La mañana del 11 de enero de 1987, bien temprano, Kelly, Tracy y yo estábamos en el andén subterráneo del metro de la estación del puente de Brooklyn, en Manhattan. En unas horas los chicos empezarían a llegar para ver los grafitis que se habían pintado durante la noche anterior. Los grafiteros se colaban de noche en las vías en que dormían los trenes y pintaban vagones enteros, mientras otros chavales esperaban en el andén a que salieran para verlos antes de que se los llevaran para limpiarlos. Nos habíamos pasado toda la noche por ahí, primero en una fiesta Broadway-Houston, después pintando trenes y luego desayunando en el Square Diner de TriBeCa con unos chicos que conocíamos. Nos habíamos colocado y emborrachado, pero al final sólo estábamos cansadas, al menos Kelly y yo. Tracy quería ver salir los trenes del metro. Un chico que le gustaba había ido a pintar esa noche y a ella le apetecía ver lo que había hecho.
—Vosotras haced lo que os dé la gana —les dije—, pero yo me voy a casa.
—Y yo —se sumó Kel—. ¿Vienes con nosotras? —le preguntó a Tracy.
—Putas —nos soltó—. Yo quiero ver el tren de Marcus. Me quedo.
Encendimos unos pitillos. No había nadie para impedírnoslo. Las reglas y las leyes eran para otras personas en otras partes, nosotras hacíamos lo que queríamos. Nueva York era nuestra ostra y fumar en el andén del metro era la mejor perla que podíamos extraer de ella.
Oímos el estruendo del metal contra el metal y sentimos la corriente de aire. Se acercaba un tren. Cogeríamos la 4 hasta Union Square, entraríamos en Brooklyn con la L, haríamos el transbordo de la G en Lorimer y a partir de ahí ya seguiríamos directas hasta casa.
Abracé a Trace mientras el tren cogía la curva del túnel que daba a la estación.
—Buenas noches, guarra —le dije—. Llámame mañana.
Olía a metro, a cigarrillos y a su chaqueta de cuero de segunda mano, con el lema «Muerte a la escoria yuppie» escrita con rotulador plateado sobre su corazón. Llevaba el pelo rubio peinado con un pequeño flequillo, un vestido de segunda mano de los 60 de lamé verde, medias negras y unas Doc Martens auténticas, regalo de Navidad de su padre, que ahorró durante meses para comprárselas. Su voz era joven, pero también un poco cavernosa. En esa época ya se fumaba un paquete al día. Se ha quedado en ese momento y en ese momento seguirá para siempre; está atascada, muerta, congelada en 1987, en ese andén de las líneas 4 / 5 / 6 en dirección norte. Ahí es donde pasará toda la eternidad.
—Buenas noches, zorra. Te quiero. Hablamos mañana.
Kelly y Tracy se abrazaron y se dedicaron lindezas parecidas. Llegó un metro de la línea 4 hacia el norte y Kelly y yo lo cogimos. Le dijimos adiós a Tracy a través de los cristales y, mientras arrancábamos, nos mandó un beso con la palma de su mano derecha.
Nadie volvió a ver a Tracy. Nadie encontró una sola pista, ni a un sólo sospechoso, ni siquiera una sola prueba.
Ni siquiera yo. En especial, yo.
El padre de Tracy me llamó cuando ya había pasado casi un día entero de su desaparición. Su madre había muerto en un accidente cuando ella tenía dos años y su padre era un borracho medio irlandés medio italiano, pobre y arruinado, que había vivido toda su vida en los complejos dormitorio. Pero Tracy le quería y todo lo que él ambicionaba era sacar a su hija del infierno de Brooklyn. Menos de un año después murió envenenado por el alcohol y con el corazón destrozado.
A mí ya me había parecido raro que Tracy no me llamara por la mañana después del café, pero no era tan grave, y cuando llamó su padre tampoco es que fuera nada del otro mundo. Llamé a Kel pero comunicaba, seguramente también había estado hablando con el padre de Tracy. Ninguna de las dos sabía nada de Trace, aunque Kel y yo nos imaginamos que se habría enrollado con el chico de los grafitis que había ido a ver.
