46

Esa noche estuve conduciendo por ahí, todavía esperando que pasara algo. Pero no pasó nada, al menos a mí. A los demás les pasó de todo: la gente se rió, las pistolas se dispararon, muchos bebieron, las plegarias se quedaron sin atender, se concibieron vidas, otros se enamoraron. Se derrumbó una casa en la calle Josephine. Yo estaba en Magazine cuando escuché un gran estruendo, como el de un cañón. No parecía algo imposible, pero cuando me acerqué hasta allí pude ver una gran bóveda de serrín y ceniza, como un hongo atómico. Ya me había fijado antes en el edificio, una vieja y preciosa casita lineal a la que la tormenta había arrancado el tejado. Más adelante, un incendio había destruido su interior, convirtiéndolo en un desastre negro y ceniciento, pero había seguido en pie hasta esa noche. A su alrededor se congregó una multitud asombrada que tan pronto se reía como negaba con incredulidad con la cabeza.

Cuando ya volvía hacia mi hotel, me paré en la gasolinera que abría toda la noche en la esquina de Magazine y Washington para coger unas botellas de agua. En teoría, el agua de Nueva Orleans estaba igual de limpia que antes de la tormenta, pero, aunque fuera verdad, eso no representaba una garantía precisamente.

La tienda de la gasolinera era la única que estaba abierta de noche en unos cuantos kilómetros a la redonda, y el aparcamiento estaba lleno. Dejé la furgoneta en Washington, delante de algo llamado Museo de los Bomberos de Nueva Orleans. Una vez dentro, tanto la gasolinera como la tienda constituían una muestra representativa perfecta de Nueva Orleans, con un ejemplar de cada subcultura observando a los demás con suspicacia: un punk mirando mal a un chico universitario, un mafioso observando con recelo al punk, el empleado egipcio de la tienda siguiendo a la señora drogata, la señora drogata espiando al empleado egipcio en busca de alguna señal de desprecio.

Al salir de la tienda me tropecé con Terrell, el amigo de Andray, holgazaneando con otro chico cerca de un Oldsmobile calzado con ruedas sobredimensionadas. Tenía un teléfono en la mano y estaba a punto de hacer una llamada.

—Hola, señorita Claire —me saludó con inquietud.

Se le veía tenso, muy distinto de su habitual actitud feliz. Supuse que estaba pasando el rato con los chicos guays e intentaba hacerse el duro. Lo saludé con la mano, me devolvió el saludo y se concentró en su teléfono.

Eché a andar hacia la furgoneta y, cuando casi había llegado, oí a alguien que se me acercaba por detrás. Me volví inmediatamente.

Era Andray, y no estaba solo. Tras él venían otros tres jóvenes a los que yo no conocía. Todos llevaban el uniforme de pantalones enormes y gran sudadera con capucha, junto con la correspondiente sonrisa casi sarcástica.

No vi a Terrell. Entonces caí en la cuenta de que me habían estado buscando y que Terrell había actuado como avanzadilla.

Si lo hubiera entendido cinco minutos antes, me habría sido mucho más útil que en ese instante.

—¿Qué hay, señorita Claire? —me preguntó Andray, evidenciando que si guardaba algún recuerdo de que habíamos llegado a ser casi amigos lo guardaba bien en secreto.

Fui a echar mano de la pistola que llevaba en la cintura, la que me había vendido Terrell, pero fue un movimiento estúpido. El chico más joven de los que estaban detrás de Andray, que tendría unos dieciséis años y una piel casi tan oscura como su cabello negro, había sacado una nueve milímetros y me apuntaba desde el mismo momento en que se me había pasado por la cabeza.

—Coño, el puto Tiro Loco McGraw —se me ocurrió.

Los chicos se echaron a reír, pero el jovencito no dejó de apuntarme.

