Desde la noche de la fiesta navideña, Malcolm demostró en todo momento que su amor por Corinne no conocía límites. Los niños lo sabían y les dolía profundamente. Yo intenté una y otra vez compensarles, asegurarles que, para los padres, todos los hijos son preciosos, que siempre serían amados por mí y también por Malcolm, aunque a él no le fuese tan fácil demostrárselo. Creo que los chicos se alegraron de regresar a la escuela en Año Nuevo, ya que se sentían muy desplazados por los mimos que su padre dedicaba sin cesar a Corinne. Malcolm se quedaba ahora en casa la mayoría de las veladas, al contrario de lo que había hecho hasta entonces. Mostraba gran alborozo y se regocijaba cerca de Corinne, mientras que, como de costumbre, criticaba y disciplinaba severamente a Mal Y a Joel. Yo sufría por ellos. Eran buenos chicos, dulces y cariñosos, y sabía que se sentían perdidos ante las atenciones que Malcolm prodigaba a Corinne. Cuando ellos se marcharon, yo me sentí libre para dedicar también más atención a Corinne. Pero Malcolm insistió en que la niñera que había contratado al principio continuase en casa. Cada vez que iba a alimentar o incluso a alzar a Corinne, aquella mujer estaba acechando detrás de mí, intentando tomar el control, frunciendo el ceño con desaprobación por la manera que yo tenía de tratar a mi hija. Aquello me enojaba.
Una mañana, mientras Mrs. Stratton estaba dando el biberón a Corinne, estallé:
—Le he dicho muchas veces que yo soy la única que alimenta a la niña. ¿Cómo se atreve usted a desobedecer mis órdenes?
—Ma’am —me replicó con tono sarcástico—. Nunca se me ha advertido que yo tenga que seguir las órdenes de usted. Al contrario, Mr. Foxworth me dio instrucciones detalladas acerca de cómo deseaba que se llevase a cabo cada aspecto de los cuidados del bebé.
—¿Qué? —Me dejó sin habla—. Quiero que salga usted de esta casa hoy mismo. Ya no son necesarios sus servicios.
—Temo existe alguna confusión, Mrs. Foxworth —insistió Mrs. Stratton—. Cuando Mr. Foxworth me contrató, llegamos al acuerdo de que el bebé quedaría indefinidamente bajo mis cuidados.
Yo estaba furiosa pero no quería que mi rabia infectase a mi dulce e inocente hija, de modo que me volví y salí de la habitación. Durante toda aquella mañana, estuve andando por los pasillos de Foxworth Hall, llena de agitación y decidida a recuperar el control de la situación quitándoselo a Malcolm.
A la tarde, tuve mi segunda sorpresa: llegaron los decoradores. De nuevo era algo que Malcolm había contratado sin mi conocimiento. Se dirigieron a la habitación contigua a la de Malcolm y comenzaron a hacer planes para la instalación de la nursery personal de Corinne. Malcolm había decidido que ella no utilizara el cuarto de los niños. Había encargado nuevo mobiliario y, por la intensidad con que trabajaban los operarios, me di cuenta de que Malcolm había exigido que todo se hiciese con la mayor celeridad. Una vez más, ningún gasto era excesivo cuando se trataba de Corinne. Y yo no tenía que intervenir al elegir los colores del nuevo papel de pared, la alfombra, ni el estilo de los muebles. Los decoradores apenas reconocieron mi presencia.
Estuve furiosa todo el día. Intenté hablar con Malcolm en su oficina; pero él muy rara vez se ponía al teléfono. Durante las primeras semanas de vida de Corinne llamaba de cuando en cuando para preguntar por ella, pero solía comunicarse con Mrs. Stratton. Si en alguna ocasión yo le había llamado, su secretaria me respondía que se hallaba en una reunión, o que no estaba en su despacho. No importaba que dejara un mensaje para que él me llamase. Y cuando le preguntaba al respecto, me respondía que estaba tan ocupado que no le había sido posible hacerlo; de modo que dejé de telefonear a su oficina.
Aquella noche, cuando él llegó temprano a casa, yo le esperaba en la puerta de la biblioteca. Hubiera regresado antes; pero había ido a una tienda especializada en ropas de bebé para comprar a Corinne cinco nuevos equipos de ropa para dormir. Con los paquetes bajo el brazo, la cara encendida por la excitación, entró en Foxworth Hall con la intención de subir inmediatamente al lado de la niña.
Me divertía su manera de hablar a Corinne cuando se acercaba a ella. Era como si esperase que la chiquilla entendiera sus palabras, sus promesas, los planes para su educación. Algunas veces, cuando le oía hablando a Corinne, sentía un escalofrío. Era como si creyese que ella era su madre, a la que hubieran dado de beber el líquido de la mítica fuente de la juventud hasta hacerla retornar a su estado infantil. En la mente de Malcolm, Corinne era un bebé; pero tenía la comprensión de una mujer adulta para las cosas que se le decían, en especial las cosas que le decía él.
