54

Encontré a Andray en su esquina habitual cuando el sol empezaba a ponerse. Él y otros cuantos chicos estaban recostados, en diferentes grados, en los escalones del porche abandonado de una casa victoriana color lavanda. Un día flojo en el mundo de las bajas finanzas.

Andray se acercó a la furgoneta con una sonrisa tensa y forzada. Bajé la ventanilla para que pudiera inclinarse y meter la cabeza.

—¿Qué pasa, señora? —me preguntó con su falsa sonrisa—. ¿Qué sigues haciendo aquí?

—Lo hiciste bien, realmente muy bien.

No dijo nada y dejó caer la sonrisita de marras. Por su mirada, supuse que tenía la esperanza de que yo estuviera hablando de otra cosa.

Meneó la cabeza y se dio la vuelta, listo para echar a correr. Eché mano de mi pistola.

—Ni se te ocurra —le dije—, porque sabes que te atraparé. Se ha acabado.

—Joder —se quejó, revolviéndose sin parar como si estuviera peleándose con el aire que lo rodeaba—. Joder, joder, joder.

—Casi me la pegas. Primero atrajiste mi atención sobre ti mismo. Dejaste tus huellas en casa de Vic y te aseguraste de que yo supiera que tú lo conocías. Hiciste todo lo posible para que me fijara en ti y no en el verdadero asesino.

Andray dejó de revolverse, me miró cabreado y no dijo nada.

—Eso fue, ¡guau!, realmente brillante. Porque, ¿quién se lo podría imaginar? Apostabas que no habría pruebas suficientes para un arresto. Y, bueno, aquí en Nueva Orleans, incluso si te arrestaran estarías fuera en, ¿cuánto? ¿En un mes? En esta ciudad no se puede condenar a nadie por asesinato sin diez testigos oculares. Estabas seguro de que no tendrías que preocuparte por haber dejado tus huellas dactilares en la escena del crimen. Simplemente, era lo mínimo necesario para desviar la atención de cualquiera.

»Pero entonces aparecí yo, y tú no sabías que la gente como yo, gente que realmente resuelve misterios, existe de verdad, ¿a que no?

Me miró furioso.

—Les ordenaste a todos los que conocías que no hablaran conmigo. Cada vez que te di una oportunidad, me pusiste sobre la pista falsa. Y en realidad, aquella noche no estabas buscando pañales, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

—Ése no soy yo —confesó con vehemencia—. Arriesgar mi vida para ayudar a otra persona… Ése no soy yo.

—No, tú nunca harías eso.

Podría haberme dicho que estaba siendo sarcástica, pero no lo hizo.

—Intentaste sacarme de la ciudad —continué—, puede que incluso montaras aquel tiroteo en el restaurante, no lo sé, aunque es lo que supongo. ¿De verdad conociste a Vic Willing? ¿O eso también era una trola?

No respondió.

—Quiero pensar que sí lo conocías, que al menos esa parte de la historia es cierta. Pero no necesito saberlo; en cambio, sí que sé una cosa.

Andray fingió que no le interesaba, aunque no le salió demasiado bien.

—Tú sí les diste de comer a sus pájaros.

Se le relajó un poco la cara y asintió con la cabeza.

—Le buscaremos un abogado. No le culpo en absoluto.

—Tú no, pero ¿crees que los abogados, los polis y todos los demás no van a culparlo? Matar, joder, matar a un fiscal de distrito, un puto fiscal de distrito blanco y rico. ¿Sabes que ese chico apenas había usado antes su pipa? Se esforzaba mucho, pero, joder, si apenas sabía disparar, no sabía disparar para nada. Fue un tiro con suerte… —sonrió amargamente—. Una vez. Joder. A menudo me llevaba a ese negro a hacer prácticas de tiro y no le daba a una puta botella, ni una, pero esa vez tuvo…

Dejó ir un gruñido de exasperación y dio un golpe al suelo con una pierna.

—Así es como puedes ayudarle ahora. Encuentra a gente que testifique que Vic les hizo lo mismo. Tienes que documentar que él estaba totalmente decepcionado por el sistema, por el abuso, por la negligencia, por todo eso. Le buscaré un buen abogado, creo que podemos montar una buena defensa. Y que además le podemos conseguir un juicio federal, o al menos un cambio de jurisdicción, considerando el conflicto de intereses que se produce aquí. En realidad, la Oficina del Fiscal del Distrito no puede perseguir a alguien que mató a uno de los suyos. Eso es bueno, porque cualquier otro sitio es menos corrupto que éste. Y, teniendo en cuenta que mató a todo un ayudante del Fiscal del Distrito, el sistema podría no resultar un lugar realmente seguro para él. Quiero decir que dudo que lo condenaran, pero podría ser que se pasara un tiempo en chirona.

Andray asintió, aunque tenía los ojos llenos de lágrimas.

—Podrían mandarlo a la silla eléctrica —dijo, intentando no llorar—. Dios mío. Vivir en Angola… Joder.

—Haré todo lo que pueda para que eso no suceda, te lo prometo.

Se me quedó mirando.

—Te lo prometo —le repetí.

Me miró y parpadeó para enjugarse las lágrimas. Mi promesa no significaba mucho para él, pero sabía que de cualquier modo lo acabaría superando. Como siempre lo había hecho: con sus amigos.

—Hay algo que tienes que contarme. ¿Dónde conseguiste ese ejemplar de Détection? Vic Willing no leyó ese libro en su vida.

