Lloré. Lloré la pérdida de Mal; lloré por el gozoso verano feliz cuando todos mis hijos estaban cerca de mí, fuertes y alegres, un tiempo que nunca volvería. Durante aquel invierno, largo y triste, solamente las notas ocasionales de Corinne trajeron un poco de luz, aunque parecía recuperarse muy mal de la muerte de Mal, y alguna carta de mi Joel. El que, en otro tiempo, era un muchacho débil y asustado, se había encontrado a sí mismo en Europa. Signore Foxworth, el brillante joven pianista, decía el periódico italiano que nos envió. Monsieur Foxworth, un talento con un futuro prometedor, se afirmaba en la Prensa francesa. En mi corazón floreció de nuevo el orgullo, contra el que John Amos me aconsejaba:
—El orgullo precede siempre a la caída, Olivia, recuerda las palabras de Dios, deja que sean tu guía.
Mi orgullo, sin embargo, no era por propia presunción, sino satisfacción por el único hijo que Dios me había dejado.
Me complacía en enarbolar ante la cara de Malcolm las excelentes críticas sobre las dotes musicales de Joel.
—Que tu hijo era un fracaso, Malcolm —le decía con desdén—. ¡Pero fíjate cómo le adora el mundo!
Algún tiempo después, un día aciago, el primero de la primavera, justo cuando el mundo, y yo con él, habíamos comenzado a abrir de nuevo los brazos a la vida, llegó un telegrama. Jamás había recibido buenas noticias en un telegrama, así que me senté y me quedé mirando el sobre amarillo, temblorosa, sin atreverme a abrirlo.
—Joel —susurré sin querer, pues antes de abrir el sobre, presentí lo que podía haber dentro.
HERR MALCOLM FOXWORTH
LAMENTO PROFUNDAMENTE INFORMARLE QUE SU HIJO JOEL QUEDÓ SEPULTADO BAJO UN ALUD STOP NO HEMOS PODIDO RECUPERAR SU CUERPO NI EL DE SUS CINCO COMPAÑEROS STOP RUEGO ACEPTE MI MÁS SINCERA CONDOLENCIA
Arrugué el telegrama en mi mano y me quedé con la vista fija a través de la ventana. No lloré ni gemí. Para este segundo hijo, no me quedaban lágrimas. Las había vertido sin parar por Mal, y ahora mi corazón estaba seco, estéril. Mi lamento fue como un grito en el desierto; un desierto interior que no permitía el crecimiento de nada, un desierto donde la única pasión es el viento que levanta la arena, la cual amortaja todo lo que vive. Una vez más mi mundo se había hecho gris, de un gris sin esperanzas.
Malcolm también actuó de un modo extraño. Al principio, no quiso creer que Joel estuviera muerto. Le mostré el telegrama arrugado cuando llegó de un viaje de negocios. Apenas cruzó la puerta principal, se lo entregué para que lo leyese.
—¿Qué significa eso? —preguntó—. ¿Sepultado bajo un alud?
Me devolvió el telegrama como si se tratara de un proyecto de negocios que rechazase, y se alejó para ocuparse de su papeleo en la biblioteca.
Pero cuando llegó la documentación oficial, un informe de la Policía, ni él ni yo pudimos negarnos la evidencia. Entonces lloré; entonces se desgarró mi corazón; entonces encontré el pozo escondido de mis lágrimas debajo de mi alma apergaminada. Me abrumaron los recuerdos, y lo único que veía por aquella gran casa eran Mal y Joel sentados uno al lado del otro, paseando juntos… jugando o comiendo Algunas veces, un movimiento de sombras me hacía creer que veía sus caras en la oscuridad. En otras ocasiones, visitaba en secreto la nursery, y era como si viese a los tres, Christopher, Mal y Joel; el mayor representando el papel de maestro y los dos pequeños escuchando con toda atención. Cogía sus viejos juguetes y los apretaba contra mi pecho, llorando con desconsuelo.
Malcolm se encerró en la biblioteca. Fui incapaz de preparar el memorial de Joel, y si no hubiese sido por John Amos, mi sensible Joel no habría tenido la adecuada despedida que le abriera las puertas de la casa de Dios. Aquel familiar mío me ayudó tanto que incluso fue hasta el pensionado de Corinne para darle la noticia personalmente y traerla a Foxworth Hall. La mañana de la función fúnebre Corinne y yo nos pusimos los mismos vestidos negros que habíamos llevado en el sepelio de Mal, y bajamos como dos fantasmas por la escalera. Un carruaje con crespones alquilado por nuestro nuevo mayordomo, nos esperaba delante de la entrada. John aguardaba con gran entereza junto a la puerta del vehículo.
