A medida que las hojas verdes del verano se iban secando, se encogían y caían, y los árboles alargaban sus brazos solitarios hacia el cielo, cada vez más desnudos, mi propio embarazo comenzó a crecer. Todo el verano había deambulado por la casa intentando recoger almohadones de diferentes tamaños y formas para representar mi papel de embarazada. Encontraba un cojín en la sala y pensaba: «Sí, éste tiene el tamaño de tres meses». Descubrí algunos más en el ala norte. Pero Foxworth Hall era una mansión tan austera y poco adornada que, en el séptimo mes, cuando el bebé tenía que notarse ya bien, tuve que ir a la habitación del cisne para encontrar un almohadón lo bastante grande para ser mi hijo en aquella fase. Sí, había estado de acuerdo en mantener la farsa de que era yo quien había de parir en diciembre. Y qué irónico resultaba que el bebé tuviera que nacer el día de Navidad.
Tan pronto como «mi estado» se hizo visible, supe que había llegado el momento de explicar a los chicos el próximo nacimiento. Mal y Joel, tal como yo había insistido, habían estado asistiendo a la escuela pensionado de Charleston desde setiembre. Christopher se había quedado en casa conmigo. Yo añoraba tanto a mis niños y él echaba tanto de menos a Alicia, que nos hicimos muy amigos, casi como si fuéramos de verdad madre e hijo. Estaba pendiente de él por la mañana, al mediodía y por la noche. Fue la única alegría de mi vida durante esos meses duros y extraños. Solíamos jugar a brujas; pero Christopher insistía siempre en que yo fuese una buena bruja. Y, ciertamente, a medida que iba gestándose el bebé, yo presentía que ese hijo sería un regalo de Dios, como lo era también Christopher. Decidí que el momento más apropiado para comunicárselo a los niños sería anunciarlo en la comida del Día de Acción de Gracias, para que Malcolm estuviera presente y compartiera las alegres noticias. Aquel Día de Acción de Gracias tendríamos mucho por lo que estar agradecidos.
Como sólo disponía de dos criados, estuve ocupada toda la mañana ayudando a preparar una fiesta muy especial. Hasta el mediodía, cuando llegó la hora de sentarse a comer, yo estaba exhausta, sintiendo plenamente el «peso de mi embarazo». Mientras Malcolm trinchaba el pavo, tostado a la perfección, yo alcé mi copa y la hice sonar golpeándola ligeramente con la Cuchara.
—Hijos, hijos. En este día feliz, tengo que anunciaros algo muy importante. Habréis notado que mi figura ha ido cambiando en los últimos tiempos. Pues bien, éste es el secreto. Pronto nacerá otro niño en nuestra casa, un niño que ha de llegar cerca de Navidad. Dios en verdad nos está haciendo este año un gran regalo navideño.
Malcolm arrojó a la mesa el cuchillo de trinchar, enrojecida la cara y mirándome con furia.
—Olivia, ¡me correspondía a mí anunciar esto! ¡Cómo te atreves a tomar parte en este asunto!
Entorné los ojos y puse en mi voz toda la frialdad del viento de noviembre que se llevaba las hojas secas.
—Según ya discutimos, Malcolm, recordarás que yo estoy a cargo de todos los asuntos concernientes al nacimiento de nuestro nuevo hijo.
—Madre, ¿será niña o niño? —interrumpió Joel.
—No seas bobo —intervino Mal—, eso no se sabe hasta que nace.
Mal se parecía cada vez más a Malcolm. Le encantaba ser el más listo, el más sabio y con frecuencia abusaba de su poder con Joel. Christopher estalló en sollozos.
—Por favor, no dejes que venga nadie más, Olivia. No quiero que un bebé te ocupe todo el tiempo. No quiero perder otra mamita —gemía.
Le consolé diciéndole:
—Nadie te remplazará nunca, Christopher, ningún niño ni ninguna niña pequeña.
—Será una niña —tronó Malcolm.
Me miró furioso y reanudó su tarea de trinchar el pavo, con una especie de viciosa concentración dedicada a mí.
