Lo más difícil de comprar un arma en Luisiana era que existían tantas opciones que no sabía ni por dónde empezar. Se oían disparos al menos una vez al día y la mitad de los hombres de la ciudad llevaban ropa suficientemente ancha como para acarrear un arsenal oculto. En la loncha junto al río, los casquillos de bala y los cartuchos vacíos crujían bajo los pies como las ampollas de crack o las hojas otoñales en las aceras. En los suburbios del oeste de la ciudad se alineaban las casas de empeños que promocionaban «9 milímetros al precio especial de 99 $», «Descuentos en pistolas» o «Uzis de rebajas».
Sin embargo, decidí que una casa de empeños era demasiado riesgo y que tener un arma registrada tampoco sería tan útil; además, no estaba segura de si pasaría la prueba de los antecedentes penales. Sólo me había traído documentación para otras dos identidades y no quería malgastarlas.
En lugar de eso, me dediqué a conducir por Central City. Como siempre, había grupitos de jóvenes cada tres o cuatro esquinas. Era como encontrarse una larga ristra de colmados y restaurantes de comida rápida a la salida de una autopista: todos parecían igual de buenos o de malos. No tenía por qué ser una transacción complicada, pero muchas cosas podían torcerse: podían robarme, podía aparecer la policía o incluso podía ser que los chicos no quisieran tener tratos conmigo.
De un compartimento de mi bolso saqué dos dados que habían sido de Constance, uno de lapislázuli y otro de jade. Los sostuve en la mano un minuto y dejé que se calentaran. Luego los tiré sobre el asiento contiguo.
Saqué un siete. Giré a la izquierda en la esquina siguiente y luego a la derecha hasta la calle Siete. Dos manzanas más allá me encontré un grupo de chicos un poco más numeroso que los anteriores, quizá ocho o diez muchachos que no dejaban de reírse sentados en los escalones de una casita. Se reían de algo que había dicho el chico del escalón más alto, quien a pesar de haberles hecho reír ni siquiera sonreía.
Cuando me acerqué, vi que el chico del último escalón era Andray Fairview.
Me detuve frente a ellos y dos que estaban de pie en la calle se llevaron las manos a la cintura y se me quedaron mirando. Bajé la ventanilla y me asomé.
—Eh, Andray —grité—, ¿te acuerdas de mí?
Mientras los demás chicos observaban divertidos, él se acercó a la furgoneta y asomó la cabeza por la ventanilla.
—¿Qué pasa, señorita Claire?
Su cara no era muy distinta de la que tenía en la cárcel: ausente y deprimida, desprovista de qì. Estaba claro que había vuelto a cerrar sus puertas a cal y canto y que no tenía intención de dejarme entrar. Era como si aquella noche en que nos colocamos juntos nunca hubiera existido. No lo culpé.
—Vamos —le dije—, sube al coche. ¿Puedes hacerme un favor y caerme un poco mejor?
Subió a la furgoneta sin protestar y cerró la puerta.
—¿Qué pasa? —volvió a preguntar, mirando hacia delante.
Pensé en largarle un discurso del tipo yo-no-soy-el-enemigo, aunque no era del todo cierto. Andray me gustaba, pero en cierta forma yo era el enemigo: no estaba del todo segura de que no hubiera matado a Vic Willing.
—Bueno, escúchame —le dije—, necesito un arma.
Él se volvió y me miró directamente, toda su cara era una gran pregunta.
—Sí. Sorprendente, ¿no? Una buena señora como yo.
Se rió y me dijo:
—Ya no llevo ninguna, pero si vas a comprar una puedo echarte una mano.
—Gracias. En serio, necesito algo de protección.
—Ya te he oído —dijo Andray.
Y se levantó la camiseta para dejar ver una cintura estrecha, tipo tabla de lavar, y una pistola de nueve milímetros tatuada en el vientre que se introducía limpiamente en sus elegantes calzoncillos bóxer.
—Todo eso de poner la otra mejilla y esa mierda es duro.
—Dímelo a mí. ¿No piensas nunca en mudarte? A ver, la gente se dispara mucho menos en otras partes.
