Siendo yo una niña, mi padre me compró una preciosa casa de muñecas hecha a mano. Era un mundo mágico en miniatura, con hermosas muñequitas de porcelana, mobiliario, e incluso pinturas, candelabros y alfombras, todo hecho a escala. Pero la casa estaba encerrada en una caja de cristal y nunca se me permitió tocar a la familia que la habitaba. En realidad, ni siquiera me permitieron tocar la caja, para que no la ensuciara. Los objetos delicados habían peligrado siempre en mis manos grandes, y la casa de muñecas podía ser admirada por mí, pero nunca tocada.
La tenía en mi dormitorio, colocada encima de una mesa de roble, debajo de las ventanas de guillotina con sus cristales de colores. El sol que penetraba a través de las vidrieras esparcía un cielo suavemente teñido con los matices del arco iris sobre aquel pequeño universo, y los rostros de la familia en miniatura resplandecían de felicidad. Incluso los sirvientes en la cocina, el mayordomo vestido con su librea blanca cerca de la puerta principal y la niñera en el cuarto de los niños, todos mostraban un aspecto satisfecho.
Así era como debía ser, y como sería siempre, tal como yo esperaba y rogaba fervientemente que fuese para mí algún día. En aquel mundo en miniatura no había sombras; ya que, incluso en los días encapotados, cuando las nubes oscurecían el ambiente exterior, los cristales de colores de las ventanas convertían mágicamente la luz gris en irisada.
El mundo real, mi propio mundo, siempre parecía gris, sin los colores del arco iris. Gris para mis ojos, demasiado severos según me decían, gris para mis esperanzas, gris para la solterona que nadie quería.
A los veinticuatro años yo era una solterona, una doncella vieja. Al parecer, mi estatura y mi inteligencia intimidaban a los jóvenes elegibles. El mundo del arco iris, del amor, el matrimonio y los bebés, siempre sería tan inalcanzable para mí como aquella casa de muñecas que yo admiraba tanto. Tan sólo en la fantasía se elevaban mis esperanzas.
En mis fantasías yo era bonita, alegre, encantadora, como las otras mujeres jóvenes que había conocido pero con las que nunca hice amistad. Mi vida era solitaria, ocupada principalmente por sueños y libros. Y aunque jamás hablaba de ello, me aferraba a la pequeña esperanza que mi madre me había dado antes de morir.
—La vida se parece mucho a un jardín, Olivia. Y las personas somos como diminutas semillas, nutridas por el amor, la amistad y los cuidados. Si se les dedica el tiempo y la atención suficientes, incluso una vieja planta raquítica, abandonada en un patio árido, florecerá cuando menos se espere. Y ésos son los brotes más preciosos, los más queridos. Tú serás una flor de esa especie, Olivia. Quizá necesites algún tiempo, pero tu momento de florecer llegará.
Echaba mucho de menos a mi optimista madre. Yo tenía dieciséis años cuando ella murió, justo cuando más necesitada estaba de esas conversaciones de mujer a mujer con las que me explicaría cómo conquistar el corazón de un hombre, cómo parecerme a ella; respetable y competente y sin embargo una mujer en todos los sentidos. Mi madre siempre estaba ocupada en algo, y en todo era eficiente y responsable. Superaba cualquier crisis; pero cuando ésta terminaba, siempre había otra a punto. Mi padre parecía satisfecho al ver ocupada a mi madre. De qué modo no importaba.
Mi padre solía decir que aunque las mujeres no se ocuparan de asuntos graves, eso no significaba que hubieran de holgazanear. Ellas tenían quehaceres «femeninos».
Sin embargo, cuando llegó el momento me animó para que fuese a la escuela de comercio. Le parecía justo y adecuado que yo me convirtiera en su contable particular, concederme un lugar en su despacho, una habitación masculina, una de cuyas paredes estaba cubierta por armas de fuego y otra con retratos de sus expediciones de caza y de pesca, una estancia que siempre olía a humo de cigarros y a whisky, y su alfombra marrón oscuro era la más desgastada de la casa. Me destinó una parte de su gran mesa escritorio de roble negro para que yo trabajase con toda meticulosidad en sus cuentas, las facturas de negocios, los salarios de sus empleados, e incluso los gastos domésticos. Ayudándole en esto, con frecuencia me sentía más como si fuera el hijo que él siempre había deseado y nunca consiguió, que en mi propia condición de hija. Yo me esforzaba por complacer a todos, sin embargo parecía que nunca conseguía ser lo que los demás querían.
Mi padre decía muchas veces que yo sería una gran ayuda para cualquier marido, y por ello yo estaba convencida de que ése era el motivo de haberme hecho estudiar comercio y por lo que tenía aquella experiencia. Él nunca lo expresó con tanta claridad; pero es como si me lo hubiera dicho. Una mujer de un metro ochenta necesitaba algo más para capturar el amor de un hombre.
Sí, yo tenía esa estatura; me había disparado en mi crecimiento siendo adolescente y con gran disgusto mío, hasta unas proporciones gigantescas. Yo era la planta de habichuelas en el jardín de Jack. Yo era el gigante. En mí no había nada de delicado ni frágil.
