XII. La prisionera y su carcelero

Alicia regresó aquella misma noche, después de haberse marchado los criados.

El taxi se acercó en la oscuridad. En el cielo, quedaban todavía algunas nubes, que cubrían la luna y las estrellas. Era como si ya no hubiese luz en el mundo.

Malcolm y yo esperábamos en un salón frontal, al igual que habíamos esperado a su padre el día que llegó acompañado de Alicia. Los chicos lloraron hasta caer rendidos, juntos los tres, acurrucados, buscando consuelo al vacío que se producía en ellos después de irse Alicia. Yo quería consolarles, ciertamente, ser una madre para el pequeño Chris y un apoyo para mis propios hijos. Deseaba que me amasen como la amaban a ella; pero sabía que no podía ser así de alegre y cariñosa, que no era capaz de trotar, de saltar, ni de organizar tontos juegos de rimas. No obstante, yo los amaba a mi manera y los convertiría en jóvenes fuertes y honrados. Cuando fuesen mayores, apreciarían los valores que les había transmitido.

—¿Qué hora es? —preguntó Malcolm.

Señalé al otro lado de la habitación sin responderle. La casa estaba tranquila, silenciosa, con excepción del tic tac del gran reloj antiguo y el viento de la noche que se filtraba entre las persianas, penetrando entre las rendijas de las ventanas. Malcolm dio un golpe seco a su periódico, doblándolo cuidadosamente para examinar las columnas de las cotizaciones de Bolsa.

Habíamos estado sentados allí durante dos horas, perdidos en nuestro propio silencio. Si uno de los dos respiraba profundamente, el otro alzaba la cabeza sorprendido. El único comentario de Malcolm durante la última media hora se refería a unas acciones suyas que habían aumentado diez puntos. Imagino que lo hizo para poner de relieve que él obtendría mucho más provecho de mi dinero del que sacaba yo.

Vi entonces los faros del taxi que rasgaban la oscuridad y se paraban delante de la casa. Malcolm no se movió.

—Alicia ha vuelto —dije y Malcolm gruñó—. Llevarás su baúl arriba. —Alzó la mirada sorprendido—. Bueno, ¿y quién esperas que lo haga? Lucas se ha marchado, ¿o es que ya te has olvidado de que hoy hemos despedido a los sirvientes y no tendremos un nuevo chófer hasta mañana?

Me levanté y fui a la puerta principal. Alicia salió del vehículo despacio, de mala gana, sabiendo lo que la esperaba en Foxworth Hall. Podía ver que estaba agotada por el viaje y la tensión. El chófer sacó el baúl y las maletas.

—Déjelas ahí —me apresuré a decirle, pues era imposible permanecer mucho rato fuera—. Mi marido las entrará.

Malcolm había aparecido detrás de mí, en los escalones. Yo cogí la maleta pequeña de Alicia.

—¿Cómo está mi Christopher? —Preguntó en el momento de salir del auto—. ¿Me ha echado de menos?

—Christopher es ahora responsabilidad mía —le dije secamente—. Está en la cama, que es donde debe estar. —La cogí del brazo y la acompañé mientras subía la escalera—. Ve directamente al ala norte —le indiqué—, y haz el menor ruido posible. No has de despertar a los chicos.

Ella no me respondió. Caminaba como un criminal condenado, y sólo hizo una pausa al pasar cerca de Malcolm, que iba a recoger el baúl y la maleta grande.

Caminando con gran suavidad, ambas cruzamos como fantasmas el vestíbulo silencioso, apenas iluminado. El ruido más fuerte lo produjo el roce del vestido de Alicia cuando dimos la vuelta a la rotonda y nos encaminamos, con la mayor rapidez posible, hacia el ala norte, cruzando pasillos y pasando por delante de muchas habitaciones solitarias de Foxworth Hall. Alicia se paró en la puerta de la estancia que se hallaba al fondo del pasillo. Me acerqué impaciente por detrás. ¿Creía ella acaso que era la única que estaba tensa y turbada?

—Si no entras en seguida —dije—, esto se hará todavía más difícil para ti.

Ella me miró con odio por primera vez. Naturalmente no sería la última.

—He estado meditando durante todo el camino hasta la estación, en el tren, y en el camino de regreso —dijo—. Pensando que quizá tú disfrutas con todo esto.

Contrajo los ojos.

—¿Disfrutar con esto? —Di un paso hacia la derecha, y mi sombra la envolvió en la penumbra; ella retrocedió como si pudiera sentir mi peso sobre ella—. ¿Disfrutar teniendo que fingir que tu bebé es mío? ¿Disfrutar al saber que mi marido me ha sido infiel, no una vez, sino muchas? ¿Crees que he disfrutado al tener que despedir a unos criados leales y fieles que he pasado años entrenando? ¿Te imaginas que puedo disfrutar al tener que mentir a mis hijos y ver que el tuyo se tragaba las lágrimas y la infelicidad hasta que cayó exhausto y tuve que acostarlo?

Mi voz era fina, casi histérica. Ella abrió los ojos desorbitadamente, y después su rostro se contrajo y sus labios temblaron.

—Lo siento —murmuró—. Es sólo que estoy…

—No podemos permanecer aquí fuera hablando mientras yo estoy cargada con esta maleta —dije—. Malcolm ya sube con el baúl.

