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Me tumbé en la cama en camiseta y ropa interior y me fumé un porro, no antes de unos cuantos intentos de mantenerlo alineado con el mechero. Eran casi las cuatro de la mañana. Había estado tomando daiquiris con Andray en el bar hasta más tarde de las tres, fingiendo que me tragaba sus mentiras y esperando que se le escapara algo. Pero no funcionó.

Lo había adulado, amenazado y apuntado con una pistola en la cabeza. Si todavía no me había dicho la verdad —y no lo había hecho—, no había nada más que yo pudiera hacer. Mi chistera de trucos estaba vacía, había sacrificado mi último conejo.

Leon me había echado, alguien había intentado matarme y probablemente había alguno más haciendo cola. Mick había puesto muy poca fe en mí al principio y mucha menos ahora. No estaba cobrando de nadie y tampoco parecía que a nadie le gustara demasiado tenerme en Nueva Orleans; en realidad, en ninguna parte.

En otras palabras, un caso típico.

Me senté y me puse a repasar el archivo que había confeccionado sobre el Caso del Loro Verde. Empecé por el principio, por la información preliminar que había reunido sobre Vic, y me la leí entera: todas las declaraciones de los testigos, todos los hechos, todas las cifras, todos los augurios, todos los indicios. Lo que no había llegado a escribir, lo repasé mentalmente.

Para cuando me quedé frita, hacia las cinco, sólo tenía una cosa clara.

Nueva Orleans no era una ciudad para finales felices.