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A la mañana siguiente, el teléfono sonó justo cuando acababa de terminarme el café.

Era Kelly. Descolgué. No dijo hola ni qué tal, cómo estás.

—Cuéntame lo del sueño —fue lo que dijo.

Le conté el sueño sobre Tracy en el bar con Andray, aunque no estaba segura de lo que quería decir. Los sueños son cosas resbaladizas, la traducción entre ese mundo y éste no es fácil.

—¿Qué llevaba puesto? —me preguntó.

Se lo dije.

—Vale. ¿Qué edad tenía?

—La nuestra. La que tendría si…

—Hummm —fue todo su comentario—. Y ya que te tengo al teléfono —me dijo a continuación—, quizá tú te acuerdas del nombre de aquel chico que se pasaba el rato junto al barril de cerveza en la, en, en esa fiesta Broadway-Houston en…, déjame ver, hummm, espera, lo he perdido, mierda.

Se oía ruido de papeles y, de repente, el estrépito del teléfono al chocar contra el suelo. Finalmente, un crujido al recogerlo.

—El 30 de diciembre de 1984 —añadió—. Llevaba vaqueros, una camiseta negra y creepers negros. Alrededor de uno setenta, pelo oscuro. Ah, y tenía una pequeña estrella tatuada en el codo, cerca del codo, como en el interior del brazo. Creo que la última vez que lo viste fue en el Julian’s el 11 de junio de 1986. Los billares —me aclaró, por si se me había olvidado.

Pero no, en absoluto. La Broadway-Houston era una clase de fiesta que los chicos solían organizar en los ochenta, y quizá antes: alquilaban una de las salas de baile que había en Manhattan, cerca de la esquina de Broadway con Houston, compraban unos cuantos barriles de cerveza y cobraban cuatro o cinco dólares por entrar. El Julian’s era un salón de billares de la calle Catorce y tenía una máquina de refrescos que por la noche dispensaba cerveza.

Más adelante, la esquina de Broadway con Houston se convirtió en una de las zonas más caras del mundo. Hacía mucho que el Julian’s había sido demolido para construir un edificio de ladrillo de la Universidad de Nueva York.

Oí un disparo a lo lejos.

—El Julian’s —respondí—, estoy pensando.

Los tatuajes eran relativamente poco comunes en Nueva York en esa época, especialmente entre los jóvenes. Cuando nosotras nos hicimos los primeros en las muñecas —la «K» de Kelly, la «T» de Tracy y la «C» de Claire—, hubo gente que no sabía lo que eran, que pensaba que se borrarían al lavarlos.

—Creo que me acuerdo de él y que se llamaba Oscar. No, no. ¿Puede ser Oliver? Su apellido no lo recuerdo. Estoy bastante segura de que vivía en Manhattan, quizá en Queens. Pero en Brooklyn seguro que no. Tenía un montón de amigos del instituto Stuyvesant, aunque no sé si en realidad él iba allí, más bien me suena que iba al Bronx Science, no sé por qué.

—¿Colegas conocidos? —me preguntó.

—Bueno, Hannah. ¿Te acuerdas de esa chica? Y Livie, Todd, Nakita, Rain. Rain del Stuyvesant, no el Rain de Midwood.

—¿Lugares habituales?

—Los billares del Julian’s, el Maude’s, la Cherry Tavern, Blanche’s, Sheep’s Meadow, recuerdo haberlo visto allí por lo menos una vez.

—¿Algo más?

Me quedé pensando un momento. Se oyó otra arma que respondía a la primera, una semiautomática, un ratatatá rápido.

—Era guapo —añadí—. Salía con esa chica, una mod de pelo rojo, con melena y flequillo.

—¿Rojo Manic Panic?

—No, como un rubio oscuro-castaño. Un color casi de pelirroja natural. Casi. A veces llevaba una minifalda de cuadros blancos y negros, como un tablero de ajedrez. Se la ponía con medias negras y creepers de los más altos.

—¿De unos cinco centímetros?

—Quizá hasta de siete. Tenía una chaqueta blanca de cuero, un abrigo vintage fantástico de cuero blanco con cuello de piel de imitación, de esos que parecen un animal disecado. En realidad, era un abrigo de hombre de, no sé, del 73 o del 74, algo así. Elegante de verdad.

—Espera —me interrumpió mientras se la oía revolver los papeles de su archivo—. Ya sé. La chaqueta blanca. Creo que estamos hablando de Nicole Abramowitz, estoy casi segura. ¿Sabes que fue a Packer? Pues, bueno, entre sus conocidos tengo a un tal Oscar Goldstein. ¿Tú…

—No —la corté—. Me acuerdo de Oscar Goldstein y no era el chico del tatuaje.

—Bueno, pues entonces no tengo nada sobre él.

—¿De qué va? —le pregunté—. ¿Has encontrado algo?

Pero ya sabía cuál iba a ser la respuesta.

—No.

Y colgó.

Oí las sirenas de los coches de policía a lo lejos. Tenía la cabeza a punto de estallar y la boca seca.

Me senté en la cama y miré por la ventana. Vi pasar la camioneta del forense.

No era un buen día para finales felices.