—Sí, sí. Lo siento —repetía ella, mientras abría la puerta.

Yo había dejado encendida la lámpara que había encima de la mesa que se encontraba entre las dos camas. Arrojaba un débil resplandor amarillento sobre el pesado mobiliario oscuro. Mi donación para dar calor y belleza al ambiente había sido la alfombra oriental de color rojo con fleco dorado. Ayudaría a aliviar la tristeza del cuarto, que era grande pero agobiante a causa de los muchos muebles amontonados en él.

En el ático, encontré un par de pinturas que me parecieron adecuadas a las circunstancias, y las colgué en las paredes, que se hallaban empapeladas en color crema con una bandada de aves blancas.

Uno de los cuadros representaba unos demonios grotescos que perseguían a gente desnuda en cavernas subterráneas, y el otro tenía unos monstruos sobrenaturales que se dedicaban a devorar almas lastimosas en el infierno. Las dos pinturas tenían unos brillantes colores rojos.

Alicia se dirigió directamente a la cama de la derecha y se quitó el abrigo. Las dos nos volvimos cuando Malcolm dejó el baúl a la derecha de la puerta. Miró primero a Alicia y después a mí. La furiosa mirada que le dirigí bastó para apresurarle.

—Voy a buscar la otra maleta —dijo.

Aunque era un hombre fuerte, la indignidad de tener que cargar con el equipaje, subirlo por la escalera y transportarlo por los pasillos hasta llegar a aquella habitación, se le hacía insoportable. Respiraba fatigosamente y sudaba.

—Apresúrate —le dije, aumentando su indignación.

Gruñó y desapareció.

—¿Cómo voy a comer aquí arriba? —preguntó Alicia.

—Te subiré la comida todos los días, cuando nosotros hayamos terminado. De este modo los criados no sospecharán.

—Pero la cocinera…

—No habrá cocinera hasta que te hayas marchado. Yo seré quien cocine. —Inclinó la cabeza y abrió mucho los ojos sorprendida—. No me mires así —añadí—. Yo solía cocinar para mi padre.

—No quería insinuar que no fueras capaz de cocinar. Lo que me ha sorprendido es que quieras hacerlo.

En aquel momento, pensé que, durante todo el tiempo que Alicia había vivido allí, jamás mencionó que supiera cocinar. Su madre debía haberla mimado, pensé, no dándole nunca oportunidad de trabajar en la cocina y aprender algo. Y después se presentó Garland y remachó el clavo. Alicia no tenía que levantar ni un dedo para encontrarse las cosas a punto.

—Bueno, ahora no hay mucho donde elegir, ¿no crees? —Desvió la mirada—. ¿No crees? —repetí.

—No. Supongo que no.

—Naturalmente no podré entretenerme en preparar comidas especiales. No va a ser uno de esos lujosos restaurantes a los que Garland te llevaba —dije ásperamente.

Me acerqué a las dos ventanas frontales y cerré más las cortinas.

—No esperaba comidas especiales —replicó ella.

Ya se estaban envenenando las cosas. Alicia comenzaba a perder su suavidad, su gentil aspecto, su cálida envoltura de inocencia.

—Los alimentos serán nutritivos, teniendo en cuenta tu estado. Eso es lo más importante, ¿no crees?

Asintió rápidamente.

—Oh, Olivia, ¿qué voy a hacer aquí dentro? —preguntó, mirando a su alrededor—. El aburrimiento me matará.

—Te traeré revistas. Los sirvientes ignorarán que no son para mí, y vendré a visitarte siempre que pueda.

Alicia pareció agradecida por mis palabras.

—Me gustaría tener una radio, o una gramola.

—Nada de eso. Ese ruido, incluso aquí dentro, podría ser percibido desde fuera.

Abrí mucho los ojos para dar énfasis a mis palabras, con la sensación de estar hablando con un niño.

—¿Y si la llevara arriba, al ático? —suplicó.

Estuve pensándolo.

—Sí, supongo que, en ese caso no importaría. Te traeré una radio y una gramola. Tus discos todavía están abajo. De todos modos, nadie querrá escucharlos.

Ni a Malcolm ni a mí nos gustaba la nueva música de jazz que ella escuchaba sin cansarse, y se me ocurrió pensar que no debíamos haberlos dejado aquí cuando empaquetamos sus cosas. Por fortuna, ninguno de los antiguos sirvientes se había dado cuenta o preocupado por ello.

—Gracias, Olivia —dijo Alicia.

Ya había comenzado a comprender que yo podía proporcionarle pequeños placeres y momentos felices y que, del mismo modo, podía quitárselos.

La ayudé a desempaquetar y a colocar las ropas en el armario. Malcolm volvió con la maleta grande. Después de depositarla en el suelo, se quedó de pie en la puerta, observándonos.

—Eso es todo, Malcolm —dije, despidiéndole como podría despedir a cualquier criado.

Palideció y se mordió el labio inferior. Vi la rabia en sus ojos y presentí la frustración que sentía. Después vaciló.

—¿Quieres decir algo antes de irte? —le pregunté—. ¿Deseas disculparte acaso?

—No. Parece que tú estás diciendo todo lo que hay que decir.