Nos echamos a reír, no sé por qué. El día anterior habían muerto más norteamericanos en Nueva Orleans que en Irak. Calculé que hacer recuento de los chicos que habían sido tiroteados en cualquier ciudad de Norteamérica probablemente también equivalía a los iraquíes abatidos.
—Joder —exclamó Andray, sonriendo todavía—, nunca me marcharé. Amo esta ciudad. Adoro Nueva Orleans.
—¿Cómo lo sabes? —le pregunté—. Nunca has estado en ningún otro sitio.
Andray negó con la cabeza, sonriendo, y replicó:
—No podría querer más otro sitio.
—Andray, ¿cuántas veces te han disparado?
—Tres —me respondió—. ¿Y a ti?
—Cuatro. Bueno, cuatro y media, pero ése no es el asunto. Yo soy detective privado y tú eres un chico. No te ofendas, se supone que deberías estar en el colegio y no esquivando balas.
Andray se rió otra vez.
—¿Te acuerdas de ésta, aquí arriba? —me preguntó mientras se señalaba el pecho, la cicatriz que le había visto en prisión bajo la camiseta—. La conseguí en el colegio.
Sacudí la cabeza. Me sentía como la abuelita que sermonea a los chavales sobre el rock-and-roll. Nosotras, las señoras blancas de mediana edad, quemamos nuestro último cartucho hace cien años, con nuestros sermones, nuestro dar la lata y nuestra Liga Antialcohólica. No sabía cómo explicarle a un joven que esta época era realmente diferente.
—Eso no pasa en otros lugares —le dije.
Andray negó con la cabeza y me respondió, intentando explicarme su amor por Nueva Orleans:
—La última vez que me dispararon, ¿sabes cuánta gente vino a verme al hospital? Mi tío, mi tía, todos mis amigos, mis primos. Joder, mi habitación estaba llena cada día. Aquí tengo gente, y no la tendría en ninguna otra parte.
—Creí que te habías criado en hogares de acogida. ¿Quiénes son todos esos tíos y tías?
—Ah, no eran mis tíos de verdad —me aclaró—. Era ese tipo, el señor John.
—¿El que era indio?
—Sí —dijo Andray, sonriendo un poquito—. Ya te había hablado sobre él, me había olvidado. El señor John, que no era pariente mío ni nada, sólo ese tipo que tenía una casa en Chippewa Street. A veces, de noche, se acercaba a las casas en que dormían los chicos y les llevaba mantas, bocadillos, cosas así. Algunas veces me quedé con él. Tenía un cuarto con todas esas camas alineadas, como en un orfanato o algo así —se rió un poco—. A veces, me llevaba con él a sus ensayos indios, me presentaba a sus amigos, como…
Se calló y dejó de sonreír. Anteriormente ya me había contado que al señor John lo tirotearon una noche al volver a casa del trabajo. Sacudió la cabeza y se obligó a reír, fingiendo que todo iba bien.
—También tengo familia de verdad. Mi madre está por ahí, pero es que, bueno, se encuentra muy ocupada. Tengo primos, tías, tíos —volvió a reírse—. Joder, señorita Claire, eres lo que no hay, ¿lo sabías?
—Ya me lo han dicho. Oye, Andray, ¿por qué no me hablas de Vic Willing?
Esbozó una sonrisa forzada, con los labios apretados.
—Te lo dije, señorita Claire, le limpié la piscina unas cuantas veces, me invitó a pasar y hablamos de pájaros y tal y… —un breve estremecimiento le recorrió la cara—. Y eso es todo.
Había algo que no me estaba contando, o quizá lo que no me contaba era mucho. Pero no tenía ni idea de cómo sacárselo.
—Entonces —cambió de tema—, ¿quieres una nueve milímetros? ¿Una Uzi? ¿O qué? El capo de esta zona te puede conseguir un rifle M16 y en casa tiene un lanzallamas. Esa mierda también funciona.
Me detuve y me lo quedé mirando un buen rato. Después le dije que con una simple pistola ya me apañaría.
Sacó la cabeza por la ventanilla y llamó a Terrell.
Terrell apareció de dentro de la casa, que tenía todas las ventanas tapiadas con contrachapado, subiéndose los pantalones hasta su delgada cintura con la mano derecha. Los chicos de Nueva Orleans que merodeaban por las esquinas eran dolorosamente flacos y yo me preguntaba si se trataba de una moda o era que estaban intentando no existir, incluso menos de lo que existían ya para el mundo. Terrell llevaba una sudadera negra con una columna vertebral blanca a la espalda, como si ya estuviera muerto.
