Después de tomar un poco de café, me acerqué en coche hasta el Canal Industrial y tiré la pistola que había comprado y las armas que le había quitado a Andray. De vuelta en mi habitación, hice un paquetito con unos cuantos papeles que explicaban quién lo había hecho y por qué, junto con una factura por mis servicios, y lo metí todo en un sobre de correo urgente dirigido a Leon.
Cuando ya tuve las maletas hechas y estaba preparada para marcharme, me senté en la cama e hice una llamada a Washington, D. C.
Había perdido mi vuelo a Nueva Orleans por culpa de un caso que había resuelto y que implicaba a un funcionario de la Administración de Seguridad en el Transporte y a una chica que no era su mujer.
Sin embargo, no iba a perder mi vuelo de vuelta. Me debían un favor que me había estado reservando para un día de lluvia y ese día estaba lloviendo a cántaros. Quería salir de allí y regresar a mi casa en California lo antes posible.
—Lo siento —me informó alegremente el hombre que contestó al teléfono—, pero la senadora no puede hablar con nadie sin cita previa.
No había hablado con ella desde hacía tres años, desde que le resolví un misterio del que nadie había podido encargarse. No quería deberme nada, pero me lo debía igualmente.
—¿Podría preguntarle? Dígale solamente que estoy al teléfono.
—Lo siento, yo…
—Inténtelo, porque querrá hablar conmigo. Simplemente escríbalo, póngaselo en un papelito y…
—De verdad que la senadora no puede…
—Sí que puede.
—Ella no podrá…
—Podrá.
En menos de un minuto, la senadora cogió el teléfono.
—Lo siento, Claire. Es un asistente y no tiene ni idea.
—No pasa nada, pero escúchame, tengo que pedirte un favor.
—Venga, dispara —me dijo en tono negociador.
Y le conté los problemas que había tenido para viajar en avión.
—Así que esperaba que me pudieras ayudar con esto, esperaba que a partir de ahora pudiera volver a coger aviones como una persona, en fin, normal.
—Claro, por supuesto. Dalo por hecho.
—Gracias, muchas gracias, de verdad que te lo agradezco. Lo que pasa es que tengo que volar esta noche. Vuelvo a casa desde Nueva Orleans, desde el aeropuerto Louis Armstrong, y la verdad es que no quiero perder este vuelo.
La senadora había llegado hasta mí cuando nadie más quería ayudarla, cuando no tenía a nadie que la creyera. Es gracioso cómo olvida la gente esos momentos. Cualquiera diría que había sido yo la que metió a su hija en ese fumadero de opio.
Hizo una pausa demasiado larga antes de responder, pero acabó pronunciando la respuesta correcta.
—Naturalmente, me ocuparé de eso. Llamaré yo misma al aeropuerto, lo haré de inmediato, en cuanto cuelgue el teléfono.
Volvimos a darnos las gracias y colgué.
Cogí la maleta y sentí como si mis huesos se hubieran convertido en plomo y mi sangre en aceite.
Eso es lo que pasa cuando eres investigadora privada: el trabajo te deja seca. No hay nadie que diga: «A lo mejor el sabueso necesita un descanso» o «¿Y si le damos algo de beber?». No hay tarjetas de agradecimiento, ni flores, ni telegramas cantados, y la mitad de las veces ni siquiera cobras.