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Me desperté jadeando en un banco del parque en Congo Square. Un graznido estridente me destrozó el oído.

Era mi teléfono. Lo cogí y miré la pantalla. Era Mick, a la una de la tarde. Pasé de él.

Me levanté, me sacudí el polvo y busqué un taxi que me llevara hasta donde tenía aparcada la furgoneta.

Le había mentido a Andray. No me iba marchar de Nueva Orleans de ninguna manera.

«Apenas un solo detective entre un millar escuchará mis palabras», escribió Silette, «y, de ésos, sólo las entenderá uno de cada cien. Es para ellos para los que escribo.»

Los detectives son supersticiosos, y con el paso de los años empezaron a darle demasiada importancia a Détection. Era la clave de un plan secreto. Si lo recitabas todo seguido, sin pararte, podías resolver cualquier caso. Si unías cada séptima palabra, o cada novena, o cada cuadragésimo cuarta, o cada centésimo octava, obtendrías algo que quería decir otra cosa. No lo había escrito una única persona, sino una camarilla secreta de detectives. Era un mensaje cifrado, y el mismo Silette no lo había entendido mejor que el resto de nosotros.

La gente pensaba eso porque no lo habían entendido, porque no eran ese detective elegido entre cientos de miles.

Silette no lo había escrito para ellos. Lo había escrito para mí.