El chico de las rastas sonrió y me preguntó:
—¿Cómo te va?
Era tan raro que alguien se pusiera contento de verme que me pregunté qué intenciones tendría, hasta que me acordé de que le había salvado la vida. Pero, aun así…
—¿Qué pasó con el hotel? —le pregunté yo.
Me contestó entre risas.
—¡Tenía cosas que hacer! No podía quedarme allí escondido.
Quise discutir eso, pero no lo hice. Cómete el desayuno. No escuches jazz, que es la música del diablo. No vuelvas a pulular por la misma esquina en que alguien intentó dispararte.
—¿Aún tienes esa treinta y ocho? —le preguntó Andray a Terrell.
Terrell miró a Andray como si estuviera loco. Andray asintió con la cabeza, Terrell puso cara de tú-mismo y asintió también.
—Puedo conseguirla.
—Perfecto —dijo Andray, abriendo la puerta—. Sube, vamos a echarle una mano a la señorita Claire.
Andray se movió, Terrell subió y cerró la puerta. Luego empezó a darme las gracias de nuevo por lo de la otra noche y yo lo corté. Él y Andray se enfrascaron en una conversación llena de risas. Cuando hablaban entre ellos, su acento era tan marcado y su dialecto tan pesado que las únicas palabras que conseguía captar eran hijoputa y negrata.
—¿Y tú qué, Terrell? —le pregunté—. ¿Conoces tú a un tipo llamado Vic Willing?
Terrell se entretuvo buscando un paquete de cigarrillos en sus pantalones enormes y encendiéndose uno.
—Coño —dijo Andray, entre risas—, Terrell estuvo conmigo todo el fin de semana, desde el viernes por la noche hasta que llegamos a Texas. No me jodas con eso. Ni siquiera conoce a ningún abogado y apenas si se ha topado con algún poli.
Se rieron los dos, aunque no tenía ninguna gracia.
—¿Dónde estuviste ese fin de semana? —le pregunté a Terrell—. Durante la tormenta.
Siguió con la sonrisa en la cara, pero era forzada. Con el cigarrillo en la mano, levantó el brazo y se echó el pelo hacia atrás, sosteniendo las rastas en el aire durante un minuto antes de dejar que le cayeran por la espalda.
—Primero fui al Superdome —recitó—, después al Centro de Convenciones. Luego me junté con otra gente: Peanut, Lali y los demás.
Terrell miró a Andray, como para comprobar que estaba contando bien la historia. Andray miró hacia delante y lo ignoró. Andray tenía razón, Terrell no tenía una mente criminal. Era un chico divertido y brillante y, si hubiera vivido en cualquier otro sitio, su peor delito habría sido probablemente comprar cerveza siendo menor de edad. No podía imaginarme ninguna otra circunstancia distinta a haber nacido en Nueva Orleans para que Terrell hubiera acabado empuñando una pistola.
—Y luego nos fuimos en coche hasta Houston —prosiguió Terrell—. Fuimos al Astrodome, pero no nos dejaron entrar.
—¿Y qué hicisteis después de eso? —seguí interrogándolo—. ¿Qué hicisteis después de que os rechazaran en el Astrodome?
Terrell se quedó inmóvil, sin duda intentando recordar la historia que Andray le había construido para apoyar su coartada. Luego se echó a reír.
—Joder, señora, me gustaría ser de ayuda, pero es que precisamente intento olvidar todo eso. No quiero pensar en eso nunca más.
Me rendí. Intentar que esos chicos hablaran era como intentar coger gatos con el lazo. Terrell me guió hasta una casa abandonada y medio desmoronada unas manzanas más allá. Clavado en el césped, medio enterrado entre los escombros y la porquería, había un cartel de una empresa constructora. Deduje que la casa estaba siendo renovada antes de que la tormenta la devolviera al estado inicial.
OTRA MAGNÍFICA OBRA
DE CONSTRUCCIONES NINTH WARD.
¡LLAMA A FRACK! ¡PUEDO AYUDARTE!