—¡Malcolm! —grité cuando pasaba de largo por mi lado camino de la escalera espiral.
A menudo subía esos escalones como un muchacho de diecinueve años, atraído al ala sur por un amor magnético y abrumador, conducido por la adoración que sentía por su hija.
—¿Qué quieres? —exclamó, impacientándose por mi presencia.
Durante el mes anterior, me había ignorado. Cuando se hallaba en casa, permanecía con Corinne; y, cuando ella dormía, él se dedicaba a su trabajo. Algunas veces, si me miraba, parecía hacerlo a través de mí, como si yo no estuviera.
—He de hablar contigo ahora mismo —dije—. No puede esperar.
—¿Qué es lo que no puede esperar? —preguntó haciendo una mueca.
Jugueteaba con las cajas que llevaba en las manos. Ni siquiera se había sacudido la nieve de los hombros y la espalda. Los copos se estaban derritiendo en su cabello dorado, haciendo brillar los mechones bajo las luces. Pero parecía que no se daba cuenta o no le importaba.
—Por favor, entra —dije, y retrocedí. Oí que gruñía con desagrado; pero se apresuró a entrar y depositó los paquetes sobre su escritorio.
—Bueno… ¿Qué es lo que pasa? Sacudió la cabeza y se quitó de los hombros las gotas de la nieve derretida.
—Quiero que Mrs. Stratton se marche ahora mismo, Malcolm.
—Mrs. Stratton es una profesional. Una persona especializada en cuanto se refiere a cuidar bebés. Corinne solamente tendrá lo mejor.
—¿Y crees que hay algo mejor que yo? Soy su madre. ¡Y también la madre de tus hijos!
—Con los chicos es diferente —dijo Malcolm, mirándome como a una idiota corta de entendimiento.
—¿Por qué razón? —inquirí.
—¡Simplemente es distinto!
Malcolm odiaba que le contradijeran. Yo pensaba que tan sólo allí, en su propia casa, se le contradecía alguna vez. Ninguno de sus empleados o sus secuaces se atrevería a hacerlo. Debió parecerle una amarga ironía que su propia esposa fuese la que más le desafiaba. La actitud de Malcolm hacia las mujeres no permitía un respeto y un trato de igualdad.
—Es un despilfarro extravagante —dije, agitando la cabeza—. Esa mujer se aburrirá aquí si es tan buena profesional como dices. La mayor parte del tiempo yo estaré…
—Tú no estarás haciendo nada —interrumpió en tono airado—. Deja a Corinne en las manos de Mrs. Stratton. Para eso le pago un salario. Ella tiene mis instrucciones. No le impidas llevarlas a cabo.
—¿Qué errores he cometido yo con tus hijos?
No estaba dispuesta a permitirle que se saliera con la suya. Si quería ponerme las cosas difíciles y desagradables, yo haría lo mismo con él. Intentó ignorar la pregunta; pero yo insistí:
—¿Qué errores, Malcolm?
—Muchos. —Hizo un ruido desdeñoso—. Fíjate en los chicos.
—¿Qué hay de malo en ellos?
—Qué no hay de malo en ellos, eso deberías preguntar. Son débiles, perezosos, no se interesan por el mundo de los negocios, un mundo que les ha proporcionado todo esto —dijo haciendo un amplio gesto—. Tú los has envenenado de modo que no pueden soportar estar delante de mí.
—Eso es culpa tuya —le interrumpí—. Les aterrorizas.
—Simplemente porque les exijo que se porten como deben —continuó—. Quiero que sean unos hombres, no unos niñatos de mamá. Mal todavía da vueltas alrededor de aquel piano cuando no estoy en casa. No lo niegues —me conminó—. Y Joel…, Joel es tan frágil y blanducho como una niña pequeña.
—Pero eso no tiene nada que ver con…
—¡Ya basta! —Dio un puñetazo sobre la mesa—. Basta —repitió en un tono de voz mucho más bajo; pero también más amenazador—. Mrs. Stratton se quedará aquí hasta que yo la despida. Es lo que quiero. Yo estoy gastando mi propio dinero. No intervengas.
—¡Corinne también es mi hija!
Sus labios se torcieron en una sarcástica sonrisa.
—¿Realmente, Olivia? ¿Te has olvidado ya? Corinne es mi hija. ¿No lo sabes? Es una Foxworth de los pies a la cabeza —añadió, como si al enviar a Alicia fuera hubiera despojado a Corinne de la herencia de su madre; en su trastorno mental, la niña era creación suya nada más—. Corinne merece lo mejor, y eso es lo que tendrá a partir de ahora. Tú no puedes comprenderlo —añadió, agitando la cabeza y mirándome como si debiera compadecerme—. Tu padre te trató más como un muchacho que como una hija. De todos modos, esto no debería preocuparte. Tú dedícate a tus cosas y deja que Mrs. Stratton haga su trabajo. Cuida de los chicos. Con ellos te basta —añadió en tono amargo, y recogió sus paquetes.
No sabía cómo ganar aquella discusión. De momento, quedé silenciosa.
