Christopher trajo a nuestras vidas un estallido de luz. Corinne, John Amos, Malcolm y yo, nos sentíamos atraídos hacia él como mariposas nocturnas hacia una lámpara. Nos fascinaba la esplendidez de su cabello, de su sonrisa radiante.
—Buenos días, Olivia —decía al reunirse conmigo para desayunar—. Estás adorable esta mañana.
—No halagues ni gastes bromas a una mujer vieja —respondía yo siempre.
—¿Halagar y bromear? —Me respondía, y en sus ojos azules había la luz más pura, un azul claro como el que se encuentra en el fondo de los más frescos lagos de montaña—. Lo digo desde el fondo de mi corazón. —Y con una sonrisa juvenil y un apetito sano untaba con mantequilla las tortitas de bayas y decía—: Ya de niño, Olivia, recuerdo que eras la mejor de las cocineras. Siempre nos hacías galletitas, de las que tienen pasas. Eras muy bondadosa conmigo.
El corazón se me llenaba de gozo, de una alegría que ya había olvidado que podía existir en esta vida terrena.
Malcolm podía hablar con Christopher de los más complicados planes de negocios.
—No estoy seguro de que los ferrocarriles públicos sean la inversión del futuro —diría Christopher—. Me parece que ya ha llegado la hora de mirar al cielo. La aviación será el transporte de los próximos tiempos.
—Quieres decirme que el hombre corriente irá volando alrededor de esta gran tierra nuestra… Me parece difícil de creer, joven.
—Eso ya está ocurriendo. Fíjate en cuántas compañías ofrecen sus opciones al público.
Christopher abría el The Wall Street Journal, y yo veía sus cabezas rubias inclinadas sobre el periódico mientras leían las cotizaciones.
—Vaya, hijo, creo que podrías tener razón —acababa reconociendo Malcolm—. Tienes una buena cabeza para los negocios. ¿Estás seguro de que quieres desperdiciarla dedicándote a la medicina?
—Quiero ayudar a la gente, como mi padrastro hacía.
Incluso John Amos estaba impresionado con el conocimiento que tenía el muchacho de las escrituras sagradas. Adentrada la noche, todavía estaban repasando algunos pasajes, y discutiendo diversas interpretaciones. Christopher siempre veía al Señor como un ser misericordioso, en tanto que John insistía en que también era vengativo.
Era Corinne quien estaba más hechizada por aquel hermoso joven. Buscaba todas las oportunidades para estar con él. Solamente cuando yo entraba en la habitación y los veía sentados en el sofá, uno al lado del otro, susurrando y riendo, se acordaba de separarse un poco, de soltar la mano a Christopher, y seguir mi consejo de tratarle como se trata a un tío. Pero a mí me llenaba de gozo ver a esas dos radiantes criaturas que traían tanta alegría a la siniestra mansión de Foxworth, y les preparaba el té y les hacía galletitas, recordando siempre de ponerles pasas. Me parecía que Christopher tenía una paciencia infinita, respondiendo a las interminables preguntas de Corinne sobre su pasado, incluso cuando inquiría cosas que podían hacerle recordar momentos tristes. Parecía incapaz de enfadarse, y se mostraba siempre lleno de comprensión, generosidad, calor y simpatía.
Durante una cena, Corinne le preguntó acerca de Alicia. Malcolm se encontraba en su puesto habitual, a la cabecera de la mesa, y yo estaba en el mío, en el otro extremo. Corinne se sentaba ahora frente a Christopher, que ocupaba el lugar que había sido de Mal. Ella había bajado a cenar con cierto retraso, pues tardó mucho en decidir lo que debía llevar y en arreglarse el pelo.
Era una de nuestras noches veraniegas más calurosas; pero Malcolm todavía llevaba americana y corbata, lo mismo que Christopher. Mi marido nunca se quejaba de incomodidad. Mantenía una apariencia fría y relajada, casi ordenando a su cuerpo cómo debía comportarse. Aunque Christopher se sentía agobiado, no decía ni una palabra. Fuera, no soplaba ni la más leve brisa, de modo que ni una ráfaga de aire fresco entraba por las ventanas. Toda la refrigeración procedía de los ventiladores del techo.
Corinne comenzó a gastar bromas a su padre acerca de su corbata anudada con tanta firmeza.
—¿Por qué no os aflojáis los dos las corbatas y os quitáis la americana? —planteó—. Me parece que sería romántico.
Hizo rodar los ojos y suspiró. Yo había comentado a Malcolm que Corinne pasaba demasiado tiempo leyendo las revistas de modas y siguiendo las vidas de las estrellas de cine. Cada vez más, se comportaba como si Foxworth Hall fuese un decorado de Hollywood.
—No estamos representando comedias en ningún escenario —replicó Malcolm, recordando mis observaciones, y yo asentí aprobadora—. Ésta es nuestra cena. Te sugiero que te preocupes de otras cuestiones que no sean la manera de vestir de los hombres de esta casa, Corinne.
—Algunas veces, papá es tan estirado —le dijo a Christopher sonriendo sin inmutarse.
El muchacho no le devolvió la sonrisa, sabiendo muy bien cómo hubiera reaccionado Malcolm. Yo sabía que ella estaba exhibiéndose para Christopher, y aunque en los ojos de éste había una expresión de placer, mantuvo su decoro.
—En tu casa, Chris —le preguntó—, ¿también eran así de estirados?