Dio media vuelta y se alejó de la habitación. Oí resonar sus pasos al alejarse por el pasillo. Cuando me volví a Alicia, la encontré con la vista clavada en mí.

—Malcolm ya ha sido debidamente informado de que ha de permanecer alejado de ti durante tu…, tu estancia aquí —dije.

—Bien —me respondió, con una sincera expresión de alivio en su rostro.

—Sin embargo, no soy lo bastante ingenua para creerme lo que Malcolm dice. Ya he visto cómo te mira.

Alicia dirigió sus ojos hacia la puerta como si Malcolm estuviera allí todavía y ella quisiera comprobar mis impresiones.

—Seguramente él…

—Has de entender, querida, que eres muy vulnerable, aquí sola en esta habitación, lejos de todos, con los ruidos ahogados por las gruesas paredes. No puedes gritar pidiendo ayuda; no puedes exponerte. ¿A dónde huirías? —Alcé las manos y me volví de una pared a la otra—. ¿Subirías al ático? Eso sería todavía peor.

—Pero tú te enterarías si algo…

—Durante la noche, cuando yo me haya dormido, puede deambular por estos oscuros pasillos, deslizarse descalzo; y, si viniera aquí, tú no gritarías y llamarías la atención hacia este lugar. Imagínate si Christopher descubriera que te hallas aquí escondida.

—Cerraré la puerta con llave —decidió Alicia con rapidez.

—Antes también cerraste la puerta con llave, querida. Cerrar las puertas con llave no mantiene alejado a Malcolm Foxworth.

—¿Qué tengo que hacer? —Alicia parecía frenética.

—Como ya te dije cuando discutimos todo este asunto, has de cambiar tu apariencia, no debes parecerle atractiva, no has de recordarle a nadie —dije en tono despreciativo.

Alicia se quedó mirándome. Yo le cogí el cabello.

—Lo siento —dije—, pero no queda otro remedio.

—¿Estás segura? ¿Estás segura?

—Sí, lo estoy.

Comenzó a llorar en silencio.

—Siéntate en la silla —le ordené.

Ella miró la silla como si estuviera a punto de subir al cadalso. Después, se acercó y se sentó, las manos en el regazo y los ojos llenos de lágrimas.

Saqué unas grandes tijeras del bolsillo de mi suéter y me puse detrás de ella. Primero le solté el pelo, liberando las mechas y alisándolas para exponerlas delicadamente. Su contacto era sedoso y agradable. Podía imaginar a Malcolm acariciándole el cabello horas y horas mientras soñaba al lado de Alicia. Mi cabello, hiciera lo que le hiciera, nunca había tenido ese tacto; y jamás, durante nuestras relaciones sexuales (era difícil llamarles actos de amor), Malcolm me había tocado la cabellera.

Agarré un grueso mechón con el puño izquierdo y lo alcé manteniéndolo estirado. Alicia frunció el ceño por mis tirones brutales. Después, cerré las tijeras alrededor y continué cortando mechas, lo más cerca posible del cráneo, a trasquilones. Lo hacía deliberadamente, Para que le creciera desigual. Mientras yo iba cortando, las lágrimas seguían deslizándose por las mejillas de Alicia, pero no hizo ningún sonido. Coloqué cuidadosamente los mechones sobre un chal de seda, los envolví e hice un nudo.

Cuando terminé, ella se apretó el cráneo con las palmas de la mano y profirió un solo grito de dolor.

—Ya sabes que volverá a crecer —le dije, procurando poner simpatía en mi voz.

Ella se volvió y otra vez me miró con odio; pero yo le sonreí. El corte había cambiado radicalmente su apariencia. Parecía un muchacho. Había eliminado la corona de su belleza. Era como si hubiera ahogado el fuego detrás de sus ojos.

—Si ahora Malcolm te viese, no contemplaría lo mismo, ¿no crees?

Alicia no me respondió. Se limitó a contemplarse en el espejo. Transcurrió un momento, habló más con su imagen que conmigo.

—Todo esto es como una pesadilla —dijo—. Por la mañana me despertaré y Garland estará a mi lado. No es más que un horrible sueño. —Dio media vuelta, y en su rostro apareció una sonrisa salvaje—. ¿Verdad que sí? ¿Verdad que todo es un sueño, Olivia?

—Me parece que no, querida. Vale más que no te quedes ahí sentada fingiendo que lo es. Mañana por la mañana vas a despertarte en esta habitación y tendrás que enfrentarte con la realidad de lo que es y de lo que será. La mayoría de la gente hemos de hacerlo todos los días de nuestra vida. Cuanto más fuerte seas, menos dependerás de vivir en la fantasía.

Alicia asintió de mala gana, con una expresión de derrota total. Casi podía leer sus pensamientos.

—Garland no estará contento de que todo acabe así, lo sé. Christopher y yo éramos la luz de su vida. ¡Y pensar que mi hijo duerme en la misma casa! Y no ha de saber que estoy cerca de él… Es demasiado cruel, demasiado cruel…

Comenzó a llorar de nuevo.

—Sin embargo, así han de ser las cosas. Ahora me marcharé —dije—. Mañana vendré más temprano que de costumbre, porque los nuevos sirvientes no llegan hasta la hora del almuerzo. Recogí el hatillo con sus cabellos cortados y ya me iba cuando me llamó:

—Olivia.