Malcolm estaba a punto de salir de la biblioteca.
—¡Espera! —grité—. ¿Y qué hay de esa nueva nursery que has mandado hacer para ella?
—¿Qué pasa con la nursery?
—Debo insistir en que me informes de tales decisiones antes de tomarlas. No permitiré que vuelvas a avergonzarme de esta manera.
Malcolm se volvió y me miró como si yo fuese un insecto fastidioso e impertinente. Plegó hacia dentro la comisura derecha de sus labios y meneó la cabeza.
—Cuando accedí a seguir tus planes respecto a esa niña, lo hice bajo la condición de que, a partir de ahora, yo estaría a cargo de esta casa y las cosas irían del modo que yo considerase adecuado. Tú estuviste de acuerdo también en que la niña sería mía, y ciertamente lo es. Ahora es solamente Dios, y no tú, quien podría quitármela. —Hice una pausa para recuperar el aliento y clavé en mi marido una mirada como una daga—. Te permitiré que tengas tu nueva nursery, Malcolm; pero con una condición. Mal y Joel tendrán también una habitación nueva, una estancia propia, para que la utilicen siempre que deseen cuando están en casa de vacaciones. Y cada una de esas habitaciones tendrá un gran piano.
—Muy bien —aceptó Malcolm con expresión de total desprecio y disgusto—. Ha dejado de importarme cómo quieres criar a tus hijos. De todos modos, ya los has malcriado y son unos afeminados.
Salió con paso airado de la habitación y oí sus fuertes pisadas cuando subía la escalera corriendo hacia su hijita.
Tampoco yo tenía espera todos los días para ir a la habitación de Corinne. La niña era más hermosa cada día y mi corazón rebosaba un amor creciente por ella. La primera vez que sus labios sonrieron estaba mirándome, y yo supe que ella percibía mi amor y mis cuidados. Cuando su sedoso cabello dorado fue lo bastante largo, lo até con lindas cintas de color de rosa. Corinne parecía una princesita de cuento de hadas. Comprendí ese amor que todo el mundo experimentaba hacia aquellas niñas bonitas y delicadas que yo contemplaba en mi juventud. Su belleza parecía hacer vibrar una cuerda especial en el corazón, dejando un sonido tan adorable como el arpa de un ángel.
Durante el verano en el que Corinne casi había llegado a los tres años, Malcolm hizo otra vez algo sin mi aprobación. Sustituyó a Mrs. Stratton por alguien que había hecho venir de Inglaterra.
Se llamaba Mrs. Worthington, y era una solterona de cincuenta y cuatro años que, según Malcolm, había sido institutriz de los hijos de los duques de Devan. Aquella mujer me desagradó desde el principio, y tampoco yo le gusté. Estaba claro que mi marido le había dicho que yo no contaba para nada en las decisiones que se tomaran respecto a Corinne. La recién llegada no me prestó ninguna atención; intentó asumir el control de la vida de la niña como si yo estuviera muerta. Jamás me consultó nada. Estableció un programa y lo siguió con el mayor escrúpulo.
Durante la primera semana, Corinne se rebeló y me pidió que despidiéramos a Mrs. Worthington.
—Quiero estar contigo, mamá —me dijo llorosa—. No me gusta la otra señora.
—Corinne, cariño mío, ya sabes que yo preferiría que únicamente estuviéramos nosotras dos. Pero tu padre insiste. Cree que es importante para ti tener una institutriz, y aunque yo no esté de acuerdo, él no cederá. Lo mejor para ti será obedecer a Mrs. Worthington.
A pesar de la antipatía que me inspiraba Mrs. Worthington, supe apreciar en seguida su talento, de modo que quise que Corinne tuviera todas aquellas gracias que nunca serían mías. El programa de Mrs. Worthington consistía en lecciones sobre etiqueta, elocución y danza. Irónicamente, Corinne también tuvo que aprender a tocar el piano.
Era una mujer segura y algo arrogante, con una estatura de casi metro setenta. Aunque sus ropas eran conservadoras y victorianas, tenía algunos vestidos bonitos, blusas y faldas, confeccionados en tafetán y otros finos tejidos de seda y algodón. Jamás la vi sin el cabello meticulosamente sujeto. Se levantaba muy temprano todas las mañanas, como si tuviera que ser recibida en audiencia por la reina.
No llevaba maquillaje y dedicaba todo su tiempo personal a leer en su habitación o a dar paseos solitarios por las tierras de Foxworth Hall. A menos que el tiempo fuese inclemente, caminaba a diario como una forma de ejercicio. Tenía mucho cuidado con lo que comía y cuándo. Y, a pesar de su edad, conservaba una esbelta figura.
Yo misma me convertí un poco en su alumna, ya que aquella mujer no hacía nada sin convertirlo en una lección para Corinne, tanto si se trataba de sostener correctamente el tenedor como de caminar con la postura adecuada, saludar a la gente…, fuese lo que fuese, siempre se volvía hacia Corinne y se aseguraba de que la niña comprendiese y apreciase lo que ella hacía.