El cartel estaba rodeado de marcas del nivel del agua de color marrón amarillento.
Aparqué delante y Terrell corrió hacia el interior mientras Andray y yo le esperábamos en la furgoneta. Volvió unos minutos más tarde, nos fuimos hasta un solar desierto y nos paramos otra vez. Allí se sacó la pistola de los pantalones y la dejó en el salpicadero.
—¿Puedo? —pregunté.
Los dos asintieron. La cogí, la miré y la estuve manoseando durante unos minutos. Estaba cargada y parecía buena.
—¿Cuánto queréis?
Terrell miró a Andray, luego a mí y después otra vez hacia la pistola.
—Nada —me dijo—. Me salvaste la vida, no hace falta que me des dinero.
—Por lo menos puedo darte lo que te costó —repliqué.
Normalmente no compro objetos de contrabando a niños, pero me pareció que si iba a hacerlo, por lo menos podría no aprovecharme.
Regateamos un poco y lo acabamos dejando en cien dólares. Cogí la pistola y le di cinco billetes de veinte. Terrell metió la mano en los bolsillos interminables de sus pantalones gigantes y sacó una pequeña bolsa de plástico de cigarrillos marrón oscuro liados a mano antes de extraer un buen fajo de billetes. Le añadió los que le había dado y empezó a guardar el dinero y la bolsa, pero Andray lo detuvo y le dijo:
—Enróllate con los amigos.
Terrell me miró.
—Adelante —le di permiso.
Y sacó uno de esos cigarrillos largos, finos y arrugados y lo encendió. Lo hicimos rular y cuando me llegó aspiré hondo y aguanté ese humo venenoso tanto como pude.
Las drogas te llevan a sitios que pueden ser divertidos o terribles. Pero lo verdaderamente importante sobre esos sitios no es si son divertidos o no; lo importante es que, a veces, en algunos de ellos, puedes encontrar pistas.
Muy pronto, me cogió una buena modorra y empecé a convencerme de que la furgoneta se estaba escorando hacia un lado, pero seguía más o menos despierta. Los dos chicos se pusieron a charlar y yo apenas entendía una sola palabra. Los observé mientras hablaban: cuando estaban juntos eran chicos muy diferentes respecto a cuando estaban solos. Juntos se les veía vivos, esperanzados y casi felices. Tenían su propio idioma, forjado durante años de intercambiar secretos y verdades.
Mientras los observaba me di cuenta de algo que no había visto antes: Terrell y Andray tenían tatuajes idénticos, una combinación de dos «T» y una «A» en una especie de motivo circular casi céltico, en el interior de su antebrazo derecho, justo más allá del pliegue del codo.
—¿Quién es la otra «T»? —les pregunté, interrumpiendo su conversación.
Dejaron de charlar y se quedaron mirándome.
—Vuestros tatuajes. ¿Quién es la otra «T»?
Ninguno dijo nada, pero sentí que el clima de la furgoneta había cambiado instantáneamente. Las risas habían desaparecido, se habían ido volando.
—¿Vosotros os conocéis desde hace mucho? —pregunté, buscando otro camino.
—De toda la vida —respondió Terrell—. Andray es mi hermano.
Intercambiaron una especie de apretón de manos especial y sonrieron, pero faltaba algo. En la furgoneta se podía oler la tristeza.
—¿Quién era la otra «T»? —probé de nuevo.
Sin embargo, no dijeron nada y nos volvimos a pasar el cigarrillo. A esas alturas ya estaba segura de que estábamos aparcados sobre algún tipo de pendiente y que la furgoneta cada vez se escoraba más hacia la izquierda, hasta el punto de que me sorprendía no caerme del asiento. Pensé que haber desconectado los airbags quizá había sido un error.
Al cabo de un buen rato, Andray dijo:
—Trey. Él era la otra «T».
—¿Y dónde está?
Seguimos fumando y nadie dijo nada durante otro rato bien largo.
—Le pegué un tiro —dijo Andray finalmente.
—¿Que tú le pegaste un tiro? —repetí yo.
Me pasó el cigarrillo marrón, pero sin mirarme. Lo cogí y le di otra buena calada. Andray acabó asintiendo con la cabeza.
—Pues sí, yo le disparé.