—Temo que Malcolm no va a acudir —dijo—. Me ha pedido que os escolte allí.
Alcé el velo y miré a mi alrededor. Los sirvientes esperaban, todos vestidos de negro, dispuestos a asistir a la ceremonia religiosa y llorar la pérdida del muchachito que habían visto crecer y convertirse en hombre. Pero el padre no se veía en ninguna parte.
Entré con brusquedad en la biblioteca de Malcolm. Estaba sentado a su escritorio, pero de espaldas a la mesa. Había girado la butaca y se hallaba de cara a la ventana.
El cielo presentaba un color gris pálido y el aire se había vuelto más bien frío para ser ya de marzo. Era un día sin promesa de sol, un reflejo de mi vida.
—¿Cómo te atreves a faltar al funeral de tu hijo? —grité.
No se movió ni acusó mi presencia de modo alguno. De pronto me asusté por él. ¿Sentí lástima? ¿Lástima de un hombre que había intentado destruir el espíritu de sus hijos? ¿Lástima de Malcolm Foxworth? Parecía tan pequeño y perdido, rodeado de todas sus posesiones, sus trofeos de caza, sus libros de negocios, sus valiosas piezas de arte, los fantasmas de todas las mujeres que había seducido en su estudio. Me incliné hacia él y le toqué suavemente la espalda.
—Malcolm —dije con dulzura—, es el funeral de nuestro hijo, tu hijo. —Alzó la mano despacio y después volvió a dejarla caer—. ¿Cómo puede ser que no asistas?
—No es correcto —dijo al fin, y su voz me sonaba extraña, como un eco distante y vacío—. Un funeral sin cadáver. ¿Qué estamos enterrando? —balbuceó.
—Es un servicio religioso en memoria suya, en honor de su alma, Malcolm —dije, dando la vuelta hasta casi hallarme delante de él; a pesar de lo cual no se volvió hacia mí y se limitó a menear la cabeza.
—¿Y si le encontrasen vivo después de haber celebrado esta ceremonia? No pienso pasar por esa burla. No quiero tomar parte en ello —explicó, la voz carente aún de energía, el rostro impávido.
—Pero ya has visto el informe de la Policía. Has leído los detalles. Es un documento oficial —dije.
¿De qué servía ahora ignorar la realidad? ¿Por qué, entre toda la gente, era Malcolm quién intentaba hacerlo? Tal vez pensó que podía posponer la realidad, posponer la dolorosa culpa. Supongo que él creía que, si asistía al servicio religioso, ya no habría medio alguno de esquivar la verdad.
—Vete —me ordenó—. Déjame solo.
—Malcolm —comencé—, si tú…
Giró en su asiento, los ojos inyectados en sangre, el rostro tan desfigurado por la ira y el dolor, que casi no pude reconocerle. Retrocedí un paso. Era como si estuviera poseído por alguna criatura tenebrosa, quizá por el propio diablo.
—Vete —repitió—. Déjame solo. Y volvió a girar la butaca. Me quedé mirándolo durante largo rato y después me alejé de él, abandonándolo allí, solo en las sombras, inmóvil con sus pensamientos.
La mayoría de la gente que había acudido al funeral de Mal asistió al servicio religioso de Joel. Nadie vino a preguntarme dónde estaba Malcolm, pero oí las murmuraciones a mi alrededor, y algunos interrogaban a John Amos. Corinne permaneció a mi lado, pero parecía perdida y desamparada sin tener a su padre para apoyarse en él.
Malcolm permaneció encerrado en la biblioteca durante muchos días y, cosa rara, no permitió que nadie que no fuese John Amos le llevase comida y bebida. Siempre que entré a hablar con él, le encontré sentado en la penumbra, mirando fijamente por la ventana. Apenas respondía. Más adelante, mi primo me dijo que Malcolm estaba pasando por una transformación religiosa.
Una noche, hacia finales de semana, me hallaba yo sentada a solas con John durante la cena. Corinne no tenía apetito, y se fue a hablar con su padre, confiando en animarle y barrer las nubes melancólicas que cubrían Foxworth Hall. Había querido mucho a sus hermanos; pero era joven, tenía el mundo ante ella y quería comenzar a vivir de nuevo.
De pronto salió enfurecida del estudio de Malcolm.
—No hay nada a hacer —declaró—. ¡Papá no dejará de lamentarse! ¡Nadie olvidará! Yo también quiero a Joel y a Mal, pero deseo vivir, poder reír otra vez, ¡tengo que hacerlo!