La rabia de Malcolm cubrió con una capa de silencio nuestra comida del Día de Acción de Gracias. Los niños parecían acobardados; Christopher me miraba sin cesar, buscando seguridad en mí con expresión suplicante. Malcolm no hacía más que reprender a nuestros hijos por la manera en que sostenían tenedores y cuchillos. ¡Por qué no los dejaría tranquilos! Acusaba a Joel de cortar la carne como un afeminado, y cuando Mal le replicó gritando: «¡Yo creía que tú querías una niña!», Malcolm se limitó a un bufido de disgusto y siguió comiendo su puré de patatas.
Ayudé a la criada a despejar la mesa. Podía ver cómo me dirigía miradas de soslayo, preguntándose por qué mis noticias no habían provocado una celebración más festiva. Pero yo endurecí mi mirada. Las criadas no tenían que ver mi tristeza. Tan pronto como los chicos se fueron a su cuarto a dormir, y Malcolm, como de costumbre, salió porque tenía que atender «algunos negocios en la ciudad», preparé una cesta de excursión con comida del Día de Acción de Gracias para llevársela a Alicia. Solía llevarle la cena antes de comer nosotros. Aquel día eran las ocho de la noche. Sabía que estaría hambrienta.
Mientras subía la escalera por lo que me parecía la millonésima vez, apoyé el cesto encima de mi bulto almohadillado.
La primera vez que Alicia me vio con mi vientre falso, se echó a reír. Naturalmente, ella tenía que llevar mis vestidos pre-mamá y yo pensaba que si alguien tenía un aspecto cómico, precisamente era ella.
Alicia había intentado torpemente subir el dobladillo; pero la mayoría de las faldas le arrastraban por el suelo; los cuerpos colgaban de sus pequeños senos, y sus brazos parecían perdidos dentro de las mangas. Como en su primer embarazo, no tenía manchas en la cara. Me parecía ver a una niña vestida con ropas de mujer. Le había crecido el cabello; pero lo había estado recortando de modo que le llegaba solamente hasta la base del cráneo.
Abrí la puerta y estampé una sonrisa alegre en mi cara.
—Fiesta del Día de Acción de Gracias, Alicia.
Atacó vorazmente la comida sin saludarme siquiera mientras me arrancaba la cesta de las manos. Cogió el pedazo de pavo, dio un mordisco en la carne, y suspiró. Después, delicadamente, recogió el relleno con los dedos y lamió hasta la última migaja.
—¿No te está aumentando mucho el apetito ahora? —me preguntó.
Parecía excitada, igual que una escolar que comparase notas.
—¿Cómo?
Realmente no comprendí su pregunta. Ella seguía sonriendo entre mordiscos. Nunca la había visto devorar la comida de esa manera.
—Tu apetito —repitió—. ¿No es absolutamente enorme? Algunas veces pienso que podría estar comiendo todo el día, y siento tentaciones de acercarme a las ventanas y gritarte que me subas más alimentos. Podría comer cualquier cosa, cualquier combinación y en la cantidad que sea, incluso productos sin cocinar. La noche pasada soñé en un bistec, helado y galletas. ¿Tú no sientes esos deseos? —me preguntó inclinando la cabeza a un lado y presionando con su índice derecho la mejilla. Últimamente se había comportado con más normalidad, y ahora me preguntaba si su locura estaría volviendo.
—¿Por qué habría de tener tanto apetito? —pregunté, no sabiendo si sonreír o enfadarme.
Ella no me respondió. Rió y volvió a su comida. ¿Estaba intentando fastidiarme? ¿Era su modo demencial de vengarse de mí?
—Yo no como ni más ni menos que siempre —le dije en tono seco, y salí de la habitación.
Ella se estaba riendo todavía cuando cerré la puerta y di la vuelta a la llave.
Sin embargo, a partir de ese día, cada vez que iba a su habitación para llevarle sus cosas, ella se las arreglaba para hacer algún tipo de comentario respecto a mi embarazo y al suyo. Ignoraba cualquier cosa que yo le dijera y actuaba como si fuese yo la que estaba volviéndose loca. Hasta que sentí la necesidad de aclararle las cosas.
—¿Te das cuenta de los motivos que tengo para hacer esto, verdad? —le planteé un día después de permanecer un rato en la habitación.