Una media sonrisa se asomó a su cara, pero la obligó a desaparecer.

—Si te lo dijera —me respondió bruscamente—, no me creerías.

—Sí te creeré.

Desvió la mirada y le pegó una patada al suelo con sus botas caras. Por su mirada me di cuenta de que, incluso si se dignaba a contarme esa historia, eso no significaba que me perdonara por haber resuelto el enigma que se había esforzado tanto en ocultar.

—Una vez —empezó Andray, que seguía mirando al suelo—, mi tío John, ya te he hablado de él, ¿no? —asentí—, mi tío John me llevó una vez a ver a sus amigos. Esa mujer… En realidad, era un poco como tú. De alguna manera me recuerdas un poco a ella. Vivía en esa gran casa en los barrios altos, una señora blanca, rica de verdad. No era… No era propiamente una india, sino como una amiga, como una especie de amiga de las tribus: se sabía todas las canciones y se trataba con todos los jefes. Bueno, pues el tío John y algunos chicos subimos a verla; yo tendría unos siete u ocho años. En esa casa inmensa me alejé de los demás y me perdí. Y acabé en la biblioteca, ¿te lo puedes creer?, una casa que tenía su propia biblioteca.

Asentí. Echaba de menos esa biblioteca cada día.

—Y ese libro —prosiguió—, no sé, fue como si tuviera luz o algo. Fue como si… No sé. O sea, el tío John nos había dicho que no tocáramos nada, pero fue como si… Como si tuviera que cogerlo de la estantería, como si el propio libro quisiera que me lo llevara —Andray me miró—. ¿Te ha ocurrido alguna vez?

Volví a asentir. Me había ocurrido exactamente lo mismo cuando vi el libro en el montaplatos de mis padres hacía muchos años.

—Bueno, pues entonces entró esa mujer. Joder, creí que iba a estar de verdad en apuros. Pensé que el tío John… Pero esa señora me vio con el libro y sonrió. Se la veía como… Como si estuviera contenta, por eso o por lo que fuera. Ya sabes que de pequeño, las cosas suceden y no parecen tan extrañas porque no sabes más ¿no? Pero cuando más adelante piensas en ellas, suelen no tener ningún sentido. Fue algo así. Así que en ese momento no me pareció tan raro. Me preguntó cómo me llamaba, dónde vivía y quiénes eran mis padres, cosas normales. Una señora amable, amable de verdad, que me llevó a la cocina y preparó un poco de té. Después me leyó las hojas del fondo de la taza. Entonces fue a buscar el libro, me lo dio y me dijo…

Se interrumpió y desvió la mirada mientras suspiraba.

—Te dijo que sabrías cuándo había llegado el momento adecuado de enseñarle el libro a alguien —completé la frase por él—. Y te pidió que no lo olvidaras, que te acordaras de eso. Y así lo hiciste.

Nos quedamos mirando. La cara se le llenó de confusión.

—A veces —dijo mientras le caían las lágrimas—, a veces el mundo parece un puto caos, como si no tuviera ningún sentido, como si nada lo tuviera. Como… Como si fuera cruel, solamente cruel. Pero algunas veces, sólo algunas veces, es como… Como si todo encajara perfectamente, como en un rompecabezas. Como si una pequeña pieza que encontraste hace cinco o diez años, te dieras cuenta de repente de dónde encajarla. Y ves que le da sentido a todo, pero que estabas demasiado ciego para verlo, que eras demasiado pequeño para captarlo todo al mismo tiempo —respiró ruidosamente—. Aunque ahora no parece que sea así.

Quise abrazarlo, pero pensé que igual me pegaba un tiro.

—A lo mejor —le dije con cuidado—, un día echarás la vista atrás y las piezas que tienes ahora, todos esos fragmentos que parecen tan terribles, encajarán de golpe y todo cobrará sentido.

Yo misma no sabía si creérmelo. Andray se encogió de hombros. La puerta se cerró de golpe; él dejó de llorar y nuestro momento de amistad se acabó. Se dio la vuelta hacia sus amigos y llamó a Terrell.

Éste, que estaba sentando con los otros chicos en los escalones de la casa abandonada, levantó la vista. Andray le hizo gestos para que se acercara y llegó con su gran sonrisa habitual, las rastas cayéndole suavemente por la cara y una camiseta blanca que reflejaba la luz de la luna.

Sin embargo, cuando vio cómo le miraba Andray dejó de sonreír.

Al llegar a la furgoneta, Andray le hizo un gesto con la cabeza.

—Lo sabe.

La cara de Terrell se descompuso y solamente exclamó:

—Mierda.

—Venga, sube —le dije yo.

Andray se me quedó mirando con un cabreo de la hostia cuando nos alejamos. Supuse que se recuperaría. Si tenía que convertirse en el detective que estaba claramente destinado a ser, necesitaría ayuda, entrenamiento y una educación que no pueden darte en ninguna escuela. Y, por mucho talento que tuviera de nacimiento, no había demasiados sitios a los que dirigirse. Mick le enseñaría todo lo que sabía, eso le llevaría unos tres meses. Después me necesitaría a mí. No había nadie más.

Por primera vez entendí lo que sintió Constance cuando me encontró.

Como si me hubiera pasado toda la vida cribando tierra y porquería y finalmente, en el fondo del montón, encontrara una preciosa y brillante pepita de oro.