecer. Sabía que era una estupidez, pero yo había esperado que me hiciera cruzar el umbral en brazos para entrar en mi nuevo mundo, en mi nueva vida. Aunque solamente fuese ese día, quería ser una de esas delicadas mujeres encantadoras que los hombres adoran y cuidan. Pero no debía ser así.

De entre la penumbra, surgió una pequeña figura Y mi fantasía se desbordó.

—Bienvenida a Foxworth Hall, Mrs. Foxworth —me saludó una voz, y por un momento no pude responder.

Era la primera vez que alguien me llamaba Mrs. Foxworth. Malcolm se apresuró a presentarme a Mrs. Steiner, la doncella. Era una mujer menuda, de apenas metro sesenta y, a su lado, dominándola con mi estatura, me ruboricé al pensar en mis pensamientos deseando haber cruzado el umbral en brazos. Esa mujer, aunque fuese cincuentona, sería mucho más adecuada para semejante rito. Al sonreírme, me pareció una mujer amable. Miré a Malcolm, pero estaba atareado dando instrucciones a Lucas para que entrase mis baúles.

—He preparado la cama y he encendido la chimenea, ma’am —informó la doncella—. Esta noche hace un poco de frío.

—Sí.

Por un momento me quedé sorprendida al oír mencionar la cama. ¡Pero si es casi de día! ¿Iba a proceder ahora mi noche de bodas? Por alguna razón todavía me sentía dispuesta a ello, pero disimulé mi confusión.

—Supongo que tendré que acostumbrarme a las temperaturas de las montañas de Virginia.

—Se tarda algún tiempo —observó ella—. Los días pueden ser cálidos a finales de primavera y de verano, pero las noches son frías. Venga conmigo —me indicó.

No me había movido de la entrada pero había llegado el momento de avanzar y conocer Foxworth Hall.

Las luces eran débiles, pues las velas estaban consumidas. Avancé despacio, como una sonámbula, perdida en el sueño, cruzando el largo recibidor de alto techo. Las paredes estaban cubiertas con retratos, óleos de algunas personas que supuse serían antepasados que me habían precedido en Foxworth Hall. Mientras recorría la entrada los miré, uno por uno. Los hombres parecían austeros, fríos, altaneros. Y también las mujeres. Sus caras estaban tensas, sus miradas entristecidas por alguna desazón. Observé todos los retratos buscando algún parecido con Malcolm, al rasgo suyo en aquellas caras. Algunos hombres tenían su color de cabello y su nariz recta, y algunas mujeres, en especial las más viejas, poseían su intensa expresión.

Al fondo del vestíbulo de entrada, tan amplio que podía ser utilizado como salón de baile, un par de escaleras ascendían en curva como los volantes del vestido de una reina, y se unían en el piso superior, donde se convertían en una sola escalera que subía hasta otro piso. Tres gigantescas arañas colgaban del tallado techo dorado, a unos doce metros de altura, y el suelo estaba recubierto con baldosas de mosaico de elaborado diseño. Aquella magnificencia me dejó sin respiración. ¡Qué gris y torpe me sentía en esta elegante habitación!

Mientras seguía los pasos de Mrs. Steiner, observé los bustos de mármol, las lámparas de cristal, las antiguas tapicerías que sólo los extremadamente ricos podían adquirir. Lucas pasó apresurado al lado nuestro, arrastrando uno de mis baúles. Me detuve al pie de la escalera, con la mente aturdida, como en trance. ¡Yo iba a ser la dueña de esta suntuosa mansión! Malcolm llegó entonces a mi lado, y me puso una mano en el hombro.

—¿Qué? ¿Lo apruebas? —preguntó.

—Es como un palacio —le dije.

—Sí —respondió—. La sede de mi imperio. Espero que sabrás manejarlo bien —añadió; se quitó los guantes y miró a su alrededor—. Allí está la librería —dijo, haciendo un gesto hacia mi derecha; yo miré a través de la puerta abierta y vislumbré paredes donde se alineaban estantes de ébano con ricos labrados, llenos de volúmenes encuadernados en piel—. En la parte de atrás tengo algo así como una oficina donde podrás trabajar en nuestras cuentas. Los vestíbulos principales —dijo, haciendo volver mi atención a las escaleras—, se unen arriba en la rotonda. Nuestros dormitorios están en el ala sur, más expuesta al sol. Hay catorce habitaciones de diversos tamaños en el ala norte, espacio suficiente para los invitados.

—Sí. Creo que sí.

—Pero me siento inclinado a estar de acuerdo con Benjamín Franklin que decía que el pescado y los invitados huelen mal después de tres días. Procura acordarte.

Comencé a reír, pero me di cuenta de que hablaba en serio.

