37

Al día siguiente volví en coche otra vez al parque de Annunciation con la Tercera. Enfrente tenía el gran camión blanco con plataforma elevadora que había visto por toda la ciudad. Seguía sin saber qué hacía. Le miré la matrícula, aunque estaba cubierta de barro. Intenté fijarme en su interior, pero no vi gran cosa, sólo dos personas con monos blancos. En la calle Josephine giraron a la derecha y los perdí de vista.

Se suponía que esa zona del parque en Annunciation era una zona de recreo, aunque no había nadie recreándose. Los que sí estaban eran los chicos de siempre, pululando e intentando vender las drogas de siempre. Uno de ellos era pequeño y llevaba unas rastas enormes. Supe que era Lawrence.

Aparqué, me fui hacia Lawrence y me presenté. Tenía una piel negra impecable y una cara suficientemente bonita, pero su característica principal era su pelo, que caía en cascada a su alrededor en unos mechones bien cuidados como los de Shiva, el dios hindú. Llevaba unos pantalones tremendamente grandes, una pistola igualmente desproporcionada a la cintura y una camiseta enorme con un dibujo de un chico muerto. Justo debajo se podía leer «Golfos x la vida». Me di cuenta de que con el frío se le había puesto la piel de gallina en su perfecto brazo moreno.

Mientras nos mirábamos, sentí un escalofrío. Al lado, sus amigos, que ocultaban armamento suficiente como para tomar Faluya, nos observaban. Me alegré de llevar una 38 metida en los vaqueros.

Lawrence me miraba con desdén. Sólo una madre podría pensar que ese chico era inocente de algo. En lo que a mí respecta, todo el mundo era culpable de algo, especialmente Lawrence.

—¿Puedo invitarte a almorzar? —le pregunté—. Hace bastante frío aquí fuera.

Lawrence negó con la cabeza y no dijo nada. Jugaba duro.

Pero yo era más dura.

—Es sobre Vic Willing —le dije con suavidad—, el abogado.

Apretó los labios y siguió sin decir nada.

—Sí, ya lo sé —continué—, no hay que hablar del abogado con la loca.

Tampoco abrió la boca, aunque sus ojos se morían de ganas de hablar. La historia era fuerte, pero Lawrence lo era más.

—Pues voy a adivinar —le dije—, voy a intentar adivinar lo que pasó entre Vic Willing y tú.

Lawrence miró de reojo, ignorándome, tensando la mandíbula. Pero no se marchó.

Lo observé. Estaba bien erguido, aunque tenía la espalda tiesa y rígida; era la bravuconería, y no el orgullo, lo que lo mantenía derecho. Tenía los hombros echados hacia delante en un gesto de autoprotección y las manos metidas en los bolsillos, así que no podía ver cuánto le costaba mantenerlas quietas. Medí el ritmo de su respiración y la profundidad de sus inspiraciones: cortas y superficiales. Le miré a los ojos y leí los signos de su iris. Estudié sus tatuajes. Además de las marcas habituales del clan y del barrio, una cremallera de tinta le atravesaba el cuello; parecía gritar «ideas suicidas».

No era un relato difícil de leer, únicamente uno de los más viejos y más tristes, uno que conocía mejor de lo que hubiera querido.

—Vic se enteró de lo tuyo por tu madre, Shaniqua —empecé—. Le hizo algunas preguntas y acabó contándoselo todo. Él le ofreció ayuda. Y ayudó de verdad, ¿no? Hizo que se retiraran los cargos y que quedaras limpio de antecedentes. Fue muy majo. Fue quizá el tío más majo y más enrollado del mundo. ¿A que sí?

No dijo nada.

—Como afirmaban todos —continué—. Cuando se acabó lo de ese caso, no desapareció. No fue como…, bueno, como casi todo el mundo excepto tu madre, ¿verdad? Vic no se fue, se quedó ahí. Es posible que al principio fuera un buen amigo que se interesaba por ti, que te escuchaba, que te daba algún consejo.

Él mantuvo la vista fija en un punto al otro lado de la zona de recreo y apretó más la mandíbula. Su pecho se hinchó como si estuviera preparado para luchar.

—Pero entonces, un día —le dije temblando—, dejó de ser tan majo, ¿no? Quería más y te dijo que estaba bien, que todo el mundo lo hacía. Quería…, bueno, quería sexo. Cuando le dijiste que no, al principio no pasó nada. Contestó que ningún problema, que no tenías que hacer nada que no quisieras. Y que podíais seguir siendo amigos, ¿verdad?

Lawrence no movió ni un músculo, pero se le formaron pequeños charquitos en los ojos.

—Sin embargo, no podía dejar de intentarlo, no podía dejarlo correr. Te llevó a lugares agradables, te compró cosas, pero no dejó de intentarlo. Te dijo que podíais seguir siendo amigos y tú querías ser su amigo. Sin embargo, él no dejó de intentarlo, simplemente no podía dejarlo.

