—¡Mamá, ya soy una mujer!
Yo estaba en el jardín, cortando los últimos crisantemos de finales de verano. Aquel año las flores eran espléndidas, porque durante el verano había tenido conmigo en casa a todos los hijos y a menudo habíamos trabajado juntos arrancando malas hierbas, regando y poniendo fertilizantes. Mis hermosas plantas se alzaban altas y orgullosas, algunas de ellas más arriba del metro y medio, exhibiendo deslumbrantes colores de lavanda, rojo sangre y amarillo sol. Mal bromeaba insistiendo en que participara en la feria del Condado.
—Serás la reina de las flores, madre, puedes estar segura.
Corinne también había insistido para que presentara mis flores; pero yo era reacia. Quería que fuesen solamente para nosotros, para nuestra casa, para dar brillantez a nuestras vidas y reflejar la felicidad que mis hijos traían a la siniestra mansión de Foxworth Hall. Setiembre llegó, demasiado pronto, y al cabo de una semana mis hijos se habrían marchado de nuevo, Joel y Corinne a sus respectivos pensionados, Mal de regreso a Yale, donde estaba comenzando a realizar todo lo que el ambicioso Malcolm le había imbuido desde el día en que nació. Yo aspiraba el penetrante perfume de las flores cuando vi a Corinne, excitada, que se acercaba corriendo hacia mí, con su cabello dorado flotando detrás de ella como un chal tejido con rayos de sol.
—¡Mamá, ya soy una mujer!
—Cariño, ¿de qué estás hablando?
—¡Mamá, ya estoy encinta!
El corazón se me paró y di media vuelta rápida, sorprendida y temblorosa.
—Mamá, tengo mi…
Su rostro estaba sonrojado y sus grandes ojos azules rebosaban de maravilla y excitación. Sonreía tímidamente.
—Mamá, ahora soy realmente una mujer. Ya tengo el período.
Me incliné y cogí sus manos entre las mías. Me había dejado sin habla. Corinne tenía solamente catorce años y ni siquiera sabía la diferencia entre ser una mujer y estar encinta. Pero se hallaba muy excitada y orgullosa. Me sentí feliz por ella. ¡Qué distinto había sido para mí! Yo no había tenido mi período hasta los dieciséis años, y por aquel entonces mi madre había muerto y no tenía nadie con quién compartir el secreto de mi cambio.
—Mamá, hazme una corona de flores para celebrarlo. En los viejos tiempos, ¿no solías hacerlo para celebrar grandes acontecimientos?
Corinne comenzó a recoger las flores que yo había cortado, enlazando los tallos, juntando capullos de todos los colores para hacer una festiva corona. La contemplaba con una mezcla agridulce de envidia y amor. Ya que, cuando yo era niña, la única corona que pasar a ser mujer me proporcionó, fue una estéril corona de espino. Ciertamente yo me había sentido avergonzada con la venida de mi menstruación, y hubiera querido ocultarlo a mi padre y a los sirvientes. Sentía tanto pudor de que alguien lo descubriera, que aquella noche me puse de rodillas ante la cama pidiendo a Dios que me permitiera seguir siendo una niña para siempre. No había querido ser mujer, y por buenos motivos: no me había servido de nada desde el punto de vista afectivo, con excepción de mis queridos hijos, quienes ahora, precisamente, estaban a punto de embarcarse en sus vidas de adulto, alejándose de mí. Y aquí estaba Corinne, que era ya el tipo de mujer que yo nunca había sido, y que jamás sería.
Se acercó y se sentó en la roca que adornaba el centro de nuestro jardín.
—¿Vas a hablarme ahora sobre el amor, mamá? ¿No te parece que estoy a punto? Oh, llevo tantas ansias dentro de mí que me siento como si fuese a estallar.
—¿Amor, Corinne? Si aún eres una niña.
—Pero, mamá, tengo tantas dudas. Estoy tan… —Inclinó la cabeza y se apartó el cabello hacia atrás, sujetando brillantes nomeolvides en sus dorados rizos—. Tengo tanta curiosidad por saberlo todo.
—Cuando un hombre te besa, mamá, ¿no te mueres por dentro?
—Cariño…
—Cuando te toma en sus brazos —se abrazó ella misma, brincó y bailó un vals alrededor de las flores—, ¿no te sientes como si el suelo estuviera danzando contigo? Mamá, ¡tengo que saberlo! Me moriría si tuviera que pasar el resto de mi vida en Foxworth Hall. Quiero casarme. Quiero amor. Quiero ir a bailar todas las noches. Deseo hacer cruceros por tierras exóticas, donde las mujeres no llevan blusas y los hombres baten los tambores. Oh, ya sé que papá nunca lo aprobaría, él quiere que yo sea siempre su niñita; pero tú sabes que eso no puede ser. También tú has de haber deseado estas cosas, mamá. Debes haber deseado a un hombre que te hiciera elevarte, que te prometiera amor para toda la vida, que cambiara el mundo y te hiciera temblar cada vez que tocase tu mano. ¿Te hizo papá sentir eso?