—Dime, querida. —Me volví hacia ella.

—Por favor, déjame un rizo. Aunque sólo sea un pequeño rizo de mi cabello.

Benévolamente, le entregué un brillante bucle castaño.

—No me odias —susurró—, ¿verdad que no?

Y en sus ojos vi miedo.

—Claro que no te odio, Alicia. Solamente odio en lo que te has convertido, como seguramente tú también lo odias.

Abrí la puerta y salí. La cerré suavemente detrás de mí y di la vuelta a la llave. El sonido de sus sollozos moría en la oscuridad del pasillo mientras yo iba apagando las luces. Las sombras que acechaban llenaron en seguida el espacio, alzando una muralla negra entre Alicia y su hijo dormido, que esperaría en vano a su madre en un mundo de luz y vida.

Recorrí aprisa el pasillo hasta llegar a la rotonda. Por los ruidos que llegaban, supe que Malcolm estaba todavía en la planta baja, probablemente en la biblioteca, en su despacho. Le imaginé allí sentado mirando con odio hacia la puerta, quizás a la expectativa de mi llegada.

Pero esta noche no tenía ningún interés en hablar con él. Todo lo que había de hacerse ya estaba hecho. Me hallaba cansada. Fui hacia mi habitación; pero me detuve en la puerta de la sala de los trofeos. Algo me vino a la mente, lo que se me ocurrió me pareció deliciosamente vengativo y satisfactorio. Abrí la puerta, encendí las luces y me dirigí al escritorio ante el que solía sentarse Malcolm cuando subía aquí para estar solo. Puse en el centro de la mesa escritorio el chal que contenía los cabellos cortados de Alicia y deshice el nudo para que el montón de hermosos rizos castaños quedase expuesto a la vista.

Cuando llegué a la puerta, me volví para mirar una vez más el cabello amputado sobre el escritorio de Malcolm, y sonreí satisfecha, apagando después las luces. Permanecí allí unos instantes escuchando los ruidos de la casa. Aquella noche cada crujido parecía amplificado. El viento rodeaba la gran mansión, cubriéndola con un frío envoltorio. Se necesitarían muchos días de cálido sol veraniego para descongelar el muro helado del enorme edificio. Y durante todo aquel verano, Alicia permanecería sentada en una habitación oscura, llena de muebles, debajo del gran ático, esperando el nacimiento de un hijo que no había deseado y del que no sería madre. En realidad, era una condena de prisión, y yo era la carcelera.

Ese papel no me gustaba; pero Malcolm me lo había impuesto, y yo sabía que la mejor manera de derrotarle era desempeñarlo mucho mejor de lo que él pudiera esperar. Malcolm lamentaría toda su vida aquella noche, lamentaría lo que me había hecho y lo que me obligaba a hacer a Alicia.

Me dirigí de prisa a mi dormitorio y procuré dormirme en seguida, ya que el sueño se había convertido en el único y verdadero escape de la locura de Foxworth Hall. Por ironía, esto era igual para Alicia que para mí.

* * *

Pasaban las semanas como yo le había predicho que iban a ser para ella, penosas y lentas. Todos los días, en cuanto entraba en la habitación, Alicia me suplicaba que le permitiera ver a su Christopher.

—Si no aquí dentro —rogaba—, por lo menos déjale… que esté delante de mi ventana para que yo pueda echarle una ojeada, verle… No puedo soportarlo por más tiempo.

—Christopher se ha acostumbrado al fin a tu ausencia. ¿Por qué perturbarle ahora? Si le quisieras de verdad, Alicia, dejarías las cosas tal como están.

—¿Dejarlas? Soy su madre. Se me rompe el corazón. Parece que los días son cada vez más largos. ¡Una semana aquí dentro es como un año!

Por la mañana, se quejaba de mareos. Por las tardes, lloraba por Christopher. Siempre estaba cansada, y la mayoría de las veces la encontraba tumbada en la cama, mirando fijamente el techo. Sus mejillas, en otro tiempo sonrosadas, palidecieron, y aunque yo insistía en que se comiera todo lo que le llevaba, su cara comenzó a tener un aspecto demacrado. Después de dos meses encerrada en aquella habitación se le formaron círculos oscuros alrededor de los ojos.

Solía llevar un pañuelo en la cabeza. Después de haberla encontrado una docena de veces con ese pañuelo, cada vez que entraba le pregunté la razón.

—Porque no puedo soportar verme con el cabello de esa manera cuando paso delante del espejo —explicó.

—¿Y por qué no tapas el espejo? —sugerí. Sabía que todas las mujeres eran presumidas; y las de su estilo muchísimo más. A pesar de no poseer cosméticos y de haberle cortado el cabello, supuse que todavía se sentaría delante del espejo imaginando que se hallaba en la suite de su hermoso dormitorio preparándose para una velada con Garland, o planeando lo que se haría cuando el cabello le creciera nuevamente y ella estuviera fuera de aquel lugar.

Acabó aceptando mi sugerencia y envolvió el espejo con una sábana. La disipación de su belleza formaba parte de la dura realidad que ahora quería esquivar. Sin embargo, cuando entré con la bandeja de la comida y vi la sábana delante del espejo, no hice ningún comentario.