John estaba leyendo un pasaje de los salmos. A menudo permanecíamos un rato sentados juntos y leíamos la Biblia. Hablábamos de las escrituras y él encontraba el modo de relacionarlas con nuestras vidas.
—Mamá —suplicó Corinne—. ¿Estoy muy equivocada si quiero vivir y ser feliz de nuevo? ¿Es malo que me apetezca ir otra vez a las fiestas, ponerme vestidos bonitos y ver a mis amigos?
John Amos alzó la mirada de la Biblia, pero no dejó de leer. Corinne se quedó allí en pie, impaciente, hasta que el sacerdote llegó al final de un párrafo e hizo una pausa.
—No consigo que papá me hable —explicó—. Ni siquiera acude a la puerta.
Pasó la mirada de mí a John Amos, el cual dejó la Biblia en su regazo y se apoyó en el respaldo de la silla. Algunas veces, cuando veía que observaba a Corinne, me daba la impresión de un experto estudiando una joya delicada, girándola una y otra vez para descubrir cómo la luz se refleja en ella.
—En este momento, tu padre se encuentra entregado a una profunda meditación —dijo—. No deberías perturbarle.
—¿Pero cuánto tiempo ha de durar esta meditación? No come con nosotros; no duerme en su habitación, y ahora ni siquiera me habla —protestó.
—Tú, más que nadie, deberías sentir pena por él —le dije. Mi rostro era severo—. Y apreciar lo que está sufriendo.
—Lo hago. Por eso quiero que salga, pero no abre la puerta cuando golpeo con los nudillos y le llamo. No puedo soportarlo… no aguanto más esta horrible tristeza.
—En momentos tan tristes —repuso John Amos—, no deberíamos pensar en nuestro propio bienestar. Hacerlo es una muestra de egoísmo. Deberíamos estar pensando en la pérdida de tu hermano —concluyó en tono suave pero firme.
—He pensado mucho en él. Pero está muerto. ¡Y no puedo hacer nada para hacerle volver! —exclamó, los ojos desorbitados, la cara llena de una energía contenida.
—Puedes rezar por él —sugirió John con dulzura, y me di cuenta de que su voz calmada y su tono piadoso aumentaban la desilusión de Corinne.
—Ya lo he hecho. ¿Cuánto tiempo he de estar rezando? —Se volvió hacia mí.
—Puedes seguir rezando hasta que dejes de pensar en ti y lo hagas sólo en él. No me sorprende que ahora estés de esta manera. Tu padre te ha mimado y te ha hecho egocéntrica —le dije.
Puso mala cara. Yo sabía que estaba muy frustrada. No toleraba que la contrariasen, y ahora todo a su alrededor le causaba contrariedad.
—Únete a nosotros en la plegaria —la invitó John, haciendo un gesto hacia la silla vacía de Corinne.
—Voy a volver a intentar que mi padre me hable —dijo, y dio media vuelta.
—¡Corinne! —grité.
—Está bien —intervino John—. Déjala marchar ahora. Yo hablaré con ella más tarde. —Y volvió a la lectura.
Permanecí sentada con él, recé, estudié la Biblia y esperé. Las luces estaban reducidas al mínimo y por todas partes había velas encendidas. Foxworth Hall se había convertido en una tumba. A través del silencio imperante, resonaba el eco de las más ligeras pisadas.
La melancolía no solamente estaba prendida en las paredes de Foxworth Hall, volviéndolo todo gris y triste; también colgaba de los árboles, llenando el mundo con telarañas de aflicción. Estuvo lloviendo de forma intermitente durante varios días, y las gotas golpeaban las ventanas y el tejado, martilleando nuestra pena y haciéndola más profunda.
John Amos fue un gran consuelo durante esos días. Vestido de negro, con su cara pálida y ascética, se movía por la casa con la gracia y el silencio de un monje. Daba órdenes a los sirvientes con un gesto, con una mirada. Nadie alzaba la voz por temor a destruir el aire solemne que él creaba al entrar en una habitación. Parecía deslizarse por el suelo, escurrirse por las paredes y aparecer en cualquier esquina. Algunas veces era como si se materializase en una habitación. Incluso las doncellas que recogían los platos y los vasos se esforzaban por mantener el mayor silencio, observándole atentas con el rabillo del ojo para asegurarse de que John no mostraba desaprobación en su cara.
Una noche, después de cenar, John me trajo el café. Colocó la taza delante de mí como si estuviera hecha de aire, y retrocedió. Yo contemplé la larga mesa y pensé en Malcolm que todavía se negaba a salir de su biblioteca.
—¿Cuánto tiempo tiene intención de permanecer allí? —pregunté.
Estaba comenzando a sentir la misma impaciencia de Corinne.
