Sentí como si un remolino de confusión y terror me arrastrara al fondo del abismo. Me consideraba traicionada, y me hallaba airada, herida y contusa. Sin embargo, había tanto amor…, aunque fuera un amor pecaminoso, impío. ¿Quién había provocado aquello? ¿Era culpa mía? ¿O era Malcolm y su linaje lujurioso llegando a su fruición final? Tan pronto me abrumaba la rabia, como me invadía una gran piedad hacia ellos. Sabía que tenía que contárselo a Malcolm. Necesité de todas mis fuerzas para ponerme en pie y decirle a John Amos que se marchara. Después, muy despacio, agarrándome a la puerta en busca de apoyo, entré en la habitación del cisne y, con una voz tan extraña y débil que casi no reconocí como mía, les dije que debían estar en la biblioteca de Malcolm dentro de quince minutos. Corinne ocultaba su desnudez detrás de Christopher, el cual se había envuelto en una sábana. Los ojos de ambos estaban enrojecidos por el llanto. Cerré la puerta con suavidad y, caminando con paso vacilante, fui en busca de Malcolm.
—Quiero que te armes de valor —le dije nada más entrar en la biblioteca—. Ha sucedido algo… algo terrible.
—¿Los chicos? ¡Oh, Dios mío, otra vez no! —exclamó poniéndose en pie de un salto.
—¡Tu hermanastro ha seducido a nuestra hija! —le informé.
No hay palabras para describir el tormento que retorció el rostro de Malcolm. Mientras le contemplaba, veía el reflejo de mis propios sentimientos. Sin embargo, aunque la indignación, la amargura, el odio, el amor hacia su hija y otros sentimientos luchaban por dominarle, una emoción se impuso a todas las demás. Le dominó la rabia. Una rabia como yo jamás había visto.
—Escucha, Malcolm —le advertí, y su falta de control me ayudó a encontrar el mío—. Tenemos que permanecer serenos. Hemos de pensar qué es lo mejor que podemos hacer. Hay demasiado en juego, tú lo sabes igual que yo. Van a bajar a la biblioteca dentro de un momento. Por favor, encuentra un poco de fortaleza dentro de ti para lograr poner fin a esta horrible abominación.
Justo en aquel momento oímos que la puerta se abría y ambos entraron en la biblioteca. Christopher rodeando a Corinne con el brazo en un gesto protector. Habían tenido tan sólo unos minutos para vestirse, y llevaban algunos botones desabrochados. Christopher iba sin calcetines. Detrás de ellos vi a John Amos, imponente en lo alto de la escalera, mirándonos con rostro condenatorio. Parecía que aumentaba cada vez más su estatura. Él lo sabía, siempre lo había sabido, y yo me negué a creerlo. Oí en mi memoria sus proféticas palabras: «No hay mayor ciego que el que no quiere ver».
Supe que la ira del Señor había caído con toda su dureza sobre los Foxworth. Cada sombra, el fantasma de cada uno de los antepasados gemía por la casa. Todo lo que quedaba era escuchar las palabras. Malcolm dio unos pasos y cerró la puerta de golpe.
—Papá —comenzó Corinne, agarrándose a la mano de Christopher mientras avanzaban—. Estamos enamorados. Hace mucho tiempo que nos queremos. Vamos a casarnos. —Miró a Christopher para recuperar su valor, y él le sonrió, con aquella sonrisa dulce y comprensiva que nos había hechizado a todos durante los últimos tres años—. Christopher y yo hemos estado planeándolo casi desde el primer día que nos vimos, esperando hasta que yo cumpliese dieciocho años. Pensábamos en huir, pues no sabíamos si vosotros lo aprobaríais. Pero nos gustaría celebrar la boda en una iglesia, para que nuestro amor fuese bendecido.