Ella me miró desde la cama, con los ojos brillantes por las lágrimas de rencor y aburrimiento. Ya no llevaba el pañuelo; no había motivo alguno para usarlo ya que el espejo estaba anulado.

—Creía que te habías olvidado de mi cena —me acusó.

En sus palabras había una nueva aspereza. Su rabia la hacía pronunciar las consonantes con exageración, y la voz había bajado de tono, sonando casi masculina.

—¿Cena? Esto es el almuerzo, Alicia —dije.

Al darse cuenta, el horror y la sorpresa quedaron retratados en su cara.

—¿El almuerzo? —Miró el pequeño reloj colocado en una catedral de marfil sobre la cómoda—. ¿Solamente el almuerzo? —repitió.

Se sentó con lentitud y me miró con sus ojos azules vidriosos, asustados. Yo sabía que ella había llegado a considerarme como su carcelera. Cuando se le ocurría algo nuevo para hacer, tenía que pedirme permiso.

Su vida ya no le pertenecía.

—¿Cómo está Christopher? ¿Me echa mucho de menos? ¿Pregunta por mí todos los días? —inquiría, pendiente de mis respuestas.

—Algunas veces —le respondía yo—. Mis hijos le ayudan a distraerse.

Alicia asentía, intentando patéticamente alejar de su mente la imagen del niño. Yo pensaba también en él, el hermoso Christopher de cabellos dorados, en su rostro que recuperaba la alegría después de los primeros meses separado de su madre. Sus ojos resplandecían otra vez cuando por las noches le leía sus historias favoritas, antes de acostarlo. Ciertamente yo estaba comenzando a pensar en Christopher como en uno de mis propios hijos. Él y ellos jugaban muy bien juntos en el cuarto de los niños. Mal y Joel lo adoraban.

Christopher parecía tener todo el esplendor de su madre en los tiempos felices. Pero esa maravillosa alegría no era seductora y lujuriosa, sino brillante y abierta, compasiva e inocente. Era más cariñoso que ninguno de mis dos hijos. Algunas veces pensaba que se debía a que llevaban sangre de Malcolm. Todas las mañanas Christopher corría hacia mí, chillando:

—Quiero centenares de besos, quiero centenares de abrazos… ¡Huy…!

Un día, cuando le acosté para la siesta, sus bellos ojos azules me miraron y me preguntó:

—¿Puedo llamarte mamita alguna vez?

Naturalmente, a Alicia no le conté nada de eso. Mantuve siempre la conversación centrada en ella misma.

—Hoy tienes un aspecto sucio, Alicia. Deberías cuidarte mejor —le reñí.

Se volvió bruscamente hacia mí y me habló con los dientes apretados.

—Estoy así porque vivo un día tras otro dentro de este…, de este armario.

—Esto es mucho mayor que un armario.

—Y el único sol que consigo ver es el que entra por las ventanas de arriba. Ayer estuve sentada bajo sus rayos hasta que pasó y me dejó en las sombras. Me siento como una flor hambrienta del alimento del sol, una flor que se marchita dentro de un armario. Muy pronto estaré seca y muerta y podrás prensarme entre las páginas de un libro. —Y en su voz había una mezcla de ira y autocompasión.

—Ya no estarás aquí mucho tiempo —la animé—. No te hace ningún bien estar sentada dándole vueltas a tu frustración —comenté en un tono de voz indiferente, lo cual la enfureció todavía más.

—¿Y si saliera a pasear en secreto? Podrías alejar a los niños de la casa y…

—Pero, Alicia, ¿y los criados? ¿Cómo podría explicarlo si te vieran? ¿De dónde les diría que has venido? ¿Quién les contaría que eras? Y si los niños oyeran comentar algo… ¿No lo entiendes? Lo que me pides es del todo imposible. —Alicia asintió—. Lo siento por ti —continué—. Confío que lo comprendas. ¿Lo entiendes, verdad?

Ella alzó su mirada hacia mí con ojos escrutadores e hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

—Nadie disfruta con todo esto, y yo menos que nadie. Piensa en el futuro y podrás sobrellevar el presente —le aconsejé.

De pronto se le ocurrió otra cosa.

—Haz que se marchen todos los criados —sugirió, y en su rostro apareció la excitación de una idea nueva y, según ella, inteligente—. Dales unas vacaciones, aunque sea para un fin de semana. Eso es todo lo que necesito, uno o dos días de aire fresco. Por favor.

—Son unos pensamientos ridículos. Te aconsejo que te controles —le dije, mientras tomaba mi propia decisión—. Lo único que conseguirás será enfermar y quizás hasta perder el niño. Anda, come y alimenta al mismo tiempo al bebé que llevas dentro de ti —añadí, y salí de la habitación antes de que siguiera hablando del asunto.

Cuando aquella noche volví junto a ella con la cena, parecía haber cambiado. Se había bañado y vestido, y llevaba una linda camisa azul. Se hallaba sentada en la cama como si estuviera en la parte trasera de un coche y de viaje.

—Oh —exclamó al verme—, ya hemos llegado al restaurante. ¿Qué vamos a comer?

Estaba fingiendo que iba en coche con Christopher. Me asombró, pero no dije nada.