Nos pasamos el día somnolientas y resacosas en la cafetería de la avenida Myrtle. A las cuatro ya era de noche, así que cogimos la línea G hasta Williamsburg y fuimos andando a Domsey’s para comprar ropa vintage a seis dólares el kilo. Yo me pillé una minifalda violeta y Kel, una camisa de bowling que llevaba el nombre «Lydia» en el pecho y, en la espalda, «Equipo de bolos de la Policía». Cenamos algo en una cafetería polaca de Broadway y nos volvimos a casa en metro. Vimos un rato la tele en mi casa, la película de la semana en mi pequeño televisor en blanco y negro comprado de segunda mano en el Goodwill de la Quinta Avenida. A Valerie Bertinelli la había tomado como rehén su obseso exmarido. ¿Conseguiría escapar? ¿O se quedaría allí atrapada para siempre, en el lugar que antes había sido su hogar?
—Me pregunto qué le habrá pasado a Trace —le dije a Kel mientras le daba un beso de buenas noches—. ¿Por dónde debe de andar?
Kelly se encogió de hombros.
Yo hice lo mismo y ella dio media vuelta y se fue.
Por la mañana, al seguir sin noticias de ella, empezamos a preocuparnos. Su padre volvió a llamar y le dijimos que seguro que no pasaba nada, aunque no estábamos seguras en absoluto. Ya nos tendría que haber llamado. No le envidiábamos la aventura que habría corrido, fuese la que fuese, pero debería habernos llamado.
Esa tarde Kel vino a casa, tomamos café, fumamos y nos dedicamos a llamar. Llamamos a amigos, conocidos, chicos en general; nadie la había visto. A las ocho hicimos un descanso y fuimos a buscar unas hamburguesas con queso y patatas fritas también con queso. Después empezamos a buscar a Tracy y nos encontramos con Marcus, el chico cuyas pintadas ella había estado esperando en el metro, tomando algo en el Mona’s de la avenida A. El Mona’s era uno del montón de bares del East Village que atenderían a un bebé con un carné falsificado. Marcus no la había visto, ni siquiera era consciente de que le gustara. Fuimos a todos los bares del East Village a los que iban los adolescentes: el Lizmar Lounge, el Alcatraz, el Downtown Beirut, el Mars, el Blue & Gold, el Cherry Tavern, el Holiday, el International.
Nadie había visto a Tracy.
Pasó otro día. Su padre llamó a la policía, y a otros parientes, y a Kel y a mí, cada día. Le dijimos que estábamos seguras de que estaba bien, pero ya sabíamos que no.
Ampliamos nuestro radio de llamadas, revolvimos el cuarto de Tracy, su armario, los bolsillos de su ropa. Examinamos cualquier pedazo de cualquier cosa que hubiera sido suya, que hubiese tocado o por la que hubiera pasado cerca. Un número de teléfono en un trozo de papel, una nota en un libro de V. C. Andrews, una mancha en una camiseta, un zapato de tacón solitario, un póster torcido en la pared… No hubo nada que no miráramos.
Sin embargo, no sirvió de nada. Las semanas iban pasando y seguíamos sin tener ningún rastro de Tracy. La policía tomó cartas en el asunto, pero perdió celo con rapidez. Los periódicos y la televisión local mostraron un arranque de interés durante las primeras semanas, aunque conforme fueron sabiendo más de su familia y de su pasado, prácticamente inexistente, lo fueron perdiendo. A pesar de su pelo rubio y sus ojos azules, Tracy no era una víctima demasiado vendible.