—Se ha convertido en Job —respondió John Amos con voz estentórea.
Me pareció un profeta del Antiguo Testamento prediciendo el destino de Malcolm. Me habló como si estuviera dirigiéndose a toda una congregación de fieles seguidores, sin mirarme de un modo personal, y continuó:
—Ahora, cuando pregunta por qué Dios le ha abandonado, conoce ya la respuesta. El Señor ha destruido sus dos hijos, le ha quitado su semilla masculina, su linaje Foxwort, algo que él adoraba casi tanto como la propia vida.
—¿Habéis hablado acerca de eso? —le pregunté, Me fascinaba que pudiera producirse una transformación en Malcolm. Siempre le había creído moldeado con tanta solidez que se agrietaría y desmoronaría ante cualquier cambio.
—Hace apenas una hora hemos estado arrodillados uno al lado del otro —informó John—. He recitado las Plegarias y le he dicho que Dios estaba colérico y airado: que sólo podíamos confiar en que contuviera un poco su venganza. Sabiendo lo que sabía de su vida, le he hablado de Betsabé y el rey David, de cómo éste le dio la espalda a Dios atrayendo la ira divina a la casa de David.
—Ahora ya no te culpa a ti, ni a tus hijos, por lo que les ha Sucedido; se culpa a sí mismo, está intentando conciliarse. Comprende que del único modo que puede conseguirlo es entregándose a Jesucristo nuestro salvador —dijo John, alzando los ojos al cielo—. Recemos por nuestros semejantes —agregó.
Ambos inclinamos la cabeza, él junto a mí, de pie, y yo sentada a la mesa.
—Oh, Señor, ayudadnos a comprender vuestros designios y a prestarnos mutua ayuda. Perdonad nuestras debilidades y permitidnos crecer más fuertes con nuestro trabajo.
—Amén —contesté yo.
El ambiente de la casa cambió cuando Malcolm salió al fin de su exilio autoimpuesto. En verdad era un hombre distinto. Físicamente parecía más débil y más viejo. En muchos aspectos, me hacía recordar a Garland durante el último año de su vida. Ya no se mantenía tan erguido, ni caminaba con su acostumbrada seguridad y arrogancia. Cuando hablaba conmigo o con los sirvientes, su voz era más baja y a menudo su mirada se perdía en la lejanía, como si mirando a las personas cara a cara expusiera su culpabilidad.
No recuperó su antiguo semblante, sano y viril; sus ojos azules se apagaron, igual que bombillas eléctricas agotadas. Se movía por Foxworth Hall como una sombra más, envuelto en un ambiente funerario, y pasaba la mayor parte del tiempo leyendo la Biblia o hablando con John Amos. Algunas veces nos reuníamos los tres y estudiábamos el Buen Libro. John solía leer casi siempre y también comentaba lo leído.
Tenía el presentimiento de que Dios nos había enviado a John Amos, que sus cartas anteriores y su llegada al funeral de Mal, formaban parte de un plan divino para Malcolm y para mí.
Corinne representaba el mayor reto para John. Era rebelde. Solía decir:
—Si Dios fuera bondadoso, no nos pediría que renunciáramos a los placeres que el mundo nos ofrece.
—¿Quién ha dicho que Dios es bondadoso? —preguntó John Amos.
Pero Corinne se limitaba a reír y a alzar los hombros.
—Yo creo que Dios nos ha hecho para que encontremos felicidad en la tierra —decía, meneando la cabeza. Algunas veces incluso le hacía unas cosquillitas en la barbilla a John Amos y le aconsejaba que se animase—. Dios dijo hágase la luz.
Observé que Corinne no entraba en ninguna habitación sin que él la vigilase y le hablase, hasta conseguir que ella le respondiese. Parecía estar tan pendiente de la muchacha como Malcolm lo había estado en otros tiempos.
No era extraño que John subiera alguna cosa al dormitorio de Corinne. Pero muy pronto ella volvió a la escuela y otra vez nos quedamos solos los mayores.
—Es tan bueno que estés aquí con nosotros en estos momentos, cuando tanto te necesitamos —le dije a John—. Incluso Malcolm lo cree así, y yo estoy contenta por ello.
—Yo también me alegro de estar en esta casa, Olivia.