Arqueé las cejas. ¿Chris? Corinne vio mi gesto de represión. No se acortan los nombres de las personas mayores que tú, le había enseñado.
—Mi padre quería que nos vistiéramos adecuadamente para cenar —repuso él—. Yo no diría que era estirado, ni lo diría tampoco del tuyo —contestó el chico con mucha diplomacia.
Malcolm no demostró su reacción, pero yo sabía que estaba complacido.
—¿Y tu madre? Sé tan poco de ella… Se marchó contigo poco después de que yo naciera —inquirió Corinne.
Cada vez que el nombre de Alicia se mencionaba, Malcolm y yo nos tensábamos sin poder evitarlo. Me preocupaba que de alguna verdad surgiera la verdad, que yo pudiera perder para siempre el cariño de estos dos jóvenes, los cuales jamás nos perdonarían la mentira vital que habíamos impuesto a Alicia. Me consolé pensando que fue lo mejor para todos. Y no había manera de que ellos lo adivinasen. ¿Quién podría descubrir nunca un engaño semejante?
—Creo que no deberíamos hablar de la madre de Christopher durante la cena —intervine—. No puede ser muy agradable para él, considerando la tragedia de su muerte —añadí.
Corinne se ruborizó.
—Oh, lo siento. Yo no…
—No te preocupes. Pero Olivia tiene razón —dijo el chico.
A continuación hizo una pregunta a Malcolm sobre una de sus fábricas y el tema quedó olvidado; pero en el aire permaneció la tensión entre Corinne y yo durante el resto de la cena. Ella se irritó porque la había hecho parecer cruel ante Christopher; pero fue la manera más rápida que se me ocurrió para cortar aquel tema. Tenía tan pocas ganas como el propio Malcolm de hablar de Alicia delante de Corinne. Más tarde, oí cómo Christopher le aseguraba a Corinne que no le había ofendido. Iban andando por el pasillo en dirección al patio del este. Ignoraban que yo estaba lo bastante cerca para poder oír su conversación.
—Mi madre a veces es muy fría —le dijo ella—. Incluso exasperante —añadió, parpadeando con coquetería.
Él se echó a reír.
—No has de juzgar a tu madre con tanta dureza, Corinne —le aconsejó—. Lo que ha dicho ha sido sólo para protegerme. Le preocupa herir mis sentimientos —añadió en un tono de voz que sugería una relación entre maestro y alumna.
Pensé que estaba haciéndolo muy bien, en sus esfuerzos para mantener a la chica en su lugar, y me sentí orgullosa de él.
A la mañana siguiente, Christopher se acercó a mí en aquel mismo patio del este. Yo estaba disfrutando del día húmedo y encapotado porque corría una agradable brisa. Mientras se me acercaba, observé en su frente un ceño grave, aunque sonrió y me saludó cariñoso.
—Buenos días, Olivia, ¿puedo sentarme?
Dejé a un lado mi labor de punto de cruz cuando se acomodó junto a mí. Yo sabía que algo le preocupaba y, por un momento, temí que me hiciera interminables preguntas acerca de Alicia y los motivos que la habían hecho abandonar Foxworth Hall. Me disgustaba tener que mentirle, pues lo consideraba injusto. Sin embargo, ¿qué pensaría de mí, de Malcolm, de Alicia, e incluso de él mismo, si supiera la verdad?
—Parece que algo te preocupa, Christopher —le dije cautelosamente—. ¿De qué se trata?
—Olivia —dijo, y una expresión de dulzura cruzó por su cara—. Quiero que sepas lo reconocido que estoy por lo que Malcolm y tú estáis haciendo por mí. Todo es tan maravilloso aquí… Me siento como si hubiera encontrado un segundo hogar a pesar de haber perdido a mi madre. Y os agradezco que comprendáis que es difícil para mí hablar de ella. La noche pasada, durante la cena, percibí que tú me entendías muy bien, y después, cuando estuve pensando en ello, me di cuenta del porqué. Tú has sufrido una pérdida, quizá mayor que la mía. Los hijos sabemos que nuestros padres han de morir; pero tiene que ser espantoso perder dos hijos. —Alargó su mano y cogió la mía—. No me atrevía a hablarte de Mal y de Joel porque sé lo doloroso que es para ti. Pero creo que podemos compartir ese dolor. Recuerdo a Mal, tan serio y tan adulto. Cuando yo estaba aquí con ellos, me trataban como a un hermano. Y cuando mi madre estuvo lejos varios meses, tú fuiste una madre para mí, y yo te amé como si lo fueras. Nunca lo he olvidado. Y ahora yo la he perdido a ella y tú te has quedado sin tus dos hijos. Pero podemos tenernos el uno al otro, ¿no es verdad? Quiero decir que es como si yo hubiera encontrado una madre y tú hubieses hallado otro hijo. ¿Podemos ser así, Olivia? Siempre deseé tener hermanos y hermanas, y solía quejarme por no tenerlos. Pero cada vez que se lo pedía a mí madre, ella se alteraba y comenzaba a retorcerse los dedos… No sé por qué; nunca me lo explicó. Ahora tengo una segunda familia. Y adoro a Corinne, ¡será una hermosa mujer! La has educado muy bien, es dulce y encantadora. ¡Y me río mucho con ella! ¿Sabes?, no me importa que me persiga. Es halagador. Nada me honraría más que ser un verdadero hermano para Corinne, y, si tú me lo permites, un hijo para ti.