Pensamos con mayor astucia. Encontramos a los empleados de la Autoridad del Tránsito de Nueva York que habían estado de servicio esa noche. Encontramos a chicos que habíamos conocido, pero cuyos nombres ignorábamos. Aprendimos a hacer que nos hablaran aquellos que no nos querían contar nada. Nos presentamos en casa de un chaval como unas consejeras muy convincentes del instituto Stuyvesant, y también en casa de una chica como trabajadoras sociales, menos convincentes pero aún creíbles, dedicadas a las enfermedades de transmisión sexual.
Dejamos de ir a clase, dejamos de ir a fiestas y de hacer grafitis. La desaparición de Tracy, su ausencia, se convirtió en nuestro mundo. Nuestras vidas giraban en torno a todo lo que había sido Tracy y le aplicamos los principios silettianos de Détection en cada faceta. Nos sumergimos en el caso a tiempo completo, tomamos huellas de su habitación, de su ropa, de sus libros. Asaltamos la oficina del instituto y nos llevamos su expediente. Intentamos hablar con sus profesores y, cuando se negaron, nos las ingeniamos para que lo hicieran. Seguimos la pista de cada uno de los libritos de cerillas que encontramos en su cartera, de cada anotación en un papelito, de cada pájaro que pasaba, de cada flor que se abría. Había presagios por todas partes, pistas por doquier.
Pero, de alguna manera, seguíamos sin poder ver. «Los misterios existen independientemente de nosotros», escribió Silette. «Un enigma vive en el éter; llega hasta nuestro mundo con el viento como un paraguas y aterriza donde lo atrae la gravedad. Todo lo que se encuentra a su alrededor se reordena en forma de enigmáticos componentes: un nudo bien apretado en el que se entrelazan pistas y detectives, villanos y víctimas. La pacífica casita de ayer se convierte en la escena de un asesinato; el anodino cuchillo de la mantequilla de la encimera en un arma ominosa; el portero soso e irrelevante en un sospechoso.
»Los que se adentran en esta dinámica, a menudo sin ninguna culpa por su parte, no tienen otra elección que seguir el enigma hasta su fin. Eso o pasarse la vida atrapados en su red. No se trata de merecerlo o no, de que sea bueno o malo, sino solamente de lo que nos dicen los hechos.»
Sin embargo, en una entrevista para Interview en 1979, Silette corrigió sus palabras: «Pero quizá no son los enigmas los que crean esas redes: puede que el enigma sea sólo lo que permite que las veamos. Quizá ese portero sea, al fin y al cabo, realmente capaz de las cosas más malvadas. Quizá el cuchillo de la mantequilla ha sido siempre algo complicado y portentoso. Y que, pese a ello, sea sólo su proximidad a un enigma lo que nos permite darnos cuenta.»
Pasaron los meses. El padre de Tracy la había declarado legalmente muerta. Él también murió menos de un año más tarde. Alcohol. No habíamos descubierto absolutamente nada de lo que le había pasado a Tracy y no estábamos más cerca de la verdad de lo que lo habíamos estado el día después de que se esfumara.
Durante semanas no habíamos tenido nada que hacer. Aunque yo tenía una lista de posibilidades, todas ellas de igual probabilidad, en mi corazón estaba casi convencida de una de ellas: había muerto grafiteando, tras resbalar frente a un tren y acabar atropellada. Sobre por qué nadie había encontrado su cuerpo, me imaginaba que se debía solamente a que nadie había mirado todavía en el lugar adecuado. Nueva York cuenta con cientos de kilómetros de túneles de metro, algunos abandonados por la Autoridad del Tránsito y que sólo utilizan los grafiteros y los vagabundos sin techo. Nosotras habíamos estado en un montón de ésos, pero nadie había llegado a estar en todos; sería un trabajo de años. Por lo que a mí respecta, el misterio se resolvía por defecto. No había otra posibilidad.
La echaba de menos cada día. Si encontrara su cuerpo, no la añoraría menos.