Ella estaba sentada junto a la ventana, dedicada a su interminable labor de tejer botitas de color rosa, mantas y ropitas. Ya tenía una pila suficiente para equiparar a seis bebés, pero continuaba haciendo punto sin parar. Lo más peculiar era que ella también parecía estar segura de que este bebé sería una niña, como si Malcolm, junto con su semilla, la hubiera impregnado con su obsesión. El sol del frío invierno asomaba por las ventanas, iluminando la habitación sin caldearla. Naturalmente, los almohadones que yo llevaba atados en mi vientre me mantenían con calor. Di unos golpecitos a mi barriga para que ella comprendiera lo que yo quería decir con «hacer esto». Alzó su mirada, y en sus ojos danzaba la alegría.
—Estás haciendo esto —dijo—, porque Malcolm Neal Foxworth exige una gran familia; y, sobre todo, porque está reclamando una hija.
—Pero tú eres quien va a tener el niño, Alicia. Los síntomas reales son tuyos, no míos.
La sonrisa desapareció de su cara.
—¿No te gustaría estar embarazada? —me preguntó en tono agudo y mordaz.
—Eso no es lo que importa en este momento, ¿no crees? —dije, intentando intimidarla.
Si había alguna razón por la que no toleraba sus preguntas raras, era porque me situaban a la defensiva. Yo era la mujer pura; ella era quien había pecado. Yo era quien iba a rescatar a su hijo del pecado y hacerle íntegro y limpio.
Su expresión cambió. En todo caso, se hizo más agresiva.
—Sí, Olivia, sí lo es. Ése es el punto. Tú tendrás este niño; deberías sentirlo. Ponte la mano en el vientre y nota cómo se mueve dentro de ti, cómo absorbe tu fuerza. Come por él, duerme por él y ruega por él como lo harías por un niño que llevaras en las entrañas.
Dijo aquello con más decisión y energía que ninguna cosa durante todo el tiempo que había permanecido en aquella habitación. Sus ojos se contraían, su boca era firme.
Retrocedí. Sentía como si me costase respirar, cada vez más.
—¿Por qué no abres una ventana?
Se levantó y se acercó a mí.
—Es vida. Siente la vida.
Me cogió la mano y puso la palma sobre su vientre. Por un momento, permanecimos ambas inmóviles mirándonos a los ojos. Me contemplaba con tanta intensidad que yo no desviaba la vista, y entonces…, sentí movimiento en su vientre y lo experimenté como si lo estuviera sintiendo en el mío propio. Iba a retirar la mano; pero ella la mantuvo apretada.
—No, siéntelo, quiérelo, conócelo. Es tuyo —dijo—. Tuyo.
—Estás celosa —dije al fin y conseguí separarme de ella—. Estoy haciendo esto solamente para…, limpiar tu pecado y el de Malcolm y para convencer a la gente de que la criatura es mía. Y será mía…
Retrocedí hasta la puerta, cogí el picaporte, a mi espalda, y salí de allí deslizándome apresurada por el pasillo, alejándome perseguida por aquella mirada loca en los ojos de Alicia.
Esa noche, cuando volví a entrar en mi dormitorio y cerré la puerta con llave, no me desaté los almohadones de la barriga. Me tendí en la cama con las manos sobre el vientre, recordando cómo Alicia había sujetado mi mano sobre el suyo. En las puntas de mis dedos y en la superficie de mi palma, cosquilleaba todavía la electricidad.
Y, como si la memoria hubiera quedado retenida en mi mano, sentí el movimiento que había sentido en Alicia, solamente que ahora lo percibía en mi vientre falso. ¿Estaba acaso tocando un espíritu dentro de mí? ¿Me asignaba Dios este papel y me llenaba con su espíritu? De pronto me asustó sentir una cosa semejante. Salté de la cama y me quité el relleno.
Sin embargo, después de haberme dormido aquella noche, me desperté con la extraña sensación de que otra vez había movimiento dentro de mis entrañas. Era un sueño, me dije, nada más que un sueño. Pero tardé mucho rato en volver a dormirme. Incluso imaginé oír el llanto de un bebé.
* * *
Mal y Joel permanecieron en casa el final de la semana del Día de Acción de Gracias, y el lunes por la mañana hice las maletas y los mandé de regreso a la escuela. Durante el mes siguiente, esperé con creciente ansiedad el nacimiento de mi bebé, mientras Christopher estaba cada vez más preocupado. Incluso se volvió taciturno y caprichoso, muy diferente a lo que solía ser, alegre y bullicioso.