Cada palabra de Corinne hundía más el cuchillo en mi corazón. Había dicho todo lo que yo más temía. Malcolm parecía no haber oído nada. Miraba fijamente a su hija, de un modo extraño. Era como si en ella estuviese viendo a Alicia, o tal vez a su propia madre. Después su rostro se retorció de una manera espantosa. La rabia que llevaba dentro le subió a la cara, hinchó sus mejillas y alzó sus hombros hasta hacerle parecer gigantesco.
Yo corrí para estar junto a él.
—Confiábamos en que os alegraseis por nosotros —dijo Corinne, cuya voz comenzaba a quebrarse—, y que nos dierais vuestra bendición. Si deseáis que celebremos una gran boda, invitemos a centenares de personas y después tengamos una fiesta aquí, en Foxworth Hall, eso sería formidable. Queremos que seáis tan felices como nosotros —añadió.
—¿Felices? —Replicó Malcolm, pronunciando la palabra como si fuese la más extraña que había escuchado en su vida—. Felices —repitió, y de pronto soltó una risotada vacía, diabólica; de repente, dio un paso hacia delante, con el brazo derecho extendido, rígido y el dedo índice apuntando acusador—. ¿Felices? Vosotros dos habéis cometido el pecado más atroz. ¿Cómo podríamos ser felices? Tú sabes que es tío tuyo y él sabe que eres su sobrina. Lo que habéis hecho es incestuoso. Yo nunca daré mi bendición y tampoco la dará Dios. Estás haciendo mofa del concepto del matrimonio —clamó con voz atronadora mientras imprimía a su dedo un movimiento de zigzag como si estuviera anulando aquel amor allí mismo, en aquel momento.
—No es incestuoso —respondió Corinne con dulzura—. Y nuestro amor es demasiado puro y bueno para considerarlo pecado. No estás citando las leyes de Dios, sino las leyes de los hombres. En muchas sociedades, hasta se fomenta el matrimonio entre primos y parientes cercanos. Incluso…
—¡Incestuoso! —Chilló Malcolm, con el brazo extendido todavía; todo su cuerpo temblaba con el esfuerzo, y la sangre se acumuló en su cara—. ¡Inmundo! ¡Impío! ¡Sacrílego! —Vociferó agitando el brazo como un látigo después de cada acusación—. ¡Me has traicionado, me has traicionado!
—Por favor, escucha Malcolm —intervino Christopher—. Corinne y yo hemos experimentado este sentimiento mutuo desde el primer día que puse los pies en Foxworth Hall. Seguramente era algo que estaba destinado a ser.
—¡Judas! —rugió Malcolm, volviéndose hacia él—. Te he acogido en mi familia; te he brindado ayuda, te he dado la oportunidad de iniciar una vida. He gastado dinero contigo, he puesto en ti mi fe y mi confianza. Te abrí mi casa y tú has seducido a mi hija.
—Chris no me ha seducido —intervino Corinne saliendo en su defensa, e incluso se acercó más a él—. Lo que ha sucedido entre nosotros yo lo he deseado tanto como él —confesó—. De hecho, era yo la que le seguía a todas partes; he sido yo quien no le dejaba y le rogaba que me mirase cuando él miraba a cualquier otra mujer. Yo he llenado con mi presencia todo momento libre que él tuviera, lo he envuelto con mi charla, con mis risas y mi amor. Chris siempre ha sido un caballero, siempre me ha hablado de lo que mi madre y tú queríais. Yo, al principio, tenía miedo de que no comprendierais, de modo que he esperado hasta tener dieciocho años. No os he traicionado. Todavía os amo y quiero vivir a vuestro lado con Christopher. Tendremos aquí nuestros hijos y…
—¿Hijos? —repitió Malcolm como si aquel concepto le hubiera pinchado.
Por mi espalda subió un escalofrío.
—Si quisieras escucharme —rogó Corinne.
—No hay nada que escuchar —cortó Malcolm—. Hablas de tener hijos. Tus hijos nacerían con cuernos, con jorobas, con rabos bífidos, con pezuñas; nacerían criaturas deformes —declaró, con los ojos llenos de odio.
