De camino al hotel, llamé a un despacho de abogados de Nueva York donde conocía a alguien a quien podía pedir un favor.
—MacGowen, MacGowen y MacGowen —anunció la alegre recepcionista.
—Páseme al MacGowen del medio, por favor. Y dígale que es de parte de Claire DeWitt.
En un minuto tenía a MacGowen al teléfono.
—Claire DeWitt —aparentando que estaba contento de oírme—, ¿qué puedo hacer por ti?
—Se trata más bien de lo que yo puedo hacer por ti, amigo mío, porque te tengo preparado el trabajo sin cobrar más importante de tu vida.
—Dios mío, Claire, tengo tres hijos que el año que viene irán a la universidad, una esposa que come dinero para desayunar, una hipoteca…
—Pues espérate, aún hay más.
Le conté lo del caso, le conté lo de la tormenta, le conté lo de Terrell y de cómo habían abusado de él. Le conté cuánto le querían sus amigos, hasta qué punto era un chico nacido en las peores circunstancias, un chico al que nadie había amado y del que nadie se había ocupado, que se crió a sí mismo de la nada y que había acabado siendo jodidamente bueno. Le conté a MacGowen que Terrell era amable y listo, y que si acababa en la cárcel sería una puta vergüenza, una puta vergüenza para todo el mundo.
MacGowen no contestó durante un buen rato. Luego le oí suspirar.
—De acuerdo, lo haré.
Revisamos los detalles y, antes de colgar, le dije:
—Oye, además hay un detective joven, uno que está empezando… Conoce al chico, a la víctima, lo sabe todo sobre el caso y trabajará gratis, o casi. Te será de gran ayuda. Se llama Andray Fairview, ya te mandaré la información por mail.
—¿Es bueno? —me preguntó—. ¿Me será útil de verdad?
—Oh, sí, es bueno, casi tanto como yo.
—¡Guau! —exclamó—. No te había oído decir eso jamás.
—Bueno, es la verdad. Y algún día será mejor que yo.
Cuando colgamos hice otra llamada.
—Claire DeWitt —siseó una mujer con un marcado acento butanés—, no llamar nunca más aquí. Fue muy claro. No llamar más.
—Dile al lama que se ponga al teléfono —le pedí.
—Lama no hablar contigo —insistió—. Lama no hablar nunca más con Claire DeWitt.
—Hablará conmigo, ya lo verás.
Tras unos minutos de discusión, la mujer transigió y le pasó la llamada al lama. Constance me había mandado a estudiar con él hacía unos cuantos años. Algunas cosas cuajaron, aunque la mayor parte no.
—Claire DeWitt —dijo el lama con un acento californiano que revelaba sus orígenes como surfero de Santa Cruz—, mi mayor fracaso. ¿Cómo coño estás?
—Estoy bien. Y gracias, me siento halagada.
—Yo tenía grandes esperanzas puestas en ti, Claire.
—Bueno, yo aspiro a decepcionar. Pero, escúchame, ¿todavía atiendes espiritualmente a los presos?
—Claro. ¿Qué pasa?
—Tengo un chico. Bueno, conozco a un chico que podría sacar partido de alguien como tú.
—¿Alguien como yo? —exclamó el lama como si le resultara divertido—. Caramba, Claire, si lo recuerdo bien me dijiste que era un inútil, patético y repulsivo montón de…
—Bueno, no estoy diciendo que me equivocara. Pero seguramente eres mejor que nada, y si alguien ha necesitado jamás esa mierda es este chico. Le… Le han dado una mala mano. Ésa es la versión corta. Tiene amigos, pero necesita aprender algunas cosas. Necesita aprender a vivir con una mierda bien gorda, y no creo que ellos puedan ayudarle. Pero le podría servir todo eso que me enseñabas, creo que le podría ir bien.
Se quedó callado durante un minuto. Yo sentí algo dentro del cráneo, como una jaqueca pero sin el dolor. Tuve que reprimir el ansia de maldecir al lama.
—Claire DeWitt —dijo finalmente—, quizá todavía haya esperanza para ti.
—No apuestes por eso.
—Oh, claro que no —admitió entre risas—, créeme. Pero, bueno, claro, por supuesto que me haré cargo del chico. Pásame los datos.