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Las calles del Lower Ninth Ward estaban cubiertas por un lodo seco de color marrón grisáceo, igual que todo lo demás. No se había limpiado nada y por todas partes se veían pequeños retazos de la vida de la gente desperdigados entre montones de desechos: un zapato, un libro, un sujetador. El olor era horrible: basura, podredumbre y muerte. Algunas casas habían sido empujadas contra sus vecinas hasta convertirse en pilas de escombros indistinguibles. En algunas se veían barcas, coches, remolques o trozos de otras casas que las coronaban, o bien incrustados en ellas, clavados en ángulos extraños por la fuerza del agua. Había barcas sobre los tejados y coches sobre las casas. Algunas casas habían sido arrastradas algunas manzanas más allá de sus cimientos; lo sabías porque alguien había pintado sobre ellas con espray la antigua dirección, como si fueran cachorros perdidos que alguien pudiera encontrar y devolver a su dueño. Ah, mira, aquí está nuestra casa. Me preguntaba dónde la habíamos dejado.

Habría sido un milagro que alguien pudiera vivir allí.

Me acerqué hasta la dirección de la tarjeta. A ambos lados de la calle se veían solares llenos de maderas rotas, pero la casa de la dirección seguía en su sitio. Dos de sus paredes eran de lona azul, pero era indudablemente una casa, una clásica casita criolla. El césped estaba alto, aunque el patio se veía bastante arreglado y habían quitado el lodo de las paredes que se mantenían en buen estado. Esas paredes eran de color rosa.

A veces se producen milagros.

De uno de los lados de la casa sobresalía un gancho para colgar plantas del que pendía precariamente, con una cadena rota y otra muy fina, un cartel que decía: «CONSTRUCCIONES NINTH WARD. ¡PODEMOS HACERLO!».

Junto al texto había un dibujo bastante tosco de un loro verde con las alas extendidas.

Eso era una pista, la primera que encontré y la que sería la última.

«El detective que desea resolver rápidamente su caso», escribió Silette, «no necesita hacer nada más que examinar cada una de las cosas sobre las que tenía la seguridad absoluta de que no le llevarían hasta la verdad y conectar todos esos hechos que creía que no tenían ninguna relación entre sí. Porque ahí, para bien o para mal, es exactamente donde reside la verdad, en el cruce de lo no recordado y lo ignorado, que se encuentra en el mismo vecindario de todas las cosas que hemos intentado olvidar.»

Aparqué el coche, fui hasta la puerta de la casa y llamé.

Entonces oí que alguien le quitaba el seguro a una escopeta detrás de mí y pensé que quizá había cometido un error.

Me volví lentamente, con las manos arriba y bien abiertas y el rostro relajado.

Tenía a un tipo detrás, entre la furgoneta y yo. A su lado, un pit bull de color miel estaba en posición de firmes, con sus ojos clavados en mí. El hombre me apuntaba a la cabeza con una escopeta del calibre doce. Era delgado y tendría unos cuarenta y cinco años. Llevaba una camiseta metida dentro de unos vaqueros bien cuidados, zapatillas deportivas blancas y un cinturón de cuero marrón. Intentaba parecer malvado o al menos duro, y le salía bastante bien, especialmente gracias al arma.

—Si eres de la CNN —me dijo con un marcado acento—, no dejes de decírmelo, que así te podré pegar un tiro y deshacerme de ti.

—No lo soy. Yo soy…

—Si eres de los hippies, te dispararé aún más rápido. Así que, sea lo que sea que quieras, mejor que vayas pasando y te largues de una puta vez antes de que te pegue un tiro.

Me metí la mano en el bolsillo lentamente y saqué su tarjeta, la que había encontrado en la Napoleon House el primer día después de mi regreso a Nueva Orleans.

Construcciones Ninth Ward

¡Podemos hacerlo!

Frank

555-1111.

¡LLÁMAME, PUEDO AYUDAR!