Poseía el pelo castaño rojizo de mi madre; pero tenía los hombros demasiado anchos y grandes senos. A veces me observaba de pie delante del espejo y deseaba que mis brazos fuesen más cortos. Mis ojos grises eran demasiado alargados y semejantes a los de un gato, y mi nariz en exceso puntiaguda. Tenía los labios delgados y un aspecto pálido y grisáceo. Gris, gris, gris. ¡Cómo deseaba haber sido bonita y brillante! Cuando me sentaba ante mi coqueta de mármol heliotropo e intentaba ruborizarme y parpadear para parecer coqueta, lo único que conseguía era parecer tonta. No deseaba tener aspecto de mujer vana y boba; sin embargo me sentaba frente a la casa de muñecas dentro de su caja de cristal, y estudiaba el rostro de porcelana, lindo y delicado, de la diminuta esposa. Deseaba con toda mi alma aquella cara. Quizás, entonces, aquél sería mi mundo.
Pero no lo era. De modo que abandonaba mi esperanza presidida por las figuras de porcelana y me ocupaba de mis quehaceres.
Si mi padre había querido realmente hacerme más atractiva para un hombre proporcionándome una educación y experiencia práctica en los negocios, debía sentir una amarga desilusión ante los resultados. Los caballeros que se me acercaban, a causa de las maquinaciones paternas según descubrí, tal como venían se alejaban. A pesar de todos los esfuerzos, yo seguía en estado de merecer. Yo temía que mi dinero, el dinero de mi padre que yo heredaría, atrajera a mi puerta a algún hombre que fingiera estar enamorado de mí. Creo que mi padre recelaba lo mismo, porque un día me habló así:
—He dispuesto en mi testamento que el dinero que recibas sea solamente tuyo, para que hagas con él lo que te plazca. Ningún marido podrá controlar tu fortuna simplemente por el hecho de haberse casado contigo.
Hizo su declaración y se alejó antes de que yo pudiera responderle. Después examinó con gran cuidado los candidatos para mi romance, exhibiéndome tan sólo ante los caballeros de más alto nivel, hombres que poseían cierta fortuna personal. Pero todavía no había conocido yo ninguno al que no sobrepasara en estatura, o que no menospreciara lo que yo decía. Parecía estar destinada a morir soltera.
Pero ése no era el deseo de mi padre.
—Esta noche vendrá a cenar un joven —anunció un viernes por la mañana a últimos de abril—, y debo decir que es uno de los que me han hecho mejor impresión. Quiero que te pongas aquel vestido azul que te hiciste la última Pascua.
—Oh, papá —y estaba a punto de objetar «¿Para qué preocuparse?», pero él se anticipó a mi reacción.
—No discutas y, por el amor de Dios, cuando nos sentemos a la mesa no empieces a hablar del movimiento de las sufragistas.
Se me encendieron los ojos. Papá sabía cuánto me enfurecía si me reprimía como a uno de sus caballos.
—Tan pronto como un hombre se interesa por ti, tú desafías los privilegios masculinos más apreciados. Nunca falla. El vestido azul —repitió; luego, dio la vuelta y se alejó antes de que yo pudiera discutir con él.
Me pareció inútil cumplir ante mi coqueta los ritos acostumbrados. Me lavé vigorosamente la cabeza y después me senté para cepillarme cien veces el cabello; lo ahuequé y me lo recogí detrás con las peinetas de marfil que mi padre me había regalado por Navidad el año anterior. El resultado era cuidadoso, pero severo.
Mi padre no sabía, o parecía no reconocer, que yo había encargado el «vestido azul» porque deseaba uno parecido a los que llevaban las mujeres en las fotografías de moda. El corpiño era lo bastante escotado para exponer un poco la plenitud de mi pecho y la apretada cintura daba a mi cuerpo la sugerencia de una figura «reloj de arena». Era de seda, y tenía una textura de suavidad excepcional y un brillo en nada parecido a todo lo demás que yo poseía. Las mangas estaban cortadas justo por encima del codo, pues yo creía que eso hacía que mis brazos parecieran más cortos.
Me puse el colgante de zafiro azul de mi madre, pensando que favorecía mi cuello y le daba un aspecto de mayor delgadez. Tenía las mejillas sonrosadas, pero no habría podido asegurar si era a causa de mi cuerpo sano o debido a mi nerviosismo. Estaba nerviosa. Había pasado anteriormente muchas veladas como aquélla, contemplando el desaliento en la cara de mi pretendiente cuando se levantaba para saludarme y veía que yo le sobrepasaba en altura.
Sencillamente me estaba entrenando para un fracaso más.
Cuando llegué al piso de abajo, ya había llegado el invitado. Estaban reunidos en el despacho. Oí la fuerte risa de mi padre, y después la voz del caballero, baja pero de profundas resonancias, la voz de un hombre seguro de sí mismo. Presioné las palmas de las manos contra mis caderas para secar la humedad, y me acerqué a la puerta.
En cuanto aparecí, Malcolm Neal Foxworth se levantó y mi corazón dio un vuelco. Sobrepasaba el metro ochenta de estatura y era seguramente el joven más atractivo que había venido a nuestra casa.
—Malcolm —dijo mi padre—. Me enorgullece presentarte a mi querida hija.
Él me cogió de la mano y dijo:
—Encantado, Miss Winfield.