—Gracias, Christopher —respondí.
Vi cariño y respeto en sus ojos. Aquel joven me conmovía más de lo que jamás podría expresarle. Era muy extraño que hubiera perdido a mis dos hijos propios y me hubieran dado los de Alicia. Juré que cuidaría de ellos y los protegería. Y aunque ya eran casi adultos, formábamos en verdad una familia, la clase de familia en la que yo había soñado… hijos hermosos y tiernos, con el mundo a sus pies.
—No hay nada que pudiera gustarme más, Christopher —agregué—, que el hecho de que te consideres mi hijo. Me siento honrada y satisfecha de ello.
Christopher sonrió y su hermoso rostro rebosaba amor e interés.
—Me habría gustado que mi madre no hubiera salido nunca de Foxworth Hall, pues ahora tendría muchísimos más recuerdos de Mal y de Joel. Me gustaría haber tenido la oportunidad de conocerles mientras crecíamos juntos; pero me doy cuenta de que todo ello está en el pasado y no sirve de nada resucitarlo. Mi madre me contó muy poco de su vida aquí. Ahora nosotros podemos crear nuevos recuerdos, ¿no es verdad, Olivia?
Christopher bajó la mirada y después la alzó hasta mí, con aquellos ojos azules de los Foxworth, pero los suyos eran más cálidos, más profundos, más expresivos.
—Haré que te sientas muy orgullosa de mí, Olivia…
Su dulzura y su afecto eran tan conmovedores, que se me saltaron las lágrimas. Había tenido muy poco amor en mi vida; pero creía que Christopher me amaba de verdad, como si fuese su madre. Se me hizo un nudo en la garganta; y Christopher me había emocionado. Sonreí y di unos golpecitos en su suave mano.
—Christopher —comencé—, si consigues lo que te has propuesto, me proporcionarás ese orgullo y esa felicidad que una madre siente gracias a su hijo. Me halagan tus sentimientos.
Desvié la mirada porque mi corazón estaba palpitando muy aprisa y estaba a punto de echarme a llorar.
Recordé las charlas que solía tener con Mal y con Joel. Algo de lo que me había sido arrebatado, volvía de pronto. Y, como para consolarme, la cálida brisa me acarició la cara, y se alejó la alargada nube esponjosa que había cubierto el sol. El calor me rodeaba por todas partes; pero el más importante, era el que había en mi corazón.
—Haré todo lo que pueda —dijo Christopher.
Se inclinó para besarme en la mejilla. La calidez de sus labios permaneció sobre mi piel después que él se levantara. Reprimí mis grandes deseos de llorar y me volví hacia él solamente cuando ya se marchaba. Le contemplé mientras se dirigía a la casa. Después, alcé la mirada y vi a John Amos en una ventana del segundo piso, observándonos. Tenía las manos enlazadas en la espalda y su cuerpo parecía arrojar una sombra espesa, profunda.
Comencé a observar que vigilaba siempre a Christopher. Aparecía de improviso, acechando en una puerta, emergiendo de entre la penumbra. Daba la impresión de que buscaba algo en él. Con sus ojos inquisitivos, como escalpelos hurgadores, procuraba descubrir una pista, una señal, una insinuación. Cada vez que Malcolm y Christopher tenían una conversación y John Amos se hallaba cerca escrutaba al muchacho como un espía enviado de alguna tierra distante, lleno de suspicacia. Durante algún tiempo, no comentó nada; pero, cierto día, cuando había transcurrido alrededor de una semana de aquella conversación nuestra en el patio, vino a la puerta del salón del frente mientras yo estaba leyendo.
—Tengo que hablarte acerca de Christopher —dijo.
Yo asentí y le indiqué que podía entrar. No se sentó, de modo que adiviné que sus pensamientos le preocupaban. Se quedó en pie un buen momento, con las manos detrás, y después se volvió hacia mí:
—Hay peligro en el paraíso —comenzó.
—¿Qué te preocupa, John? —le pregunté, mostrándole cierta impaciencia, pues no me gustaba que hubiera venido a criticar a Christopher—. ¿Qué es lo que ha hecho? —demandé con aspereza.
—No ha hecho nada en concreto; pero yo soy un hombre precavido y quiero que tú también tengas cautela. Me preocupa que todos os hayáis encariñado con él de un modo tan rápido. Incluso Malcolm parece haber perdido su modo de ser meticuloso y su mirada perspicaz. Sólo tú, Olivia, posees la intuición necesaria para ver lo que estoy sugiriendo —dijo; se cubrió el labio superior con el inferior y entornando los ojos; después movió la cabeza muy despacio, como si confirmase sus propias declaraciones.
Medité en lo que acababa de decir.
—Pero no habrás observado nada…
—Lo he visto con Corinne. Están mucho tiempo juntos dando paseos por los jardines, en los columpios, hablando, riendo… —dijo como si hacer aquello fuese pecado.
—Pero son inocentes. Ella lo acompaña a todas partes como un obediente cachorrillo. No habrás observado ninguna indiscreción, ¿verdad?
—No. Sin embargo… como te he dicho, me preocupa. Corinne está pasando mucho más tiempo y poniendo mayor atención en embellecerse. Se sienta delante de su tocador y se cepilla el pelo un centenar de veces antes de salir de su habitación.
Me acomodé en mi asiento.