* * *
Aquel verano Corinne se convirtió en una joven muy bella. Cada día se parecía más a Alicia. Los rasgos Foxworth que había heredado complementaban las facciones delicadas que su madre poseía. A medida que avanzaba el verano, su cabello se hacía más dorado, sus ojos tenían el azul profundo del cielo estival y su tez era tan suave como una nube de verano. Parecía que algún inspirado artista divino la hubiera concebido. Corinne sabía lo bella que era. Yo veía su creciente seguridad. Se revelaba en su modo de andar, en la manera que echaba hacia atrás los hombros y sostenía alta la cabeza. Sabía el poder que su belleza le otorgaba. Yo me daba cuenta en su manera de mirar a los hombres, en su modo de coquetear con los ojos y la risa, dedicando sus coqueterías incluso a John Amos. Había llegado a ser importante para ella acaparar todas las miradas cuando entraba en una habitación.
La esplendidez del verano, dentro y fuera de la casa, me hizo sentir optimismo y esperanza. A causa de nuestra nueva confianza en Dios, la relación entre Malcolm y yo era más cordial y amable. Marchábamos unidos por un camino de creciente fe y devoción. De modo que, cuando llegó la carta de Alicia, presentí que formaba parte del designio divino. Reconocí inmediatamente la escritura. El sobre iba dirigido a Malcolm, y, cuando miré el remitente, me entró una gran excitación. A través del desarrollo de Corinne, de niña a mujer, Alicia había estado presente entre nosotros. Y ahora, cuando la joven se parecía tanto a su madre y Alicia ocupaba gran parte de mis pensamientos, había llegado su misiva. Por el nombre que utilizaba, supe en seguida que había vuelto a casarse.
Sostuve la carta en la mano durante largo rato, pensando cuál sería la reacción de Malcolm cuando descubriera que yo había abierto la carta y la había leído. Pero pensé que, después de lo que había sucedido, y de todo lo que yo había hecho, cualquier cosa relacionada con Alicia me incumbía tanto como a mi marido. Él no tenía ningún derecho a intimidad si se trataba de aquella mujer. Abrí el sobre y saqué el perfumado papel color de rosa.
Querido Malcolm:
En el momento en que recibas esta carta, estaré bastante cerca del fin de lo que ha sido una existencia más bien triste y desilusionada. Pero ten por seguro que con esto no quiero inspirarte compasión alguna. Estoy por encima de eso y he acabado por comprender y aceptar el hecho inevitable de mi muerte inminente. Como conozco tu afición por los detalles, te diré que me ha sido diagnosticado un cáncer de mama, el cual se ha extendido con demasiada rapidez para que pueda hallarse remedio. No hay ningún médico joven y brillante que entre en mi cuarto del hospital para realizar un prodigio. La muerte me tiene agarrada con fuerza. La Inexorable Segadora, como Garland solía decir, tiene colocada ya su mano alrededor de mi cuello. Pero basta de hablar de mí.
Volví a casarme poco después de salir de Foxworth Hall y retornar a Richmond. Me casé con un médico de medicina general de una pequeña ciudad, cuyos pacientes a menudo le pagaban con botes de mermelada y otras conservas. A pesar de mi dinero, vivimos con sencillez en la modesta casa de mi marido. Él no quería saber nada de mi fortuna. Ser el proveedor de la casa siempre fue motivo de orgullo para mi segundo y devoto marido.
De modo que seguí tu consejo e invertí mi capital en valores de Bolsa. Como no estaba versada en esos asuntos, no retiré parte de ella a tiempo de evitar el famoso Lunes Negro. Para decirlo de un modo simple: perdí toda mi fortuna en la Depresión. Como es lógico, al ser mi marido un hombre de gustos sencillos, no se lamentó de esta pérdida.
Poco después de eso, murió de una enfermedad crónica que se intensificó de repente. Debido a su carácter, guardó como un secreto la gravedad de su enfermedad hasta que ya no le fue posible ocultármela.
Sin embargo, todo esto me ha dejado con otra gran desilusión, trágica y profunda: mi imposibilidad de enviar a mi hijo a una escuela de medicina.
Christopher se ha convertido en un joven excelente, tan bien parecido como su padre. Es muy brillante, y el primero de su clase en el instituto. Todos sus profesores le animan para que prosiga su sueño de convertirse en médico.
Ahora, a punto de acabar trágicamente mi vida y desaparecida mi fortuna, sin tener a mi nuevo marido que hubiera podido ayudarme, no cuento con nadie a quien recurrir si no es a ti. Te lo suplico, piensa en mi petición; si no es por mí, por el bien de Christopher, o por la memoria de Garland.
Busca en tu corazón un rincón para Christopher. Acéptalo y envíalo a una escuela médica. Será para ti una fuente inacabable de orgullo.
Naturalmente, él no sabe nada de Corinne ni de los acontecimientos que condujeron a mi marcha de Foxworth Hall. Sabe que es hijo de Garland Foxworth y que tiene un hermanastro; pero aparte de eso conoce muy poco del ambiente de su familia. Te dejo a ti la decisión de contarle lo que creas oportuno.