—Tu padre…
—Es tan atractivo… Apuesto que sí, apuesto… —Corinne me abrazó por la cintura y comenzó a danzar conmigo dando vueltas por el jardín—, apuesto a que tú estabas loca por él.
Paré el baile y me senté en la roca para recuperar el aliento. ¿Podía Corinne ver el dolor en mis ojos? ¿Loca por él? Sí, estuve loca…, me sentí loca con un ansia desesperada de amor. ¿Pero qué conseguí en su lugar? La consumación de nuestro matrimonio, que hubiera debido ser cálida y maravillosa, fue literalmente una violación. Me atacó con el nombre de su madre en los labios. Ésa fue mi iniciación. Yo nunca poseí el amor de Malcolm.
Corinne estaba mirándome muy fija, con una extraña expresión en sus azules ojos, a la expectativa, casi asustada.
—Mamá —dijo—, prométeme que alguien me amará, algún maravilloso hombre joven ganará mi corazón. Prométemelo.
De pronto por sus ojos pasó una nube oscura y ella se inclinó, sintiendo el dolor de un espasmo.
—Ser mujer causa dolor también, el cual acompaña las alegrías, y debes acordarte de esto. Sabes, Corinne, las relaciones entre un hombre y una mujer son más complicadas de lo que tú puedas imaginar. No son siempre flores ni están presididas por el arco iris, aunque nosotras desearíamos con todo el corazón que así fuese. Como siempre nos han dicho los poetas, el amor se parece a una rosa que tiene espinas duras y dolorosas debajo de sus hermosos y brillantes pétalos. Para algunas, las espinas casi no son perceptibles, ya que la rosa es grande y su aroma intenso: mas para otras la rosa es pequeña y se marchita casi antes de florecer, y nos quedamos con un arbusto de espinas, como pequeños alfileres que se clavan en el corazón…
—Pero, mamá, el dolor ya ha desaparecido. Ya sé que tú lo sabes todo de la vida, y que estás intentando protegerme. Pero mi corazón me dice algo que sé que es verdad. Estoy segura de que voy a ser una de esas chicas afortunadas especiales, quiero decir una de esas mujeres que conocen un amor excepcional, puro y resplandeciente, un amor verdadero para toda la vida. Y sé que, cuando llegue, yo estaré dispuesta, y haré lo que sea para reclamarlo como mío. Oh, mamá, puedo adivinar que las cosas no siempre son agradables entre papá y tú. Pero eso no quiere decir que a mí haya de sucederme lo mismo, ¿verdad?
Sabía que sería diferente para ella, como lo había sido para Alicia y para Corinne. Cuánto la envidiaba… Cuánto soñaba para ella…
—¿Verdad, mamá? ¿Verdad que será distinto para mí?
Miré su cara, su boca generosa, como el pétalo de una rosa, entreabierta en una interrogación.
—Claro que sí, Corinne, claro que será diferente para ti. Posees todos los dones ansiados por las mujeres: belleza, dulzura, inocencia y un corazón amante…
La estreché con fuerza contra mí para disimular las lágrimas que acudían a mis ojos. ¡Oh, cuánto deseé que fuese de verdad mi hija! Pero era mía. Lo era por obra de mi amor, el cual había creado al fin algo hermoso, recibiendo, como premio, la flor más esplendorosa en toda Virginia.
—Vamos, cariño, entremos. ¿Has atendido ya tu situación?
—Oh, mamá, claro. Mrs. Tethering me ha dado lo necesario, y, como puedes suponer, todas mis compañeras no hablan de otra cosa. ¡Oh, estoy tan contenta de que esto haya sucedido justo antes de volver a la escuela! ¡Puedo haber salido de allí como una niña, pero regresaré siendo una mujer!
Corinne volvió a la casa como deslizándose, y justo cuando subíamos los escalones frontales, Mal se acercaba por el camino montado en una brillante y rugiente motocicleta negra. Las dos nos paramos Y nos quedamos mirándolo boquiabiertas. Malcolm había prohibido repetidas veces a Mal que tuviera una moto. Había sido motivo de amargas disputas entre ellos, Malcolm intentando obligar a Mal a ocuparse tan sólo del mundo de los negocios, y Mal insistiendo en que debía «correrla un poco». Yo traté de permanecer al margen de esa cuestión, ya que, en realidad, esas máquinas me asustaban y me parecían muy peligrosas; pero Mal deseaba con toda su alma tener una, y había recibido el dinero que yo obligué a Malcolm a destinar a los chicos cuando Corinne nació. Y ahora, se había comprado una motocicleta. Sonreí interiormente, satisfecha en cierto modo al ver que Malcolm no se había salido con la suya y que no había quebrantado el espíritu de mi hijo como hizo con el mío. Me sentí orgullosa de Mal, tan brillante y tan guapo, más sensato de lo que correspondía a sus años, y también amante de la diversión. Sentía complacencia de que hubiera realizado sus deseos. Ofrecía un gallardo aspecto sobre su motocicleta, y Corinne saltaba excitada al ver a su hermano mayor montado en aquella máquina.
—Eh, Corinne. ¿Quieres dar un paseo?