Se mostraba tan reservado, o estaba tan colgado, que era imposible decir qué estaba pensando. Se recostó y cerró los ojos. Terrell hizo lo mismo.
—¿Qué sucedió? —insistí.
—Verás, cuando volvimos —empezó Terrell—, nosotros…
—No, no —le interrumpió Andray—, déjame empezar por el principio. Verás, nosotros tres crecimos juntos, éramos amigos de toda la vida.
—Amigos de verdad —añadió Terrell—, no como toda esta peña, que se pasa la vida diciendo que son tus amigos y no les importa una mierda si vives o mueres. No. Nosotros éramos como hermanos.
—Ni siquiera recuerdo cuándo nos conocimos —siguió Andray—. No me acuerdo de cuando no los conocía, aunque ni siquiera llegamos a vivir nunca juntos. Terrell estaba siempre en alguna familia de acogida, Trey en otra y yo en la mía. Pero, de alguna manera, era como si…, como si siempre nos acabáramos encontrando. Nos topábamos continuamente y al final acabamos trabajando juntos. A los once o doce empezamos a trabajar para la misma gente. Y eso… Eso estaba bien —sonrió—. Es decir, ahora puede parecer que no era nada, sólo un poquito de dinero. Pero, joder, nos podíamos comprar CD’s o zapatillas de deporte. A la madre de Trey le iba bien, ella también estaba pasando —me imaginé que quería decir que vendía drogas, pero no estaba segura— y nos compró un coche, un viejo Mercury destartalado de mierda. Pero tío, a nosotros nos parecía que era la hostia. Íbamos de puta madre en ese coche, con la música, paseando a las titis; haciendo el chorra, pasándolo bien. Éramos como hermanos, siempre juntos. Sabíamos todo lo que les pasaba a los otros, todo. Buscábamos pasta para los demás, hacíamos tratos para los demás. Confianza, ¿entiendes? Nosotros la teníamos, juntos, de la buena.
Se quedó mirándose su tatuaje.
—Trey era un payaso de la hostia —intervino Terrell, riéndose—, un puto payaso. Siempre, siempre, siempre con un chiste a punto. Recuerdo una vez…
—Una vez —prosiguió Andray, también entre risas—, tuvo un lío con ese tío, Deuce…
—Y Deuce se le acercó con una puta nueve milímetros en los pantalones…
—Una pipa de nueve milímetros…
—Y Trey va y le dice: «Deuce, tío, ¿estás contento de verme o qué?».
Nos echamos a reír. Era una vieja frase de Mae West, pero seguía siendo buena.
—Frío —dijo Andray, claramente como un elogio.
—Frío como el hielo —coincidió Terrell.
—Pero luego —continuó Andray— todo cambió. Hace unos tres o cuatro años todos empezamos a prosperar, a ganar dinero, a conocer gente. Pronto dejamos de trabajar juntos y empezamos a competir. Al principio daba igual, había de sobras para todos. Pero bueno, ya sabes, pasaban cositas. Entonces, todos teníamos chicos que trabajaban para nosotros y a veces se peleaban. Nosotros teníamos que arreglarlo, pero, bueno, lo arreglábamos siempre, ya sabes.
—Hasta la tormenta —dijo Terrell con pena.
—Sí, la tormenta —asintió Andray—, que lo cambió todo. Mira, Trey y Terrell se fueron a Houston. Yo también, pero luego me fui a Dallas. Estuvimos separados unos tres meses y cuando volvimos ya todo era distinto. En Texas nos hicimos colegas de otros, así que ni siquiera íbamos con la misma gente. Fue entonces cuando nos convertimos en rivales de verdad. Además, apenas nadie más había vuelto, no sólo de los clientes, sino también de los camellos. La mayoría estaban atascados, bueno, en California, en Wisconsin, por ahí. Allí donde les pilló la tormenta, se quedaron atascados. Así que prácticamente sólo estábamos Terrell, Trey y yo y alguno más.
—Pero básicamente sólo nosotros —añadió Terrell.
Andray asintió.
—Sólo nosotros. Y la posibilidad de ganar un montón de pasta, dinero rápido, antes de que el resto de cabrones volviera a la ciudad. Y yo…, bueno, creo que también tenía la cabeza un poco jodida por culpa de la tormenta y toda esa mierda. Eso, por culpa de algunas mierdas que vi; estaba cabreado todo el tiempo. Era como…
—Como una enfermedad —dijo Terrell, terminando la frase—, como una enfermedad de cabreo permanente.