—Joder —exclamó Andray—, siempre tan graciosa, señorita Claire. Pero escuche, tenemos que hablar con usted. Así que se vendrá con nosotros a dar un paseíto, ¿de acuerdo?

Me lo quedé mirando, buscando una grieta en una ventana, una ganzúa que me permitiera abrir algún tipo de puerta en su psique.

Nada, estaba sellado herméticamente.

—Tú mandas —le dije.

Sus amigos se quedaron rezagados mientras nosotros dos caminábamos juntos hacia Prytania sin hablar. Las zapatillas de Andray no hacían ningún ruido en el aire nocturno, y su aliento blando y claro iba por delante. Al llegar a la esquina vi lo que me estaba temiendo.

Un Hummer negro, exactamente igual al que el otro día sirvió para tirotear a ese chico frente al restaurante.

O para tirotearme a mí.

Nos detuvimos delante del coche.

—¿Vas a matarme, Andray? —le pregunté mientras notaba que el corazón se me salía del pecho.

Él negó con la cabeza como si yo hubiera dicho algo estúpido que no merecía respuesta.

Fue entonces cuando me asusté de verdad.

Los otros chicos nos alcanzaron y el más joven les arrojó su arma a los otros dos, de talla mediana y aspecto muy corriente. Uno de ellos atrapó la pistola en el aire por la empuñadura, como un malabarista de circo; el jovencito sacó una llave para abrir el Hummer y a continuación desbloqueó el resto de cerraduras para que pudiéramos entrar. Yo me senté delante, entre Andray y el conductor, con los dos chicos de aspecto anodino en la parte de atrás.

—¿No tienes un control remoto? —le pregunté al que conducía.

—¡Lo perdí! —exclamó—. Esa mierda se perdió el primer puto día que me lo dieron. ¿Y a qué no sabes lo que me piden en el concesionario por uno igual?

—Me lo imagino. Prueba en eBay.

—Sí, claro —dijo mientras miraba por encima del hombro para arrancar—. Tengo que conseguirme otra mierda de ésas.

Luego puso la radio. Para mi sorpresa, no sintonizó una de las diez millones de emisoras de hip-hop de Nueva Orleans, sino que puso la WWOZ, en la que la Oak Street Brass Band estaba tocando en directo desde el estudio.

Los dos chicos anodinos empezaron a jalear al grupo con gritos y bravos cuando atacaron «Eliza Jane».

—Es que tenemos amigos en ese grupo —me aclaró uno.

—¿Vosotros tocáis? —les pregunté, volviéndome para hablar con ellos.

—Oh, sí —contestó sonriendo el chico anodino del lado del conductor—, la tuba. A veces toco con esos cabrones, hace unos meses toqué en el bar Maple Leaf. Hicimos de teloneros de Bo Dollis —añadió con orgullo.

—¡No jodas! Ostras, he visto tocar a Bo Dallis por lo menos cinco veces. ¿Y tú qué? —me dirigí al otro—. ¿Qué es lo que tocas tú?

—Yo no toco una mierda —contestó entre risas. Era pecoso y tenía la piel clara y una cara divertida y amistosa—. Toco un poco la batería, pero no soy bueno. Cuando salgo con los Red Eagles toco la pandereta.

—¿Estás en los Red Eagles? —le pregunté con incredulidad. Los Red Eagles eran uno de los grupos de indios más espectaculares de Nueva Orleans—. Coño, yo vi vuestro desfile… Dios, hace más de diez años… En 1995.

El chico ululó y dijo:

—¿Noventa y cinco? Yo estaba allí. Tenía cuatro años y fue mi primer desfile.