Quizá, en realidad, yo no quería saber. Quizá, como todos los que contratan a un detective, yo no quería resolver mi propio enigma. Quizá quería que Tracy se quedara como era, con su pelo rubio con flequillo, su vestido vintage y sus Doc Martens, oliendo a metro y a cigarrillos. Puede ser que incluso los detectives no quieran resolver sus propios misterios, porque cuando se soluciona un crimen tienes que cerrar el caso y seguir adelante.
Sin embargo, Kelly no se rindió, no se rindió nunca. Siguió hablando con la gente, inspeccionando los trenes, buscando pistas. Cuando murió el padre de Tracy, se coló en el piso y tapió la puerta de la habitación de nuestra amiga para conservar las pistas para siempre. Arregló esa pared con yeso por fuera y lo envejeció todo para que no se notaran los cambios. Las autoridades de la vivienda creyeron que era una irregularidad en el papeleo y que un apartamento protegido de dos dormitorios se había convertido en algún momento en un apartamento de uno. Difícilmente se les podría haber culpado por no darse cuenta de la verdad.
—Quizá —le dije un día a Kelly a la hora del café— haya llegado el momento de parar un poco.
Tomábamos litros de café; vivíamos en cafeterías.
—¿Qué? —replicó Kelly con brusquedad—. ¿Parar de qué?
—Ya lo sabes —contesté con nerviosismo—. El caso. Tracy. Creo que quizá ya hemos llegado tan lejos como…
—Cuando la encontremos —repuso Kelly—. Entonces habremos ido suficientemente lejos.
No dije nada y picoteé mi pasta. Hacía unos meses que había cumplido los diecisiete y no había ido a clase durante casi un año. Odiaba Brooklyn, sus calles mugrientas, sus árboles medio muertos, sus hileras de edificios de arenisca sin color, sus casas adosadas que te ahogaban y, por encima de todo, odiaba a los yuppies ricos que nos estaban invadiendo vecindario a vecindario, acabando con las pequeñas cosas buenas. Solía ser un lugar miserable y pobre en el que la gente hablaba entre sí, y se acabó convirtiendo en un lugar caro en el que la gente se ignoraba excepto si formaban parte del mismo clan. Los chicos que me habían tirado del pelo y me habían abofeteado al menos reconocían mi existencia. Los ricos se ponían sus walkmans y su mirada te traspasaba. Paseaban sus perros caros y empujaban cochecitos de diseño con bebés caros y te fulminaban con la mirada si intentabas acariciarlos. Me quería marchar.
Pero no me fui de casa, sino que la casa me dejó a mí, pieza a pieza.
En un momento anterior, Kelly también había querido irse. Ése era el plan para las tres. Cuando cumpliéramos los dieciséis íbamos a marcharnos juntas, no importaba dónde. No nos íbamos a ninguna parte: nos íbamos lejos de allí.
—Creía que íbamos a irnos —le dije finalmente.
Kelly estaba revisando su lista de entrevistas, reconfirmando el testimonio de un oficial de tráfico que quizá había visto a alguien parecido a Tracy diez minutos después de que la dejáramos.
—Yo no quiero quedarme aquí para siempre —insistí.
Kelly me miró como si no pudiera creerse lo que acababa de decir.
—Sí —me contestó asombrada—, vamos a marcharnos, juntas, las tres.
—Incluso si la encontramos —añadí—, no vendrá con nosotras.
El resto del día lo pasamos en silencio.
Después de eso, me di cuenta de que tenía que tomar una decisión. Empecé a desprenderme de muchas cosas, aligerando mi equipaje. Kelly me hablaba cada vez menos. Entre nosotras se había producido una fisura que muy pronto acabaría convirtiéndose en un valle. Empecé a quitarles más y más dinero a mis padres para ahorrar; ellos bebían cada vez más y ni se dieron cuenta. También empecé a robar más en las tiendas objetos que podría vender, sobre todo libros, que eran fáciles de coger y fáciles de vender a librerías de segunda mano como la Strand.
No se lo conté a Kelly, pero ella lo sabía.