Andray asintió.
—Trey se convirtió en otro motivo de cabreo. Me estaba quitando la mitad de mis clientes y cada día me cabreaba más y más. Mientras tanto, Trey se estaba quedando toda mi puta pasta. Pero no era sólo eso. Era como…, como si hubiera algo más. Mierda, no sé cómo explicarlo.
El largo cigarrillo marrón volvió a circular.
—¿Tenías miedo? —le pregunté.
—No —dijo Andray con indignación, casi riéndose, pero después se lo pensó un minuto—. Sí, puede ser —me concedió—, aunque no de Trey. De nada en concreto, en realidad. Sólo lo tenía. Como si tuviera siempre en la cabeza que alguien me estaba siguiendo y toda esa mierda.
—Se llama desorden de estrés postraumático —le conté—. Es como cuando te sucede algo bien jodido y sientes que te está pasando una y otra vez. Tienes miedo incluso cuando no hay nada que temer.
Los chicos asintieron y se miraron el uno al otro. No necesitaban que se lo explicara.
Andray frunció el ceño.
—Sí, era eso mismo. Siempre asustado, asustado de nada. Cabreado sin motivo, pero cabreado al fin y al cabo —continuó—, hasta que un día dije vale, basta. Si cualquier otro cabronazo me estuviera quitando mis ganancias de esta manera hace tiempo que me habría ocupado de él. Ya ha llegado el momento de Terrell. Así que le digo que nos encontramos junto al Calíope a medianoche. Eso fue en enero…, en enero pasado, hace casi un año. Todo muy normal, nos vemos en el Calíope —pronunciaba el nombre del complejo residencial, bautizado así por la musa de la música, como KALI-ope—. Así que a las once y pico llegué al Calíope con algunos de mis chicos. Trey ya estaba allí, solo. Ni siquiera parecía llevar un arma. Nada, sólo Trey, como si ya se lo imaginara.
»Así que allí estábamos. Los míos y yo en una punta del complejo y Trey en la otra. El recinto estaba cerrado y no había nadie más. Sólo nosotros.
»Trey no dijo ni mu cuando me vio. Se quedó inmóvil, mirándome, y luego abrió los brazos como si fuera a abrazarme, bien abiertos. El blanco más jodidamente fácil del mundo.
»Entonces apareció Terrell, corriendo por la calle que nos separaba como un puto loco. —Andray meneó la cabeza y Terrell no dijo nada—. Pero yo estaba decidido, jodidamente decidido. Tenía a Trey en el punto de mira y quería que Terrell se quitara del medio.
»Y disparé a Trey.
»Le disparé.
»No vi dónde le había dado, pero sabía que le había dado en alguna parte. Trey se quedó quieto un segundo, menos de un segundo, fue un momento cortísimo. Pero se quedó quieto mirándome, me miró como diciendo “Andray”.
»Y fue sólo entonces, viéndole la cara, en ese momento cortísimo, cuando me di cuenta de lo que había hecho. Había matado a mi mejor amigo. Bueno, aún no estaba muerto, pero se estaba muriendo, estaba claro. Lo había matado, a la única persona que había sido buena conmigo. La única que se había preocupado por mí de verdad. Mi hermano, él y Terrell. Y yo lo había matado. Ya ni siquiera sabía por qué. Por pura rabia, porque me había vuelto loco. Solamente por eso que has dicho antes. Porque creía que él iba a matarme primero. No tengo ni idea de por qué, pero pensaba que ese cabrón iba a matarme.
»Así que al final Trey cae de espaldas, o sea, lo normal, sangrando por todas partes, por el pecho, la boca, las orejas, los ojos. Yo corrí hacia él, me importaba una mierda quién pudiera verlo, ya no me importaba nada en absoluto. Si parecía que me comportaba como un maricón, no me importaba una puta mierda. Sólo sabía que había cometido el peor error de mi puta vida.