Me acordaba de ese día. Constance me había llevado al parque para ver ensayar a los indios. Con sus tocados y sus elaborados atuendos de cuentas, esos hombres se agrupaban para cantar y beber, rodeados de gente sin disfrazar que les llevaban la percusión con panderetas, cajas chinas y cencerros. Entre ellos había un niño diminuto, que no me llegaba mucho más allá de la rodilla, completamente uniformado. Tocaba una media pandereta, bailaba y de vez en cuando soltaba un aullido salvaje pseudoindio. Su madre era amiga de Constance, así que lo llamó para que viniese y saludara. Luego lo levantó para que Constance pudiera darle un beso a esa pequeña bola gordita cubierta de quince kilos de plumas y lentejuelas.

Todo el mundo conocía a Constance. Allí cerca, el Gran Jefe entonaba su cántico sudando dentro de su traje, mientras los ojos se le ponían en blanco conforme entraba en una especie de trance.

Nueva Orleans era el primer lugar en que había estado donde la magia era real.

—Hostias —le dije al chico de atrás—, me acuerdo de ti. Te vi y conocí a tu madre.

—Coño —se sorprendió.

—Sí, a tu madre. Conocía a mi amiga, la mujer para la que trabajaba.

Los dos chicos del asiento de atrás se miraron y nadie volvió a reírse.

Seguimos circulando hasta Central City y nos detuvimos en un solar en Washington Street, justo antes de Dryades.

Nadie dijo ni una palabra. El grupo estaba haciendo una versión de «Iko Iko» y el conductor sólo apagó la radio cuando se terminó.

Respiré lentamente y me puse a rezar. Constance me había enviado a estudiar con un lama en Santa Cruz durante dos meses y las oraciones que aprendí con él volvieron de inmediato, tal y como me prometió que sucedería cuando las necesitara.

Om dum durgeya namaah.

El conductor desbloqueó los pestillos y todos se agarraron a una manija, excepto yo.

Om gum gunaputayi swaha, repetía yo en silencio.

—Esperad —dijo Andray en voz alta—, esperad, negros.

Y todos se quedaron esperando.

Aham prema. Hágase tu voluntad.

—No hace falta cuatro tíos para esta mierda. Yo puedo ocuparme de ella.

A través del espejo retrovisor intenté captar la atención del chico al que había visto desfilar, pero él desvió la mirada.

Om shanti shanti shanti. Venga a nosotros tu reino, hágase tu voluntad.

El conductor miró a Andray y le dijo:

—¿La llevas?

Andray negó con la cabeza.

San Judas Tadeo, atiende mi plegaria.

—Tú, Quan —ordenó el conductor al chico que tenía la pistola—, dásela a Andray.

Quan se la sacó de los pantalones y se la pasó.

—Joder —se quejó Andray—, está caliente.

Todos se echaron a reír.

Protégeme, san José.

—¿La tienes ya o qué? —volvió a preguntarle el conductor—. ¿Te ocupas tú, pues?

Dios mío, perdona mis pecados, que son demasiados para poder ser contados.

Andray asintió.

—Muy bien —aprobó el conductor.

Andray abrió su puerta y salió rápidamente del Hummer. Yo le seguí.

—Tú, cierra la puerta —me gritó el conductor, enfadado por mis malos modales.

Cerré la puerta y el Hummer se alejó.

Me volví y me quedé mirando a Andray. Nos quedamos quietos en el frío del solar y nos dedicamos a observarnos. Él sacudió la cabeza, como si lo hubiera decepcionado.

—Me caes bien, señorita Claire —me dijo.

—Gracias, Andray. Tú también me caes bien.

Hay gente que empeora cuando lleva un arma. La emoción del poder puede ser intensa, pero no para Andray. Parecía que le habían asignado una tarea que no deseaba.

Le pedí a Dios no estar equivocada.

—Me gustan esos tatuajes que llevas —me dijo, mirándome las muñecas—. ¿Qué significan esas letras?

—Mis amigas, son sus iniciales. Me los hice de joven, más joven que tú.

—¿Siguen siendo tus amigas?

—No. Una está muerta y la otra me odia.

