35

Era de noche. El bar estaba oscuro, olía a cerveza y me resultaba familiar. Puede que ya hubiera estado ahí. Lo iluminaban pequeñas luces de Navidad y Tom Waits sonaba en la máquina de discos. Estaba en el Barrio Francés, en la parte baja de Decatur, una ristra de tiendas de antigüedades durante el día y de bares de mala muerte durante la noche. No recordaba cuándo había llegado, pero allí estaba.

Tracy y Andray estaban sentados bebiendo. Andray se estaba tomando un Martini en un vaso gigantesco y fumándose un puro. Tracy tomaba una cerveza y se fumaba un cigarrillo. Andray debió de haber venido directamente desde que lo vi por última vez en la furgoneta.

Así que aquí es donde ha estado Tracy todos estos años, pensé. Y ahí estaba yo, creyendo que ella estaba muerta. Pero había estado en Nueva Orleans. Eso tenía un sentido bastante extraño. Tracy adoraría Nueva Orleans: los asesinatos, la música, la gente. Tenía mi edad —su edad— y se la veía dura, descolorida y un poco siniestra, como siempre supe que acabaría siendo. Llevaba un abrigo de piel negro con las costuras descuajaringadas y grandes anillos de cóctel en los dedos. Debajo del abrigo pude verle los tatuajes en las muñecas: «C», «K». A su alrededor, otros nuevos: serpientes, rosas, nombres de chicos a los que había amado, aunque hubiera sido por poco tiempo.

Quería hablar con ellos pero no podían oírme, pese a que yo sí que podía.

—Lo que pasa —estaba diciendo Andray— es que la gente viene aquí pensando que es como una de esas historias de Damon Runyon, creyendo que van a ver desfiles…

—Y esa mierda del vudú —intervino Tracy, totalmente de acuerdo con él—, y algunos negritos bailando claqué en un charco. O quizá un viejo negro tocando su guitarra en el Barrio Francés.

Andray se echó a reír. Tenía mucho sentido que se cayeran bien, serían amigos sin ninguna duda.

—Pero cuando ya están aquí —siguió Andray—, se dan cuenta de que esto no es ninguna de las mierdas de Damon Runyon.

Tracy empezó a reírse.

—Es más del estilo de Jim Thompson —dijo.

—O de Donald Goines —propuso él.

—Quizá incluso de Chandler —añadió ella—, de cómo las cosas nunca tienen sentido.

—Pues sí —reconoció Andray—, lo has clavado. Si alguien busca esa clase de historia, de esas en que todas las pequeñeces quedan vinculadas al final, lo mejor que puede hacer es quedarse en el tren y seguir hasta Texas.

—Y ni siquiera bajar —dijo Tracy—, sino quedarse a bordo. He oído que tienen algunas buenas historias en Oxford, Mississippi.

Andray se echó a reír.

—Pues para mí que hay algunas en Miami.

—Y un montón en Califonia —remató ella antes de que se rieran otra vez.

—Lo que pasa con esta ciudad —dijo él— es que sabe cómo contar buenas historias, de verdad que sí, pero si lo que estás buscando es un final feliz es mejor que lo busques en cualquier otro sitio.

Tracy soltó una risotada.

—Tú sí que lo has clavado, colega —le dijo mientras se encendía un cigarrillo—. Hay un montón de cosas por aquí que molan de verdad, pero no es para débiles. Y no es un lugar para finales felices.