Le miré directamente a los ojos azul celeste. Y él contemplaba con la misma intensidad los míos. No había creído nunca en historias románticas de colegiala, de esas que hablan de amor a primera vista; pero sentí que su mirada se deslizaba por mi corazón y se alojaba en el fondo de mi estómago.
Tenía el cabello muy rubio, algo más largo por detrás de como solían llevarlo los hombres, pero los mechones estaban peinados meticulosamente y su aspecto era de una finura adorable. La nariz era fuerte y aguileña y la boca fina y recta. Hombros anchos, caderas estrechas; poseía un aire casi atlético. Y por la manera de mirarme, con una sonrisa irónica, casi divertida, se notaba que estaba acostumbrado a que las mujeres cayeran a sus pies. «Vaya —pensó—, no debo darle más motivos para que se divierta con Olivia Winfield». Naturalmente un hombre así no se hubiera molestado ni en decirme qué hora era, y ya me veía soportando otra de las veladas condenadas al fracaso casamentero de mi padre. Le estreché firmemente la mano, le devolví la sonrisa y rápidamente desvié la vista.
Después de presentarnos, mi padre explicó que Malcolm acababa de venir a New London, desde Yale, donde había asistido a una reunión académica. Estaba interesado en invertir en la industria de construcción de barcos porque creía que, una vez terminada la Gran Guerra, se desarrollarían los mercados de exportación. Por lo que supe aquella noche sobre sus actividades, comprendí que ya era dueño de algunas fábricas textiles, que participaba en la dirección de algunos Bancos y poseía varios aserraderos en Virginia. Estaba asociado con su padre en los negocios, pero éste, aunque solamente contaba cincuenta y cinco años, estaba confuso. Más tarde supe lo que aquello quería decir.
Durante la cena traté de mostrarme cortés, serena y silenciosa, como mi progenitor quería que fuese, y tal vez como era mi madre. Margaret y Philip, nuestros criados, sirvieron una elegante cena con buey Wellington, un menú que mi propio padre había escogido, cosa que sólo hacía en ocasiones especiales. Me pareció obvio al decir:
—Olivia tiene un título universitario, ¿sabes? Posee un diploma comercial y cuida de la mayor parte de mi contabilidad.
—¿De verdad? —Malcolm pareció auténticamente impresionado; sus ojos azul celeste brillaron más todavía, interesados, y sentí que me dirigía una segunda mirada más formal—. ¿Y le gusta el trabajo, Miss Winfield?
Lancé una mirada a mi padre que estaba repantigado en su silla de arce claro, de alto respaldo, y asentía como si me incitara a responder. Yo sentía grandes deseos de gustar a este Malcolm Foxworth, pero estaba decidida a mostrarme tal como era.
—Es mejor llenar el tiempo con actividades sensatas y productivas —declaré—. Incluso para una mujer.
La sonrisa de mi padre se desvaneció, pero la de Malcolm se ensanchó.
—Estoy de acuerdo por completo —aprobó sin volverse hacia mi padre—. Opino que la mayoría de las mujeres llamadas hermosas son vanas y bastante tontas. Parece como si les bastara su belleza para vivir. Yo prefiero a las chicas inteligentes que saben pensar por sí mismas y puedan ser valores reales para sus maridos.
Mi padre se aclaró la garganta.
—Sí, claro, claro —corroboró, y desvió la conversación de nuevo hacia la industria naviera.
Sabía de buena tinta que la flota de la marina mercante, construida para el esfuerzo de la guerra, pronto sería ofrecida a propietarios privados. Su tópico acaparó la atención de Malcolm durante la mayor parte de la cena; a pesar de ello, yo sentía que sus ojos se dirigían hacia mí de cuando en cuando; y algunas veces, cuando yo alzaba la mirada hacia él, me sonreía.
Jamás había estado sentada con uno de los invitados de mi padre sintiéndome tan fascinada. Nunca me había sentido tan bien acogida en la mesa. Malcolm se mostraba cortés con mi padre, pero me parecía evidente que deseaba más hablar conmigo.
¡Conmigo! ¿El hombre más atractivo de todos los que habían venido a nuestra casa estaba interesado por mí? Ese hombre podía tener a un centenar de bellas muchachas que le adorarían toda su vida. ¿Por qué había de interesarse por una chica fea como yo? A pesar de ello, cuánto deseaba yo no estar imaginando aquellas miraditas de reojo, las veces que me pidió que le pasara cosas que él hubiera podido alcanzar fácilmente, la manera en que intentaba hacerme participar en la conversación. Quizás, aunque nada más fuese por unas horas, podía permitir que floreciera mi tenue capullo de esperanza. ¡Solamente esa noche! Al día siguiente dejaría que todo fuese gris otra vez.
Después de la cena, Malcolm y mi padre se fueron al despacho para fumar y hablar más extensamente de las inversiones que Malcolm quería hacer. Y con ellos se alejaron mis esperanzas, de florecimiento breve y pronto marchitas. Como es natural, Malcolm no estaba interesado en mí, sino en realizar negocios con mi padre. Se quedarían en el despacho el resto de la velada. Ya podía yo retirarme a mi habitación para leer la nueva novela que estaba llamando la atención, La edad de la inocencia de Edith Wharton. Pero en vez de retirarme a mi habitación decidí bajar el libro a la sala de estar y leer bajo la lámpara de Tiffany, dándome por satisfecha con ver a Malcolm para despedirme de él.