Sé que Olivia querrá a Christopher y que él le corresponderá. Recuerdo de qué forma tan maravillosa lo trataba mientras yo estuve en el ala norte. Christopher es un joven educado y respetuoso, que sólo puede proporcionaros alegría y felicidad a los dos.
Malcolm, desde mi lecho de muerte te ruego que me concedas de corazón este deseo. Deja a un lado los resentimientos que puedas sentir hacia mí por la tristeza que todos experimentamos, y piensa nada más que en el hijo de tu padre, un muchacho deseoso de convertirse en médico. Ayúdale a alcanzar su objetivo.
Sé que Dios te bendecirá por ello.
Confiada en tu bondad, cordialmente,
ALICIA.
Dejé la carta y suspiré. Los recuerdos de mis caricias al pequeño Christopher se agolparon en mi cerebro. Seguramente el regreso de este muchacho de cabello dorado era la manera que Dios tenía de perdonar nuestros pecados. Se había llevado a Mal y a Joel… pero ahora nos estaba dando a Christopher.
Incluso el final trágico de Alicia formaba parte de los planes divinos. Por lo que ella decía en su carta, no pude evitar sospechar que Malcolm debió haber invertido el dinero de ella en acciones inseguras como una forma de venganza. Estaba obligado a rectificar sus errores. Yo me hallaba decidida a convencerle de que lo hiciera. Antes de nada, lo consulté con John Amos, y él estuvo por completo de acuerdo.
Esperé a mi marido en un salón de la parte delantera, preparada para discutir el asunto. Volvió a casa de su trabajo algo más temprano que de costumbre, con aspecto fatigado.
—Malcolm, tengo que hablar contigo —dije.
Sin responderme, me siguió hasta el salón y se sentó en el sofá de terciopelo azul. Yo permanecí en pie con la carta de Alicia en la mano.
—Hoy ha llegado una carta…, de Alicia —le comuniqué, y por primera vez en semanas, se le iluminaron los ojos y su cara se llenó de interés.
—¿De Alicia? ¿Qué quiere?
Por un momento, su energía renovada y su evidente excitación me alteraron. Le hice esperar. Me encaminé hacia la butaca que estaba frente a él y me quedé pensando si me sentaba o no. Volví a su lado. Estaba casi en el borde del asiento.
—¿Te ha escrito a ti? —preguntó alzando la voz con ansiedad.
—No. La carta iba dirigida a tu nombre. Pero tan pronto he visto quién la mandaba la he abierto. Tengo derecho —me apresuré a añadir.
—¿Qué es lo que quiere? —inquirió Malcolm.
—Se está muriendo de cáncer. Y se halla arruinada. Te daré la carta para que puedas leer los detalles, pero lo más importante es Christopher.
—¿Christopher? ¿Por qué?
—Tiene diecisiete años; se ha graduado en el instituto y quiere ser médico. Al parecer está capacitado para ello; pero Alicia ya no tiene dinero. Quiere que nos hagamos cargo de él y le enviemos a la Facultad de Medicina —expliqué, y le arrojé la carta.
La cogió con ansiedad y examinó en seguida su contenido, cambiando varias veces la expresión de su cara hasta recuperar su severo aspecto característico.
—Lo siento por ella; pero el chico debería abrirse camino por sí solo en el mundo —dijo.
—Creo que no, y lo mismo piensa John Amos. Los dos estamos convencidos de que es voluntad de Dios.
—¿Voluntad de Dios? ¿Cómo puede ser voluntad de Dios? ¿Es que tenemos que hacernos cargo de todos los desamparados? —preguntó haciendo un gesto hacia la puerta como si decenas de millares de huérfanos estuvieran esperando para entrar.
—Yo creo que no puede llamarse desamparado al hijo de tu padre, Malcolm. Es tu hermanastro —dije, apretando los labios.
—Sólo porque ella despilfarró una fortuna, una…
—Una fortuna que tú invertiste en su nombre y sobre la que jamás la aconsejaste adecuadamente, —le interrumpí—. Malcolm, fuesen cuales fuesen tus motivos en aquel entonces, ahora no importan ya. Se nos ofrece una oportunidad para rectificar los errores del pasado. Somos nosotros quienes malgastaremos esta oportunidad para hacer lo que es bueno y justo. Debes ponerte en paz con tu atormentada alma. Al cuidar del hijo de tu padre, un joven prometedor que ahora se encuentra en apuros, habrás avanzado un largo camino para lograrlo. Alicia se está muriendo. No podemos darle la espalda en unos momentos como éstos.