Tanto Corinne como Christopher retrocedieron al escuchar sus palabras acusadoras. Ella expresó el terror en su cara y se agarró con más fuerza al brazo de Christopher.
—No —dijo Corinne, sacudiendo la cabeza—. Eso no es cierto; eso no sucederá.
—¡Seductora! —La recriminó Malcolm—. Dalila, criatura lujuriosa y falsa, astutamente hermosa, mujer maligna —continuó, haciéndola retroceder con cada frase—. Quiero que los dos os marchéis de mi casa, que salgáis de mi vida y de mi memoria —dijo—. Fuera de aquí —ordenó señalando la puerta—. Y jamás volváis a poner los pies en este lugar. Para mí estáis muertos, tan muertos como… —Me miró, y mis ojos le contuvieron de seguir hablando.
—No puedes ser que hables en serio —gritó Corinne acongojada, mientras las lágrimas le corrían por las mejillas, y la barbilla le temblaba.
Christopher me miró, buscando ayuda; pero yo desvié la mirada. Me sentía casi tan traicionada como Malcolm. Le había amado como a mi propio hijo, y ahora él me pagaba causándome aquel dolor. Durante los años felices creí en su devoción y su amor por mí; pero todo lo hizo por Corinne. Se hallaba tan atrapado por la belleza como lo estuvo Malcolm. Oh, era cierto, todos los hombres se portaban igual. Le devolví la mirada con una expresión tan fría que esperé helase su corazón. En aquel momento, deseaba destruirlos con la verdad; pero, en el fondo, sabía que no conseguiría más que destruirme a mí misma.
—Lo que he dicho ha sido muy en serio —respondió Malcolm, con una voz tan seca, fría, quebradiza y punzante como el hielo—. Marchaos de esta casa y sabed que estáis desheredados. Ni tú ni tu Judas recibiréis un solo penique de mí. Os maldigo; os maldigo a los dos y os condeno a una vida de pecado y horror.
—No seremos malditos. —Christopher se irguió mucho al desafiar a su hermanastro—. Nos marcharemos de esta casa; pero no nos llevaremos ninguna maldición. Las dejaremos todas en la puerta.
Al hablar, se parecía más a Malcolm que el propio Malcolm.
—Estas maldiciones no son suyas —intervine yo—. Son las maldiciones que Dios hará caer sobre vuestras cabezas por lo que habéis hecho. Lo vuestro es un incesto y solamente podéis criar el horror —predije.
Christopher me miró con gran pena en los ojos. Ahora era él quien se sentía traicionado por mí.
—En ese caso, nos marcharemos —repuso.
Hizo dar la vuelta a Corinne y los dos salieron por la puerta principal. Él miró una vez hacia atrás, con desafío. Corinne todavía llorosa, parecía perdida y asustada.
Al cabo de un momento ya habían desaparecido. Estalló entonces la furia de Malcolm. Alzó sus brazos hacia el techo y soltó un aullido que surgió de lo más profundo de su ser. Fue el aullido de una bestia en espantosa agonía, un aullido que estremeció Foxworth Hall. Su eco resonó por los pasillos y penetró en las sombras, ganando volumen e intensidad a medida que se extendía. Quizá todos los fantasmas de sus antepasados aullaron con él. Por un momento hubo un coro de Foxworth gritando su dolor y su tormento.
El grito murió de pronto. Malcolm se volvió hacia mí, con los ojos desorbitados, y agitaba el aire para llevar oxígeno a su cara. Se apretó el pecho y las piernas le flaquearon. Mientras caía al suelo, oí a John Amos detrás de mí.
—La ira de Dios ha venido hoy a esta casa —murmuró.
Malcolm quedó tendido sobre su estómago, con un brazo debajo de la cabeza. John le hizo dar la vuelta y vimos que su boca estaba torcida. El lado derecho de su cara se hallaba hundido, así como la comisura de sus labios, y se veían sus dientes apretados. Tenía los ojos vueltos hacia arriba como si intentaran ver dentro de su propia cabeza. Hizo un esfuerzo para hablar, pero no se pudo oír ni comprender nada.