A aquella hora de la noche la calle estaba muy silenciosa, pero miré hacia fuera y vi a una pareja que paseaba, cogidos del brazo. «Así es como caminarían mis muñecos encerrados dentro de su caja de cristal, el marido y la mujer, si pudieran escapar de su prisión», pensé. Contemplé a la pareja hasta que desapareció al dar la vuelta a la esquina. Cuánto deseaba yo pasear algún día con un hombre al lado de esa misma manera, un hombre como Malcolm. Pero no sería así. Parecía que Dios era insensible a mis esperanzas y estaba sordo a mis ruegos pidiendo amor. Suspiré. Mientras volvía a la lectura de mi libro, me di cuenta de que todo lo que yo iba a llegar a conocer del amor y de la vida sería a través de la lectura.
Descubrí entonces a Malcolm en el umbral. ¡Vaya, si había estado observándome! Se hallaba de pie, muy tieso y silencioso, con los hombros echados hacia atrás, la cabeza alta. En sus ojos había una expresión calculadora, como si estuviera evaluándome sin que yo me diese cuenta, pero no supe qué conclusión sacar de eso.
—¡Oh!
La sorpresa me encendió las mejillas. Mi corazón comenzó a latir con tanta fuerza que pensé que él lo oiría desde el otro extremo de la sala.
—Hace una noche espléndida —comentó—. ¿Le apetece que demos un paseo?
Por un momento me quedé mirándolo. ¡Quería llevarme a pasear!
—Sí —respondí.
Pude comprobar que le gustó la manera en que llegué a una decisión rápida. No traté de parpadear o mostrarme dudosa cubriendo las formas con coquetería. Yo estaba deseando salir a pasear y deseaba muchísimo más salir a pasear con él. Iba a mostrarme exactamente tal como era, confiando que prosperase aquel interés que Malcolm parecía sentir por mí.
—Voy arriba a buscar mi abrigo.
Me alivió tener un motivo para alejarme y recuperar el aliento.
Cuando regresé, Malcolm me esperaba junto a la puerta principal. Philip, que le había traído el sobretodo, se hallaba de pie a su lado esperando para abrirnos la puerta. Me pregunté dónde estaría mi padre y si esto era algo que él había arreglado. Aunque hiciera tan poco tiempo que conocía a Malcolm, creía que no era un hombre al que pudieran obligar a hacer lo que no quisiera.
Cuando Philip abrió la puerta principal, percibí una mirada de satisfacción en sus ojos. Daba su aprobación a este caballero.
Malcolm me cogió del brazo y me escoltó bajando los seis peldaños de la escalinata. Ambos permanecimos silenciosos mientras recorríamos la avenida hasta llegar a la puerta del jardín. La abrió y se apartó a un lado para que yo pasara primero. Era una noche fresca de abril con una insinuación de primavera en el aire. Los árboles que había a la entrada todavía alzaban al cielo sus ramas grises y desnudas, pero su rigor se mitigaba por centenares de diminutos brotes a punto de saltar a la vida. Sin embargo, el frío del invierno se hallaba aún suspendido en el aire, yo seguía llevándolo dentro. En un momento de locura sentí la tentación de volverme hacia Malcolm y acurrucarme en sus brazos, algo que ciertamente nunca había hecho con ningún hombre, ni siquiera con mi padre. Caminé decidida y señalé en dirección al río.
—Si vamos hasta el final de la calle —dije—, y giramos hacia la derecha, tendremos una hermosa vista del Támesis.
—Espléndido —aceptó Malcolm.
Una de mis fantasías había sido siempre la de pasear por la orilla del río al lado de un hombre que se estaba enamorando de mí. Mis emociones se confundían. Eran tantas las esperanzas y los temores. Sentimientos terribles fluían por todo mi cuerpo. Estaba aturdida. Pero no podía permitir que Malcolm percibiera mi agitación, de modo que me mantenía erguida, con la cabeza muy alta mientras caminábamos. Pasaban las luces de los barcos, que iban de un lado a otro con sus cargamentos, y, como la noche era tan oscura, vistas de lejos reflejándose en el agua, parecían luciérnagas atrapadas en telarañas.
—Una vista muy hermosa —respondió Malcolm.
—Sí.
Y planteó:
—¿Cómo es que su padre todavía no la ha casado? No voy a insultar su inteligencia diciéndole que es usted hermosa; pero sí extraordinariamente atractiva, y es evidente que posee una mente fuera de lo común. ¿Por qué no la ha capturado ningún hombre todavía?
—¿Por qué no se ha casado todavía usted? —repliqué.
Se echó a reír.
—Responde a una pregunta con otra. Muy bien, Miss Winfield —prosiguió—; si quiere usted saberlo, creo que la mayoría de mujeres de hoy resultan aburridas con sus esfuerzos para ser seductoras. Un hombre que se toma en serio su vida, que está decidido a construir algo significativo para sí y para su familia, me parece que ha de evitar ese tipo de mujer.
—¿Y solamente ha conocido usted mujeres de ésas? —pregunté; y, aunque no pudiera verlo, presentí que se había ruborizado—. ¿No ha buscado otras?