—Vamos, estás cansada. Mañana podrás explorar todo lo que quieras. Sospecho que todavía podrías encontrar alguno de mis viejos parientes viviendo en una habitación del ala norte.

—¿No hablarás en serio?

—Claro que no, pero hubo un tiempo en que habría podido suceder. Mi padre era muy descuidado con esas cosas. Mrs. Steiner —dijo, indicando que podía continuar conduciéndome al piso de arriba.

—Por aquí, Mrs. Foxworth —me guió ella, y comencé a subir la escalera de la derecha, deslizando mi mano por la balaustrada de palo de rosa.

Lucas bajó aprisa por la escalera de la izquierda para recoger el resto de mi equipaje. Malcolm caminaba junto a mí, a uno o dos pasos más atrás.

Llegamos a la cima de las escaleras y giramos entonces hacia el ala sur. Me vi entonces frente a una armadura colocada en una peana y realmente tuve la sensación de haber entrado en un castillo.

El ala sur estaba suavemente iluminada. Las sombras cubrían el vestíbulo como telarañas gigantescas. La primera puerta de la derecha se hallaba cerrada; pero por su tamaño pensé que se trataba de una gran estancia. Malcolm debió notar mi interés.

—El salón de los trofeos —murmuró—, mi habitación —añadió dando énfasis en la palabra «mi»—, donde guardo los objetos y recuerdos que he recogido durante mis viajes y cacerías.

Al instante experimenté curiosidad por aquella habitación. Estaba segura de que las cosas que contenía me hablarían del hombre con quien me había casado.

Pasamos ante varias puertas hasta llegar a unas dobles, a la derecha; las únicas que habíamos pasado que estaban pintadas de blanco. Me detuve.

—Nadie entra en esta habitación —declaró Malcolm—. Era el dormitorio de mi madre. —Su voz sonó tan fría y dura cuando dijo eso, y su mirada se me antojó tan distante que me pregunté qué habría ocurrido con su madre que le molestaba de ese modo. Escupió la palabra «madre» casi como si fuese veneno. ¿Qué clase de hombre podía odiar a su madre de aquella manera?

Naturalmente yo quería saber más; pero Malcolm me cogió del brazo para hacerme avanzar de prisa. Mrs. Steiner se paró delante de una puerta abierta y después se colocó a un lado para permitirme la entrada.

La alcoba era grande. En el centro había una cama de cerezo con adornos. Sus postes tallados a mano sostenían un cielo blanco, y la cama estaba cubierta con una colcha de satén guateado. Había dos grandes almohadas con las fundas adornadas con puntilla de ganchillo hecha a mano.

La cama se encontraba situada entre dos grandes ventanas con paneles, orientadas al Sur. Las cortinas eran de seda antigua plisada de color azul claro. El pavimento, de madera dura, estaba pulido y había una gruesa alfombra de lana gris claro al pie del lecho.

Miré el tocador a la izquierda, con su espejo ovalado con marco. Al lado había una gran cómoda, y más allá un enorme armario y una silla tapizada con terciopelo azul. A la derecha había otro armario y, junto a él otra cómoda más pequeña. La chimenea, en la que brillaba el fuego encendido, estaba frente a la cama.

Aunque las cortinas, la lencería y la alfombra sugerían calor y feminidad, la habitación tenía una apariencia fría. Mientras la contemplaba, allí en pie, tuve la clara impresión de que todo había sido preparado apresuradamente. En una mansión tan magnífica, ¿por qué Malcolm quería un dormitorio semejante?

Mi pregunta recibió una respuesta inmediata. Éste no era nuestro dormitorio.

Éste era mi dormitorio.

—Seguramente querrás ir a dormir en seguida —sugirió Malcolm—. Ha sido un día duro con el viaje. Duerme todo lo que quieras.

Malcolm se inclinó y me dio un rápido beso en la mejilla; después se volvió y salió antes de que yo pudiera decir nada.

Se me ocurrió que Malcolm podía ser un hombre muy tímido y que hiciera esas observaciones pensando en Mrs. Steiner. Probablemente pensaba venir a mi cama antes, o durante la mañana.

Mrs. Steiner se quedó conmigo un poco más, mostrándome los cuartos de baño y explicándome el orden de la casa, cómo distribuía la ropa blanca, cuándo limpiaba las habitaciones, cómo se llevaba el régimen de las comidas.

—Naturalmente, es tan tarde que no puedo prestar la debida atención a todas estas cosas —dije—: Por la mañana lo revisaré todo otra vez con usted y decidiremos lo que ha de continuar igual y lo que cambiaremos.

Creo que Mrs. Steiner se sorprendió ante mi firmeza.