Hizo girar el manillar. Su joven cuerpo viril era realzado por el caballo de hierro. Llevaba botas de cuero con placas metálicas y un hermoso pañuelo de seda blanca, como un piloto de la Gran Guerra.
—Oh, mamá, mamá, ¿puedo ir?
—Corinne, todavía eres una joven. Es muy peligroso. No te permito…
—¡Madre! —Exclamó Mal—. Solamente la llevaré a dar una vuelta por la avenida. No seas anticuada.
—¿Puedo? Oh, por favor… ¿Sí, mamá?
—¿Crees que es propio de una señorita?
—El hermano de Lucy McCarthy tiene una moto y a veces la acompaña a la escuela. Y los McCarthy son ricos e importantes. Hasta papá lo dice, y…
Mal volvió a revolucionar el motor. El aire se llenó de estruendo. No quería que Malcolm saliera para ver el motivo de tanto alboroto.
—Madre —terció Mal, pateando el polvo con su bota de cuero—, no será más que una vueltecita por la avenida. Dejaré a Corinne junto a la puerta de entrada y ella puede regresar caminando. Además, si no me dejas que la lleve, voy a pasearte a ti en mi moto, aunque sea a la fuerza.
Los dos se echaron a reír sin parar; y yo, asustada como estaba, acepté:
—Pero sólo una vuelta por la avenida.
—Oh, gracias, gracias, mamá —chilló Corinne, y subió en la gran motocicleta agarrándose con fuerza a la cintura de Mal.
Tuve que admitir que, juntos, ofrecían una estampa deslumbrante. Corinne, con su cabello rubio, sus ojos azules y sus brazos delicados alrededor de su hermano, y Mal, con su chaqueta de cuero, las botas y el pañuelo blanco.
—Conduce con cuidado —aconsejé, pero la ruidosa máquina ya estaba en marcha, levantando gravilla y arena a su paso.
Mientras contemplaba cómo desaparecían por el borde de la colina, sentí una presencia fría en la nuca.
—¿Qué ha sido eso? —inquirió la voz seca y airada de Malcolm.
Di media vuelta para enfrentarme con él. Su ira ya se había convertido en una fuerza combustible que se revelaba solamente en su rostro, rojo como la sangre; había furia en sus ojos desorbitados, y apretaba los puños junto a las caderas. Tenía el aspecto de una estufa sobrecalentada a punto de estallar.
—¿He visto realmente lo que me ha parecido ver? —preguntó.
—Malcolm, hace mucho tiempo que no puedo imaginar siquiera lo que tú ves —repliqué.
Me senté en la mecedora del porche. Mi marido estaba tan enfadado que parecía una parodia de sí mismo. No pude escapar a la tentación de hurgar en su tormento.
—¿Qué es lo que crees haber visto? —pregunté.
—Acabo de ver —respondió furioso—, que una chiflada mujer de media edad permitía a su preciosa y joven hija trepar a una moto conducida por el primer hijo idiota de esa mujer. ¡He prohibido mil veces la motocicleta! Y he visto que, sin dedicar ninguna atención al bienestar y a la buena crianza de los chicos, ha consentido que se subiera a esa peligrosa máquina y se alejasen rugiendo como gamberros por la avenida. Después he podido contemplar también que esa mujer chiflada de media edad sonreía.
—Estaba sonriendo —repliqué, irguiéndome en toda mi estatura y poniendo un gran orgullo maternal en mi voz—, porque pensaba en la posibilidad de dar yo misma un paseo en esa máquina.
—Eres mucho más estúpida de lo que yo pensaba, Olivia. Fuiste lo bastante boba cuando me obligaste, con extorsión, a dar a esos muchachos unos bienes para que los recibieran a la ridícula edad de dieciocho años. ¿Has visto cuánta responsabilidad económica y sensatez tienen? ¿Éste es el joven al que se supone debo pasar el liderazgo de un imperio de un billón de dólares? Te lo advertí, te lo advertí. Deja que yo controle el dinero, deja que yo controle los gastos; pero, no, tú tenías que…, tenías que hacerme chantaje para que les permitiera dilapidar una pequeña fortuna. Y es lo que Mal ha comenzado a hacer…, dilapidar. Yo insisto…, ¡exijo!, que le ordenes que se apresure a vender…, esa cosa y que intente recuperar la mayor parte de su precio.
—No sé cómo puedo hacer tal cosa —respondí con voz calmada, pues sabía que cuanta más tranquilidad y suavidad pusiera en mis palabras, más se enfurecería Malcolm.
—¡Qué! ¿Por qué no?
—El dinero es suyo y puede hacer con él lo que le plazca. No ha de pedirme permiso cada vez que quiera comprarse algo. Eso le quitaría la independencia, y es muy importante que la asuma en esta fase de su vida. —Observé—. Tú la tenías a su edad.
—¡A su edad yo tenía mucha más sensatez! —Me miró rabioso—. ¿Estás disfrutando con esto, verdad? ¿Es para ti una especie de venganza enfermiza, verdad?
—Claro que no —negué, aunque lo que él decía era verdad en cierto modo.
—Esto será un gran peso sobre tu conciencia —me advirtió, agitando amenazador su dedo ante mí—. Al final lamentarás no haberme escuchado —añadió exhibiendo aquella confianza Foxworth que yo había terminado por odiar.