—No. He estado muy ocupado con mis negocios.
Nos detuvimos y Malcolm se quedó mirando los navíos.
—Si me permite ser un poco atrevido —prosiguió—, creo que usted y yo tenemos algunas cosas en común. Por lo que su padre me ha dicho y por lo que puedo observar, usted es una persona de mente formal, pragmática y diligente. Aprecia el mundo de los negocios y por tanto ya se encuentra bastante por encima de las mujeres que hay en este país.
—Se debe a cómo las han tratado la mayoría de los hombres.
Lo había dicho con rapidez. Y casi me mordí los labios. No tenía intención de argumentar mis opiniones; pero aquellas palabras parecían haberse formado por sí mismas en mis labios.
—No lo sé. Tal vez sea así —se apresuró a responder—. Pero la realidad es que lo que le he dicho es cierto. Y también tenemos otras cosas en común —añadió cogiéndome suavemente del codo y haciéndome dar la vuelta para seguir andando—. Ambos perdimos nuestras madres a una edad temprana. Su padre me ha explicado las circunstancias —aclaró en seguida—. De modo que confío que no piense que estoy entrometiéndome.
—No lo pienso —repuse—. ¿Usted perdió a su madre siendo niño?
—A los cinco años. —Su voz se hizo oscura y lejana.
—Ah, qué duro debió ser…
—Algunas veces —comentó—, cuanto más duras son las cosas que nos ocurren, mejores somos después.
O quizá debería decir más fuertes.
En verdad que me pareció muy fuerte al decir aquello; tan frío, que me dio miedo seguir preguntándole.
Caminamos mucho aquella noche y yo le escuché mientras me hablaba de sus diversas empresas. Tuvimos una pequeña discusión sobre las próximas elecciones presidenciales y se sorprendió al ver lo informada que yo estaba acerca de los candidatos rivales republicano y demócrata para conseguir el nombramiento.
Lamenté llegar a casa tan pronto; pero pensé que por lo menos había tenido mi paseo con un hombre joven y atractivo. Todo acabaría ahí.
Sin embargo, una vez en la puerta de casa me preguntó si podía venir a visitarme.
—Tengo la impresión de haberme impuesto toda la noche con mi conversación —dijo—. Me gustaría escuchar un poco más la próxima vez.
¿Estaba oyendo bien lo que me decían? ¿Un hombre quería oírme hablar, deseaba conocer mis pensamientos?
—Puede usted venir mañana —le invité.
Supongo que parecía ansiosa como una colegiala. Malcolm no sonrió ni se echó a reír.
—Espléndido —repuso—. Donde me alojo hay un buen restaurante de pescados. Podríamos cenar.
¿Cenar? Una cita de verdad. Naturalmente, estuve de acuerdo. Quería ver cómo se metía en su coche y se alejaba, pero no podía hacer algo tan descarado. Cuando entré de nuevo en casa, mi padre estaba de pie en el umbral de la puerta de su despacho.
—Un joven interesante —comentó—. Algo así como un genio de los negocios. Y además, atractivo, ¿no te parece?
—Sí, padre —respondí.
Rió con malicia.
—Mañana volverá e iremos a cenar.
Se desvaneció su sonrisa. En su rostro apareció aquella expresión esperanzada que yo ya le había visto otras veces.
—¿De verdad? ¡Vaya, qué te parece! ¿Qué te parece?
—No sé qué decirte, padre.
Ya no podía contenerme más. Tuve que disculparme y subir a mi habitación. Durante un buen rato me quedé sentada en mi dormitorio, contemplándome en el espejo. ¿Qué había hecho diferente? Mi cabello era el mismo.
Eché hacia atrás los hombros. Tenía tendencia a curvarlos hacia delante porque eran muy anchos. Sabía que se trataba de una mala postura, y Malcolm tenía un porte tan bueno, una actitud tan confiada. Parecía no haber visto mis imperfecciones. ¡Y era tan agradable no tener que mirar a un hombre hacia abajo!
Además, me había dicho que yo era muy atractiva, lo cual significaba que era deseable para los hombres. Quizá yo me había infravalorado durante todos aquellos años pasados. ¿Quizás había aceptado sin necesidad un destino terrible?
Naturalmente intenté aleccionarme, hacerme advertencias. Un hombre que ha venido a cenar te ha invitado a salir. Eso no ha de significar forzosamente que tenga inclinaciones románticas. A lo mejor es que se siente solo.
No, pensé, cenaremos, hablaremos un poco más y después se marchará. Puede ser que algún día distante, en cualquier ocasión, como Navidad, reciba una postal suya, en la que habrá escrito: «Gracias tardías por su excelente conversación. Felices fiestas, Malcolm».
El corazón me latía temeroso. Me acerqué a la casa de muñecas prisioneras y busqué la esperanza que había dejado allí encerrada. Después me fui a dormir soñando en las figurillas de porcelana. Yo era una de ellas. Yo era la feliz esposa, y Malcolm era el guapo marido.
* * *
Nuestra cita para cenar fue elegante. Aunque yo no intentaba vestirme con mucho lujo, todo lo que escogía me parecía demasiado sencillo. Yo tenía la culpa por no haberme preocupado lo bastante de mi guardarropa. Al final escogí un traje que había llevado en una boda el año anterior. Pensé que tal vez diera buena suerte.