Malcolm decidió que, al contrario de lo que había ocurrido con los chicos, que no pudieron bajar a sentarse con nosotros a la mesa hasta que no tuvieron por lo menos cinco años, Corinne comiera con nosotros, como experiencia para su aprendizaje.
Esto fue origen de una de las muchas discusiones que Malcolm y yo sostuvimos sobre la crianza de la pequeña. La primera vez que acudió al comedor sólo tenía tres años. Los muchachos y yo alzamos sorprendidos la mirada cuando Mrs. Worthington apareció llevándola cogida de la mano. Malcolm sonrió y dio unos golpecitos en la silla que tenía al lado. Corinne echó a correr hacia su asiento; pero Mrs. Worthington la detuvo.
—Corinne —dijo, y la niña vaciló.
Quedé pasmada ante tanta obediencia. No hacía más que una semana que Mrs. Worthington estaba con nosotros y, a pesar de los sentimientos de Malcolm por Corinne, yo ya había observado cierta voluntariedad en ella. Era como un azulejo joven revoloteando de un lado a otro sin mucha concentración.
Me parecía que sus brillantes ojos azules rebosaban malicia. Había algo endiablado en su belleza y en la manera en que pronto había aprendido a utilizarla para manejar a Malcolm y someterlo a sus caprichos. Él no podía resistir ninguna de sus demandas. Bastaba que Corinne mirase algo para que su padre fuese a buscarlo. Cuando salían a pasear en coche, la niña regresaba con los brazos llenos de juguetes. Algunas veces volvía con un vestido o unos zapatos nuevos. Entraba en la casa brincando, y sus pequeñas risas resonaban por el vestíbulo. Malcolm insistía en que cada día fuera cepillado cien veces el dorado cabello de Corinne, el cual brillaba con un resplandor que le daba aspecto angelical. Lo llevaba largo, en mechas sueltas que le llegaban más abajo de los hombros. Nunca perdió la tez luminosa que tenía al nacer. En todo caso, al crecer se hizo más bella y más sugestiva.
* * *
Me sentía fascinada por todos los movimientos de aquella chiquilla, ya fuese su manera de corretear por la casa, como un pajarito, apenas rozando las alfombras con sus menudos pies, o la forma de llevarse la comida a la boca, tocando sus labios tan delicadamente, actuando como si supiera que era una especie de pequeña princesa.
Pensé que era una niña muy inteligente que comprendió en seguida que su padre quería que obedeciese a Mrs. Worthington, y que si aprendía bien lo que ella le enseñaba, todavía tendría más control sobre su padre. Malcolm se mostraba encantado con los progresos de la niña, y si, delante de él, hacía algo tal y como Mrs. Worthington le había dicho que lo hiciera, sonreía complacido.
De modo que, desde el principio, Corinne fue una alumna brillante. Se paró y se volvió para mirar a Mrs. Worthington que estaba en pie, firme y rígida, con las manos enlazadas delante de ella, esperando que su pupila volviese al umbral, lo cual Corinne hizo al instante.
—Caminamos hasta la mesa —dijo—, como debe hacerlo una dama. Y recuerda de qué modo has de sentarte —añadió.
Corinne se irguió alzando la cabeza con la característica arrogancia de los Foxworth. Los chicos y yo la mirábamos fascinados. Malcolm se levantó y le separó la silla, cosa que no había hecho nunca para mí, ni tan siquiera durante la primera semana de nuestro matrimonio. La nena se volvió en seguida hacia Mrs. Worthington, la cual asintió, y Corinne dijo:
—Gracias, papá.
Fue como si el cielo se hubiese abierto y toda la luz y la gloria se hubieran vertido dentro de nuestra casa. Malcolm estaba radiante. Miró a Mrs. Worthington con expresión de gratitud y respeto. Corinne ocupó el lugar en la mesa. Su educación había comenzado.
Más tarde, cuando todos los niños estaban ya acostados y Mrs. Worthington se había retirado, bajé a la biblioteca e interrumpí a Malcolm.
Teníamos una gran tormenta de verano. Las gotas de lluvia golpeaban las ventanas y los truenos hacían vibrar los cristales. Las luces parpadeaban y el viento se filtraba por las rendijas, creando una sinfonía de sonidos discordantes. Detrás de la silueta de mi marido, veía las descargas de los relámpagos en un cielo negro como el carbón; pero él, como siempre que estaba trabajando, permanecía indiferente a cuanto le rodeaba. Mi aparición le estorbó más que aquella terrorífica tormenta.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó alzando impaciente la mirada.
Arrugó la frente para demostrar que le molestaba. Impertérrita, continué avanzando por la biblioteca hasta llegar junto a su escritorio.
—Comprendo lo que Mrs. Worthington está intentando hacer al traer a Corinne a comer con nosotros; pero ¿cómo puedes permitirlo después de haber prohibido a los chicos que se sentaran a la mesa hasta cumplir los cinco años? ¿No te das cuenta de que ellos lo están viendo y creerán que es… que es un favoritismo poco natural?