—Cada jueves los sirvientes vamos a la ciudad. Entonces realizamos nuestras propias compras —dijo, algo atemorizada por si ponía fin a esa práctica.

—¿Dónde duerme la servidumbre? —pregunté.

—Sus habitaciones están sobre el garaje, en la parte trasera. Mañana conocerá usted a Olsen, el jardinero. Querrá mostrarle los jardines de atrás. Se siente orgulloso de ellos. Nuestra cocinera es Mrs. Wilson. Ha estado con los Foxworth desde hace casi treinta años. Declara tener sesenta y dos pero yo sé que está más cerca de los setenta.

Siguió charlando sin parar con su acento alemán algo fuerte mientras deshacía mis baúles y comenzaba a organizar mi guardarropa. Sus palabras acabaron convirtiéndose en una salmodia larga y monótona, de modo que no pude seguirla. Ella vio que estaba perdiendo mi atención y se disculpó.

—Espero que duerma bien en su primera noche en Foxworth —me deseó.

Naturalmente la madrugada casi había llegado ya. Saqué el camisón azul que había escogido con tanto esmero para mi noche de bodas. Tenía un pronunciado escote en punta y realmente era la prenda más reveladora que había tenido en mi vida. Recuerdo cuando comenzó a propagarse el escote en punta, había sido denunciado desde el púlpito como una exhibición indecente. Los médicos decían que era un peligro para la salud y una blusa con escote triangular era calificada de «blusa de pulmonía». Sin embargo, las mujeres continuaron adoptándolo y se había hecho muy popular. Hasta aquel momento yo había evitado cualquier cosa que revelase tanto de mi pecho. Ahora pensaba que debía llevarlo.

Previendo la posibilidad de que Malcolm viniera a mi lado por la mañana me solté el pelo por encima de los hombros y me contemplé en el espejo del tocador. El reflejo del fuego ponía color en mi piel y le daba un aspecto como si la llama estuviera ardiendo dentro de mí.

Al mirarme de aquella manera pensé en una vela sin encender, ya que eso era en realidad una mujer no amada, decidí. Por muy bella que fuese, si no tenía un hombre que la amase, esa mujer nunca ardería resplandeciente. Había llegado mi oportunidad de encender la vela. Anhelaba ver la llama.

El deseo inflamó mi mirada. Con las puntas de los dedos recorrí los mechones de mi pelo y me toqué los hombros. Allí de pie, pensando en que Malcolm pudiera venir a mi habitación y tomarme en sus brazos, recordé las escenas de amor que había leído en los libros.

Sentiría sus labios ardientes sobre mis hombros; me cogería una mano entre las suyas y la acariciaría con dulzura. Me susurraría su amor al tiempo que me rodeaba con un fuerte abrazo. Mi tamaño, que siempre había sido una carga para mí, le excitaría. Me adaptaría perfectamente a él, tan dulce y gentil como cualquier otra mujer, ya que ése era el poder del amor…, convertir en un cisne al más feo de los patitos.

Me sentía cisne dentro de mi camisón. Por fin había llegado a ser una mujer deseada. En el momento en que Malcolm cruzara aquella puerta, se daría cuenta, y si en su mente quedaban dudas sobre mí se alejarían como las hojas muertas impulsadas por el viento. Ansiaba que Malcolm cruzara la puerta. Estaba dispuesta esperando que lo hiciera. Apagué las luces y me deslicé entre las sábanas. En el techo danzaban sombras feroces que parecían haber surgido de las paredes. Los espíritus de los antepasados de Malcolm, dormidos durante años, habían sido estimulados y reavivados por mi llegada. Realizaban un rito de resurrección, excitados ante la perspectiva de una nueva dueña a quien perseguir con el pasado. En vez de atemorizarme, ese pensamiento me fascinaba y no podía apartar la mirada de las formas danzantes reavivadas por el rojo resplandor del fuego en el hogar de la chimenea.

En algún lugar al fondo del largo pasillo vacío, oí que se cerraba una puerta. Resonó el eco, rebotando entre las paredes y abriéndose camino en la oscuridad hasta llegar a mi alcoba.

Después siguió un silencio frío y profundo, que se clavó en mi corazón, un corazón tan ansioso por recibir el calor y el consuelo del amor. Acerqué la sábana a mi barbilla y aspiré el olor de las ropas recién lavadas.

Escuché con atención para percibir los pasos de Malcolm, pero no los oí. El fuego se debilitó, las formas se encogieron y se retiraron de nuevo a las paredes. Los párpados me pesaban cada vez más hasta que no pude mantener los ojos abiertos. Acabé aceptando el sueño. Me dije que cuando despertase Malcolm estaría junto a mí y comenzaría la nueva vida feliz que yo había soñado.