Malcolm elogió mi aspecto; pero la conversación durante la cena se desvió hacia temas más prácticos. Quería conocer todos los detalles sobre el trabajo que yo realizaba para mi padre. Temí que el tema resultara aburrido; pero Malcolm demostró tanto interés que yo seguí hablando. Al parecer, se quedó muy impresionado con mis conocimientos de los negocios paternos.
—Dígame —me preguntó cuando regresábamos a casa—, ¿qué hace usted para distraerse?
Por lo menos la conversación iba a ser más personal; finalmente demostraba interés por mí.
—Leo mucho. Escucho música. Paseo. Mi deporte es la equitación.
—Vaya, de verdad. Tengo un buen número de caballos y Foxworth, mi casa, está situada en unos terrenos que fascinarían a cualquier explorador de la Naturaleza.
—Parece maravilloso —dije.
Me acompañó hasta la puerta, y una vez más, pensé que aquello sería el final. Pero me sorprendió.
—Supongo que ya sabe que mañana iré con usted y con su padre a la iglesia.
—No —le contesté—, no lo sabía.
—Bueno, lo espero con gusto —añadió—. Debo darle las gracias por una velada tan grata.
—También a mí me ha gustado —dije, y esperé. ¿Era éste el momento en el que se suponía que el hombre besaba a la mujer? Cómo lamenté no tener una amiga íntima en la que confiar y con quien hablar de los asuntos entre los hombres y las mujeres; pero todas las chicas que conocí en el colegio estaban casadas y se habían marchado.
¿Tenía yo que hacer alguna cosa para incitarle? ¿Inclinarme hacia él? ¿Dejar una dramática pausa? ¿Sonreír de alguna manera especial? Me sentí muy perdida, de pie delante de la puerta, esperando.
—Bueno, pues hasta mañana —dijo Malcolm, saludó con el sombrero y bajó los escalones hasta su coche.
Abrí la puerta y entré corriendo en la casa, sintiéndome al mismo tiempo excitada y desilusionada. Mi padre estaba en el salón, leyendo el periódico. Fingía interesarse en otras cosas; pero yo sabía que estaba esperándome para que le hablase de mi cita. Decidí no darle ninguna explicación, pues eso me hacía sentir como si estuviera rindiendo cuentas. Aquella expectación me desagradaba.
¿Qué podía decirle de todos modos? Malcolm me había llevado a cenar. Hablamos mucho. Mejor dicho, yo hablé mucho y él escuchaba. Quizás, a fin de cuentas, creería que yo era una charlatana, aunque mi conversación versara sobre asuntos en los que él se interesaba. Estoy segura de que charlé mucho porque estaba muy nerviosa. En cierto modo, me sentía agradecida por sus preguntas sobre negocios. Era un tema en el que yo podía extenderme.
Habría podido hablar de libros, naturalmente, o de caballos, pero no sabía que él estuviera interesado en otras cosas aparte de ganar dinero.
¿Qué podía, pues, contarle a mi padre? La cena había sido maravillosa. Intenté no comer demasiado, aunque me quedé con deseo. Traté de parecer delicada y femenina e incluso rechacé los postres. Fue él quien insistió.
—¿Te has divertido? —Se apresuró a preguntarme mi padre al darse cuenta de que yo iba a subir directamente a mi habitación.
—Sí. Pero me gustaría saber por qué no me has dicho que le habías invitado para que viniera con nosotros a la iglesia.
—Oh, ¿no te lo he dicho?
—Padre, a pesar de tu habilidad en los negocios, no eres un buen embustero —repliqué.
Soltó una carcajada, y hasta yo me reí un poco. De todos modos, ¿por qué iba a enfadarme? Sabía lo que estaba haciendo mi padre y quería que lo hiciese.
—Me voy a dormir —dije, pensando en lo temprano que me levantaría al día siguiente, pues tenía que cuidar minuciosamente de mi apariencia para ir a la iglesia.
Antes de dormirme aquella noche, revisé cada uno de los momentos de mi cita con Malcolm, condenándome por esto, felicitándome por aquello. Y cuando recordé nuestros momentos junto a la puerta, imaginé que él me había besado.
* * *
Nunca estuve tan nerviosa para ir a la iglesia como aquella mañana. No pude tomar nada en el desayuno. Me apresuraba, insegura de mi vestido, dudando de mi peinado. Cuando al fin llegó el momento de salir y Malcolm ya había llegado, el corazón me latía con tanta rapidez que creía que iba a desmayarme desplomándome en la escalera.
—Buenos días, Olivia —saludó Malcolm.
Parecía muy complacido con mi apariencia. Ni siquiera me di cuenta, hasta que todos estábamos dentro del coche y camino de la iglesia, de que él me había llamado «Olivia» y no «Miss Winfield».