Andray frunció el ceño, como si hubiera esperado una historia mejor. A un lado del solar había un almacén de ladrillo, abandonado desde hacía tiempo. En la pared apenas podía leerse una vieja pintura mural: «¡NUEVA ORLEANS REVIVE CON EL CAFÉ COMMUNITY!».

—¿Tienes más? —me preguntó—. ¿Más tatuajes?

—Unos diez, quizá veinte. «Vive libre o muere.» Ése no lo has visto. Lo tengo en la espalda, como otros diez.

—¿Y qué es eso que llevas en el brazo? —me preguntó, señalándolo con la pistola.

Miré hacia donde me decía y me remangué para que pudiera verlo bien. Era una lupa con una huella dactilar justo encima.

Om shanti shanti shanti.

Andray asintió con la cabeza.

—Me gusta eso, «Vive libre o muere». No aceptes una mierda de nadie. Pero primero —añadió—, tengo que ocuparme de esto.

Dio unas patadas fuertes contra el suelo para protegerse del frío y miró alrededor.

—Ahora, señorita Claire —continuó, volviéndose hacia mí y mirándome a los ojos—, vas a olvidar todo lo que has visto desde que llegaste a Nueva Orleans, ¿de acuerdo?

—Ya lo he olvidado. ¿Así ahora podemos…?

—Quiero decir que vas a olvidarlo todo de verdad, ¿vale?

—Vale.

No tenía ni idea de a qué se refería. Quizá a Vic, o al tiroteo de aquel día frente al restaurante. Me pasó por la cabeza que quizá quería que me olvidara de todo: la ruina, la desesperación, la sangre. A lo mejor formaba parte de un comité para ayudar a que la gente recordara el Nueva Orleans de antes y se olvidara del que vino después.

—Esos chicos —continuó— quieren asegurarse de que te acuerdas de olvidar. Y para saber que olvidas de verdad quieren que te largues de Nueva Orleans, ¿vale?

—Ya me he olvidado. Voy a coger el próximo vuelo.

—Debes irte —me dijo con firmeza—, tienes que salir de la ciudad. Como en las pelis antiguas. ¿Me oyes?

—Te oigo. Ya me he ido y ni siquiera miro atrás.

—La cosa es que tengo que asegurarme de que olvidas. Lo siento. Eres una tía agradable, casi me gustas. Pero así son las cosas.

—Bueno —le dije—. Te entiendo, pero si…

No acabé la frase, que iba a ser algo así como «Pero si me matas no te perdonaré nunca». Andray echó el brazo hacia atrás, con la pistola por encima de la cabeza, y se me paró el corazón.

Entonces lo dejó caer y me golpeó en la frente.

Vi miles de estrellitas flotando, me caí de culo y sentí como la tierra fría me golpeaba los huesos.

Mientras me caía, me di cuenta de que el Hummer estaba aparcado al otro lado de Dryades Street. Nos habían estado observando.

—Te pondrás bien —oí que decía Andray desde muy lejos—. Esta vez serás libre para vivir, no morirás todavía. Y mientras mantengas tu culo lejos de Nueva Orleans estarás bien, señorita Claire DeWitt.

Cuando recuperé el conocimiento, seguía siendo de noche. Andray y yo estábamos sentados en el dique, mirando hacia el Mississippi, observando cómo se deslizaba como una masa de melaza lenta y pegajosa.

—Mierda —me dijo—. Él ha estado hablando de ti, ¿sabes?

Me pasó un canuto grueso y marrón. Yo lo cogí y le pegué una calada del tamaño de un elefante. Cuando saqué el humo, se esparció sobre el Mississippi, aposentándose como si fuera niebla.

—Me pidió que te dijera que no te preocuparas —añadió.

—Siempre dice eso —repliqué.

—Me dijo que sabe que es duro —me contó mientras asentía con la cabeza—. Dice que ya lo sabe, pero que debes tener paciencia, Claire. Él no trabaja a tu ritmo, deberías saberlo.