Cuando conseguí reunir un fajo de billetes decente, empaqueté lo poco que tenía y les dije a mis padres que me iba a un campamento de verano. Apenas se enteraron.
Fui al apartamento de Kelly a despedirme.
Me abrió la puerta, pero cuando me vio allí con mi maleta se dio la vuelta y cerró inmediatamente.
Me fui a la terminal de la Autoridad Portuaria y compré un billete para el primer autobús que se alejara de allí. Iba a San Francisco, aunque me echaron en Cleveland.
Sabía que si seguía en Brooklyn me quedaría encerrada en esa habitación para siempre, como Tracy y Kelly, enclaustrada, quedándome poco a poco sin aire para respirar. Si no lo dejaba correr, acabaría ahogándome en el Caso de la Chica Desaparecida.
Sin embargo, Kelly nunca se fue, nunca lo dejó. Y poco a poco, paulatinamente, se acabó ahogando. Montó una agencia de investigación, aunque era sólo un proyecto paralelo para poder financiar su búsqueda. No le importaba nada más. Había dejado abierta una ventana del cuarto de Tracy que daba a un patio de luces y la arrestaron unas cuantas veces por allanamiento, aunque nadie llegó a descubrir la habitación. Veinte años trabajando en el mismo caso hicieron de ella una gran detective, pero también la arruinaron. No llegó a ser nada de lo que podría haber sido y no fue nada de lo que habría debido ser. Las tres deberíamos haber viajado por el mundo, haber resuelto enigmas y habernos hecho ricas. Todo eso lo hice sola, pese a que no hubo ni un momento de todos los que viví que no estuviera viviendo por las tres. No es la forma de hacerlo, pero yo no conocía otra. Para mí tomar un bocado no era suficiente, necesitaba tomar un bocado también para Trace y otro para Kel. No podía regresar, tampoco deshacerme de ellas; no de verdad. Sería como volverlas a perder otra vez.
Kelly y yo hablábamos alguna que otra vez cada pocos años, cuando soñábamos con ella o teníamos cualquier pista que compartir. En ese momento, veinte años después, a veces todavía esperaba que Trace me llamara por teléfono. «¿Qué hay, zorra? Nos vemos esta noche a las diez en el bar Mars.» Aún me parecía que Kel me estaría esperando en la línea G del metro para hacer grafitis. «¿Qué pasa, guarra? Llegas tarde.»
No deberíamos lamentarnos por los muertos, sino por los vivos.
No supe cómo resolver el Caso de la Chica Desaparecida y tampoco sabía cómo resolver el de los Diques Rotos. No sabía cómo salvar una ciudad de que se hundiera en el agua y no creía que tampoco lo supiera nadie más. Yo apenas podía mantener la cabeza fuera del agua, estaba hundida hasta la altura de los ojos y sin ninguna perspectiva de que ese nivel descendiera. Me habría gustado reescribir las dos historias y darles un final más feliz, pero no podía. Lo único que podía hacer era resolver misterios y seguir adelante.
«Hay momentos en la vida que son como arenas movedizas», escribió Silette. «Se dispara un arma, se rompe un dique, desaparece una chica. Esos momentos son distintos del resto. Y las arenas movedizas son lugares peligrosos, en los que puedes hundirte si no sales a tiempo, porque nos engañan, nos engañan con su apariencia de seguridad. Al principio parecen un lugar firme en el que quedarse, pero lentamente nos vamos hundiendo. No puedes avanzar ni retroceder, en las arenas movedizas te vas hundiendo hasta que acabas despareciendo. Y cuanto más te hundes, más difícil te resulta salir.
»Esos lugares con arenas movedizas son misterios sin resolver. Y el detective es el único que puede meterse en esas arenas y salir de ellas con vida. El detective es el único que puede rescatar a personas y cosas de esas arenas y devolverlas a tierra firme.»
Pero sobre cómo el detective consigue rescatarse a sí mismo de las arenas movedizas… Bueno, sobre eso Silette no escribió nada. Y yo sigo sin saberlo.