Dirigió su mirada a lo lejos y se quedó silencioso un momento. Yo no dije nada. Después, volvió otra vez a mirarme. Presentí que había logrado calmarse lo suficiente para poder proseguir.
—Así que ahora esperas que yo envíe a mi hijo mayor de regreso a Yale sobre una maldita motocicleta. Estás socavando debajo de mis pies, Olivia. Tú sabes los planes que tengo para Mal. No puedo permitirle que se vaya en una máquina recién inventada, como hace la gentuza. Y Joel…, fíjate en qué lo has convertido… en un músico afeminado. ¡Te lo advertí! Acabará siendo un inútil, un inútil, lo repito.
—Alicia creía que Joel era un prodigio —le recordé en tono áspero—. Ella le llamaba genio musical, y lo es, Malcolm. Lo apreciarías si tuvieras la sensibilidad necesaria para saber que el talento se muestra de muchas formas, y no solamente en la capacidad de ganar dinero.
Sus labios tenían un temblor amargo. Los ojos le brillaban como ascuas, cuyo resplandor aumentaba al crecer la rabia detrás de ellos. Las venas de sus sienes se veían hinchadas bajo la piel. Apretó la mandíbula, tragó saliva y avanzó un paso, irguiendo los hombros, hinchando el pecho.
—Estás utilizando a mis hijos para herirme. No lo niegues. Estás moviéndolo igual que un látigo contra mi espalda desnuda, y experimentas una horrible satisfacción cada vez que lo descargas. Pero ten cuidado —advirtió—. Tu venganza rebotará contra ti.
—No intentes echarme a mí la culpa —repliqué, pues los días en que me intimidaba habían quedado lejos—. Nunca he animado a los chicos para que te desobedecieran. Son así porque tú nunca has pasado con ellos el tiempo suficiente para darles ejemplo. ¿Cuántas veces te he pedido, más bien te he suplicado, que les dedicaras más atención, que fueses un verdadero padre para ellos? Pero no. Tú tenías tus propios puntos de vista severos acerca de cómo ha de ser la relación entre vosotros, castigándolos por lo que sentías en cuanto a tu propio padre. Pues bien, ahora estás cosechando lo que sembraste. Tú pusiste las semillas y no yo. Y si la cosecha no es de tu gusto, la culpa es tuya, no mía.
—Por lo que a mí respecta, mis hijos pueden perderse —dijo enfurecido—. Pero todavía tengo a mi hija. Es mía, Olivia, ¡mía! ¿Me oyes? Y no le permitiré que vaya por ahí sobre peligrosas motocicletas como cualquier mujerzuela adolescente. No consentiré que la pongas en contra de mí. ¡No toleraré que amenaces su joven vida dejándola ir por ahí montada sobre esa cosa!
—Ya vuelven, Malcolm. No les arruines este día con tu estúpida rabia.
Corinne subía corriendo por la larga avenida, agitando la mano para saludarnos. Estaba todavía a tanta distancia, que pensé que sus gestos alocados eran resultado de su excitación. Una nube oscura cubrió el sol, y sólo pude ver sus manos blancas revoloteando como pequeñas palomas, llamándome… Los brillantes ojos azules, como zafiros resplandecientes, destacaban en su cara ahora pálida. ¡Si lo hubiera sabido! ¡Si hubiera podido saber lo que acababan de contemplar aquellas pupilas!
—¡Mamá! ¡Papá! ¡Mamá! ¡Papá! Corrí hacia ella. Supe al instante que algo terrible había sucedido.
—¡Malcolm! —chillé—. ¡Malcolm, ven en seguida! Corinne de pronto quedó callada, y cayó de rodillas, llorando.
—¡Corinne! —gritó Malcolm—. Cariño mío, ¿qué pasa? ¿Estás herida? ¡Oh, Dios mío!
—Oh, papá, papá, es Mal. Es Mal, él…, oh Dios mío…, oh Dios mío —sollozaba.
—Tú estás bien, mi vida —gimió Malcolm, sosteniéndola en sus brazos.
—¿Qué le ha ocurrido a Mal? ¿Qué le ha pasado a mi hijo? —gemí.
—Él… Oh, Dios mío, mamá, me dijo que me bajase y entonces…, entonces él…, iba tan aprisa…, oh, mamá…
—¿Dónde está mi hijo?
—La moto salió rugiendo, mamá. Todo ha sucedido con tanta rapidez. Mal se alejaba corriendo por la carretera y entonces…
—¿Qué?
No reconocí mi voz. Parecía la de un animal.
—Y entonces la moto se alzó, como si fuese a volar, y la vi saltar por el despeñadero… Oh, Dios mío, Dios mío… ha habido una terrible explosión y se ha alzado una gran nube de humo… Yo he venido corriendo a casa a buscar a papá.
Yo también comencé a correr. Por el camino, por la carretera…
—¡Mal, hijo mío! ¡Mal!
Pude ver el humo que se elevaba formando una enorme columna oscura. En el fondo del despeñadero, rugía un fuego, como un sol encendido. Intenté correr hacia allí; pero los poderosos brazos de Malcolm me detuvieron.