Alicia me miró esperanzada, confiando que yo me convirtiera en parte de la fantasía. Dejé la bandeja sobre la mesa y la observé creando aquella situación imaginaria, levantándose y andando como si se dirigiese a la mesa de un restaurante. Parecía más animada, más feliz.

Me habló como si fuese la camarera. De pronto me di cuenta de que había algo extraño en todo ello. Alicia no estaba fingiendo solamente por distracción. Alicia estaba viviendo realmente la experiencia de este viaje. Continuaba su conversación como si yo no estuviera allí, o como si yo realmente fuese una extraña. No me gustó; pero no supe qué hacer al respecto.

Me despidió diciendo:

—Ahora ya puede llevarse todo eso —refiriéndose a los platos sucios de la cena.

Y comenzó a dar de comer a un Christopher imaginario, explicándole que después del restaurante irían al parque, donde verían animales y subirían a los caballitos. Comprendí que el ático era para ella el parque. Se había puesto el vestido más bonito que tenía, entre los que yo le había permitido llevarse. El vientre no era aún muy abultado para impedirle usarlo, y había rasgado una tira de una combinación beige, que ató a manera de cinta en los cortos mechones de su cabello.

—¿Te encuentras bien? —le pregunté.

Se interrumpió.

—Perdona, Christopher —dijo a la silla vacía que tenía al lado—. La camarera quiere saber algo. ¿Qué dice usted? —preguntó, canturreando la pregunta.

Apreté los labios y erguí la espalda. Alicia tenía una sonrisita demencial. ¿Creía acaso que yo iba a seguirla en aquella payasada? No repetí la pregunta. En lugar de hacerlo di media vuelta y llevé la bandeja con los platos hacia la puerta.

—Ha dicho que ya no tienen helados —dijo Alicia a su hijo inexistente—. Pero no te preocupes. Quizás encontraremos algún carrito de helados en el parque. Y nunca más volveremos a este restaurante, ¿eh?

La oí que se reía mientras yo cerraba la puerta detrás de mí. Locura, pensé, y por primera vez desde que ella había regresado de nuevo a Foxworth, sentí el anhelo de que volviera a marcharse.

* * *

Continuaron las representaciones. La habitación al final del ala norte se convirtió en el mundo ilusorio de Alicia. Unas veces, cuando yo llegaba, ella y su invisible hijo estaban en un coche; otras, iban en el ferry. En ocasiones, había subido al ático. Tenía en marcha el gramófono y fingía que estaban en un teatro de marionetas. Había hecho dos muñecas con unos calcetines y utilizaba el armario como escenario de títeres.

Cada vez que entraba me llamaba algo distinto.

O bien era la camarera, o el acomodador que recogía los billetes en el teatro de marionetas, o un técnico del ferry… Lo que fuese, pero nunca Olivia. Ahora ya no veía el miedo en su cara cuando yo entraba. Me miraba con una sonrisa expectativa en el rostro, esperando mi reacción ante su nuevo invento.

Y así siguieron las cosas. Un día, al entrar, me encontré que había quitado la sábana del espejo. Ya no le molestaba verse y comprobar en lo que se había convertido, porque ella no veía la imagen real. Veía aquello que imaginaba. Con un cepillo en la mano se quedaba de pie frente al espejo y cepillaba el aire como si el cabello le cubriese los hombros.

Lo más irónico de esta situación era que su tez volvió a recuperar su espléndido tono de melocotón. Sabía que algunas mujeres se embellecían durante el embarazo. Yo no había sido una de ellas; pero Alicia había conservado toda su hermosura durante el embarazo de Christopher. Y ahora, ayudada por sus visiones, sucedía lo mismo con éste.

—¿Qué estás haciendo? —le pregunté.

Se volvió de espaldas al espejo. No me había oído entrar.

—Oh, Olivia, Garland me ha dicho que ni la propia Venus pudo tener un cabello tan hermoso como el mío. ¿Te imaginas? Los hombres llegan a ser muy extravagantes con sus elogios. No saben lo que eso puede hacer a una mujer. Yo le dejo hablar. ¿Por qué no? ¿Qué daño hace a nadie? Desde luego a Venus le da igual. —Se echó a reír, pero su risa era tan rica y exuberante como solía ser cuando Garland estaba vivo.

«Se está volviendo loca —pensé—. Embarazada y encerrada aquí, se está volviendo loca». Pero yo no tenía la culpa. Era otro pecado que Malcolm debería soportar. Quizás él había esperado que esto sucediera, tal vez lo había esperado incluso. Ella daría a luz al niño, y él se quedaría con el bebé. Pero, en aquella situación, no podría entregar a Alicia su gran fortuna. Habría que encerrarla. Y él lo tendría todo: el niño, el dinero… y adiós Alicia. Además, adoptaríamos a Christopher.

Semejante puesta en escena me enfureció. Una vez más, Malcolm Neal Foxworth se saldría con la suya derrotando a todos, incluso a mí. Yo no podía permitirlo.

—Alicia, Garland está muerto. No puede haberte dicho eso ahora. Has de acabar con esto, deja ya esas ridículas ficciones antes de que te vuelvas loca. ¿Me oyes? ¿Entiendes lo que te digo?