Me miró muy fijo durante un rato largo y después volvió a leer la carta.
—¿Qué tipo de matrimonio hizo al marcharse de aquí, si el marido, un médico, no dejó nada para Christopher? —preguntó, mirando el escrito como si, a través del papel, pudiera ver a Alicia y preguntárselo.
—Ése es un detalle al margen. De todos modos, Christopher no era hijo de su segundo marido. No lleva su sangre. Pero sí lleva la tuya. Razón de más para atenderle, Malcolm. Es la voluntad de Dios —repetí.
Al cabo de un momento asintió despacio.
—Muy bien —dijo, y volvió a sentarse—. Escribe y que así sea.
Lo dejé en el salón, con la carta en la mano, agarrándola con fuerza, y la mirada prendida en una visión del pasado. No quise preguntarle qué era lo que veía. Fui a informar a John de la decisión y él cuidó de la correspondencia y dispuso lo necesario para la llegada de Christopher.
Lo único que pidió Malcolm, fue que explicase la situación a Corinne. Yo sabía que él no confiaba en sí mismo para hacerlo. La llamé a mi dormitorio, algo que hacía muy pocas veces, y le mandé que se sentase y me escuchara. Corinne me miraba, a la expectativa, ardiéndole los ojos de interés. Me quedé un momento en pie, delante de ella, las manos enlazadas en la espalda, meditando muy bien lo que iba a decirle.
—Como ya sabes, tu abuelo paterno se volvió a casar cuando ya estaba entrado en años, y escogió una mujer mucho más joven que él.
—Sí, Alicia —me dijo en seguida—, y ella dormía en la habitación del cisne.
—Alicia y Garland tuvieron un hijo, llamado Christopher. Sé que Mal y Joel hablaban a menudo de él. —Ella hizo un ligero asentimiento—. Tu padre nunca aprobó a Alicia, ni aprobó tampoco el matrimonio de su padre. Cuando tu abuelo murió, insistió en que su madrastra abandonara Foxworth Hall con su hijo. Y así lo hizo ella. Volvió a su casa, en Richmond, donde se casó con un hombre que tuvo la desgracia de sufrir una grave enfermedad, y murió.
—Qué terrible —exclamó Corinne.
—Sí, y más terrible quizás es que ella perdiera todos sus bienes en la tremenda crisis de la Bolsa y quedase empobrecida. Ahora hemos sabido que Alicia se está muriendo de cáncer. Su hijo tiene diecisiete años y es un muchacho brillante. Ella nos ha escrito pidiendo que lo aceptemos aquí y le proporcionemos una educación universitaria para convertirse en médico. Tu padre y yo hemos accedido, y muy pronto Christopher llegará a Foxworth Hall. Irá a Yale, el alma máter de tu padre, pero ésta será su casa hasta que se gradúe y establezca su gabinete.
Me miraba muy fija, para estar segura de que había terminado.
—Espléndido —comentó al fin—. Y generoso.
—Es la voluntad de Dios —le dije, y ella asintió—. Espero que te comportes de modo adecuado cuando él llegue. Haz que se sienta en su verdadero hogar. Recuerda que, a pesar de que sólo haya entre vosotros una diferencia de tres años, él es medio tío tuyo y debes verlo así.
—Será bueno tener en casa alguien con quien poder hablar —manifestó—. Quiero decir alguien que no sea un adulto —se apresuró a puntualizar.
Yo sabía lo que Corinne había querido decir: alguien que hablase de otras cosas que no fueran Dios y la melancolía.
—Sin embargo, Christopher es prácticamente un adulto. No le distraigas de su propósito. —Sonreí—. Era un muchacho tan maravilloso… Estoy segura de que se habrá convertido en un joven agradable. Parece que vais a entenderos muy bien.
La besé en la frente. No la culpaba por su excitación. Desde las muertes de Mal y de Joel, Foxworth Hall se había convertido para ella en un caserón vacío. La llegada de Christopher traía una promesa de luz y vida nueva, no sólo para mi hija, sino también para mí. No podía evitar recordar aquel dulce niño que había sido Christopher, tan cortés y cariñoso, tan considerado hacia los demás. Como Corinne, me sentía llena de anhelo.
Christopher llegó un brillante día de verano, y parecía como si el sol hubiera entrado con él en la casa. Alicia había muerto hacía un mes. John Amos fue a Richmond como emisario nuestro, y se cuidó del funeral. Después de un período de luto adecuado, trajo a Christopher a casa.