—Déjalo, Olivia. Ahora ya no puedes ayudarle. —Su voz era fría y cortante.
Yo le arañaba los brazos como una demente. Tenía que llegar junto a Mal.
—¡Es mi hijo! —chillé—. ¡Tengo que salvarle!
Malcolm me sacudía, mientras contemplaba el humo negro que se elevaba del barranco. Alzó entonces la mirada al cielo, que de repente se me antojó más frío y distante. Y cogió a Corinne, que estaba llorando en silencio, viendo cómo el humo ennegrecía el cielo. El día quedó teñido de negrura y, a partir de entonces, todos mis días han sido negros. Mal. Mi primer hijo. Mi primer amor. Mal. Quería desgarrar la tierra, destruir el suelo hasta que no quedase nada. Malcolm y Corinne me miraron fijamente, como si mi dolor fuese insoportable para ellos.
—Debo ir a su lado —dije, poniéndome en pie, pero Corinne me abrazó por la cintura, y Malcolm me miró; sus fríos ojos azules eran como hielo que quemaba mi alma.
—Ya es demasiado tarde, Olivia. Tú has permitido que tu hijo muriese. Mal está muerto.
* * *
—El Señor nos lo ha dado, el Señor nos lo ha quitado.
El día que enterramos a Mal parecía que el mundo entero nos acompañaba en nuestro duelo. El cielo estaba oscuro y airado, y se oía el trueno distante, como si Dios estuviera puntuando su frase para recordarnos que su ira era todopoderosa y que podía aplastarnos como hormigas con una exhalación.
Había centenares de personas en el funeral: muchos conocidos de Mal, de Joel y de Corinne, y asociados de Malcolm… Entre los asistentes, tan sólo había una persona por parte mía, John Amos, mi único pariente vivo, que había tomado el tren desde Connecticut tan pronto como recibió mi telegrama. Habíamos mantenido correspondencia durante años y vi al joven John Amos progresar en su camino para dedicarse por entero a Dios, pasando de ser predicador a caballo, como se les llamaba, a pastor sin congregación. Pero aquel día tenía una, ya que estaba atendiendo el servicio del funeral para mi adorado Mal.
El grito silencioso que había resonado en mi cabeza durante tres días no se calmó por las palabras de John Amos.
—Nuestro querido Mal se ha ido a un lugar mejor. Su auténtico Padre le ha llamado junto a él en la flor de la juventud, le ha acogido en su regazo, y allí su alma inocente descansará en paz toda la eternidad. Su Padre le ha reclamado.
Malcolm me miró, y sus fríos ojos azules intentaron penetrar a través de mi velo negro. Nos hallábamos en pie al lado de la tumba, Y Corinne y Joel estaban entre nosotros dos. El muchacho se agarraba a mi mano, y la niña a la de su padre. En los dos largos días transcurridos desde el horrible accidente, Malcolm no me había dirigido la palabra; pero yo podía ver en su mirada que intentaba culparme a mí de la muerte de Mal, dándome a entender que, si yo no hubiera desobedecido sus órdenes y permitido la motocicleta, mi querido hijo todavía estaría a mi lado. ¡Era tan injusto que me hubiera sido arrebatado Mal! Deseaba cortarme el pelo, las manos, las piernas, suplicaba a Dios que me llevase a mí y devolviera la vida a aquel maravilloso muchacho. El mundo estaba desequilibrado, y en verdad me culpaba. ¿Poseía Malcolm tanto poder que podía contar con la ayuda de Dios para castigar a quienes le desafiaban? Había permanecido aislada en mi habitación, y Corinne y Joel entraban para consolarme; pero también ellos sufrían muchísimo. ¿Y cómo podía consolarlos yo? Mal estaba muerto. ¿Mal muerto? ¿Mi favorito muerto? Con los ojos de la mente yo le veía de pie en la nursery, mirándome con aquellos ojos inquisitivos, su cara grave, su postura firme.
—¿Nos llevará papá a pasear en coche? —preguntaba—. Prometió que lo haría.
—No lo sé, Mal. Tu padre hace promesas que después olvida.
—¿Por qué no las escribe entonces? —preguntó, pues ya tenía un cerebro muy lógico.
Y ahora estaba muerto. Cuando comenzaron a caer gotas de lluvia y el trueno se acercaba cada vez más, mi querido Mal fue descendiendo a su tumba, y uno después de otro, Malcolm, yo, Joel y Corinne cogimos un poco de tierra y la arrojamos sobre su ataúd. El velo ocultaba mis lágrimas pero estaba tan débil que casi no podía andar. Deseaba saltar a la tumba junto a él, quedar cubierta de tierra, aislada del mundo. Pero tenía que seguir, tenía que mantenerme fuerte, como John Amos me había dicho, para Corinne, para Joel. Malcolm había permanecido distante incluso de su hija, y ella estaba desconcertada, confusa. Los dos pensaban si su amor había muerto junto con Mal.