—Llama al médico —grité.
* * *
El doctor insistió en que fuese llevado al hospital. Vi la resistencia en sus ojos; movía la cabeza haciendo signos negativos, y rogaba en silencio que me opusiera a las órdenes del facultativo.
—Naturalmente, doctor —dije—. Quiero que se haga lo que sea mejor para mi marido. Llame a una ambulancia.
Después supe que el médico había contado a la gente que yo era una de las mujeres más fuertes que había encontrado en medio de una terrible crisis.
Entraron los enfermeros y se llevaron a Malcolm, el cual fue trasladado en seguida al hospital, donde permaneció casi un mes, en una habitación particular, atendido por enfermeras personales, durante las veinticuatro horas del día. Cada vez que John Amos y yo íbamos a verle, nos rogaba que le llevásemos a casa. Al principio lo hacía sólo con los ojos, pues, además del ataque cardíaco, había sufrido una hemiplejia, y todo el lado derecho de su cuerpo estaba paralizado.
Cuando le llevamos de vuelta a casa, había recuperado parte del control de sus músculos y podía proferir sonidos distorsionados, que parecían palabras. Algunas veces me pareció oír que llamaba a Corinne.
Los días transcurrían monótonos. Era como si hasta la marcha del tiempo se hubiera debilitado y a las horas les costara trabajo avanzar. Malcolm permanecía confinado en una silla de ruedas y no podía ir a su oficina. Me traían a mí todo su trabajo. Y yo daba gracias por ello, ya que, mientras tenía en qué ocupar mi mente, no deambulaba por Foxworth Hall, atormentándome con recuerdos, pensando qué podía haber hecho para que las cosas terminasen de manera distinta.
La casa parecía una gigantesca tumba. Nuestros pasos resonaban en el vacío. Los ruidos de la cocina podían percibirse a través del enorme vestíbulo.
Los sirvientes intercambiaban información a medida que iban recogiendo datos, murmurando y escuchando con ansiedad. Ninguno de ellos preguntaba acerca de Corinne ni de Christopher; pero yo sabía que John Amos les había dado la información suficiente para avivar las ascuas de su curiosidad.
Nuestras cenas eran un espectáculo de mímica. Desde el momento en que Malcolm era llevado hasta la mesa en su silla de ruedas, no se pronunciaba ni una palabra. Comía de manera mecánica, con la mirada fija, sin verme, y yo estaba segura de que contemplaba las imágenes que tenía detrás de sus ojos. Sus sueños diurnos eran como telarañas que se rompían en cuanto se perdía en sus recuerdos, buscando comprensión para la traición de Corinne. Durante un tiempo, no mencionó su nombre ni nadie lo hizo en su presencia. Si decía alguna cosa, siempre era precedido por:
—Cuando esto termine…
Podía imaginar las pesadillas que ensombrecían su existencia. El bello y hechicero rostro de Corinne se había apoderado de él y atormentaba sus sueños de pérdida y frustración, los cuales permanecían a flor de piel hasta que él mismo se convirtió en un fantasma.
John Amos y yo cogíamos la Biblia y la dejábamos sobre el pecho de Malcolm, abierta por las páginas que queríamos leer. Yo, al igual que le había ocurrido a mi marido, sufrí una transformación con la ayuda de John Amos. Ahora sabía que podía confiar por completo en su relación con Dios; pues, sin saber el secreto de quién era Corinne, había intuido la verdad, e intentando advertirme antes de que fuese demasiado tarde. Pero yo había estado demasiado ciega. Me hallaba decidida a no serlo nunca más.
—Olivia —me consolaba John Amos—, los caminos del Señor son misteriosos pero siempre justos. Sé que te dará una oportunidad para redimir el horrible pecado de tu hija y su tío.
Sus palabras helaron mi corazón.
