Unos días antes de que Constance muriera, nos pasamos una noche charlando hasta tarde en el salón de su casa, cada una en uno de sus largos sofás de terciopelo. Naturalmente, yo no sabía que ella iba a morir pronto, pero sabía que se acercaba un cambio. Podía sentirlo en la sangre, podía verlo mientras dormía. Esa noche ella tenía una actitud extraña. Normalmente me enseñaba cosas mediantes ejemplos y metáforas, sueños y órdenes, pero esa noche bebimos vino, conversamos y contestó de manera directa algunas de mis preguntas. Llevaba el pelo blanco recogido sobre la cabeza y se había puesto su pijama negro de seda de Hong Kong. Siempre olía a violetas, y a veces también a un champú especial de París, y al maquillaje pasado de moda que compraba en Canal Street.
Antes de conocer a Constance no me habían pasado demasiadas cosas buenas. Pero después aprendí a reconocer las partes buenas de la vida y a retenerlas durante un par de minutos antes de que se esfumaran, de que se reunieran con los muertos donde sea que éstos vayan a parar. Aquél era uno de esos buenos momentos: su pelo, su olor, su casa, Mick durmiendo en el cuarto de invitados, como si fuéramos una familia.
Yo amaba Nueva Orleans, creía que finalmente estaba en casa. Amaba tanto la ciudad que a veces me dolía.
—La verdad es una cosa divertida —dijo Constance—. Cuando crees que la tienes bien agarrada, se te escurre de las manos.
—Entonces, ¿por qué hay que agarrarla? ¿Por qué molestarse en resolver enigmas? ¿No se acaban nunca?
Constance se echó a reír.
—Oh, no, los enigmas nunca se terminan. Siempre pienso que quizá ninguno de ellos se resuelve de verdad. Lo único que pasa es que fingimos entenderlo cuando ya no podemos soportarlo más. Cerramos el dossier y cerramos el caso, pero eso no significa que hayamos dado con la verdad, Claire.
—Entonces, ¿qué significa?
—Solamente que nos hemos rendido a ese misterio y que hemos decidido buscar la verdad en algún otro sitio —bostezó—. Y ya basta por hoy, cariño. Vete a la cama y duerme un poco, ya nos veremos por la mañana.
—Buenas noches —le dije mientras me levantaba y empezaba a volverme.
Pero entonces me sobrecogió una sensación extraña y volví a darme la vuelta. Unas lágrimas repentinas me surcaban la cara.
—Yo… —empecé.
—¿Sí? —me preguntó.
Estaba oscuro y no podía ver que yo estaba llorando.
—Yo… Gracias —le dije, porque me di cuenta de que nunca se las había dado—. Gracias por todo.
Constance me miró y sonrió.
—De nada, cariño. No tienes por qué darlas en absoluto.
Asentí con la cabeza. Después me di la vuelta y me fui hacia la puerta. No volvería a verla viva nunca más.
—Y sí —me gritó Constance por detrás—, yo también te quiero, Claire.