Joel era el más desconsolado. Apenas decía nada; pero permanecía a mi lado, atento a cada palabra mía, a cada gesto que yo hiciera, como si creyese que de alguna manera yo podía cambiar los acontecimientos y hacer volver a su hermano. ¡Habían estado tan cerca, a pesar de las diferencias de edad y de carácter! Sabía que Joel dependía de Mal y seguía su ejemplo, el parachoques entre él y su padre, un padre ante el cual se sentía aún aterrorizado. Era fácil verlo; no dijo nada durante todo ese tiempo, no le hizo ningún gesto, no le ofreció ninguna palabra de consuelo. Corinne se hallaba fuera de sí a causa del dolor, culpándose, como yo me culpaba, deseando poder hacer retroceder el reloj y que Mal volviese a estar a nuestro lado. Fue John Amos, y no Malcolm, quien intentó consolarla, mitigar su culpabilidad, calmar su aflicción. De todos los Foxworth, tan sólo Malcolm permanecía erguido, digno y solo en su pena.
Al día siguiente, regresó a sus negocios. John Amos se quedó, leyéndonos pasajes de la Biblia, sosteniendo la mano de Corinne cuando lloraba, acariciándola, actuando como el amante padre que Malcolm siempre había sido para ella. John Amos se había convertido en un hombre alto, larguirucho. Su cabello castaño oscuro era tan fino que estaba quedándose calvo prematuramente, lo cual le otorgaba dignidad y madurez. Tenía la cara pálida y severa de los ministros de Dios, ojos castaños y boca dura, pues los labios eran tan rectos que producían la impresión de haber sido trazados con una regla. Aunque sólo tenía treinta y un años, parecía mucho más viejo y era más sabio de lo que correspondía a su edad.
Por mis cartas, John sabía lo importantes que eran mis hijos para mí, y tenía alguna idea sobre mis relaciones y las de Malcolm, con Corinne. Estaba enterado de cuáles eran mis sentimientos hacia Malcolm.
Hallaba en él una comprensión profunda, tal vez debida a que éramos consanguíneos. Se daba cuenta de que yo me culpaba, y de que Malcolm me culpaba a mí, y no quiso que cargara sola con todo el peso.
—Olivia —dijo, y su voz calma, cálida y serena era un bálsamo para mi espíritu—, es el Señor quien nos llama a su lado, el que hace justicia. Se ha llevado el hijo que Malcolm no sabía apreciar; quizá su mensaje iba destinado a tu marido, para que aprenda a estimar lo que es suyo en vez de querer controlarlo. Pues ya ves dónde acaba ese control. No te culpes, Olivia. Los designios de Dios son misteriosos muchas veces, pero siempre son justos.
A Malcolm no le gustaba John Amos, pero a mí eso no me importaba. Por el contrario, el hecho de que no le agradase hacía que fuesen más evidentes para mí el valor y la importancia de quien era familia, amigo y guía espiritual. Por eso, después del funeral, cuando John Amos se hizo cargo de todo, ayudándome con los sirvientes, haciendo preparativos para las visitas de condolencia, consolándonos a todos, decidí que se quedase con nosotros en Foxworth Hall. Corinne tenía que regresar a la escuela. Se veía con toda claridad que estaba deseando abandonar esta casa de luto triste y oscura. Quería a Mal tanto como cualquier joven pueda amar a su hermano; pero en alguien tan lleno de vida, amor y esperanza, la sombra de la muerte no se detiene por mucho tiempo, al contrario de lo que nos ocurre a quienes carecemos ya de esperanzas y sueños. El día que Corinne se marchó, propuse a John Amos que se quedase a nuestro lado. Pareció muy halagado ante la idea. No se sentía feliz con el trabajo que hacía en esos momentos. Le llamé al salón.
—Me gustaría que te quedases en Foxworth Hall —comencé—, y te convirtieras en algo así como mi ayudante. Oficialmente serás considerado nuestro mayordomo; pero tú y yo sabremos siempre que serás mucho más para mí.
La profunda aflicción que sentía me debilitaba. Tenía la impresión de haber sido moldeada bajo una nueva forma y mi cuerpo era como una armadura que escondía un corazón y una voluntad flojos e impotentes. No podía seguir viviendo en la mansión a solas con Malcolm. Se me hacía imposible tener que luchar con él y sus planes megalomaníacos día tras día. Necesitaba un aliado, alguien que me diera fuerzas, que me ayudase, que estuviera a mi lado. Necesitaba a John Amos. Y él era un hombre de Dios, un ser piadoso, temeroso del Señor, que rechazaría y torcería las malvadas intenciones de mi marido, al cual yo no permitiría que condujera a otro de mis hijos a la muerte, ni podía consentirle que se apoderase de la vida de Corinne como él tenía intención de hacer.
—Por favor, John Amos, ¿te quedarás aquí? Eres un gran consuelo para mí. Siento que tú eres realmente mi familia, la única que me queda, y necesito tu fuerte mano cristiana para que me guíe. John asintió pensativo.
—Siempre te he admirado, Olivia —dijo—, he admirado tu fortaleza en los propósitos, tu firmeza; pero, más que nada, he admirado tu fe en Dios y en sus caminos. Incluso ahora, en tu desgracia, no culpas al Señor de no ser misericordioso. Eres una inspiración. Muchas mujeres deberían ser como tú —declaró asintiendo con la cabeza, como si acabase de llegar a una conclusión importante.