—Es sólo que… En fin, hace mucho tiempo que dice eso y es como…

—Dijo que te tenía reservado un sitio, un asiento justo a su derecha. Dice que todos los detectives se irán a casa cuando llegue la inundación, la auténtica inundación. Y que tendrás tu compensación por todas las cargas que has soportado, por sobrellevar sus responsabilidades y su mierda. Todos seremos recompensados, pero la gente como nosotros, los que hemos arrastrado sus cargas, podremos sentarnos a su lado. Me lo prometió.

Andray cogió el porro, cerró los ojos y le dio una calada enorme, llenando la ciudad de humo cuando lo expulsó como si fuera un dragón.

—Todos los santos estarán esperándonos —me dijo sonriendo—, todos los pájaros cantarán para nosotros cuando lleguemos a casa. Los perros gritarán y los gatos reirán. Nos están esperando todos, allí arriba, en el castillo. Y todos nos darán las gracias. Eso estará bien, ¿a que sí? Gracias.

»Ellos lo saben todo sobre la gente como nosotros, ¿sabes, Claire? No nos olvidan. Nosotros estamos aquí abajo trabajando para ellos y lo saben. Nos pidió que hiciéramos nuestra parte y la hicimos. Nosotros lo olvidamos, pero él no, él no olvida nada. Sabe por qué estamos aquí, se acuerda de nosotros. Nos pidió que hiciéramos su trabajo aquí abajo, ¿y dónde crees que debemos hacerlo? Joder, a la gente feliz no les hacemos falta. Ellos ya tienen lo que necesitan, no son nuestra gente, Claire. La gente como tú y como yo nacimos tristes, por eso siempre nos reconocemos.

Sentía que me pesaban los párpados y que me iba a la deriva.

—Tú eres mi hermana —dijo Andray con una sonrisa—, somos del mismo equipo. Seguro que volveremos a vernos.

Estábamos de pie, uno al lado del otro, en una calle de Central City. No había nadie alrededor y pude oír como el agua iba subiendo en espirales por las calles. Nos rodeó, envolviéndonos con fuerza pero sin mojarnos. Los pájaros sobrevolaron por encima de nosotros: loros, palomas, pichones, estorninos, arrendajos azules, todos cantando a la vez, volando por encima de nosotros en forma de torbellino. Andray se inclinó hacia mí y me susurró al oído, con su cálido aliento sobre mi piel.

—Tu amiga estuvo aquí esperándote. Quería que te lo dijera, y que nunca te ha olvidado. Ella sabe que la llevas en el corazón en todo momento. Vino como un pajarillo, batiendo las alas, y te estuvo esperando. Te guarda un sitio a su lado. Dice que os estáis acercando, que el tiempo ya casi ha llegado. Que será pronto, bien pronto.

»Dice también que el mundo es mucho más extraño de lo que puedas llegar a imaginarte. Y que a veces se parte de risa viendo las cosas que haces, que casi se cae de su trono y se vuelve disparada a la Tierra.

Di un grito ahogado y abrí los ojos. Estaba tumbada en un solar mugriento en Central City. Un hombre de edad y características indeterminadas se cernía sobre mí, dándome pataditas. Andray se había ido. Ni idea de cuándo.

Me senté en el suelo. El viejo se retiró un poco y murmuró algo, formando nubes frente a la boca con su aliento.

—Ya tendrás más suerte la próxima vez, amigo —grazné con la garganta seca y dolorida—, aún no estoy muerta.

El hombre se marchó. Me quedé tumbada un par de minutos más, o quizá volví a perder la conciencia durante un rato. Al final, me incorporé y comprobé los daños. Me parecía que no tenía conmoción cerebral y, si fuera así, el último lugar donde querría estar sería en las urgencias de un hospital de Nueva Orleans. Rebusqué en el bolso y en mis bolsillos, pero todo lo que era importante o letal parecía estar en su sitio. Le eché un vistazo al teléfono: las tres de la mañana. Llevaba horas inconsciente.