Ella continuó en pie, sonriente. Solamente oía lo que quería oír.

—No hay nada que él no esté dispuesto a comprarme, nada que no sea capaz de hacer por mí —dijo—. Es terrible, lo sé; pero me basta mencionar algo que veo o necesito, y al día siguiente, o el mismo día, él lo ha mandado traer. Estoy tan mimada, pero no puedo evitarlo… De todos modos —prosiguió, volviéndose al espejo y cepillando el aire—, Garland dice que le gusta mimarme. Afirma que es feliz mimándome y que yo no tengo ningún derecho a privarle de ese placer. ¿No es maravilloso?

—Te he traído vestidos maternales, Alicia —dije.

Pensé que si la ponía frente a eso quizá la haría volver rápidamente a la realidad. Coloqué el montón de vestidos en la cama.

—Míralos y escoge —la invité—. Ya no puedes llevar esas ropas.

Ella no se volvió.

—¡Alicia!

—La noche pasada Garland me dijo, me dijo… «Alicia, no me pidas la luna o me volveré loco intentando alcanzarla para ti». —Se echó a reír—. ¿Debería pedirle la luna, Olivia?

—Las ropas pre-mamá, Alicia —insistí.

Ella continuó ignorándome. Finalmente salí de la habitación confiando en que ella se enfrentara con las ropas y se diera cuenta de lo que había que hacer.

Aquella noche, sin embargo, permanecí desvelada en la cama pensando en sus escapadas demenciales. Naturalmente, su pretendida vida había de tener lugar en tiempo presente, pensé; pero había algo en la manera de referirse a Garland que parecía ir más allá de la locura; algo fantasmal, como si él, realmente, hubiera acudido a verla cada noche.

De pronto se me ocurrió un terrible pensamiento. ¿Y si Malcolm había desobedecido mis órdenes y la visitaba? ¿Y si ella le había mirado y considerado como si fuese Garland? ¿Y si Malcolm estaba aprovechándose de la locura de Alicia e iba a su habitación a media noche, después que yo estaba dormida? Alicia no se daría cuenta de que el hombre que abrazaba no era Garland sino Malcolm. Aquella posibilidad me impidió dormir.

En algún momento, durante la noche, me pareció oír pisadas en el pasillo. Cuando asomé la cabeza, Malcolm ya habría tenido que deslizarse por la esquina del vestíbulo y dirigirse al ala norte. Volví a mi dormitorio, me puse la bata y las zapatillas, y salí con sigilo de mi habitación. Iba a acercarme al ala norte y abrir sencillamente la puerta; pero se me ocurrió algo mejor. Si Malcolm estaba allí dentro, no quería darle oportunidad de abandonar la cama de Alicia. Podía oírme cuando yo anduviera por el pasillo o moverse con rapidez cuando yo girase la llave en la cerradura.

Por ello, en vez de acercarme por el corredor, me fui a la entrada principal del ático. Encendí la pequeña luz que iluminaba la escalera, cerré la puerta con sumo cuidado, confiando en que ni Malcolm ni ninguno de los criados me oyese, y comencé a subir. Mi intención era cruzar el ático y bajar por la escalerilla que daba a la habitación de Alicia. Les observaría un rato en la cama, y después me enfrentaría con ellos.

Pero cuando me hallaba en el ático, vagamente iluminado por la luz de la escalera, ésta se apagó de pronto y me encontré sumida en la más profunda oscuridad. Vacilé, no sabiendo si avanzar o retroceder. Impulsada por mi primera intención, proseguí, tanteando el camino con cuidado.

Creía acordarme bastante bien de cómo era para avanzar en las tinieblas. Entonces oí a mi derecha un ruido de carrerillas. Me sentí llena de pánico. Estaba segura de que eran ratones. Los imaginaba corriendo por encima de mis pies, haciéndome caer, paseándose sobre mi cara y mi cuerpo. De pronto me sentí desfallecer. Aquel ruidito parecía girar dentro de mi cabeza. ¡Tenía que salir de allí!

Me volví bruscamente y me encontré frente a una persona que estaba en pie entre las sombras. Apenas pude ahogar un grito, cuando reconocí un antiguo maniquí para vestidos. Pero había dado un salto tan brusco hacia atrás, que tropecé con un baúl y caí chocando contra una percha llena de vestidos viejos, que hice caer al suelo. Al intentar ponerme en pie, tanteé el suelo con las manos. ¡Toqué algo peludo! ¡Una rata! Aumentó mi pánico y avancé a gatas, derribando un montón de libros viejos. Hacía tanto calor que casi no podía respirar.

Me levanté; pero había perdido el sentido de la orientación. Fuese hacia donde fuese, parecía topar contra un muro. Me envolvía la oscuridad, que cada vez me presionaba con más fuerza, hasta que me sentí incapaz de moverme hacia ningún lado. El terror me inmovilizó. Los pies me pesaban como el plomo, tenía las piernas trabadas. Me propuse caminar, pero no pude dar ni un solo paso. Comencé a sollozar en silencio.

Los ratones enloquecieron, corriendo por encima de los muebles, entrando y saliendo de baúles y armarios. Todo el ático parecía vivo, lleno de los horribles roedores. Imaginé las formas vagas de los antepasados de Malcolm arañando las paredes para emerger, revividos por mi alboroto. Ésta era una casa que no toleraba debilidades ni miedos. Cuando ellos lo olfateaban en alguien, procuraban destruirlo.