Yo comprendía por qué Malcolm no simpatizaba con él. Porque tenía su mismo estilo para hacer declaraciones con aire de seguridad; pero Malcolm llegaba a sus conclusiones partiendo de una fe arrogante en sí mismo, y John Amos las establecía basado en una profunda fe en la voluntad de Dios.
—Gracias, John. Pero, en contra de lo que crees, yo también soy una mujer con debilidades. Necesitaré a alguien a mi lado que me ayude a educar a mis hijos y a mantener esta casa como debe ser y con el espíritu adecuado.
—Lo comprendo, y no podría encontrar un propósito más digno. Comprendí hace ya mucho tiempo que mi vocación se dirigía en direcciones que los demás tienen miedo o se resistían a tomar. El Señor tiene particulares medios para reclutar a sus soldados —sentenció sonriente.
—Creo —le dije al tiempo que le dirigía una mirada—, que hoy ya has visto algo de lo que te he estado describiendo en mis cartas. Comprenderás por qué algunas veces me siento aquí tan sola.
—Sí. Y cuentas con mucho más que mi comprensión. Cuentas con mi simpatía y mi devoción. —Y sus ojos castaños, aunque no eran brillantes ni ardientes, se hicieron profundos; avanzó un paso—. Te juro, Olivia —dijo—, que mientras yo esté aquí, a tu lado, nunca más te sentirás sola.
Esbocé una leve sonrisa y alcé la mano. John la cogió y, al estrechármela, hizo un juramento conmigo y con Dios Todopoderoso. Era la cosa más alentadora que me había sucedido en muchos años. Cuando comuniqué a Malcolm aquella noticia, tuvo su característica reacción. Se había retirado a la biblioteca. El velo de silencio caído sobre Foxworth Hall planeaba como el pesado aire húmedo antes de una lluvia de verano. Las luces eran débiles; fuera, se veía un cielo nublado, sin estrellas. Implacables ráfagas de viento arañaban las ventanas. Yo tenía la sensación de que se trataba de una bestia viciosa y vengativa.
Malcolm estaba en pie, dando la espalda a la puerta, con las manos enlazadas a la espalda, mirando unos libros del estante superior. No se volvió cuando entré, aunque yo sabía que había escuchado mis pasos. Esperé un momento.
—He tomado una decisión —dije al fin—. He decidido contratar a mi primo, John Amos, para que sea nuestro mayordomo.
Malcolm dio media vuelta. La expresión de su rostro era casi horrible, una mezcla de dolor y de ira alteraba sus facciones. Jamás su boca había estado tan torcida, ni sus ojos fueron tan fríos.
—¿Qué mayordomo? Ya tenemos un criado. —Hizo que aquellas palabras corrientes sonaran como obscenidades.
—Un hombre que también sirve de chófer. No es adecuado, y representa una economía tonta, poco digna de una casa tan importante como la nuestra —repliqué en tono severo.
—¿En este momento estás pensando en la servidumbre?
Parecía sorprendido y alterado al mismo tiempo.
—¿Acaso no has ido tú a trabajar hoy, y has recibido llamadas de negocios? ¿No has dado órdenes a tus subordinados? ¿Es que te has dedicado sólo a pensar en Mal? —le pregunté en tono acusador.
Movió la cabeza; pero no para negar lo que yo le había dicho, sino para dramatizar su disgusto.
—Ese hombre no me gusta. Es muy… Tiene un aspecto demasiado astuto.
—A pesar de ello, lo he contratado. El gobierno de la casa siempre ha sido, y será, de mi incumbencia. Necesitamos alguien que se ocupe en exclusiva de las responsabilidades de mayordomo, y John Amos es adecuado para asumirlas. Se trata de un hombre decente y religioso, que comprende las necesidades de las personas de nuestra clase. Ha aceptado el puesto y comenzará en seguida.
—Será mayordomo tuyo en todo caso, no mío —decidió Malcolm desafiante.
—Como quieras. Te aseguro que, con el tiempo, llegarás a apreciarlo —añadí con calma.
Me dio la espalda y se dedicó de nuevo a sus libros.
—Joel se marchará por la mañana —dije.
Malcolm no se volvió.
—Eso es bueno —respondió sin mirarme—. Es preferible que regrese a la escuela y se ocupe de sus estudios en vez de andar por aquí alicaído. Sólo serviría para hacer que nos sintiéramos más deprimidos. —E hizo un movimiento con la mano como si me despidiera; pero yo me erguí más.
—Joel no vuelve a la escuela —informé.
Mis palabras hicieron dar media vuelta a Malcolm.
—¿Qué? ¿Que no vuelve a la escuela? ¿Qué quieres decir? ¿A dónde irá?
—Antes de la muerte de Mal, dio una audición para una orquesta y quedaron impresionados con su talento. Le han ofrecido un puesto para participar en la gira que hacen por Europa. Joel ha de ir directamente a Suiza.
Malcolm se enfureció.