—¿Favoritismo poco natural? ¿De qué estás hablando? ¿Es que has de oponerte a todo lo que hago? —preguntó; se apoyó en el respaldo de su butaca y adoptó una actitud de razonamiento y control como si quisiera hacerme comprender que yo era la que estaba equivocada—. ¿Cuántas veces tendré que explicártelo? Las chicas han de educarse de manera diferente. Socialmente se espera más de ellas. Aunque a ti no te dieron esas oportunidades, eso no significa que Corinne no haya de tenerlas. ¿No proporcioné a los chicos un tutor privado? —Preguntó de pronto, y antes de que pudiera responderle, añadió—. Hasta que tú enredaste las cosas de tal manera que tuve que despedirlo.
—¿Que yo enredé…? —Casi no pude pronunciar las palabras por efecto de la ira—. Fue tu proceder el que les arruinó las cosas a ellos; y, de todos modos, nunca aprobé a ese hombre.
—Precisamente lo que yo digo —insistió Malcolm incorporándose—. Conspiraste hasta encontrar una oportunidad en que poder librarte de él. Tú has negado a los chicos su oportunidad especial, no yo —remachó—. Ya te he dicho una vez, y vuelvo a decírtelo, que en cuanto se refiere a Corinne, tanto si se trata de su educación como de sus vestidos… sea lo que sea, yo tomaré todas las decisiones. Y ahora deja de entrometerte.
Tuvimos una discusión parecida cuando Mrs. Worthington comenzó la educación musical de Corinne. Pero, por mucho que yo quisiera hacer ver el contraste entre cómo trataba a Corinne y la forma que lo hacía con los muchachos, Malcolm nunca lo admitió.
Siempre se las arreglaba para terminar la discusión acusándome de tener celos.
En cierto modo llevaba razón. Mientras veía a Corinne creciendo y convirtiéndose en una bella joven que recibía todos los beneficios y oportunidades que la enorme fortuna de Malcolm podía proporcionarle, no podía evitar hacer comparaciones pensando en mí cuando tenía su edad. Naturalmente, veía mucho de Alicia en Corinne a medida que el tiempo pasaba. Pensé que también Malcolm lo vería, y que cada vez que la mirase no podría dejar de pensar en la adoración sentida por la mujer de su padre.
Cuando la niña cumplió diez años, a Malcolm le apenó tener que enviarla a una escuela privada, porque ello significaba que no estaría en casa cuando él regresara del trabajo. Y, ciertamente, también a mí me entristeció muchísimo. Con la ausencia de Corinne, parecía que el sol se había nublado para siempre en Foxworth Hall. Me sentía más sola que nunca. Malcolm casi nunca estaba en casa, excepto durante las vacaciones escolares. Siempre se hallaba fuera, «de negocios», casi todas las noches. Oh, sabía muy bien qué tipo de negocios era el de Malcolm. Oía las lenguas chismosas de la ciudad, y aunque en realidad yo no tenía amigos (¡cómo iba a tenerlos, si todo el mundo sabía lo que mi propio marido pensaba de mí, y de qué forma me trataba!), me avergonzaba de Malcolm y estaba decidida a proteger a mis hijos de lo peor que había en él.
Quizá por eso encontré tanto consuelo en Dios, en la Biblia. Y más tarde, en la Iglesia, que me dio apoyo, compañía y acabó siendo mi salvación. Fue mi primo John Amos quien me condujo de nuevo a la religión. Su madre había muerto y yo era su única familia, como él la mía. Acudió a visitarme y me animó a rezar con él. Mientras permanecimos sentados y silenciosos en el salón de invitados, me sentí en verdad colmada del Espíritu Santo, tal como me había prometido John Amos. Insistió en que yo fuese a la iglesia más a menudo; y, antes de regresar al Norte, me dejó escrito un programa para realizar mis lecturas diarias de la Biblia. Había rechazado durante tanto tiempo rendir mi voluntad a Malcolm que sentía gran alivio y gratitud cuando aprendí a rendir mi voluntad a Dios.
A mi marido le molestaba aquella devoción. Echaba de menos a Corinne tanto como yo; pero el único consuelo que él encontraba estaba en sus visitas a la escuela. Jamás iba a ver a los chicos a sus pensionados. Yo acudía siempre que me era posible, y ellos me escribían largas cartas contándome sus actividades. Malcolm no lo sabía, por supuesto; pero Mal estaba siguiendo un curso instrumental y Joel había ingresado en la orquesta.
Mis hijos también adoraban a Corinne. Estaban tan fascinados por su belleza y encanto como el propio Malcolm, pero no podían evitar sentirse celosos por la relación que existía entre su padre y ella. Por aquel entonces, Corinne se hallaba muy mimada, en tanto que los chicos, a pesar de vivir con gran riqueza, habían crecido casi sin afecto. Malcolm nunca les había dado cosas con la facilidad y el entusiasmo que ponía en sus regalos a la niña. Cuando llegaron a la adolescencia, insistió en que trabajasen durante los veranos en uno de sus Bancos, sirviendo como mensajeros y realizando otras tareas modestas.