—¿Es que la vigilas cuando se cepilla el cabello? No lo entiendo —comenté, y de pronto John pareció turbado. Se le enrojeció la cara y abría y cerraba la boca sin pronunciar palabra—. ¿Por qué la vigilas tanto? —pregunté—. ¿Y cómo puedes hacerlo tan de cerca?
—Algunas veces deja su puerta un poco abierta y yo…, hago lo que puedo para… estar al tanto de los problemas que puedan surgir, Olivia —se apresuró a justificarse—. Ya sabes que eso es lo que me importa.
Medité lo que había dicho John.
—¿Hay algo más que hayas visto y que creas deba yo saber? —pregunté, dándome cuenta de que espiaba mucho más de lo que yo podía imaginar.
—Sí, debo confesar que ayer los seguía porque me inquietaba un presentimiento.
—¿Qué? —exigí.
Cada vez me sentía más enfadada por las suspicacias de John Amos hacia aquellas jóvenes criaturas, hermosas e inocentes. ¿Estaba acaso intentando destruir la paz y la felicidad que al fin habíamos logrado tener en Foxworth Hall?
—¿Qué es lo que presentiste, John? —le interrogué.
—Los seguí hasta el lago. Se salpicaban y reían en el agua. Estuve observándoles en sus juegos, y quedé muy sorprendido al verles salir del agua. ¡Estaban nadando con la ropa interior! Olivia, ¡era obsceno! ¡Todo se transparentaba! ¡Lujurioso!
Debo decir que quedé muy sorprendida al escuchar aquello. Había educado a Corinne para que fuese una joven recatada, y no aprobaba que hubiera hecho tal cosa. Pero los disculpé. Después de todo, eran jóvenes, y teníamos una temperatura veraniega caliente y húmeda. Estaba segura de que solamente su exuberancia natural les impulsó a hacerlo.
—John Amos —dije en tono severo—, no me gusta tu mente suspicaz. Después de todo, son de la familia, y en semejantes situaciones, la gente a menudo deja a un lado el recato. He oído decir que los hermanos y los primos a menudo se sienten muy a gusto juntos, libres de inhibiciones y sin tener vergüenza unos de otros, aunque tú y yo no lo hiciéramos. No saquemos las cosas de quicio, no es preciso exagerar.
El primer verano con Christopher llegó a su fin. Él se marchó a Yale. Corinne, ahora en el décimo grado, fue matriculada en el mejor colegio femenino de Nueva Inglaterra. Quería que se familiarizara con las viejas tradiciones de la costa Este y que aprendiese algo más que los bailes del Sur y los Derbys de Kentucky. Quería que estudiase latín y griego clásico, que llegase a ser algo más que una de esas lindas amas de casa con la cabeza vacía que gobernaban las mansiones de Virginia. Por una feliz coincidencia, la escuela de Corinne estaba en Massachussetts, a una hora más o menos de New Hayen. Para mí representaba un consuelo saber que un miembro de la familia se hallaba cerca de ella, en caso de que necesitara alguna cosa.
Lamenté de su marcha. Dejaron Foxworth Hall a la vez, pues iban a embarcar en el mismo tren hacia el Norte y Christopher se había ofrecido para acompañar a Corinne hasta el colegio y dejarla instalada allí antes de que él siguiera su camino hacia Yale. Me resultaba muy agradable comprobar lo pronto que se habían convertido el uno para el otro en la hermana y hermano que eran en realidad, aunque ellos lo ignorasen.
La gran casa parecía vacía sin su presencia, y volvió a imponerse nuestra aburrida rutina. Malcolm siempre en su trabajo, John Amos dirigiendo la servidumbre y explicándome la Biblia. Pero me consolaba pensar en mis hijos, pues los consideraba así.
Tal como me había prometido, Christopher me escribía todas las semanas unas cartas largas, interesantes, contándome todo lo que hacía y diciendo cuánto echaba de menos Foxworth Hall y los días felices que había pasado durante la última mitad del verano, Y Corinne enviaba notas simpáticas, describiendo su escuela y sus nuevas amigas. Se quejaba de que no hubiera muchachos por allí, lo cual me preocupó un poco, pues temía que se obsesionara con los chicos y se metiera en algún conflicto, pero me animé pensando que la había preparado bien. Tenía que confiar en el fruto de la esmerada educación recibida. Creía que mi tutela dominaría cualquier tendencia heredada de su madre.
Todos esperábamos las vacaciones para que los chicos volvieran. Las del Día de Acción de Gracias eran demasiado cortas para que hicieran el largo viaje hasta Virginia; pero uno de los profesores de Christopher invitó a él y a Corinne a cenar en su casa. Me consoló que por lo menos estuvieran juntos. Todos aguardábamos ansiosos que llegase la Navidad. Se presentaron juntos, alborozados y felices, tan ansiosos y contentos como dos niños pequeños esperando la llegada de Santa Claus. Aquel año, nuestra fiesta fue espectacular.
El árbol tenía doce metros de altura y llegaba hasta la rotonda. Christopher y Corinne lo decoraron, invirtiendo en ello casi dos días enteros. Él estaba en la escalera y ella le iba dando los brillantes adornos. Colgaron incluso palomitas de maíz y arándanos agrios, metros y metros de guirnaldas blancas alrededor de las ramas, como un conjunto de bailarines danzando alrededor del árbol de mayo. La noche de la fiesta Corinne estaba excitadísima. Malcolm le había comprado un llamativo traje de noche de terciopelo rojo, y ella se recogió su pelo rubio en lo alto de la cabeza dejando caer los rizos en cascada. Yo había accedido a que llevase un poco de maquillaje, sólo un poco de fondo y un leve toque de lápiz de labios. He de reconocer que estaba deslumbradora. Parecía una princesa, una estrella de cine, una reina.