Frank frunció el ceño e inspeccionó el trocito de papel que sostenía frente a él. Cuando vio lo que era, meneó la cabeza como si hubiera visto un fantasma.

—Intenté llamarle —le dije.

—El teléfono está estropeado, tuvimos una… una tormenta.

—Lo sé, pero aún puede hacerlo. Aún puede ayudar.

Bajó la escopeta y, cuando lo hizo, el perro se tumbó en el suelo, estirando las patas hacia delante y metiendo la cabeza en medio. Parecía una alfombra.

Rebusqué lentamente en mi bolso, saqué la foto de Vic Willing y se la tendí a Frank.

Él la cogió y se quedó mirándola. Luego se le descompuso la cara y todas las partes blandas quedaron arrugadas.

—Hostia puta —exclamó.

Parecía que le hubiera pegado un puñetazo. Fue hasta los escalones de su casa dando traspiés y se sentó.

El perro fue hacia él, se sentó a su lado y se lo quedó mirando. Frank se puso a rascarle la cabeza.

—Puede entrar —me dijo finalmente—. No sé si puedo ayudarla; no sé si podré, pero lo intentaré.

Dentro de la casa faltaban las paredes tras la lona azul, aunque las vigas de apoyo seguían en su sitio. Oí el zumbido de un generador, había unos cuantos focos colgando por ahí y en un rincón vi un gran televisor. La luz que llegaba a través de la lona lo teñía todo de azul.

Frank se sentó sobre una bobina de cable y me hizo gestos para que me sentara en otra igual, mientras el perro se sentaba a sus pies. Le expliqué que era detective privado y que estaba investigando lo que le había pasado al tipo de la foto.

—¿Qué necesita saber? —me preguntó.

—Todo, absolutamente todo lo que pueda recordar.

Asintió con la cabeza y reunió sus pensamientos antes de empezar. Tuve la sensación de que no recibía a demasiados invitados.

—Ese hombre —empezó— salvó a mucha gente. No puedo ni imaginarme cuántos no estarían aquí si no fuera por él. Llenó una barca tras otra.

Asentí. No vi ninguna razón para contarle a Frank el resto de la vida de Vic, y me imaginé que había presenciado más miseria y vicio de los necesarios en una sola vida.

—¿Qué pasó después? Cuando ya había rescatado a toda esa gente.

Se me quedó mirando y me preguntó:

—¿No lo sabe?

—No, no lo sé —le dije, aunque creía saberlo, pero no estaba segura del todo.

—Yo creía… Creía que usted sí que lo sabía. Creía que usted estaba aquí para averiguar quién lo hizo, como en los asesinatos misteriosos de la tele.

—¿Quién hizo qué?

—Pues quién le disparo. A ese hombre lo mataron a tiros, lo vi con mis propios ojos. Y creía que usted había venido a descubrir quién disparó a Vic Willing.

—Para eso he venido, exactamente para eso, para averiguar quién le pegó un tiro.

Pero no le dije que acababa de descubrirlo en ese mismo momento.

Frank preparó un poco de té, un té soluble mezclado con agua embotellada, y empezó por el principio.

—Todo comenzó con esa mujer, una señora gorda. Se baja de una barca… Verá, había una especie de pequeña ribera en la que desembarcábamos a la gente y desde donde volvían a salir las barcas. Así pues, esa señora se baja de una barca gritando «¡Claude, Claude, Claude!». Y ese tipo, su tipo, le pregunta: «¿Quién es Claude? ¿Quién es Claude?». Todo estaba oscuro y aquello era una locura, ¿sabe? Estaba lleno de gente como loca, era infernal. Así que ese tipo, su tipo, le pregunta: «¿Quién es Claude? ¿Dónde lo ha dejado?». No sé de dónde vino ni cómo llegó allí, eso no se lo puedo decir. Quiero decir que aquella zona era un caos, todo oscuro y caluroso, la gente cayendo como…

»Bueno, así que aquella mujer dice —y Frank imita la voz de la señora—: “Mi pájaro, mi pájaro. Se ha quedado en el tejado, dentro de la jaula. Mi pajarito, tengo que volver. Es mi bebé, me metieron a la fuerza en la puta barca sin mi bebé, pero no puedo ir a ninguna parte sin él. No voy a dejarlo.”