—La verdad se encuentra siempre en nuestro Señor —continuó—. Ponte de rodillas, mujer, y salva tu alma.
—No puedo arrodillarme porque no he sido sincera con el Señor. Tú no conoces la verdad.
—Vamos, Olivia, confiésalo todo.
Me postré frente a él.
—Oh, John, es mucho peor de lo que tú imaginas. —Sentí que el demonio me agarraba por la garganta; pero me obligué a hacer pasar mis palabras por entre sus malignos dedos—. Christopher no es medio tío de Corinne. Es su hermanastro.
—¡Qué! Dios mío, mujer, ¿cómo pudo suceder?
—Sabes, John, Malcolm estaba enamorado de Alicia y la dejó embarazada después de la muerte de Garland, y él la obligó a dejar a Corinne con nosotros. Alicia se marchó. Y nadie supo nunca que yo no era la madre de Corinne.
Me quedé con la vista fija en el suelo, tenía tanta vergüenza que no me atrevía a alzar el rostro.
—Levántate, mujer —me ordenó él—. Conoces la profundidad de tu pecado…, pero no has pecado tanto como se ha pecado contra ti, y Dios ya ha enviado su espada para castigar a tu marido. Y hará lo mismo con sus hijos, te lo aseguro. Hará lo mismo. Ahora hemos de cuidar de Malcolm, Olivia, hemos de cuidar sus negocios, asumir el control de esta casa impía, y hacer que vuelva a Dios. Recemos. Padre nuestro, que estás en los cielos…
Como si mi confesión hubiera devuelto la esperanza a Foxworth Hall, Malcolm comenzó a recuperar el habla. El doctor explicó que, aunque podía mejorar aún, no volvería nunca a hacerlo con normalidad. Por el modo en que se habían hundido sus músculos faciales, parecía que Malcolm estuviera en una perpetua sonrisa de felicidad. De un modo extraño, casi fantasmal, aquella sonrisa retorcida sugería el encanto y el atractivo que Malcolm había tenido cuando era joven. Daba la impresión de que una máscara de su antiguo semblante había sido moldeada en cerámica y colocada para siempre sobre su cara.
A veces, le permitía que lo llevaran en su silla hasta el escritorio para que pudiera revisar los documentos y los tratos de negocios que yo había realizado. Al principio, seguí el orden regular de las cosas, estudiando el trabajo de Malcolm y tomando decisiones de modo parecido. Pero al cabo de un tiempo, cuando adquirí la confianza suficiente, actuaba por iniciativa propia. Hacía mover el dinero por el mercado de valores, cambié procedimientos en alguna de las fábricas, compré y vendí parte de las propiedades.
Al principio, a Malcolm le chocó mi actividad independiente. Trató de imponer que las cosas volvieran a hacerse como antes; pero yo ignoré esas exigencias.
También había previsto un gran salario anual para John Amos, y regularmente transfería fondos a su cuenta personal. A pesar de su enfermedad, Malcolm tardó muy poco en darse cuenta. Alzó la declaración del banco.
—Has de comprender —le dije—, que las cosas no son como eran. Deberías sentirte agradecido por lo que tienes todavía, considerando todo el mal que te has atraído encima. Y también tendrías que estar agradecido por tener a tu lado a John Amos y a mí. ¿Puedes imaginar a una mujer como Alicia, o como tu hija, enfrentándose con todo esto? ¿Serían capaces de asumir estas responsabilidades de negocios? ¿Irían tan bien las cosas? ¿Crees que se quedaría a tu lado en el estado en que te encuentras? —pregunté en tono amargo—. Correría muy lejos con todo tu dinero; ten la seguridad —añadí furiosa.
Me acerqué y le quité de las manos la hoja del Banco.
Un día, casi dos años después de su ataque, Malcolm, desde su silla de ruedas, alzó la mirada hacia mí que me hallaba trabajando en su mesa escritorio. De tanto en tanto, hacía que le llevaran a la biblioteca, le informaba de algunas decisiones tomadas y le leía algunos resultados. Sabía que a él no le gustaba estar allí; y, sobre todo, no quería oír hablar de mis acciones; pero eso me producía un cierto placer, de modo que mandaba que lo condujeran allí y luego despedía a su enfermera.