—Ahora eres la bruja mala, Olivia. Y yo me comeré tu bebé.
El día que llevamos a casa el árbol de Navidad, comenzaron los dolores de parto de Alicia. Los chicos todavía no habían venido para sus vacaciones, y Christopher y yo estábamos adornando el árbol.
Justo cuando estaba colgando una bola en lo alto de una rama, oí un grito distante. Lo dejé caer todo y corrí al ala norte, dejando a Christopher al cuidado de la doncella.
—¡Alicia! —Grité al entrar precipitadamente en la habitación—. Te he oído gritar desde la rotonda. ¿Qué es lo que haces…?
—Olivia —gimió—, por favor, ayúdame, el bebé está viniendo.
De pronto, Malcolm apareció detrás de mí.
—Olivia, ahora soy yo quien toma el control. Ve inmediatamente a tu habitación —me ordenó—; estás a punto de dar a luz.
Su voz era tan severa y firme, que le obedecí sin rechistar, por primera vez en muchos meses.
Permanecí en mi dormitorio durante doce horas, lanzando gritos de dolor para que los oyesen las dos criadas que teníamos y Christopher, mientras Alicia, ahogados sus ayes por Malcolm y la comadrona que él había llamado, se esforzaban en el ala norte. Al alba del día siguiente, Malcolm apareció en mi puerta trayendo un bulto llorón en una mantita rosa. Se acercó a mi cama y dejó el bebé a mi lado.
—Es una niña —me comunicó con orgullo y arrogancia en la voz.
Abrí el bulto y vi el recién nacido más hermoso que había contemplado en mi vida. Su tez no estaba enrojecida. Parecía como si hubiera sido concebido de forma inmaculada y alumbrado sin la angustia del proceso del nacimiento humano. Sería muy fácil amar a este bebé, tan hermoso y dulce. Mi corazón se llenó de gozo. Sí, la aceptaría como mi propia hija, y sería mi hija. Y me amaría.
—Es el bebé más bello del mundo, ¿no es verdad? Manitas y pies con hoyuelos, cabello dorado y rizado, ojos del azul más intenso…, mi madre debió ser igual que ella cuando nació —dijo Malcolm arrullándola con una gentileza que nunca había oído en su voz—. Corinne, mi dulce y hermosa hija, ¡Corinne!
—¡Corinne! —Estaba escandalizada—. Seguramente tú no… ¿Cómo puedes llamar a esta niña inocente con el nombre de una madre que declaras odiar?
—Tú no lo entiendes. —Movió la cabeza y agitó la mano delante de su cara, como si estuviera alejando telarañas—. Tendré presente en todo momento las maneras traidoras y engañosas de las mujeres bellas, para no permitirme confiar en ella demasiado. A pesar de lo que ya la quiero, cada vez que mis labios digan «Corinne» recordaré a mi traidora madre, que prometió estar a mi lado y quererme hasta que fuese un hombre. Nunca más volverán a herirme igual —concluyó con el mismo tipo de seguridad que tenía cuando hacía sus declaraciones sobre el mundo de los negocios.
Su extraña manera de pensar me produjo un escalofrío en la espalda. ¿Cómo podía suponer un carácter así en esta pequeña criatura dulce y angelical? ¿Qué iba mal en Malcolm? ¿Es que nunca cambiaría? En aquel momento, lo odié con todo mi ser, y me prometí que intentaría por todos los medios proteger a aquella niña de la perversión de Malcolm. Cuidaría y querría a esta hija, como si lo fuera de verdad. Puede ser que ella hubiera heredado el linaje de los Foxworth sin mi ascendencia para compensar su locura; pero yo la educaría con mi carácter y le impediría que se convirtiera en una mujer como Alicia o como la primera Corinne.
—Sal de mi habitación, Malcolm —le ordené en tono frío—. Estás enfermo y no quiero oírte hablar así nunca más respecto a nuestra hija.