Saqué un espejito del bolso y me estudié el chichón de la cabeza. Era como una montañita, sí, pero la piel apenas se había roto. Me limpié una pequeña mancha de sangre y me puse de pie.

Volví a ver estrellitas. Me senté otra vez.

Probé unas cuantas veces hasta que me sentí suficientemente estable para quedarme de pie. Luego eché a andar en dirección a la escalera de una iglesia de la calle Dryades. Me senté en los escalones e intenté mantenerme despierta. Estaba un poco grogui, pero el aire helado me ayudó un poco.

—Eh, señorita —oí detrás de mí—, señorita.

Me volví y vi a un hombre. Uno no, varios: un grupo de tipos acurrucados con sus sacos de dormir, sus periódicos y sus andrajos junto a la puerta de la iglesia, poco más de un metro por encima de mí, intentando dormir y mantenerse calientes.

—Eh, señorita, discúlpeme —el hombre que me hablaba se aproximó lentamente y se sentó a mi lado.

Era flacucho, bajo y viejo.

—¿Sí?

—¿Tiene un cigarro? No quiero molestarla, pero ¿no tendría un cigarro? Sólo quiero un cigarrillo.

Negué con la cabeza y le contesté:

—Pues no, lo siento. Es que no tengo.

Me miró como si no me creyera.

—De verdad.

Murmuró algo mientras respiraba.

—¿Quiere un dólar? —le ofrecí, un poco preocupada por una posible rebelión en la escalera de la iglesia—. La verdad es que no tengo ningún cigarrillo.

Sonrió y me dijo:

—Claro. Sería usted muy amable, gracias.

Rebusqué en el bolsillo y encontré un billete de cinco dólares y se lo di.

—Gracias —repitió—. Bendita sea.

—Usted también.

Me puse de pie y la cabeza me empezó a girar. Volví a sentarme.

—Eh —se interesó el viejo—, ¿se encuentra bien? ¿Quiere un cigarrillo?

—Claro, me encantaría.

Se metió la mano en el bolsillo y sacó un cigarrillo extralargo fumado a medias. Lo cogí y me lo encendió con una cerilla.

Con la llama del fósforo se dio cuenta de mi chichón.

—Eso no tiene buena pinta —observó, frunciendo el ceño.

—No me siento nada bien.

El cigarrillo sabía bien, así que me senté y fumé. Él sacó una botella de medio litro de su abrigo, la abrió y me la pasó.

—Gracias —le dije, le pegué un trago largo y ansioso y se la devolví.

—De nada.

Sonrió. Mientras le miraba, su abrigo pareció temblar y luego se puso a vibrar. Pensé que estaba viendo visiones, pero entonces algo se asomó fuera del abrigo y ascendió hasta los hombros del viejo.

Era una rata, una bonita rata limpia blanca y marrón.

—Oh —exclamé.

—Éste es Boo —me dijo mientras la acariciaba con una mano.

—Hola, Boo —saludé.

Intenté acariciarla, pero retrocedió.

—Lo siento.

—No pasa nada —me tranquilizó—, es que es tímido.

Nos pasamos la botella durante un rato, una idea nada buena si crees que puedes tener una conmoción cerebral, pero muy buena si te sientes deprimida y sola, son las cuatro de la mañana en el lugar de Estados Unidos más dejado de la mano de Dios y tienes mucha, mucha sed.

Bebimos un poco más y luego nos fumamos algunos medios cigarrillos. A continuación, sacó uno de esos largos canutos marrones y también nos lo fumamos.

Charlamos sobre la tormenta y el viejo me contó que se había escondido en un sitio que conocía, que no revelaría, pero desde el que pudo observar toda la locura de la ciudad sin ser descubierto por las autoridades.