Aquel día, a principios de primavera, cuando la luz del sol entraba por la ventana a mi espalda y me hacía sentir su calor, vi que Malcolm tenía una nueva expresión en su rostro. Era una expresión más suave que de costumbre. Sus ojos eran dulces, de un azul casi cálido. Supe que estaba pensando en algo que le había traído recuerdos. Hice una pausa en mi trabajo y alcé la mirada con expectación.
—Olivia —me dijo—. He de saber algo, lo necesito. Por favor —suplicó—. Sé que sientes rencor hacia mí; pero te ruego que seas misericordiosa y me concedas lo que te pido.
Me acordé de la primera vez que Malcolm estuvo en New London, aquel Malcolm que había llenado mi corazón de esperanza y promesas, el que había paseado conmigo cerca del mar, haciéndome sentir que podía ser adorada y amada como cualquier otra mujer.
—¿Qué demanda es ésa? —pregunté, apoyándome en mi asiento.
Él se inclinó hacia delante esperanzado.
—Contrata algunos detectives para saber qué ha sucedido a Corinne y a Christopher. ¿Dónde han ido? ¿Qué están haciendo? Y… y…
—¿Y si han tenido hijos deformes? —le pregunté fríamente.
Asintió.
—Por favor —suplicó, avanzando el cuerpo todo lo que le permitía la silla de ruedas.
Muchas noches había pasado yo en vela pensando en Corinne y en Christopher, intentando endurecer mi corazón contra ellos; pero en un pequeño rincón que quizá ni Dios veía, les amaba aún.
—Le dijiste que estaba muerta el día que ella te reveló su amor por Christopher. Resucitarla provocará sufrimientos y agonía…
—Lo sé; pero no puedo enfrentarme al hecho de que moriré ignorando toda la extensión de lo que… de lo que yo comencé. Por favor, concédeme esto. Te lo ruego. Te prometo que nunca más te pediré nada, no te haré demanda alguna, firmaré todo lo que quieras, sea lo que sea.
Derramaba lágrimas, síntoma de su situación. Solía llorar ante la menor provocación; pero el médico me había dicho que él no se daba cuenta.
A mí me parecía lastimoso. De pronto, se apoderó de mí una sensación de gran derrota mientras contemplaba aquel hombre destrozado y retorcido en su silla de ruedas. Por primera vez, me di cuenta que algo mío había sufrido daños. En otro tiempo, tuve un marido fuerte y poderoso, un hombre respetado y temido en la comunidad y en el mundo de los negocios. A pesar de lo que hubiera podido ser nuestra relación, yo seguía siendo Olivia Foxworth, esposa de Malcolm Foxworth, un auténtico líder. Ahora tenía un patético inválido, una sombra de lo que fue.
En un sentido real, Corinne y Christopher nos habían hecho esto. ¿Dónde estaban ahora? ¿Cómo les iban las cosas? Aquel Dios que pudo imponer tanto caos y venganza en la casa de los Foxworth, ¿les había seguido también a ellos?
—De acuerdo —dije—. Lo haré inmediatamente.
—Oh, gracias, Olivia. Que Dios te bendiga.
—Ya es hora de que vuelvas a tu habitación y descanses —le indiqué.
—Sí, sí; lo que tú digas, Olivia.
Se volvió, haciendo un patético esfuerzo por alejarse de allí solo. Llamé a la enfermera y ella le empujó hasta su habitación. Durante todo el tiempo, estuvo murmurando:
—Gracias, Olivia. Gracias.
Hice venir en seguida a John Amos.
—Quiero que vayas a Charlottesville —le dije tan pronto como entró en la biblioteca—, y contrates a los mejores detectives que encuentres para que investiguen el paradero de Corinne y Christopher. Deseo saberlo todo de ellos, hasta el último detalle que se pueda descubrir.