Yo lo recordaba como un niño al lado de Mal y Joel, pero, en el momento en que apareció en Foxworth Hall, vi que aquellas cualidades generosas heredadas de Garland y aquellas cualidades bellas heredadas de Alicia se habían desarrollado. También vi en él algo de Mal y algo de Joel, y esas características me atrajeron aún más.
Se había convertido en un hombre alto y bien parecido. Cuando le vi fuera, de pie bajo el sol, su cabello dorado parecía tener un aura de luz. Presentí en él un carácter gentil, noble. Irradiaba una paz interior que puso calor en mi corazón.
Permaneció delante de la casa, con los ojos muy abiertos, pues era evidente que ya no se acordaba de Foxworth Hall. Según me contó John Amos, venía de una casita de cuatro habitaciones y al encontrarse con aquella enorme y grandiosa mansión, quedó deslumbrado. Nos miró a Malcolm y a mí con una expresión tan profunda de gratitud, que me hizo sentir vergüenza. No comprendía que la mitad de estas tierras y esta casa, y la mitad de los negocios de Malcolm, le pertenecían por derecho propio.
Después sentí pena de él, al verle allí inmóvil y boquiabierto, con sus dos maletas. Llevaba unos zapatos desgastados y ropas un tanto ajadas. Estaba a punto de indicar a John que llevase sus cosas a la habitación que le habíamos destinado, cuando Corinne apareció en la escalera.
Había bajado corriendo la primera mitad y entonces se detuvo de pronto en medio. Christopher alzó la mirada hacia ella. Corinne se había puesto su más lindo vestido, de algodón azul claro. Su cabello dorado estaba recién lavado y rizado, de modo que resplandecía espléndido.
Vi que los ojos de Christopher centelleaban, sorprendido e interesado. Mi corazón dio un salto. ¿Presentirían acaso lo que eran el uno del otro? ¿Habría algo en su sangre que indicara su relación?
Los dos tenían el mismo tipo de cabello muy rubio y espeso y aquellos celestiales ojos azules, y una misma textura de piel de melocotón. Miré a Malcolm para observar su reacción ante la llegada del hermanastro. Había satisfacción en su cara al comprobar su propio linaje y el de Alicia en la cara de Christopher. Era evidente que aprobaba al hombre joven que tenía delante.
Ya no vacilé más.
—Christopher, bienvenido —le dije, dando un paso hacia él—. La tristeza y la tragedia te han traído aquí; pero hemos de esperar que, con nosotros en Foxworth Hall, encontrarás la alegría y la felicidad.
Me hubiera gustado abrazarle, como lo hacía cuando era niño, pero me contuve. Después de todo, ahora era un hombre y prácticamente un extraño para mí.
—Gracias… —Podía ver que estaba esforzándose en encontrar una manera de dirigirse a mí, pues en su mente yo era, a fin de cuentas, su cuñada—. Olivia —dijo y volvió a alzar su mirada hacia Corinne.
—Ésta es Corinne, nuestra hija. Corinne, baja y saluda como es debido a tu tío —le indiqué, subrayando la palabra «tío».
Ella echó hacia atrás un rizo de su melena dorada, apoyó una mano en su pecho y bajó la escalera con la cara iluminada por una radiante sonrisa.
—¿Cómo estás? —preguntó Christopher, y le tendió la mano.
Corinne la cogió y a continuación me miró. Yo asentí, mientras ella le saludaba, retirando en seguida los dedos. Después todos miramos a Malcolm.
—Christopher —comenzó mi marido—, John Amos llevará tus cosas a tu habitación y te mostrará dónde vas a residir. Cuando hayas terminado de deshacer el equipaje, me gustaría verte en la biblioteca, para que hablemos de tu residencia aquí y de tu educación universitaria.
Malcolm habló en un tono formal, casi frío. Sin embargo, eso no pareció desanimar a Christopher. Sonrió, con aquella sonrisa suya gentil y confiada, y dio las gracias a Malcolm. Después dejó que John Amos le guiase y subió a su habitación en el ala norte.
Hizo una pausa a mitad de la escalera, como si recordase algo importante, y se volvió para mirar a Corinne, que estaba contemplándole a él. Christopher le sonrió y continuó subiendo. Malcolm ya había entrado en la biblioteca.
Dejé pasar un momento y después me volví hacia la muchacha.
—Recuerda lo que hemos hablado —le dije, disimulando mi propio nerviosismo detrás de una máscara de severidad—. Es tu tío —añadí, sintiendo la necesidad de subrayar aquel engaño—. No lo olvides.
Ella me miró con la expresión más extraña que jamás había visto en su cara.
—Claro, por supuesto, no me olvidaré. Fíjate en cuánto nos parecemos —añadió con voz alegre, y corrió escalera arriba, detrás de ellos.