Sin embargo, y a pesar de tener motivos para ello, los chicos nunca sintieron resentimiento hacia Corinne. Por el contrario, la mimaban también, y estaban ansiosos de hacer cosas para ella y comprarle regalos. La llevaban a navegar, a montar a caballo y, cuando Mal fue lo bastante mayor para conducir, la acompañaba a donde ella quisiera, en el momento en que lo deseara. Joel, en particular, estaba siempre a su disposición cuando los tres coincidían en casa. No había nada que rehusara hacer por su hermana, y ella lo sabía y se aprovechaba de ello.
Durante unas vacaciones del Día de Acción de Gracias, cuando nos hallábamos todos juntos, reuní a los chicos aparte en un salón de la parte frontal de la casa y discutí el asunto con ellos. Malcolm se había llevado a Corinne a Charlottesville para hacer compras, ya que decía que todas sus ropas estaban pasadas de moda, y eso era muy importante para ella a pesar de tener tan sólo once años.
Hice que Mal y Joel se sentaran en un sofá y me quedé en pie delante de ellos, como si fuese uno de los conferenciantes de su escuela. El invierno había avanzado ya la primera nevada. Fue ligera, y el cielo siguió brillante. La nieve puso a todos de buen humor anticipando la llegada de la Navidad. Los muchachos y la niña habían comenzado a adornar nuestro gran árbol, aunque Corinne se pasaba la mayor parte del tiempo, sentada en una silla francesa de alto respaldo dictándoles lo que quería, y dónde debía colocarse, y Joel iba de un lado a otro como un esclavo, estirándose y esforzándose por sujetar un adorno acá y otro allá.
—Mal —comencé—, pronto cumplirás dieciocho años y, tal como os dije hace tiempo, cada uno de vosotros, al llegar a esa edad, tendréis acceso a un fondo en fideicomiso, lo cual os proporcionará una gran independencia; pero la independencia exige tener bien desarrollado el sentido de la responsabilidad. —Hice una pausa para comprobar su interés.
Mal, como de costumbre, me miraba intensamente, sentado tan rígido y quieto como una estatua. Tenía las piernas tan largas que parecía sentirse incómodo en aquel blando sofá con cojines color azul claro; pero no profirió ni una sola palabra de queja. Joel, en cambio, se movía, tamborileaba en el brazo del diván, pasaba los dedos entre su fino cabello dorado, se inclinaba hacia delante y después daba un salto hacia atrás.
—Lo sé, madre —dijo Mal—. Papá me ha hablado de ello hace poco. Ayer, después de llegar, tuvimos una discusión —dijo.
Mi hijo mayor tenía la voz profunda y fuerte de Malcolm.
—¿Ayer? ¿Y qué te ha dicho? —pregunté.
—Me ha pedido que le traspase el dinero para que pueda continuar invirtiéndolo de forma adecuada.
—¿Qué le has contestado? —le pregunté.
Joel dejó de moverse y alzó la mirada, con la ansiedad en su rostro. Los muchachos siempre habían sido muy sensibles a mis sentimientos.
—Le he dicho que lo hablaría contigo —repuso Mal, y sonrió tímidamente.
¡Cuánto se parecía a Malcolm; pero, oh, Dios mío, cuánto tenía también de mí! Le sonreí, y Joel me correspondió con otra sonrisa amplia.
—Bien. Eres un buen chico, Mal. No debes devolver nunca ese dinero a tu padre. Podría ser que se lo apropiara y lo gastara todo en Corinne —dije; Joel comenzó a reír; pero le contuvo mi mirada—. No pretendo ser jocosa, hijos. Os he llamado aquí porque creo que tenéis que dejar de mimar tanto a vuestra hermana. Os está utilizando, se está aprovechando de vosotros. Y no creo que sepa apreciar todo lo que hacéis por ella. Ha sido complacida en exceso. Os digo esto por el bien de los tres. Vuestro padre no atiende a razones. Cuando se trata de Corinne está ciego; pero vosotros dos podéis ser de una ayuda inestimable si no os mostráis tan dispuestos a hacer todo lo que a ella se le antoja.
Comencé a pasear delante de mis hijos.
—No es demasiado tarde para ayudarle; pero ya podéis imaginar en qué tipo de mujer se va a convertir si esto continúa. No tiene ningún sentido del dinero y de su valor; cree que todo el mundo está nada más que para servirla, en especial vosotros dos, y no me gusta la manera en que se aprovecha de ello.
Miré por encima del hombro para ver cómo era tomada mi pequeña conferencia. Ambos parecían graves y pensativos, aunque Joel tenía el aspecto más infeliz.
—Yo quiero a vuestra hermana. No me interpretéis mal —aclaré—. Pero no bromeaba hablando de la herencia que os corresponde. Vuestro padre es capaz de dejárselo todo a Corinne, y no supongáis ni por un momento que ella no tiene su parte de confabulación. Ya sé que posee un aspecto inocente e infantil; pero detrás de esos ojos limpios, piensa como una Foxworth.