Se marchó y yo fui feliz explorando el perfecto cuerpo de mi niña, presentándome a ella y asegurándole mi amor y mis cuidados. Conté los delicados dedos de sus pies, sus diez deditos, largos y esbeltos. Sí, ella sería todo aquello que yo nunca pude ser, y también todo lo que yo era. Por medio de este bebé especial, yo podría vivir la vida que nunca había vivido, porque ella sería amada por todos los que la conocieran. La acuné en mis brazos, cantándole una nana. Después me dormí a su lado. Había sido un largo y difícil día.
El sol invernal estaba en su cenit cuando abrí las cortinas de mi dormitorio. La pequeña Corinne, como un angelito que era, había dormido seis horas seguidas, cosa que yo nunca había oído que hiciera un recién nacido. La niñera entró y le dio su biberón.
—Déjeme hacerlo a mí —insistí.
No abrigaba intención de conservar durante mucho tiempo niñera alguna. Yo misma quería criar a esta criatura. Entonces recordé a Christopher. Tenía que ir a verlo, y presentarle a Corinne. Debía haberse sentido muy solo y desconcertado. ¡Le había abandonado junto al árbol de Navidad sin explicación alguna! De mala gana, pasé a Corinne a las manos de la enfermera y corrí a buscar a Christopher.
No estaba en su dormitorio. No estaba en el cuarto de juegos. Con una reciente sensación de temor, corrí hacia el ala norte. Abrí la puerta de golpe. La habitación estaba vacía, perfectamente limpia y ordenada. Alicia y cualquier señal de que hubiera estado allí, habían desaparecido.
—¡Christopher! —Grité mientras bajaba corriendo la escalera— ¡Christopher! ¿Dónde estás? ¡Por favor, Christopher, ven junto a tu Olivia!
El eco de mi voz resonaba en los pasillos silenciosos y vacíos. Me senté en el sofá del salón y lloré como no había llorado en mi vida. Christopher se había marchado sin despedirse siquiera. Alicia había reclamado a su hijo y Malcolm los había hecho marchar sin ningún adiós. Juré en aquel momento que nunca en la vida permitiría que me ocurriera lo mismo con Corinne.
* * *
La Navidad a la que vinieron Joel y Mal fue una Navidad en todo diferente a lo que hubieran podido ver o imaginar. Malcolm planeó la fiesta más grandiosa, más esplendorosa y más original que jamás se celebró en Foxworth Hall. Incluso superó a Garland, a quien con frecuencia acusaba de ser derrochador y extravagante. Pronto aprendí que, cuando se trataba de Corinne, Malcolm olvidaba su habitual tacañería. Ni los deberes profesionales ni el sentido del ahorro tenían nada que hacer ante lo que él consideraba las necesidades de Corinne.
Por un lado, la lista de invitados fue mucho más larga que la de otras fiestas de Navidad. Reunió a casi quinientas personas, muchas de las cuales eran simples conocidos. Apenas si quedó alguien que fuese terrateniente, propietario de un negocio, o destacado profesional, en un radio de setenta kilómetros, que no recibiera una invitación, la cual, para subrayar la importancia de Corinne, tenía un diseño y una redacción especial:
«Corinne Foxworth le invita cordialmente a su primera fiesta de Navidad que se celebrará en Foxwort Hall».
Así se decía en letras doradas en la parte superior de la cartulina.
Instaló un bar en la entrada y encargó varias cajas de champaña del más caro. Con el burbujeante líquido, se llenaron cuatro enormes surtidores de cristal, y unos grandes cuencos de plata recibían la centelleante bebida, que seis camareros ofrecían continuamente en copas a los invitados que iban llegando. Camareros y camareras, con sus uniformes en blanco y negro, entraban y salían de la sala de baile cargados con bandejas de plata rebosantes de delicados hors d’oeuvres, pequeñas rebanadas de pan untadas con caviar, crackers con rosados trozos de salmón, y las gambas más grandes que yo había visto en mi vida, ensartadas en palillos dorados.
El anterior árbol de Navidad fue sustituido por otro de casi ocho metros de altura, engalanado con millares de luces y relucientes adornos. La estrella que lucía en lo alto era de plata maciza, y Malcolm rodeó la base con docenas y docenas de regalos para Corinne, envueltos en brillante papel de obsequio. Tuve que recordarle que añadiera los presentes para Mal y para Joel.