Malcolm, Christopher, John Amos y yo, así como los sirvientes, todos nos volvimos a mirarla cuando bajaba majestuosa la escalera. Nos sentimos muy orgullosos. Malcolm se hallaba a punto de reventar de gozo, y oí que Christopher, maravillado, soltaba un suspiro cuando ella llegó junto a nosotros, se dirigió a su padre con gesto alegre, le deseó Feliz Navidad y le dio un abrazo. Mientras tenía los brazos alrededor de él, guiñó el ojo a Christopher. Tan sólo John Amos tenía una mirada maliciosa y una expresión rígida. De pronto, me di cuenta de que estaba observando a Corinne. Vaya, ¡John Amos estaba celoso de Christopher! Ésa era la fuente de sus sospechas. Le cogí del brazo y le conduje hasta la gran sala de baile.
—Ven John Amos, vamos a asegurarnos de que todos los preparativos son perfectos. Nuestros invitados están a punto de llegar.
Nuestra fiesta fue un gran éxito. Corinne, muy metida en su papel de damita sofisticada y conocedora de la etiqueta, asumió el carácter de anfitriona mucho mejor que yo. Vi lo orgulloso que Malcolm se sentía de ella, cómo se acomodaba en su asiento o se echaba a un lado para observarla mientras ella se movía por el gran vestíbulo, saludando a la gente, riendo con unos y otros, diciendo la palabra justa y encantando a jóvenes y mayores. Vi sonrisas en sus caras y el encanto en sus ojos cuando ella les saludaba. Y no me importó que a mí nunca me hubieran correspondido de la misma manera. Yo no fui nunca aquel tipo de mujer. Pero mi Corinne sí lo era, y el reflejo de la gloria me parecía más dulce que la gloria misma.
Corinne llevaba a Christopher del brazo, y lo presentaba como su tío, que había estado ausente mucho tiempo y que ahora había aparecido y estaba preparándose para ser un famoso médico. También les decía lo orgullosa que se sentía de él. Mientras pasaban de un invitado a otro, Corinne se mostraba radiante, como un viento mágico que pusiera alegría de Navidad en todo lo que tocase.
Christopher, como siempre, era encantador, cumplimentando a las mujeres, haciéndoles que se sintiesen bonitas y atractivas. Tenía una palabra amable para todo el mundo, y siempre parecía sincero, en ningún momento falso. Buscaba y encontraba siempre la mejor cualidad de cada persona, y la ponía de relieve… Por cualquier parte que yo fuese, oía hablar de él y de Corinne, de la magnífica impresión que los dos producían.
Llegó a mis oídos el comentario que Mrs. Bromley hacía ante un grupo de mujeres, en el sentido de que le resultaba difícil creer que una persona tan enérgica y encantadora como Corinne pudiera ser hija mía.
Pero esta vez no sentí ninguna necesidad de interrumpirla y darle la réplica, como en una fiesta anterior. Sabía que se sentía celosa. En cambio yo experimentaba orgullo. No había en la comunidad un joven más atractivo ni una mujer más bella. Finalmente conseguía el éxito en mi papel de esposa de Malcolm.
Habíamos sobrevivido a nuestros problemas y tragedias; pero, al igual que la gran mansión, ahora estábamos en el pináculo de la comunidad. Éramos personas envidiadas y admiradas.
Cuando la orquesta comenzó los compases, Christopher condujo a Corinne a la pista. Era un vals, y su danza cortaba el aliento. Él la hacía girar por la pista como si hubieran nacido para bailar juntos. Todo el mundo se volvió para contemplarlos, satisfechos de ver aquella espléndida pareja deslizándose por el suelo como copos de nieve llevados por un dulce viento. Después, Malcolm, alto y digno, se acercó e interrumpió el baile. Corinne sonrió a Christopher cuando su padre ocupó el lugar de éste en el círculo bajo el aplauso de los invitados, y Malcolm bailó con Corinne. Pero, de alguna manera, había roto el hechizo, ambos parecían tiesos y un poco molestos; fue como si Malcolm hubiera querido competir con Christopher y demostrar que él era también un excelente bailarín. Pero no lo era. En aquel momento me di cuenta de que Malcolm había envejecido. Ya no poseía su vigor juvenil. Danzando con Corinne, parecía un viejo tonto.
Christopher se acercó a mí, sonriente.
—¿Me atrevo a interrumpirles, Olivia? Malcolm parece que se está cansando.
Yo sonreí y le di unos golpecitos en la mano.
—Adelante, Christopher —le animé.
Entró en la pista, y cuando tras dar un toquecito en el hombro de Malcolm, Corinne flotó a sus brazos, los invitados rompieron en aplausos.
Entonces vi que John Amos me miraba como un dios airado intentando tomar venganza por la felicidad que yo había encontrado. Volvió a contemplar a los dos jóvenes bailarines y alzó una ceja, con alarma y suspicacia.
—No hay mayor ciego que el que no quiere ver —entonó.