»Hasta que un día dejó las reglas claras. Ya no te pedía nada, te lo ordenaba. O seguías su programa o haría que volvieran a imputarte todos los cargos. Asesinato en segundo grado…, eso es algo gordo. Nadie en el mundo quiere irse a Angola durante tanto tiempo.

Por supuesto, era improbable que Vic pudiera restituir los cargos una vez se habían retirado, pero no había ningún motivo para contárselo a Lawrence en ese momento.

—Así que lo hiciste —continué—. Tú…

Lawrence negó con la cabeza.

—Ah, no —dijo, con la voz cargada de emoción—. No. Nosotros no…, no.

Movió la cabeza de un modo extraño y suspiró, volviéndose hacia el parque y evitando mis ojos.

No dije nada.

—Yo sólo miré —farfulló—. A él le gustaba que alguien mirara, pero fue otro chico el que hizo…, y tal.

—¿Cuántos años tenías? —le pregunté.

—Catorce —murmuró—. Trece y después catorce.

Sus ojos estaban clavados en algo que se encontraba a más de seis metros de distancia. Empezó a llover, casi como si lo hubiera provocado al mirar con suficiente fijeza. Me pareció que Lawrence no estaba simplemente mirando.

Nos quedamos bajo la lluvia e intenté seguir viviendo con lo que acababa de decir.

A ninguno de los dos nos gustaba demasiado.

Si existiera una cura para el odio hacia uno mismo, se la habría dado a Lawrence después de tomar un buen trago. Pero la poción mágica no existe, cada cual debe encontrar su propia escapatoria. Cada cual debe abrirse su propio camino en medio de las tierras salvajes.

Pero a veces, a lo mejor, puedes dejar una pista.

—Cuando me pasó a mí —le dije—, me quería morir.

Lawrence siguió mirando al tendido.

—Quiero decir —proseguí— que realmente me quería morir, ¿entiendes? Para ser sincera, la única razón por la que no lo hice fue porque tenía miedo. Miedo de lo que pasaría después, miedo de morir. Y después, naturalmente, también me odié a mí misma por tener miedo, así que fue por eso. Luego encontré ese libro. Y ese tipo, el del libro, decía algo que me pareció realmente inteligente, que me lo cambió todo por completo. Cambió toda mi vida.

Estudié a Lawrence. Seguía con la vista fija a lo lejos. En el lagrimal de su ojo izquierdo tembló un chorro de lágrimas que luego se quebró y le resbaló por la cara. Se quedó inmóvil, intentando aparentar que esas lágrimas no existían. Arrastrados por el viento, botellas de refresco vacías y envoltorios de comida rápida traquetearon alrededor de nuestros tobillos.

—En ese libro —continué, como si no estuviéramos llorando— el tipo dice: «Sé agradecido por cada cicatriz que la vida te deja.» Y luego sigue: «Allí donde no tenemos heridas es donde somos falsos. Donde nos han herido y nos hemos curado es donde nuestro yo auténtico consigue mostrarse a sí mismo, donde conseguimos mostrarnos tal como somos.»

Lawrence se volvió y me miró. No dijo nada, pero me miraba como si se estuviera ahogando y yo tuviese una cuerda en la mano.

—Desde ahí —dije con cuidado— puedes ir a donde quieras, a cualquier lado en cualquier lugar del mundo. Ya no tienes que ser la misma persona que fuiste ayer. Te habrán pasado las mismas cosas, pero no tienes por qué ser el mismo.

Lawrence se rió y fingió no haber entendido lo que quería decir.

—Esta historia —le dije—, tu historia…, no tiene por qué ser la historia en que la víctima muere sola y arruinada en una habitación de hotel de Canal Street. No hace falta que acabe en Angola. Puede ser una historia en que los días no vuelvan a ser así de aburridos. Quiero decir que ya has pasado por lo peor que se puede pasar en esta vida, así que no tienes nada que perder.

Nos miramos durante un largo minuto.

—Creo que estás loca —dijo finalmente, riéndose y tragándose las lágrimas.

—Sí, estoy loca, oficialmente. Vamos, deja que te invite a comer y te lo cuento.

—Sí, vale —accedió.

Fuimos andando hasta Parasol’s, pedimos bocadillos de rosbif y zarzaparrillas para beber y nos reímos un poco más hasta que dejamos de llorar. No hablamos de Vic ni del caso, y me dediqué a contarle historias a Lawrence. Le conté la historia de cuando el estado de Utah me declaró oficialmente desequilibrada, le conté unas cuantas sobre Brooklyn y luego otras sobre el resto del mundo: París, Buenos Aires, Ciudad de México, San Francisco. Le hablé de desvelar misterios, de volverse loca, de ser expulsada de una convención de tatuajes en Los Ángeles y de estar vetada en el Sands de Las Vegas para toda la vida.

No existen las coincidencias. Sólo oportunidades que hemos sido tontos de no aprovechar, puertas que no hemos cruzado por culpa de nuestra ceguera.

Y con cada oportunidad que pierdes, una pobre alma jodida se queda atrás, esperando a que llegue alguien y le muestre la salida.