Malcolm triplicó, para la ocasión, el número de sirvientes auxiliares. Se les encontraba a distancia de metro y medio entre sí, ofreciendo bebidas y comida o recogiendo los platos y las copas utilizadas. En la pared del fondo, se instaló una mesa de doce metros, sobre la cual había asado de buey, de jamón y de pavo. Pollos, salmón cortado, bandejas de caviar, fuentes de langostinos e hileras de colas de langosta. Todo estaba preparado ostentosamente y colocado en servicio de plata. Había ramilletes en cada superficie adecuada y, en algunos puntos, se colocaron mesas sobre las que lucir las enormes flores de Pascua. Gastó el dinero sin miramiento alguno.
Contrató una orquesta de diez músicos e hizo construir para ellos un escenario provisional en el rincón izquierdo del vestíbulo. Incluso había una cantante que interpretó la música más moderna, algo que Malcolm apenas toleraba. Había planeado esta fiesta como un importante asunto de negocios y no me confió ninguno de los detalles.
Parecía que también hubiéramos encargado el tiempo para aquella fiesta de Navidad, pues estuvo nevando suavemente y los grandes copos fueron un complemento al festivo ambiente. Uno de nuestros vecinos del valle enganchó un caballo a un trineo y paseó montaña arriba a algunos de los invitados, todos ellos envueltos en pieles y cantando canciones navideñas, mientras sonaban las campanillas.
Los mayordomos y las doncellas recogían los abrigos y los sombreros en la puerta y conducían a los invitados hacia la fuente de champaña para que pudieran brindar con Malcolm por el nacimiento de Corinne. Mi marido bebió mucho más de lo que le había visto beber en su vida.
Había encargado también centenares de velas rojas que parpadeaban alegres en candeleros de plata. También estaban encendidas las cinco gradas de las gigantescas arañas de cristal y oro. Las resplandecientes luces creaban una red de belleza deslumbradora, que se extendía de los espejos hasta los cristales y las joyas de las damas.
Parecía la escena de una película protagonizada por reyes de las cortes europeas. La opulencia creaba una sensación de magia. Daba la sensación de que iba a aparecer el Príncipe Encantador dando el brazo a la Cenicienta.
Los invitados lucían sus más ricos vestidos, sus joyas y pieles más caras. El aire estaba electrizado por la excitación, las risas y las charlas animadas.
Con el propósito de celebrar el nacimiento de Corinne, Malcolm había contratado a un fotógrafo profesional para que la retratara en su cuna y en los brazos de él. Aquellas fotos habían sido ampliadas a tamaños enormes y se habían colocado en marcos dorados, media docena de los cuales se exhibían en la entrada, sobre trípodes, para que la gente que viniera pudiera ver en primer lugar a la hermosa hija de Malcolm Foxworth. El fotógrafo había sabido realzar el azul de los ojos de la niña y el esplendor de su cabello dorado. Nadie pasaba por delante de su imagen sin comentar su perfecta complexión y sus rasgos delicados.
De hecho, la belleza de Corinne pronto se convirtió en una especie de tópico. Algunas personas, como Beneatha Thomas y Colleen Demerest, fueron muy tendenciosas con sus pensamientos, o más bien con sus celos. Cuando me paré para hablar con ellas y algunas de sus amigas, descubrí que habían estado analizando con todo detalle una de las fotografías de Corinne.
—Descubro en ella mucho de Malcolm —dijo Beneatha—, pero no logro ver nada de ti.
Por el modo de mirarse y sonreír entre sí, recordé mi primera fiesta con la sociedad de Virginia, y lo torpe y boba que me habían hecho sentirme. Estaba decidida ahora a proteger a Corinne y no permitir que llegara nunca a sus oídos lo que me había sucedido a mí.
—Estoy segura de que será una espléndida belle y muy alta —dijo Colleen, subrayando la palabra «alta».
Algunas mujeres se volvieron para disimular sus risitas y muecas; pero yo me erguí adoptando una postura más firme, más altiva y audaz. Ellas no tenían hijas como Corinne. Que esperasen que ya verían.
Maliciosamente comenté:
—Sí, ya me he dado cuenta. Y se parece a mí en carácter. No llora ni gime, de modo que no será débil y dependiente como tantas mujeres de hoy en día. Espero que posea mi curiosidad intelectual y dotes de observación para que, cuando llegue a nuestra edad, tenga temas formales sobre los que opinar.