¿Por qué tenía que hacer aparecer tan sórdida la belleza? ¿Por qué tenía tanto resentimiento contra Christopher? ¿Creería quizá que, por ser él un miembro de la familia, debía gozar de sus mismos beneficios en lugar de verse relegado a un simple mayordomo? Aparté el pensamiento de mi mente. Era la mejor fiesta de Navidad de cuantas habíamos celebrado, y yo estaba gozando la maravilla de verme reflejada en la gloria de mis hijos. No iba a permitir que las suspicacias de John Amos arruinasen mi felicidad.
* * *
Durante su segundo año en Yale, Christopher hizo más que afirmarse como un estudiante prometedor. Sus profesores consideraron que sus trabajos eran extraordinarios. A pesar de hallarse aún en el segundo curso, ya estaba haciendo cosas que correspondían al último año. Se le dieron facilidades; y Malcolm y yo recibimos su entusiasmada carta anunciando que se graduaría en tres años en lugar de en cuatro. La Facultad de Medicina estaba a la vuelta de la esquina.
Me encantó saber que Corinne y él permanecían siempre en contacto. Christopher incluso había ido una o dos veces a verla a su pensionado. Ella debió sentirse muy orgullosa al exhibir entre sus amigas aquel pariente, su tío, tan bien parecido. La imaginé en su dormitorio, sentada en la cama, rodeada por las otras chicas, escuchando cómo describía a Christopher, las fiestas de Navidad y Foxworth Hall. Estoy segura de que les hacía sentir envidia, y debía prometer a algunas presentarles a tan apuesto familiar. Cuando Christopher llegó allí, era casi seguro que lo expuso como una joya preciosa.
John Amos, sin embargo, nunca abandonó sus sospechas y sus celos.
—No es natural, Olivia; ni los hermanos están tan unidos a esa edad.
—John —decía Malcolm—, ¿no puedes dejar tranquila a Corinne? —Su padre seguía prendado de ella.
Cuando cumplió diecisiete años, Corinne era una mujer de belleza sorprendente. Su cabello dorado jamás había sido más suave y brillante. Sus ojos eran más luminosos y tenían un azul más profundo que el celeste de las pupilas de Christopher. Poseía la figura esbelta y muy femenina de Alicia, un cuello gracioso, unos hombros pequeños y redondos, un pecho firme, lleno, una cintura estrecha y unas delicadas caderas. Sus piernas eran largas, y se movía con una gracia y una soltura que hubiera dado envidia a los ángeles.
Christopher, ya con veintiún años, también se había llenado. Tenía los hombros más anchos y más musculosos por sus actividades atléticas en Yale. Era campeón en su equipo de remo con espadilla. Había crecido por lo menos tres centímetros desde que había venido a Foxworth Hall, y pensé que su madurez le hacía todavía más atractivo. Ahora había en él mucho de Garland, a quien oía en su risa, y le veía también en su alegre paso.
Regocijaba el corazón sentirlos corretear por la gran casa, pasando de una actividad a otra. Una tarde salían a navegar por el pequeño lago; otra, iban a recoger flores silvestres o a espiar a las abejas para que Olsen pudiera quitarles la miel. Durante la cena, hablaban sin cesar acerca de la vida en sus escuelas.
Malcolm miraba a los dos, adorando, como era natural, a Corinne. Algo estaba sucediendo en su cara de granito. Poco a poco, iba cambiando hasta que llegó un momento en el cual ya no parecía que llevase sobre los hombros una cabeza de piedra. De tanto en tanto, incluso él estallaba en risas cuando nos hallábamos a la mesa y Corinne describía alguna bobada que había dicho o hecho.
Christopher también contaba muchas anécdotas de Corinne, encantado de relatarnos cosas que ella había dicho o hecho cuando él la visitaba en la escuela. Estaban tan unidos que comencé a preocuparme. Una tarde, cuando regresaban de navegar por el lago, me di cuenta de lo que me preocupaba en su relación.
El brazo de Corinne se enlazaba al de Christopher, y el cabello se le balanceaba por los hombros cuando ambos cruzaban el césped en dirección al patio donde yo estaba sentada contemplando la cordillera Blue Ridge Mountains.
Se parecían tanto en aquel momento como hermano y hermana, que estaba casi segura de que ellos lo habían percibido. Por un instante, me sentí retroceder en el recuerdo de mis propios hijos e imaginé que si Mal o Joel estuvieran vivos y caminando junto a Corinne, cualquiera de ellos hubiera tenido un aspecto igualmente maravilloso, pues era tal el poder de aquella belleza femenina que cualquier hombre que estuviese cerca hubiera quedado realzado por ella, del mismo modo que una mujer queda realzada por las joyas.
Oí primero sus risas. Sus voces, todavía algo lejanas, eran confusas. Se acercaron y, al verme, se detuvieron Y se miraron como si hubieran estado haciendo algo ilícito. Me puse tensa. Poco después se aproximaron a mí, caminando más aprisa y separándose un poco el uno del otro, aunque Corinne todavía enlazaba su brazo con el de Christopher.
¿No es un día espléndido, Olivia? —dijo él—. Hemos tenido la brisa justa para mover nuestra pequeña embarcación —explicó—. Me gustaría que me permitieras llevarte a dar un paseo en barco en un día como éste.
Corinne me miró con una expresión desafiante; no podía imaginarme en un bote de vela.