Era un día primaveral, cálido y adorable, el primer domingo templado del año. Todas las jóvenes iban ataviadas con sus vestidos nuevos de primavera, pamelas con velo y sombrillas. Y todas las familias parecían alegres, con sus hijos corriendo bajo el sol, esperando el comienzo de la función religiosa. Cuando descendimos del auto, me pareció que toda aquella gente se volvía para mirarme. A mí, Olivia Winfield, llegando a la iglesia una bonita mañana de domingo, acompañada de mi padre y un joven extraordinariamente atractivo. Me habría gustado gritar: ¡Sí, soy yo! ¿Lo veis? Naturalmente, nunca me rebajaría a darlo a entender siquiera. Me mantuve muy erguida, más alta, la barbilla elevada mientras íbamos derechos del automóvil a la iglesia sombría, que olía a almizcle. La mayoría de la gente se había quedado fuera para disfrutar del sol, de modo que pudimos escoger el banco, y Malcolm nos condujo hasta los asientos delanteros. Permanecimos sentados en silencio mientras esperábamos que comenzara el sermón. Jamás había tenido tantas dificultades para escucharlo con atención; nunca me había resaltado tanto el sonido de mi voz cuando nos alzamos para cantar los himnos. Sin embargo Malcolm cantó vigorosamente y con claridad, y al finalizar, recitó con voz resonante la Plegaria del Señor. Después se volvió hacia mí, me cogió del brazo y me escoltó hasta la salida. ¡Qué orgullosa me sentía recorriendo el pasillo con él!
Naturalmente, vi que los demás miembros de la congregación estaban observándonos y preguntándose quién era aquel atractivo joven que acompañaba a los Winfield y estaba al lado de Olivia.
Los comentarios se desataban detrás de nosotros y yo sabía que, ese domingo, la aparición de Malcolm sería el tema de las tertulias en los salones.
Aquella tarde fuimos a dar un paseo a caballo. Era la primera vez que lo hacía con un hombre, y su compañía me estimulaba. Malcolm montaba como un cazador inglés experimentado. Parecía gozar con el hecho de que me mantuviera a su nivel.
A la noche, vino a cenar y dimos otro paseo por las orillas del río. Durante la primera parte, le encontré más silencioso que nunca y presentí el anuncio de su marcha. Quizá prometería escribir. Estaba esperando aquella promesa, aunque después él no la cumpliera. Por lo menos me quedaría algo en que depositar la esperanza. Adoraría cada una de sus cartas, si es que había más de una.
—Escuche, Miss Winfield —comenzó de pronto, y no me gustó su regresión a llamarme Miss Winfield, pues pensé que era un mal presagio; pero me equivoqué—. No veo la razón de que dos personas que tienen tanto en común, es decir, dos personas sensatas, demoren y prolonguen innecesariamente una relación para acabar llegando al punto que ambas creen sería el mejor.
—¿Punto?
—Estoy hablando de matrimonio —me dijo—. Uno de los sacramentos más sagrados, algo que nunca debe tomarse a la ligera. El matrimonio es algo más que el resultado lógico de un romance; es una unión contractual, un equipo de trabajo. Un hombre ha de saber que su esposa comparte sus esfuerzos, que es alguien en quien puede confiar. En contra de lo que algunos hombres creen, y entre ellos incluyo a mi padre, es necesario que una esposa posea fortaleza. Miss Winfield, usted me ha impresionado, y me gustaría que me autorizara a pedir su mano.
Durante un instante no pude hablar. Malcolm Neal Foxworth, más de un metro ochenta de estatura, con todo el atractivo que un hombre pudiera tener, inteligente, rico y con magnífico aspecto, ¿ese hombre quería casarse conmigo? Y estábamos a la orilla del río, las estrellas resplandecían más que nunca. ¿Había yo penetrado quizás en uno de mis propios sueños?
—Bueno… —pude apenas responder; me llevé la mano a la garganta y lo miré. No encontraba palabras. No sabía cómo formular mi respuesta.
—Me doy cuenta de que esto es bastante repentino; pero el destino me ha concedido la buena fortuna de poder darme cuenta casi inmediatamente de lo que es valioso y lo que no lo es. Mi instinto nunca me ha engañado. Confío que esta proposición sea buena para ambos. Si usted también puede confiar en ello…
—Sí, Malcolm, puedo confiar —le respondí en seguida, quizá con excesiva rapidez.
—Bien. Gracias —contestó.
Esperé. Éste era seguramente el momento en que debíamos besarnos. Consumaríamos nuestra fe el uno en el otro bajo las estrellas. Pero quizá yo mostraba un romanticismo infantil. Malcolm era el tipo de hombre que hacía las cosas del modo correcto y adecuado.
También en eso yo había de tener fe.
—Entonces, si usted quiere, regresemos a su casa para que yo pueda hablar con su padre —propuso Malcolm.
Me cogió del brazo y me atrajo hacia sí. Durante el camino de vuelta, yo me acordé de la pareja que había visto paseando por la calle la primera noche que Malcolm vino a cenar. Mi sueño se había convertido en realidad. Por primera vez en mi vida, me sentía feliz de verdad.
Mi padre esperaba en su despacho como si hubiera previsto las noticias. Las cosas iban muy aprisa. En más de una ocasión me había acercado a las puertas dobles que separaban su despacho del salón y escuché las conversaciones. De todos modos, algunas veces, me sentía molesta por haber quedado marginada de lo que se hablaba. Tenía que ver con asuntos familiares que podían afectarme.
Nada me afectaría más que la conversación que iba a tener lugar. Me quedé al lado, en silencio, y escuché, ansiosa por oír a Malcolm expresando su amor por mí.