Y las dejé allí plantadas y boquiabiertas. Sin embargo, otras personas hicieron comentarios sobre los rasgos de Corinne. Escuché opiniones acerca de sus ojos azules y su cabello dorado, y de su gran parecido con los Foxworth. Me encontraba caminando detrás de Dorothea Campden, cuyo marido era presidente de una gran fábrica textil que Malcolm estaba negociando comprar, y la oí decir que Corinne era una prueba de que los niños se parecen más a menudo a sus abuelos que a sus propios padres.
—Y en el caso de esta niña, es una bendición —dijo—. Por lo menos por parte de la madre.
Todos los que formaban parte de su grupo contuvieron la respiración cuando me acerqué a ellos inmediatamente después de haberse hecho aquel comentario.
—Una bendición, ¿en qué sentido, Dorothea? —pregunté.
Era una mujer bajita, de mediana edad, que luchaba con los años, tiñéndose el pelo, usando ropas diseñadas para chicas jóvenes y aplicándose cremas para la piel, con fórmulas de las llamadas milagrosas, para borrar las arrugas. La dominaba con mi altura y ella retrocedió encogiéndose, poniéndose la mano en el cuello como si yo hubiera amenazado con ahogarla.
—Bueno…, yo… yo quería decir que se parece tanto a la madre de Malcolm.
—No me había dado cuenta de que eras tan vieja, Dorothea, que podías recordar a su madre.
—Bueno, pues, sí, la recuerdo —dijo, pasando rápidamente su mirada de una mujer a otra, en busca de alguna ayuda que la rescatase. ¡Cómo disfruté poniéndola nerviosa!
—Naturalmente, los niños cambian a medida que crecen, ¿no es verdad? ¿Podría alguien reconocerte si mirase tus retratos de bebé? —Pregunté; entonces, alcé con afectación la mano hasta mi boca, como si hubiera dicho un disparate—. Oh, lo siento, Dorothea. ¿Ya se habían inventado las cámaras fotográficas cuando eras una niña, Dorothea?
—¿Qué? Bueno… claro, yo…
—Perdóname —dije—. Veo que los Murphy acaban de llegar. —Y di rápidamente media vuelta para dejarla allí balbuceando.
—Qué grosera… —comentó alguien del grupo, y se acercaron a ella rodeándola como pollitos alrededor de una gallina herida.
Di vueltas por el salón, interrumpiendo a veces conversaciones parecidas, o con la sensación de haber aparecido en el momento en que se estaba murmurando despectivamente sobre mí. Me divertí bastante acosando y siendo mordaz con aquellas mujeres insípidas. No pasó mucho rato sin que, al mirar a mi alrededor, me pareciera que la mayoría de ellas me miraban furiosamente y llenas de odio. Pero ya no me importaba. Ahora tenía a Corinne y se me conocería como la madre de la niña más hermosa del Estado.
De alguna manera, lo que estaba haciendo llegó hasta oídos de Malcolm, el cual me agarró del brazo y me empujó hasta la biblioteca. Me acordé de cuando, en aquella primera fiesta, él entró allí del brazo de aquella «fresca». La ira y el dolor me hicieron revivir. Ahora no estaba de humor para uno de sus arranques.
—¿Qué es eso que no puede esperar? —exigí.
—Eres tú y lo que estás haciendo ahí fuera —dijo, con los ojos desorbitados y algo inyectados en sangre, pues el champaña se le había subido a la cabeza.
—¿Lo que estoy haciendo ahí fuera? —Sabía a lo que se refería; pero fingí ignorancia y adopté una expresión de inocencia.
—Insultando a todas esas mujeres, dándoles a entender lo que piensas de ellas, ofendiendo incluso a las esposas de algunos importantes asociados de negocios —añadió como si yo hubiera estado blasfemando delante de un clérigo.
—Por lo que a mí concierne —comencé—, estas mujeres de la llamada alta sociedad son…
—No me importa lo que tú creas —me cortó con brusquedad—. Ésta no es tu fiesta para que la arruines. Es la fiesta de Corinne. Estamos haciéndolo por Corinne. Queremos darle un buen principio; a ella, ¡no a ti!