—Lo he hecho muchas veces —dije—. Cuando vivía en New London, la navegación a vela era tan corriente como caminar.
—¿Ah, sí? —dijo Christopher—. He estado en New London y tiene un puerto muy bonito.
—Sí —corroboró Corinne—. Lo es.
—¿Tú has estado también en New London? —me apresuré a preguntarle.
Ella dirigió a Christopher una mirada furtiva y después asintió.
—Un sábado la recogí en la escuela y la llevé a dar un paseo —confesó él—. Sabíamos que era el lugar donde naciste y queríamos verlo.
—Es un sitio muy bello —dijo Corinne.
Entonces, se miraron a los ojos de una manera que excluía al resto del mundo. Y yo sentí que una aguda punzada de terror me oprimía el corazón. Fue como si los dos estuvieran viviendo bajo un velo que no dejaba entrar nada en su mundo secreto.
* * *
El año siguiente pasó con gran rapidez, y el verano llegó muy pronto. Esta vez Malcolm Y yo fuimos hasta Nueva Inglaterra, primero para asistir a la graduación de Corinne en el instituto, y después para estar presentes en la de Christopher en Yale. Fue él quien se encargó de pronunciar el discurso de despedida. La gente que teníamos cerca lloraba ante sus palabras conmovedoras. Habló de modo elocuente, diciendo que, cuando sentimos que perdemos algo, una esperanza, un sueño o a alguien amado, podemos aferrarnos a nuestros sueños y hacer que sean reales otra vez. Sabía en mi interior que estaba pensando en nuestra familia, con sus tragedias. Para él, la pérdida de Alicia y encontrar después un hogar en Foxworth Hall. Cuando bajó del podio, incluso Malcolm estaba emocionado, y todos corrimos hacia él con los brazos extendidos. Corinne llegó la primera y permanecieron abrazados largo rato. Malcolm y yo, algo impacientes, esperábamos nuestro turno para hacerlo. Cuando al fin nos estrechó, envolviéndonos a los dos en un mismo abrazo, yo vertí lágrimas que ardían de felicidad. Después, todos juntos tocamos su bonete y, como una familia, lo lanzamos al aire. El cielo estaba casi negro por los bonetes de graduación subiendo en espiral a cual más alto. Llenaban el aire millares de jóvenes voces masculinas dando vítores.
Volvimos a casa en el coche que Malcolm había regalado a Corinne como presente por el acontecimiento. Era un «Cadillac» convertible color crema. La conducción se hizo por turnos. Unas veces guiaba Malcolm y yo iba a su lado, en el asiento delantero mientras Christopher y Corinne viajaban atrás. Después, el chico cogía el volante y después lo sustituía ella. Para ser recién graduados con magníficas notas, guardaron un extraño silencio durante el largo recorrido de regreso a Virginia, que duró dos días. Nos detuvimos a pasar la noche en Atlantic City, Nueva Jersey, y Malcolm quiso que aquella noche saliéramos todos juntos a visitar la ciudad.
—Existen algunos lugares que quiero enseñaros, hijos —manifestó—. Aquí hay un salón de baile que tiene oro incrustado en los azulejos. Hasta haría sentir envidia a Foxworth Hall.
—Oh, papá, eres muy amable —suspiró Corinne—. Pero me siento agotada. Después de la excitación de mi graduación y la de Chris, me he quedado tan agotada que me apetece dormir un año seguido.
—Bueno, si no queréis salir a celebrarlo, pasaremos la noche tranquilos en el hotel.
—Oh, no, no, papá —protestó Corinne—. Deberías salir con mamá. ¿Por qué no hacemos como si los graduados fueseis vosotros, y nosotros nos quedamos esperando para asegurarnos de que volvéis a una hora decente? Pero no te preocupes, que seré benévola —bromeó Corinne.
Comprendí su cansancio e insistí en que Malcolm me llevase a dar esa vuelta. Después de todo, ¿no merecía yo una celebración por la gran tarea que había llevado a cabo al criar a su hija y al hijo de su padre? Dejamos a los chicos en sus habitaciones respectivas, nos pusimos la mejor ropa y nos fuimos al restaurante junto al océano. Estaba lleno de recién casados y estudiantes universitarios. Nos sentimos más bien desplazados y molestos rodeados por tanta gente joven. Casi no bebimos del caro champaña que Malcolm había insistido en encargar.
—Brindemos, Olivia —dijo, intentando poner alegría en la silenciosa cena—. Brindemos por nuestra hermosa hija, que vuelve a casa a quedarse con nosotros para siempre.
Le dirigí una mirada severa. ¿Creía acaso que Corinne nunca le abandonaría? Malcolm debía dejarla que tuviera su propia vida, que conociera a alguien que le gustase, se casara y crease una familia. Ése era el deseo de todas las jóvenes, y yo no quería que Malcolm culpase nunca a Corinne por tener sueños y deseos muy normales.
—Brindemos porque Corinne encuentre todo lo que desea de la vida y del amor —le corregí.
* * *
Llegamos a Foxworth Hall a la noche siguiente, bastante tarde. Dejé que los chicos durmieran por la mañana todo lo que quisieran; después de todo, llegado el otoño los dos tendrían que comenzar a asumir responsabilidades de adulto. Christopher estaba esperando todavía que le comunicasen haber sido aceptado en la Facultad de Medicina. Estaba apuntado en la lista de espera de varios colegios de la Ivy League, y ya lo habían admitido en el alma máter de su padrastro, en Georgia. Corinne quería ir a Bryn Mawr; pero yo insistí en que solicitara el ingreso en Vassar y el Colegio Femenino de Connecticut, en mi propia ciudad de New London. La habían aceptado en los dos; pero no tenía decidido aún cual de ellos prefería.