—Si hubieran dejado que la gente se apañara por su cuenta habría ido mejor —afirmó—. A la que llegaron los polis y la Guardia Nacional y empezaron a decirle a todo el mundo lo que tenía que hacer se jodió todo.

—Yo tengo una gran fe —dije— en la capacidad de la gente para joderlo todo sin necesidad de polis.

El viejo se echó a reír.

Boo y yo nos habíamos estado observando todo el rato. En ese momento, por fin se me acercó un poco y yo extendí la mano para que me la oliera. Su pequeña nariz aguda me tocó por todas partes y puso cara de que algo le parecía nauseabundo. Viniendo de una rata, quiere decir algo.

—Lo sé —le dije—, ha sido una noche muy dura.

La rata me miró y se me acercó un poco más, subiendo y bajando los bigotes como si sopesara lo que había oído. Yo dejé la mano quieta y, al final, volvió a sentarse en el hombro del viejo. Él sonrió.

—Eso quiere decir que usted le gusta. Nadie le gusta, pero se dejará acariciar por usted.

Yo me puse a acariciarle la cabecita, limpia y suave, con un sólo dedo.

—Hola, Boo —le dije—. Eres un buen chico.

—Sí que lo es —apostilló el viejo con orgullo—, un chico bueno de verdad.

Le rasqué la parte de arriba de la cabeza y pareció gustarle.

El propietario de Boo se volvió hacia los hombres que tenía detrás y llamó:

—Eh, Jack, mira esto. Fíjate.

Una gran sombra pesada se nos acercó. Entre la poca iluminación, la herida que tenía en la cabeza y mi intoxicación general, parecía una sombra proyectada por un gigante, hasta que se acabó enfocando en forma de un hombre metido dentro de un gran abrigo.

—A Boo no le gusta cualquiera —dijo la sombra, cuya voz me pareció familiar—, pero yo no podía…

—Por supuesto que no —dijo su dueño.

La sombra se acercó y sentí que clavaba sus ojos en mí.

Me empezó a girar la cabeza. Volví a fijarme en la sombra, pero ya había dejado de serlo.

Era Jack Murray.

—Venga, DeWitt, tú y yo vamos a dar un paseo.

Me puse a seguir a Jack, andando en silencio tras él. Llevaba el mismo abrigo gastado que en la calle Congo y, debajo, un viejo traje que pudo haber sido de cualquier color, pero que había acabado siendo gris. Llegamos al Moon Walk, el paseo junto al río. Allí tomamos posesión de un par de bancos y el fuerte olor del hombre a falta de higiene fue suficiente para garantizarnos intimidad. Yo no estaba sobria en absoluto, pero me las apañé para formular algunas preguntas, y al día siguiente seguía lo suficientemente sobria como para recordar sus respuestas. Me acordaba de su cara vibrando en la oscuridad, un torbellino —o eso me pareció a mí— iluminado por nuestros cigarrillos, o quizá eran porros, o pasta base, o wet, los mismos largos cigarrillos marrones remojados en veneno que ya había fumado. O quizá debería decir solamente que sostuvimos cositas que ardían, pero que no sé lo que eran. Olvidé cuáles fueron mis preguntas, aunque conseguí recordar las respuestas de Jack.

—Conocía a Vic desde hacía mucho tiempo —dijo Jack Murray—. Él y yo fuimos juntos a la guardería, y luego hicimos juntos todo el camino hasta Tulane. Dos niños buenos de los barrios altos, Vic y yo —se echó a reír—. Sí, sé lo que le pasó, pero tienes que averiguarlo por ti misma, DeWitt.

»Tienes todas las pistas que necesitas, sólo has de juntarlas. Estás intentando pensar con la cabeza, pero debes recordar lo que él dijo: no existen las coincidencias, no creas en nada, cuestiónalo todo, sigue las pistas, especialmente la primera.