—Como le dije la primera noche, Mr. Winfield —comenzó—, su hija me ha impresionado mucho. Es raro encontrar una mujer con su porte y dignidad, una mujer que sepa apreciar la búsqueda del éxito económico, y hacerlo de una manera agradable.
—Estoy orgulloso de los logros de Olivia —confesó mi padre—. Su brillantez en contabilidad alcanza el nivel de cualquier hombre que yo conozca —añadió.
Todos los cumplidos de mi padre hacían que, por alguna razón, me sintiera menos deseable.
—Sí. Es una mujer de temperamento vigoroso, equilibrado. Yo siempre he deseado una esposa que me permitiera seguir mi vida a mi gusto, sin pegarse a mí inútilmente, como un parásito opresor. Quiero estar seguro de que, cuando llegue a casa, no me encontraré con una mujer malhumorada o melancólica, o incluso vengativa, como suelen ser muchas mujeres débiles. Me gusta el hecho de que no se preocupa de cosas superficiales, que no da importancia a su peinado, que no ríe tontamente ni coquetea. En resumen, me gusta su madurez. Le felicito. La ha educado usted como una mujer responsable y sensata.
—Bueno, yo…
—Y no encuentro otro modo mejor de expresarlo que pidiendo a usted permiso para casarme con ella.
—¿Sabe Olivia…?
—¿Si sabe que he venido a hacerle esta petición? Ella me ha autorizado a hacerlo. Sabiendo que es una mujer inteligente, he creído que era más conveniente preguntárselo primero. Confío en que usted lo comprenda.
—Oh, lo comprendo. —Mi padre se aclaró la garganta—. Bueno, Mr. Foxworth —dijo, pues creyó necesario dirigirse a él como Mr. Foxworth durante esta conversación—, estoy seguro que usted comprenderá también que mi hija recibirá una considerable fortuna. Quiero que usted sepa de antemano que ese dinero será exclusivamente de ella. Queda bien especificado en mi testamento que nadie más que ella podrá tener acceso a esos fondos.
Siguió lo que me pareció un largo silencio.
—Así es como debe de ser —opinó Malcolm al fin—. No sé cuáles pueden ser sus planes para una boda —añadió en seguida—; pero yo preferiría una ceremonia en una pequeña iglesia, cuanto antes mejor. Necesito regresar pronto a Virginia.
—Si Olivia lo quiere así, de acuerdo —aceptó mi padre, y él sabía que yo lo iba a querer.
—Excelente. En ese caso, ¿cuento con su permiso?
—¿Ha comprendido usted lo que le he dicho sobre el dinero de Olivia?
—Sí, señor, lo he comprendido.
—Tiene usted mi permiso —dijo mi padre—. Y nos estrecharemos la mano para confirmarlo.
Solté el aire que retenía en los pulmones y me alejé a toda prisa de las dobles puertas.
Un hombre, el más guapo y elegante, había venido a visitarnos y me había pedido en matrimonio. Yo lo había oído todo, y los hechos sucedían con gran rapidez. Tuve que contener la respiración y repetirme sin cesar que no se trataba de un sueño.
Subí corriendo a mi habitación y me senté ante la casa de muñecas. Tendría que vivir en una gran casa con sirvientes, y habría gente yendo y viniendo. Invitaríamos a cenas lujosas y yo sería una ayuda para mi marido, el cual, según había dicho mi padre, era algo parecido a un genio de los negocios. Con el tiempo, todo el mundo nos envidiaría.
—Justo como yo os he envidiado a vosotros —dije a la familia de porcelana dentro del cristal.
Miré a mi alrededor. Adiós a las noches solitarias. Adiós a este mundo de fantasía y de sueños.
Adiós al rostro compasivo de mi padre y a mi propio aspecto desalentado reflejado en el espejo. Conocería una nueva faz. Tenía mucho que aprender de Malcolm Foxworth, y toda una vida para hacerlo. Iba a convertirme en Olivia Foxworth, Mrs. Malcolm Neal Foxworth. Todo lo que mi madre había predicho se hacía realidad.
Estaba floreciendo. Me sentía abrir hacia Malcolm como un apretado capullo a punto de reventar. Y cuando sus ojos azules, tan azules, miraron mis ojos grises, supe que el sol había salido y se desvanecía la niebla. Mi vida ya no sería gris; no, a partir de este momento iba a ser azul, como el cielo resplandeciente en un día sin nubes. Azul como los ojos de Malcolm. En la emoción de ser arrastrada por el amor, como cualquier colegiala tonta, me olvidé de todas las precauciones y de mirar más allá de las apariencias para descubrir la verdad. Me olvidé de que, ni una sola vez, cuando Malcolm me propuso el matrimonio y después formuló su petición a mi padre, ni una sola vez había mencionado la palabra «amor». Igual que una colegiala boba, creí que reposaría bajo el cielo azul de los ojos de Malcolm, y que el diminuto capullo que yo era tendría su florecimiento vigoroso y duradero. Como toda mujer que cree estúpidamente en el amor, no me di cuenta de que el cielo azul que yo veía no era el cielo cálido, dulce y alentador de la primavera, sino el cielo solitario del invierno, frío, glacial.