»Todo el mundo la ignora, pero ese tipo le pregunta: “¿Un pájaro? ¿Ha abandonado a su pajarito?” Y ella le contesta: “Sí, mi pobre pájaro, lo he tenido durante treinta años, lo quiero mucho.” Mientras gime y llora va diciendo: “Él me necesita, me necesita, no puedo abandonarlo, no puedo dejarlo así.” Así que ese hombre se sube a una barca, una de las muchas que había por allí, arrastradas por el agua, y se marcha para volver con el pájaro, un lorito pequeño y dos personas, además de perros, dos o tres perros.

Se quedó en silencio y miró hacia el suelo.

—Algunas personas —continuó— no querían llevar a sus animales. Eso no quiere decir… —se quedó mirando al perro, como si no quisiera hablar de esas cosas delante de él—. Simplemente no lo entendían, creían que estaban haciendo lo correcto. No quiere decir nada contra ellos. Pero otras no podían irse sin sus mascotas. Lo entiendo perfectamente. Algunos de ellos recibieron ayuda y otros no. Algunos se quedaron con sus animales y… Ya se lo puede imaginar. Debo decir que lo entiendo. Porque cuando amas algo, bueno, en fin, pero hay un montón de gente que simplemente no lo comprende.

»Así que ese tipo sale en la barca y cada vez que vuelve se trae a dos o tres personas y un montón de animales. Recoge a todos los que otros dejaron atrás y trae a gente una y otra vez, sin parar. No come nada y apenas si bebe un poco de agua. Como una puta máquina, barca tras barca.

»Entonces vuelve de otro viaje, descarga y se baja de la barca. Y de repente oí, bueno, creo que oí un disparo. Oí algo, aunque no me quedó claro lo que era. Miré a mi alrededor pero no vi nada. Entonces él, su tipo, se acababa de bajar de la barca y llevaba a un chico en brazos, y era como… Al principio pensé que el chico pesaba mucho y le costaba levantarlo y tal, parecía como si fuera a caérsele de los brazos y él fuese a tropezar y estuviera a punto… —Frank agitó una mano en el aire, imitando a un hombre cayéndose.

»Se acabó derrumbando de golpe. Fue todo muy rápido, como… —chasqueó los dedos—. Tal que así. Naturalmente, yo ya sabía lo que eso quería decir. Eché un vistazo y vi a un chico que salió corriendo, un matón de pelo largo, con una especie de rastas, camiseta blanca y pantalones enormes. En fin, lo que llevan todos. No le vi la cara; en realidad, con tan poca luz no vi demasiado. Sin embargo, uno de los focos lo iluminó durante una fracción de segundo y pude verlo bastante bien. Aunque no le vi la cara, puedo decirle que era delgado, de un metro setenta y cinco aproximadamente, piel oscura, rastas, vestido como todos los gamberros y con tatuajes. Ya sabe usted la pinta que tienen.

Sacudió la cabeza. Parecía enfadado y confuso.

—Esos chicos… Se disparan unos a otros por nada, le pegan un tiro a cualquiera. ¿Cuándo se acabará? ¿Cómo parará esto? Un hombre como ése, una especie de héroe, y esta misma semana ese músico, una madre con su hijo aquí mismo, ¿cuántos más? Siete u ocho por lo menos. Quizá diez. Quiero decirle que he visto morir a mucha gente. Estuve en Irak, volví a Nueva Orleans y después me llamaron otra vez. Pero algo así… Algo así se te queda pegado, ¿entiende? Yo testificaría, firmaría una declaración jurada, lo que hiciera falta. Me gustaría que quienquiera que lo hiciera pagase por ello, de verdad que sí.

