En una ocasión, cuando trabajaba para Constance, uno de sus amigos apareció en casa con más de una docena de niños pequeños. Él era un indio, el chamán de los White Hawks. No iba con el traje, pero lo reconocí del día de San José, cuando lo vimos actuando en el parque. Ese día vestía todo de blanco, con un tocado de casi un metro y largas trenzas sintéticas que le caían a ambos lados de la cara. El tipo era un cincuentón y tenía una cara desagradable; si no lo hubiera visto en compañía de un grupo de chicos que lo adoraban, probablemente me habría dado miedo. Pero a todas luces los niños lo idolatraban: corrían a su alrededor, se le subían encima y gateaban hacia él. Todos lo llamaban «tío», aunque estaba bastante segura de que no era pariente de ninguno de ellos. Los chavales eran revoltosos y no demasiado limpios, y me imaginé que se trataba de niños del sistema: en acogida, de hogares de menores o chicos de la calle.
No tenía ni idea de qué hacían allí, pero salieron todos al jardín, donde Constance tenía sus plantas, con las más peligrosas detrás de una puerta cerrada. Los niños se arremolinaron alrededor del hombre, él sacó una pandereta y empezó a enseñarles canciones. Llevaba suficiente tiempo en Nueva Orleans como para reconocer las canciones indias, aunque no tenía ni idea de lo que cantaban. Sin embargo, me sorprendió que Constance las conociera todas y no perdiera el ritmo ni una sola vez, incluso se puso a enseñárselas.
Los estuve observando un rato y luego volví a mi trabajo, a escudriñar archivos. Estábamos trabajando en el Caso de los Mineros Perdidos y yo rastreaba la genealogía del propietario de la mina, Alfred Stern, lo que acabó siendo una gran pérdida de tiempo porque los mineros, al final, no se habían perdido para nada, simplemente estaban en otro sitio. Cuando necesité un descanso, fui a la cocina a por algo de beber. Constance estaba sentada a la mesa con uno de los chavales, leyéndole las hojas de té. El chico relucía: la atención que ella le prestaba era como un chaleco salvavidas para un niño que se ahogaba.
—Cuando llegue el momento —oí que le decía—, lo sabrás, ¿vale?
El chaval asintió con la cabeza, sonriendo. Constance se acercó a él y le acarició el pelo.
—Acuérdate —le dijo—, acuérdate de esto.
Volví al trabajo. El tipo y los chavales se quedaron hasta que se hizo de noche. Después de que se marcharan, Constance y yo lo limpiamos todo, recogiendo vasos de limonada medio llenos y platos con trozos de galletas por toda la casa. Constance me contestó antes de que yo le preguntara.
—No se puede cambiar la vida de nadie —me explicó—, no se puede borrar el karma de otra persona.
—Pero… —empecé yo.
Constance me interrumpió, sacudiendo la cabeza, y me dijo:
—Todo lo que puedes hacer es dejar pistas y esperar que las entiendan; y que decidan seguirlas.