—¿Corinne? ¿Estás loco? También es mi hija, pero todavía un bebé. Yo no quiero que crezca para ser una frívola cosa mimada como esas mujeres que están ahí… como era tu madre. Además, ella no se da cuenta de lo que estamos haciendo —observé—. Y todo este despilfarro por una niña tan pequeña… a pesar de lo preciosa y maravillosa que es…, me parece un pecado.
—No es un pecado —respondió Malcolm, golpeándose la palma de la mano izquierda con el puño derecho; nunca le había visto tan animado en una discusión—. Esto es lo que ella se merece.
—¿Se merece? —Me eché a reír.
—Estás celosa —me dijo, señalándome—. Estás celosa de un bebé, celosa de Alicia por tener una criatura tan hermosa, envidiosa de sus ojos azules, de su cabello dorado y de su espléndida complexión. Bueno, pues no voy a consentirlo, te lo advierto. ¡No lo consentiré!
Sus manos estaban apretadas en puños. Pensé que se hallaba lo bastante furioso y borracho para llegar a golpearme; pero no le permitiría que me intimidara de esta manera.
—No, Malcolm, eres tú quien estás celoso. Celoso de mí y de mi hija.
—¿Qué? —La idea pareció confundirle, y retrocedió como si hubiese sido yo quien le golpeara—. Ella es hija mía y no tuya. No lleva ni una gota de tu sangre. Y eso me alegra.
Su mirada era odiosa y mezquina, pero ahora no le permitiría que me hiriese.
—Oh, no, Malcolm, estás en un error. Tú querías que yo fuese la madre de esta niña. Y lo seré. Y hay mucho de mí en ella, hay desde el momento en que acepté participar en tu plan. Pero, ahora, Malcolm, no es solamente tu esquema; es tu vida y la mía, y la de nuestros hijos y nuestra hija. Es nuestra familia y yo soy una Foxworth tanto como tú mismo.
Pasando por su lado, me dirigí hacia la puerta de la biblioteca.
—Vuelvo a la fiesta —manifesté—. Tú puedes quedarte aquí y continuar esta discusión contigo mismo.
Se calmó y me acompañó; pero de tanto en tanto me lanzaba furibundas miradas amenazadoras. Yo le ignoré. A las doce en punto hizo bajar a la niñera con Corinne. Yo había hecho que se quedaran los niños, aunque estaban ya exhaustos, y los cinco nos situamos delante del gran árbol de Navidad para una fotografía familiar.
Malcolm sostenía a Corinne, y los dos chicos se situaron uno a cada lado mío y me cogían de la mano.
Centellearon las luces y la multitud de invitados aplaudió. Malcolm se hallaba resplandeciente de orgullo contemplando a su hija. Corinne estaba despierta pero no lloraba.
—¡Sabe que es su fiesta! —declaró Malcolm, y me dirigió una penetrante mirada. La gente rió ante la jovialidad del padre.
—Un brindis —anunció uno de los asociados de negocios de Malcolm, que más bien parecía un secuaz suyo; alzó su copa de champaña, y los camareros se deslizaron rápidamente entre los invitados ofreciéndoles la bebida—. Por los Foxworth —propuso—, y en especial por su hermosa hija, Corinne. Feliz y venturosa Navidad… Feliz Año Nuevo.
—¡Bien, bien! —Le hizo coro el público, y se vaciaron las copas.
La banda inició Deck the Halls with Boughs of Holly y Malcolm pasó entre sus invitados exhibiendo su bella hija recién nacida.
Acerqué a los muchachos contra mí.
—Mi padre la quiere más a ella que a nosotros —dijo Mal.
Era tan perceptivo. Me daba esperanzas.
—Has de aprender a vivir con eso, Mal. Los dos habéis de aprenderlo —le respondí.
Abracé con fuerza a mis dos hijos apretándolos sobre mi pecho. Los amaba muchísimo, y mi cariño y mi protección eran suficientes para tres niños. Ninguno de ellos quedaría marginado. Los besé en la cabeza y los abracé de nuevo, mientras los tres observábamos a Malcolm, al otro lado del gran salón, que sonreía con júbilo y sostenía en alto a su espléndida hija, de modo que Corinne parecía un querubín que hubiera volado desde el árbol de Navidad.