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Me desperté, cogí el teléfono y llamé a Kelly. No habíamos hablado desde hacía cinco años. Sólo encontré un contestador automático, donde su voz sonaba entrecortada y miserable, igual que la última vez que hablé con ella.

—Ha llamado a la agencia de detectives McCallen. Deje su mensaje.

—Soy yo —le dije—, he tenido un sueño.

Y colgué.

Empezamos nuestras carreras como investigadoras resolviendo enigmas en nuestras propias casas. ¿Dónde iba cada tarde la madre de Kelly a la una y cuarto? A la licorería, tal como descubrimos. ¿Qué guardaba el padre de Tracy en la caja misteriosa de debajo de la cama? Porno especializado en bondage, fotografías que ojalá no hubiera visto nunca. ¿Y a quién le hacía mi madre esas misteriosas llamadas nocturnas cuando mi padre caía dormido? Descubrimos que al hermano de mi padre.

No pasó mucho tiempo hasta que comprobamos lo cierta que era la primera regla de Silette sobre resolver misterios: la mayoría de la gente no quería que se desvelaran los suyos. Pero ya era demasiado tarde para parar.

A continuación empezamos a solucionar misterios en el vecindario. No faltaban crímenes, aunque sus soluciones no representaban un gran desafío. Todo el mundo sabía quién había disparado a Dwayne. Todo el mundo sabía lo del padre de LaTisha. El problema no era resolver el crimen, sino que no le importaba a nadie.

Cuando crecimos, nos pasamos horas en el metro. De Cloisters a Coney Island, Nueva York era nuestro. Un billete nos costaba setenta y cinco centavos y una lata de Krylon, dos dólares. Los torniquetes eran fáciles de saltar y la pintura en espray fácil de robar. Nos subíamos a los trenes y dejábamos nuestra marca donde podíamos. Algunos chicos vivían o morían por los grafitis, pero nosotras solamente queríamos dejar pruebas de que habíamos vivido.

Nueva York fue nuestro misterio particular. Como niños solos en el bosque, seguimos nuestro rastro de miguitas allá donde nos llevó. Nadie se preocupaba por nosotras, nadie nos echó de menos. Nuestro único encuentro con una autoridad adulta fue con los polis, y todo lo que nos dijeron fue «Vaciad esa botella», «Metedla en una bolsa de papel» o «Tiradla a la basura».

Hicimos grafitis y compramos discos juntas; juntas peinamos las tiendas de segunda mano buscando ropa y libros; juntas pillamos bolsitas de hierba y nos tomamos pintas de vodka en la avenida Myrtle; juntas falsificamos la edad de nuestros pases del autobús para colarnos en conciertos; juntas recorrimos el metro hasta el final de la línea y juntas conocimos a otros como nosotras, toda una ciudad de chicos como nosotras, de esos chicos que todos los barrios y todas las casas querían tener tan lejos como fuera posible.

Pero había una gran diferencia entre nosotras y los chicos que conocimos. Nosotras habíamos leído Détection y ellos no.

Hacia 1985 habíamos empezado a leer los periódicos, a ver las noticias y a intentar resolver los crímenes que leíamos. Ese año fueron asesinadas más de cien personas en la ciudad de Nueva York; sólo en nuestro barrio se producían uno o dos tiroteos a la semana.

Sin embargo, descubrimos que la ciudad, en general, no era tan distinta de nuestro vecindario. A veces, el problema no era resolver el caso, sino encontrar a alguien que tuviera algún interés en que se solucionara.

«La pista a la que se le puede poner nombre no es la pista permanente», escribió Silette. «El misterio al que se le puede poner nombre no es el misterio permanente.»