—¡Orquesta! ¡Suiza! —Exclamó, agitando las manos al pronunciar cada palabra—. Un Foxworth, músico profesional, ganando salarios miserables y viajando con un puñado de tipos afeminados…, sin voluntad…, bohemios… ¡Ni hablar! No quiero ni hablar de ello, ¿lo oyes?
—Sin embargo, es lo que Joel desea —dije, estimulando otra vez su furia con mi voz serena—. No obligaré a otro de mis hijos a llegar hasta los límites para demostrar que puede vivir su propia vida, y no la que tú le impones.
Los ojos de Malcolm se contrajeron y permaneció silencioso durante unos momentos.
—Joel ha de comprender muy bien —dijo, poniendo una carga de odio y de malignidad en cada palabra—, si sale de esta casa para emprender una aventura semejante, jamás podrá volver a ella.
—Lo comprendo muy bien, padre.
Nos volvimos los dos y vimos a Joel en la puerta de la biblioteca. Estaba allí, de pie, con una maleta en cada mano. No sabía que quería irse aquella misma noche.
—Iba a entrar para decirte lo mismo que tú has dicho.
—Y lo he dicho en serio —declaró Malcolm, señalándole con el dedo—. Si abandonas tu educación formal para irte por Europa a soplar un cuerno, te borraré de mi testamento.
Durante largo rato, Joel y Malcolm estuvieron mirándose con fijeza. Fue como si padre e hijo se vieran por primera vez y comprendieran realmente cómo eran. Si Joel sentía algún temor, no se revelaba ni en sus ojos azules ni su rostro dulce. En todo caso, tenía el aspecto de un mártir perdonando al tirano violento y odioso que estaba sentenciándolo a muerte. En sus labios aparecía una leve sonrisa.
—Tú nunca me has comprendido, padre; ni comprendiste a Mal —dijo sin enfado en la voz—. A ninguno de los dos nos impulsaba tu ansiedad por perseguir el todopoderoso dólar.
—Eso es porque siempre habéis tenido muchos dólares —replicó Malcolm—. Si hubierais sido pobres ahora no estarías ahí con tanta insolencia y desafío.
—Es probable —admitió Joel—. Pero no he nacido pobre y soy lo que soy. —Me miró—. Adiós, madre. Te echaré mucho de menos. Por favor, acompáñame hasta la puerta. Hay un coche fuera esperándome.
—¿Vas a permitir esto? —preguntó Malcolm.
Cuando miré a Joel, vi tanto de mí misma en su rostro que era como si yo estuviera abandonando Foxworth Hall, como si me escapara, huyendo de la pena y del tormento, de las sombras que parecían ancladas en la mansión.
—Eso es lo que Joel quiere —dije en tono suave, mirando a mi hijo—. Cuenta con edad suficiente para tomar sus propias decisiones. Tiene derecho a hacer su elección.
—Esto es una locura y tú tienes la culpa —me acusó Malcolm, señalándome con el dedo—. Se sumará a tu ya pesada carga de remordimientos.
—¿Qué? —Avancé unos pasos hacia él, sintiendo que el rostro me ardía de rabia—. ¿Estás intentando poner la ceniza sobre mi cabeza? ¿Tú, que has traído el pecado a esta casa, que lo has hospedado aquí? Tú has comido al lado del pecado, y has caminado con él y has dormido con él —añadí—. Tú has atraído la ira de Dios a la familia Foxworth, no yo. Si alguien ha de cargar con la culpa, ese alguien eres tú —respondí, señalándole a mi vez con el dedo acusador.
Malcolm miró a Joel y se volvió de espaldas. Me acerqué a mi hijo y nos encaminamos hacia la puerta principal cogidos del brazo. John Amos, asumiendo alguna responsabilidad, había llevado el baúl de Joel al coche. Cogió las maletas y las sacó también.
Joel y yo nos paramos en el umbral de la gran puerta de Foxworth Hall y miramos hacia fuera, al coche y a la oscuridad que ahora nos rodeaba.
—Siento dejarte en este momento de aflicción —se lamentó Joel—; pero temo que, si no me marcho ahora, nunca lo haré. Mal hubiera querido que me fuera. Casi puedo verle, de pie junto al piano, sonriendo, y animándome a seguir. —Y sonrió ante la imagen.
—Sí, creo que sería así —admití.
Yo también veía a Mal, y la evocación llenó mi corazón de un dolor pesado, como si el pequeño pájaro gris de la ansiedad aleteara alocado dentro de la jaula de mis costillas. Pero oculté estos sentimientos a Joel.
—Cuánto te echaré de menos —le dije, cogiendo sus manos entre las mías y llevándolas a mis labios para besarlas—. Tú eres mi único hijo, mi querido Joel, ahora tan sólo te tengo a ti. Ve con Dios, y que seas feliz.
—Gracias, madre.
Se inclinó y me besó en la mejilla. Le mantuve abrazado largo rato, y después corrió hasta el coche. Se despidió otra vez con la mano y entró en el vehículo.
John Amos y yo permanecimos en el umbral, contemplando cómo el auto se alejaba en la fría noche de otoño, viendo desaparecer sus faros traseros igual que dos brillantes estrellas rojas muriendo en el Universo.