Me paré y me quedé mirándolos. Mal asintió y Joel se apoyó en el respaldo, cruzando los brazos delante de su angosto pecho. Seguía teniendo dificultades para aumentar de peso, y continuaba flaco y frágil.
—¿Qué deberíamos hacer? —preguntó Joel.
Su voz era fina, suave, aguda y casi femenina. A menudo pensaba que hubiera sido mejor una linda muchacha, aunque quizá no tan bella como Corinne.
—Reflexionad un poco cuando ella os pida algo. Enseñadle a abstenerse y a tener paciencia. Ayudadla a convertirse en una persona mejor. —Mal asintió y después lo hizo Joel—. En cuanto a vuestro padre, y sus demandas del patrimonio que os pertenece, continuad diciéndole que estáis discutiéndolo conmigo. Que él venga a hablarme —dije.
—Y si quiere quedarse con esos fondos, ¿por qué nos los cedió? —preguntó Mal.
—Eso es algo que él y yo decidimos hace muchísimo tiempo, y hay acuerdos que no pueden romperse. Las razones no importan en este momento. Lo único que tenéis que comprender es que no estáis tan indefensos como algunas veces podéis pensar, no lo estaréis mientras yo sea la dueña de Foxworth Hall —añadí.
Mal asintió con un gesto reflexivo; pero Joel seguía preocupado.
Me daba cuenta, con tristeza, de que podía crear dos campos opuestos en Foxworth Hall: Mal, Joel y yo contra Malcolm y Corinne. Sabía que era desagradable tanto para los chicos como para mí, de modo que no insistí.
—Todo mejorará con el tiempo —concluí sonriente. Pero yo sabía que no sucedería así.
Las vacaciones continuaron siendo una ocasión festiva para nosotros. Significaba que los hijos estarían en casa, y para Malcolm, representaba que vendría su princesita. A pesar del desagrado que me producía la relación de Malcolm con su hija, y su actitud implacable con los hijos, también yo sentía impaciencia por su llegada. Corinne traía luz y vida a Foxworth Hall. A sus trece años, era ya una pequeña señorita, y muy popular con sus compañeras. Pude comprobar que todas rivalizaban para acaparar su atención y su amistad. Había pocas cosas que valorasen más que una invitación para pasar la noche o asistir a una fiesta en Foxworth Hall.
Nuestras celebraciones de Navidad continuaron realzadas por el lujo y la esplendidez, sólo que ahora estaba Corinne en ellas como una joven damita, y Malcolm conducía cada una de esas fiestas del mismo modo que si fuera un baile de debutantes. Cada vez, Corinne era presentada a nuestra alta sociedad. Se invitaba a todas sus amigas y también a sus padres. Siempre le compraba un vestido nuevo y caro para la ocasión. Las jóvenes invitadas sabían lo que se esperaba de ellas. Se presentaban vestidas de gala, los padres con smokin y las madres con trajes largos. Había mucho brillo y encanto. Las mujeres y las adolescentes lucían Joyas caras. La gente venía en coches magníficos; por todas partes había flores de alto precio cultivadas en invernaderos, y la fiesta era tan variada y tan rica como lo había sido aquella primera Navidad cuando Malcolm presentó a la recién nacida Corinne.
Malcolm seleccionaba con cuidado los amigos de su hija, invitando sólo a los que le parecían «lo bastante buenos». Nuestra lista de invitados era revisada con más minuciosidad a medida que pasaban los años. Hasta que Corinne llegó a los dieciocho, ya que entonces sucedieron muchísimas cosas importantes.
Pero antes de ese momento, la adoración de Malcolm por su hermosa hija crecía día a día. No sólo la hacía que la fotografiasen continuamente, sino que encargó que pintaran su retrato, algo que no se ocupó de hacer conmigo. El cuadro con la imagen de Corinne fue colocado en su sala de trofeos para su contemplación privada. A los ojos de Malcolm, Corinne era perfecta.
Una noche, padre e hija se hallaban solos, sentados a la mesa para cenar. Los chicos no habían regresado todavía de sus pensionados. Corinne estaba en casa porque Malcolm realizó el viaje exprofeso para traerla. Se encontraba sentada como una damita, muy bien educada, gracias a la tutoría de Mrs. Worthington, y describía acontecimientos de la escuela. Malcolm la escuchaba fascinado, con la barbilla apoyada en la mano y el codo sobre la mesa con una sonrisa permanente en el rostro. Parecía hipnotizado por los resplandecientes ojos azules de Corinne y su risa musical. Les espié por la rendija de la puerta. Los sentí lejos de mí… mucho más que en la distancia real. Era como si se hallasen en su propio mundo privado. Los envidié, envidié la manera en que la niña captaba la atención de Malcolm.
Cuando ella terminó su historia, se inclinó hacia delante, como guiada por un instinto, y besó a su padre en la frente. Lo hizo de un modo tan rápido y espontáneo, que fue un acto casi celestial.