Me acerqué a la pared más próxima y fui palpando en dirección a lo que confiaba fuese la escalera del frente. Chocaba nerviosa con viejos muebles y jaulas de pájaros, y tropezaba con los baúles. Mis manos agarraban cosas que se convertían en criaturas de sangre caliente y palpitante, aunque en el fondo supiera que había tocado prendas de vestir o el brazo de un sillón. Después, se me enganchó el cabello en la puertecilla abierta de una jaula, y ésta cayó sobre mí. Cuando agarré el mástil del soporte, me pareció que era una larga serpiente negra. Todo se había hecho siniestro y tenía vida.

No sé cuánto tardé en llegar a la escalera. Hube de recurrir a toda mi capacidad de control para serenarme y poder continuar; pero, al fin, reconocí la cima de la escalera y bajé.

Tan pronto como abrí la puerta y salí al pasillo, me sentía tan feliz que quería gritar. Corrí hacia el ala sur, a refugiarme en mi habitación. Cuando me vi frente al espejo, tenía el aspecto de una loca furiosa. El cabello alborotado, la bata manchada, la cara sucia y las manos negras por el polvo y la mugre. Sabía que nunca podría volver a subir al ático. En mis pesadillas, no obstante, lo visité con frecuencia; pero sólo el pensar en abrir la puerta y comenzar a subir la escalera, me llenaba de pánico.

Después de asearme volví a la cama. Durante largo rato estuve desvelada, agradecida por la comodidad y el calor de mi dormitorio. Después, recordé mi propósito original. Al poco, tuve la seguridad de oír otra vez pasos en el corredor. Corrí a la puerta. Me pareció como si Malcolm acabase de entrar’ en su cuarto. Esperé atenta para escuchar el clic de su pestillo; pero no percibí nada.

En lugar de atraparlo y confrontarlo como había querido hacer, yo misma me había atrapado, y confrontado arriba, en aquel viejo y aterrador ático lleno del pasado retorcido de los Foxworth. Ahora ese ático me perseguiría, pensé.

Esta casa tenía un medio para proteger a los suyos. Envolvía a Malcolm en silencio mientras recorría sigiloso el pasillo. Estaba segura de ello. Las paredes conocían la verdad pero no podían contármela.

Vacilé un momento y después cerré la puerta y regresé a la cama. No me quedé dormida hasta la madrugada, y entonces me despertaron los pasos fuertes y arrogantes de Malcolm cuando se dirigía a desayunar.

Al reunirme con él, intenté leer en su cara si había alguna huella de haber visitado a Alicia durante la noche. Mantenía su palabra hasta el momento, y no me preguntaba nada sobre ella, haciendo como si ya no estuviera con nosotros.

Estaba sentado en su extremo de la mesa, leyendo el periódico matinal, e ignoró mi llegada, como de costumbre. Después que la doncella me hubo servido café, le hablé.

—¿Has oído algo extraño la noche pasada? —le pregunté.

Dejó el periódico con una expresión de asombro.

—¿Extraño? ¿Qué quieres decir con eso de extraño? —preguntó como si se tratara de un término extranjero.

—¿No has sentido como si alguien caminase por el ala norte?

Se quedó mirándome un momento y después, con sus ojos inescrutables, se inclinó hacia delante para poder hablar sotto voce.

—La puerta está cerrada, ¿verdad? No puede salir y merodear por ahí, ¿verdad?

—Claro que no puede. Pero eso no quiere decir que alguien no pueda entrar allí, ¿no te parece? —repliqué, y mi voz era tan baja como la de Malcolm, pero más áspera.

—Y ahora, ¿qué quieres decir con eso? —preguntó, irguiéndose bruscamente.

—¿Has violado nuestro acuerdo? —exigí.

—Te aseguro que no necesito pasar mi tiempo escurriéndome por esta casa. Y confío en que tú también tengas otras cosas que hacer que andar por ahí acechando para descubrir…, alguna violación, como dices.

—No tengo por qué acechar. Solamente hay un lugar en la casa que me preocupa en estos momentos —dije sintiendo tensión en la cara.

Malcolm desvió la vista de mi penetrante mirada y meneó la cabeza.

—¿Te ha dicho algo? ¿Ha inventado algo? Una mujer como ésa, encerrada en aquella habitación, sola, es evidente que ha de soñar despierta —dijo sonriendo de un modo ridículo, y sus labios se curvaron tanto que tenía aspecto felino.

—¿Cómo sabes que sueña despierta? —me apresuré a preguntar.

—Por favor, Olivia, tus esfuerzos infantiles para actuar de detective son mucho más ridículos de lo que puedes imaginar. No encontrarás mis huellas dactilares en esa habitación.

Cogió de nuevo el periódico y lo dobló, asegurándose de mostrarme su desdeñosa sonrisa antes de ocultarse detrás de las páginas.

—Así lo espero —dije.

Si estaba preocupado, no lo demostró. Volvió a su lectura, terminó de desayunar con la rapidez de costumbre y se marchó a su trabajo dejándome como guardiana de la locura que su propia locura había creado.