Por la mañana, después de disponer lo necesario con John Amos y la cocinera, me fui a mi habitación y me senté ante el escritorio para atender el correo. Había un gran sobre dirigido a Christopher Foxworth, Jr. y la dirección del remitente era ¡Harvard Medical School! Me entusiasmé tanto al ver aquello, que a pesar de que sabía que no debía abrirlo, me sentí impulsada a hacerlo. Me dije que era preciso que yo supiera lo que decía para poder ayudar a Christopher a afrontar las noticias, buenas o malas. Pero, en mi interior, sabía que las noticias serían buenas. ¿Cómo podía cualquier colegio inteligente rechazar a Christopher? Me temblaban los dedos al rasgar el sobre.
Querido Mr. Foxworth:
Tengo el gusto de informarle que ha sido usted aceptado en la Facultad de Medicina de Harvard. Como Decano, me satisface…
No pude leer más. Se me llenaron los ojos con lágrimas de felicidad, y las letras se confundían ante mi vista. Cogí la carta, la apreté con fuerza contra mi pecho, subí las escaleras corriendo como una chiquilla y llamé a la puerta de Christopher. No estaba allí. Me dirigí entonces a la habitación de Corinne, pensando que ella quizá supiera dónde se encontraba Christopher. Pero tampoco la hallé en su cuarto. De pronto, escuché un ruido apagado. No podía atinar de dónde procedía. Me dirigí en aquella dirección. Por un momento, el corazón me latió con tanta fuerza, que casi no oía nada más. El ruido aumentó. Era como una risa, pero una risa extraña, como ahogada con una almohada. Al fondo del pasillo había una luz encendida. Comencé a deslizarme hacia allí con gran sigilo.
—Corinne —oí que susurraba una voz—, ¿qué habrías hecho si jamás te hubiera conocido? ¿Cómo vivirías? Tú eres mi vida. Tú eres la única razón de mi existencia. Tú eres…
—Chisst —le interrumpió ella—. Alguien puede oírnos.
—No me importa que me oigan. Te quiero. Y deseo que el mundo lo sepa.
La claridad surgía por debajo de las puertas dobles de la habitación del cisne. Apretando entre los dedos la carta de aceptación de Christopher enviada por Harvard, entreabrí un poco la puerta con sumo cuidado. Tendidos en la cama cisne, medio desnudos, sus extremidades entrelazadas, abrazados y acariciándose con pasión, estaban Corinne y Christopher. Ella tenía la cabeza echada hacia atrás y sus rojos labios se hallaban ligeramente entreabiertos. ¡Christopher estaba besándole los pechos desnudos!
Sin pensarlo, casi di un portazo al cerrar la puerta. Mi mente estaba confusa, aterrorizada y llena de rabia. El corazón me latía como un pajarillo asustado delante de una zorra. ¡Christopher y Corinne! ¡Eran amantes! ¡¡Amantes!! ¡Dios mío, si eran hermanos! ¡Oh, Señor!, ¿qué había hecho yo? ¿Qué habíamos hecho todos? Me desplomé al suelo. La cabeza me daba vueltas y me sentía como si toda la vida que había en mí se estuviera convirtiendo en veneno. De un modo frenético, buscaba en mi pensamiento lo que podía hacer. ¿Debía enfrentarme a ellos? ¿Convenía decirles la verdad? ¿Les castigaría Dios por lo que habían hecho?
Justo en aquel momento me cubrió una oscura sombra. Alcé la mirada y allí estaba John Amos, mirándome fríamente.
—Olivia, ¿qué haces ahí tirada en el suelo como una mendiga? ¿Qué está sucediendo aquí?
Y entonces sus ojillos se volvieron hacia la puerta de la habitación del cisne. Pude oír ruidos precipitados dentro. Rápidamente, John Amos asió el picaporte y abrió la puerta de golpe. Allí, en toda su gloriosa desnudez, estaban Corinne y Christopher; en la cama cisne. Él se encontraba encima de ella, y se hallaban acoplados en la unión que solamente debía existir en el matrimonio.
John Amos parecía personificar toda la ira de Dios; y mientras permaneció en pie, rígido, contemplándolos, daba la impresión de crecer y hacerse más tenebroso. Era como un ángel vengador enviado del cielo.
—¡Pecadores! ¡Fornicadores! —tronó—. ¿Cómo os atrevéis a deshonrar esta casa? Atraeréis sobre vosotros la ira del Señor. Esto es incesto, un incesto lujurioso e impío. ¡Que Dios maldiga vuestras almas para siempre en el infierno!
Intenté levantarme, apartar a John Amos de la puerta y cerrarla para ocultar la vergüenza; pero John, implacable, me empujó a un lado.
—Tú, estúpida mujer —me dijo con desprecio—. Te lo dije, te advertí de lo que estaba ocurriendo ante tus mismas narices; pero no quisiste escucharme. Has cobijado al diablo en tu casa, mujer. ¿Me oyes? Tú le invitaste a entrar, lo alimentaste y lo mimaste, y ahora el demonio ha venido a reclamar tu vida.