Malcolm le cogió la mano.
—¿Quieres a tu papá? —Malcolm estaba serio, como si no se hallara seguro.
—Oh, sí, papaíto. —Hizo un mohín de coquetería y le sonrió.
—Entonces prométeme que te quedarás siempre conmigo y yo te prometo que todo esto será tuyo. —Hizo un amplio gesto con la mano.
Corinne alzó la mirada hacia el alto techo, y lanzó una risilla tonta.
—Lo digo en serio —insistió Malcolm—. Todo lo que poseo irá a manos de mi princesa. ¿Te quedarás conmigo para siempre?
—Claro que sí, papá —repuso ella, y le besó en la mejilla—. Pero, ahora, ¿verdad que me harás un favor?
—Cualquier cosa, tesoro, cualquier cosa que desees.
—¿Sabes ese cuarto especial, arriba, papaíto? ¿Ése que siempre está cerrado con llave? Quiero que sea mi habitación. ¿Puede ser mi dormitorio? Oh, por favor, dime que sí y llevaré allí todas mis cosas yo misma —dijo Corinne, aplaudiendo entusiasmada; la excitación había arrebolado su cara.
—¿Qué habitación? —preguntó Malcolm, y levantó la vista con una media sonrisa en su rostro, sin prever lo que Corinne iba a decirle.
—Esa habitación con la cama en forma de cisne. Oh, qué bella es…
Malcolm enrojeció violentamente, pero sus labios palidecieron.
—No, no —dijo con los dientes muy apretados—. No debes entrar en esa habitación. No es una estancia que deba usarse.
—Pero ¿por qué?
En su cara se vio la desilusión, algo a lo que Corinne no estaba acostumbrada. Apretó las manos y se golpeó las caderas con los puños. Las manos de Corinne siempre habían traicionado sus sentimientos. Algunas veces parecían ser criaturas independientes, girando y retorciéndose por su propia voluntad.
—Es una habitación mala, una habitación corrompida —explicó Malcolm sin darse cuenta de que al decir aquello sería todavía más tentadora para ella.
—¿Por qué? —insistió Corinne.
—Porque el fantasma de la segunda esposa de mi padre vive allí —dijo Malcolm, esperando que aquella declaración la asustara; pero Corinne abrió los ojos desorbitadamente, y juntó las manos en actitud de súplica—. Y no era una mujer buena.
—¿Por qué no era una mujer buena? —preguntó ella, casi en un susurro.
—Eso no importa. Eres todavía demasiado joven para saber algunas cosas —dijo Malcolm.
—Pero, papá, ya soy una chica mayor. Sabemos que los fantasmas no existen. No creo que esa habitación esté encantada y tenga uno. Déjame trasladarme allí, y si eres tan bobo que te preocupa el hecho de que haya fantasma, Yo me encargaré de echarlo.
—Deseo que dejemos este asunto ahora mismo, Corinne. Exijo que lo dejemos —gritó Malcolm.
—Pero yo quiero esa habitación —se empeñó ella—. Es la más bonita de la casa, y debe ser para mí.
Y huyó de su padre, con las lágrimas rodando por sus lindas mejillas.
A partir de aquel momento, cuando Malcolm se ausentaba durante todo el día, yo permitía que Corinne visitara la habitación del cisne. Su interés por ella me parecía fascinante. Le gustaba sentarse frente al largo tocador y fingir que era una mujer mayor, la dueña de Foxworth Hall, que se preparaba para un gran baile.
Yo sabía lo que Corinne hacía allí dentro porque la espiaba por el agujero que había detrás del cuadro en la sala de trofeos de Malcolm. Naturalmente, ella jamás lo supo. Se sentaba delante de la coqueta y se cepillaba el cabello con el cepillo que había sido de Alicia. En una ocasión, después de haber cerrado la puerta con llave, se desnudó y se puso uno de los camisones de su abuela. Ató muy fuerte los lazos del corpiño para que no se le escurriera. Vi cuánto disfrutó con la sensación de su contacto, cómo las palmas de sus manos acariciaban la tela, desde sus pequeño senos hasta el bajo vientre. Cerraba los ojos y tenía una expresión de éxtasis que me pareció que iba mucho más allá de lo que alguien de su edad era capaz de sentir. Caminó de un lado a otro como si fuera la princesa en que la había convertido Malcolm, y se metió después en la cama cisne. Acabó durmiéndose allí, llevando el camisón de seda plateada.
Observé sus pequeños pechos en movimiento ascendente y descendente y pensé en Alicia haciendo el amor con Garland en aquella misma cama. Quizá Malcolm tenía razón; quizás había fantasmas allí dentro; tal vez existía algo maligno que atraía a la pequeña Corinne.
No impedí que continuara entrando allí; no la privé de utilizar algunas de las cosas de Alicia y de la madre de Malcolm. En mi corazón presentía que no era el fantasma de Alicia o de la primera Corinne, lo que habitaba en aquel dormitorio; parecía que era el propio diablo, venido para corromper a cualquier joven inocente que lo ocupase.