Me miró, pero no pude devolverle la mirada.

—No sé qué es peor —dije finalmente.

—¿Peor que qué? —me preguntó confundido.

—No sé si es peor contarle la verdad o seguir mintiéndole.

Se puso en guardia y frunció el ceño.

—Prefiero la verdad.

Y se la conté. Le conté quién había matado a Vic Willing y por qué.

—¿Sigue queriendo testificar contra él? —le pregunté cuando hube terminado.

Se le oscureció la cara, como si la atravesara una sombra.

—No lo sé, tendré que pensarlo un poco.

Asentí, aunque esperaba que no lo hiciera.

Nos quedamos sentados, quietos y sin mirarnos.

—Lo que pasa con la verdad —dijo al cabo de un rato— es que nunca acaba siendo lo que querías, ¿no?

—Pues no, parece que nunca lo es.

Preparó un poco más de té, nos lo bebimos y charlamos sobre cómo estaba reconstruyendo la casa: poco a poco, con madera que tomaba «prestada» de las casas cercanas. Me di cuenta por primera vez de que las paredes, las pocas que quedaban, estaban construidas con buena madera de ciprés viejo y que las junturas estaban bien ajustadas. Las vigas que había supuesto que eran viejos restos eran asimismo de ciprés bien sólido y el suelo era de madera de pino firme y pulida.

—Quedará muy bien —le dije.

Frank asintió con la cabeza y se le desarrugó la cara.

—Pero que muy bien.

—Bueno —volví a empezar cuando nos acabamos el té—, ¿sabe lo que le pasó a Vic? Es decir, lo que sucedió con su cuerpo.

Frank desvió la mirada.

Asintió con la cabeza.

—Lo que pasa es que no había donde meterlos. No sólo a él, sino a un montón de gente que se había ido —quería decir muerto—, no había donde dejarlos. Así que otro de los grupos de rescate, esos chicos indios, los indios negros, los recogieron y les pedimos que…

Se interrumpió, suspiró y sorbió un poco de té.

—Los indios —continuó— los metieron en un barco y se los llevaron a… Bueno, no sé adónde. Se los dimos para que los enterraran y me prometieron que lo harían con todos y cada uno. Me lo dijo uno que conozco de Central City, el chamán de los White Hawks. Ellos saben cómo hacerlo bien, poner a cada uno donde le corresponde, en algún lugar especial, como en un entierro en el mar. Conocen los cánticos, las canciones, cómo hacer las cosas correctamente, y lo que hicieran estaría bien. Seguro que los que ya se habían ido no volverían flotando. Y no era por nosotros —se apresuró a añadir—, en absoluto, sino por ellos, por hacer lo correcto.

Yo también asentí.

Ya habíamos acabado. Intenté darle algo de dinero a Frank, pero no quiso cogerlo. Le di las gracias y él me las devolvió.

—¿Por qué? —le pregunté.

—Por contarme la verdad. Sé que no es fácil.

Se interrumpió y arrugó el entrecejo.

—La gente como usted y yo —me dijo— podemos encajarla, pero no todo el mundo puede. Yo prefiero la verdad, por horrible que sea, a cualquier bonita mentira que corra por el mundo, porque he visto demasiadas veces dónde acaban las mentiras. Aquí. Allí. Y a veces pienso que la gente como nosotros, como usted y yo, la sostenemos para todos los demás, para que cuando todo el mundo esté preparado la tenga ahí. Pero no es fácil sostenerla, no, y menos con las atractivas mentiras que corren por ahí. No con todo el mundo soltando sus «que tengas un buen día», sus «gracias por llamar», sus «no se preocupen por los diques» y todo eso. No siempre es fácil.

—Pero vale la pena.

—Sí —coincidió Frank—, vale la pena.

Al salir, antes de llegar al coche, vi un ejemplar de Détection asomando por debajo de un cubo de yeso en lo que quedaba del porche.