Más tarde, después de que hubiéramos fumado demasiado de lo que fuera que estábamos fumando y hubiésemos bebido el doble de lo que era razonable:

—Con respecto a mí, estoy contento con mi suerte —dijo Jack. Su cara se veía en calma con la lumbre de su cigarrillo, con unos ojos claros y decididos—. He resuelto mis enigmas —continuó—, he hallado mis respuestas y todo eso ha quedado entre Dios y yo; Dios, yo y nadie más. Sé que parece que no tengo nada, pero lo tengo todo. Estoy en paz conmigo mismo y eso es lo que siempre he deseado. No te envidio, DeWitt, aún te queda un largo camino por delante. Te compadezco porque tendrás que descender a los infiernos y volver a subir antes de que puedas resolver tus enigmas. Ya estás a mitad de camino, pero eso no es nada.

Yo estaba lo suficientemente sobria para recordar que no le había dicho mi nombre.

—La gente piensa que ser un buen detective nos lo hace más fácil —me explicó— pero, en realidad, es más duro. Quizá algunas cosas te llegan con facilidad, aunque eso sólo significa que debes hacer más, que se espera más de ti. Quiere decir que tienes un lugar y que ese lugar te necesita; que tienes una tarea, una tarea que sólo tú puedes llevar a cabo. Quiere decir que ahí fuera hay un libro que sólo tú puedes leer. Constance lo sabía, sabía que la verdad no se encuentra siempre en un libro. No siempre está en un archivo, ni en un trozo de papel. Puede estar enterrada como un tesoro, puede estar en el cielo, en el agua o aquí mismo —se quedó mirando su cigarrillo, bautizado con un poco de polvo de ángel—. Puede estar dentro de ti, en tu corazón. Y, cuando sabes cómo, puedes ir dejando pequeños fragmentos por todas partes, pero sólo para la gente que tiene ojos para ver y orejas para oír. Se lo puedes poner fácil, aunque no les estás haciendo favores. Ella lo entendió: no puedes hacer el trabajo de nadie ni resolver sus misterios por ellos. No puedes, ni siquiera si ya no están. El misterio se queda sin resolver hasta que ellos vuelven a aparecer, y todo lo que puedes hacer es conservarlo hasta que están de vuelta.

»No te lo enseñó todo, ni de largo. Hay un montón de cosas que todavía debes aprender, DeWitt, y ella sigue enseñándote. Pero tú vas y cierras los ojos y los oídos. El mundo entero te está enseñando. El mundo entero es tu escuela, y sin embargo tú has dejado de escuchar simplemente porque has perdido a tu maestro preferido.

Más tarde añadió:

—Nuestra recompensa, la de los detectives, está en el cielo. No recibiremos casi nada aquí en la Tierra, pero cuando subamos la escalera lo conseguiremos. Me lo han prometido y yo lo creo. Sin embargo, un hombre como Vic no sabía nada de esto. Él creía que debía recibir su premio aquí mismo. Así pues, ¿cuál era su recompensa?

—No entiendo —dije yo—. ¿Cómo puedo descubrir eso?

—Yo ya te he contado demasiado —dijo Jack, con el ceño fruncido iluminado por la luz roja de lo que fuera que estaba fumando—. Y no voy a contarte más, no puedo contarte nada más. Debes averiguar el resto por tu cuenta. Tienes que hallar tu propio tesoro enterrado, chica, resolver tus propios enigmas. Yo he resuelto los míos. He bajado hasta el puto infierno y he vuelto, pero los he resuelto.

Me costaba mucho mantenerme despierta, aunque no estaba tan borracha como para no ver el tatuaje que tenía por encima del corazón y que le quedó un poco al descubierto cuando se echó la mano al bolsillo del pecho buscando alguna colilla.

Constance.

—Te diré algo más —me advirtió, antes de desaparecer y dejarme sola—. Si aspiras a un final feliz, DeWitt, te has equivocado de ciudad.