John frunció el ceño.
—¿Y qué motivo hay para eso? —preguntó; pero cambió de actitud al ver que en mi rostro crecía la ira—. Por supuesto, si eso es lo que tú deseas.
—Es lo que yo deseo —le dije en tono firme.
Asintió con rapidez.
—Iré inmediatamente.
Había transcurrido poco más de un mes cuando recibimos nuestro primer informe detallado. John Amos condujo al detective a la biblioteca.
Malcolm estaba todavía en su cuarto. No pensaba decirle nada hasta que yo me enterase primero.
El investigador privado era un hombrecillo de aspecto doméstico que parecía más bien un cajero de Banco. Más adelante supe que eso representaba su gran ventaja. Nadie se fijaba en él. Se llamaba Cruthers y llevaba unas gafas de gruesos cristales, mal ajustadas, que continuamente se deslizaban por su nariz mientras hablaba. Me ponía un poco nerviosa; pero me esforcé por escucharle.
—Viven bajo el nombre de Dollanganger —comentó—. Por eso he tardado un poco en encontrarles.
—No estoy interesada en los detalles de sus esfuerzos, Mr. Cruthers. Deme a conocer sólo los hechos que haya descubierto —le exigí severa.
—Sí, Mrs. Foxworth. Christopher Dollanganger está trabajando como ejecutivo de relaciones públicas en una gran empresa situada en Gladstone, Pennsylvania. Por lo que he podido descubrir, es un hombre muy apreciado.
—¿Relaciones públicas? —pregunté.
—Naturalmente —intervino John Amos—, después de que Malcolm y tú retirasteis a Christopher vuestra ayuda financiera, no podía continuar en la Facultad de Medicina —sonrió.
Cruthers se quedó mirando a John.
—Continúe con su informe, Mr. Cruthers —ordené.
—Mrs. Dollanganger está considerada como una mujer atractiva, buena esposa y madre.
—¿Madre? —me apresuré a decir.
—Tiene un hijo, un chiquillo de casi dos años. Se llama Christopher.
—¿Qué ha sabido usted de él? —pregunté suavemente, y el corazón me palpitaba acelerado.
—Es un hermoso niño —informó—. Lo he visto. Cabello dorado, ojos azules. Y, al parecer, muy inteligente.
—No puede ser —dije, y me apoyé en el respaldo—. No son las mismas personas. Quizás esa pareja se llaman Christopher y Corinne; pero no son ellos. Se ha equivocado —afirmé convencida.
—No, Mrs. Foxworth…, excúseme, pero no hay duda alguna de quiénes son. Tenía fotografías, no lo olvide. Los he visto de cerca. Son su Corinne y Christopher.
—No son los míos —insistí.
El detective miró a John Amos y permaneció silencioso.
—¿Qué más ha sabido usted de ellos? —pregunté.
—Bueno, Mrs. Dollanganger está embarazada otra vez —dijo vacilante.
—¿Embarazada? Yo también miré a John Amos, y en su cara había de nuevo una sonrisa maliciosa. Asintió.
—Esta vez el niño será diferente —murmuré.
—¿Qué dice usted, Mrs. Foxworth? —preguntó Cruthers.
—Nada. Quiero que siga usted con esto y me informe del día en que Mrs. Dollanganger dé a luz. Quiero saberlo todo sobre la nueva criatura. ¿Entendido?
—Sí, lo entiendo, Mrs. Foxworth. Seguiré con el asunto. Pronto ha de tener el hijo.
—Bien —dije—. En el correo de mañana recibirá usted un cheque. —E hice un gesto hacia John Amos indicándole que acompañase al detective hasta la puerta.
Durante un rato permanecí allí sentada pensando en la información. Después, me levanté y me dirigí hacia la puerta de Malcolm. Hice una pausa justo antes de abrirla.
«No —pensé—. Todavía no. Cuando sepamos algo del nuevo bebé».