»Le dije que lo quería, que lo sentía muchísimo. Y me eché a llorar, joder, no había llorado de esa manera desde niño. Me dejé ir de verdad. Sentí como se le escapaba toda la sangre. Le latía el corazón, pero era como si no supiera que estaba bombeando toda su sangre hacia el suelo. Lo cogí y me llené de su sangre, por toda la cara, hasta los ojos. Y le dije que lo quería, que la había cagado y que lo sabía, pero que lo quería. Que lo quería mucho.
Andray se interrumpió y se rió un poco para ocultar que estaba llorando.
—Entonces fue como…, como si el tiempo se ralentizara durante un minuto, como si se parara de alguna forma. Y sentí esa cosa, joder, no sé explicarla. Algo pasó, como una brisa, como si hiciera frío y calor al mismo tiempo.
»Entonces, Trey se sienta en el suelo y me dice: “¿Por qué lloras, Andray?”.
Volvió a echarse a reír, pero aún le sirvió menos que antes para disimular su llanto. Se inclinó hacia la ventanilla por encima de Terrell y escupió.
—Casi se me sale el corazón del pecho —continuó—, casi me desmayo. Pero él estaba bien, se puso de pie y se le veía perfecto. Los dos estábamos cubiertos de sangre, aunque él parecía haberse curado, sin apenas una marca. Ni un sólo arañazo.
Yo miré a Terrell, que me devolvió la mirada y asintió solemnemente:
—Es la pura verdad. Yo lo vi todo con estos ojos. El cabronazo se levantó y anduvo, como el capullo gracioso de siempre.
Los dos empezaron a reírse de manera nerviosa.
—Me eché a llorar otra vez —dijo Andray, meneando la cabeza— y Trey me dijo que parara. Me dijo: «Se ha acabado todo y tú no vas a ninguna parte. Así que deja de llorar y cállate de una puta vez.»
»Ya ves, él lo sabía. Y yo decidí que no podía vivir con eso. Si él moría, yo también moriría, a su lado. Me abrazó y fue como si… nos sintiéramos muy felices.
—Entonces empezó a llover —puntualizó Terrell con una sonrisa.
—Así mismo —dijo Andray, chasqueando los dedos—, así de repente, una buena tormenta que limpió toda la sangre. Nos quedamos los dos chorreando, limpios, como después de una ducha. Y el agua no estaba sucia, como suele pasar: estaba limpia de verdad, como si saliera de una botella. Entonces paró, igual que había empezado —concluyó Andray, chasqueando los dedos de nuevo.
»Pero cuando se acabó, se acabó de verdad —añadió—. Trey no volvió a decir una palabra sobre eso, nunca me contó cómo lo hizo. He visto un buen montón de cosas raras, pero eso, eso fue tal como lo estoy contando.
—Sin embargo, Trey —dijo Terrell con solemnidad— no volvió a ser el mismo.
—Bueno, le habían disparado —intervine yo.
—No —replicó Terrell, negando con la cabeza—, no era eso. Físicamente siguió siendo exactamente el mismo, sin cicatrices ni nada. Pero la cabeza, eso sí que cambió.
—Dejó de juntarse con nosotros —añadió Andray— y nos vimos cada vez menos.
—Empezó a subirse a los trenes —dijo Terrell—, como si fuera un vagabundo.
—Con chicos blancos —siguió Andray—, de esos blancos roñosos con rastas y esa mierda. Punks. Cada vez iban más y más lejos.
—Empezó a hacer amigos por todas partes —dijo Terrell—. También iba a la biblioteca, a escribirse e-mails con una chica que había conocido en Portland.
—Oregón —me aclaró Andray, creyendo que Portland era tan misterioso para mí como para él.
—Portland, Los Ángeles, joder, estuvo en todas partes —siguió Terrell—, subiéndose a los trenes. Y una de esas veces ya no volvió.
—De eso hará unos seis meses —dijo Andray.
—Más bien siete —le corrigió Terrell—, siete meses.
—Es mucho tiempo —reflexionó Andray.
Me incorporé y me fumé lo que quedaba de cigarrillo.
Andray se me quedó mirando.
—¿Por qué respiras así?
—Es sólo mi manera de respirar —le dije.
Sentía que me estaba cayendo y me preguntaba si la furgoneta había acabado volcando, ya que era evidente que estábamos en un ángulo imposible. Yo comprendía la física tan bien como cualquiera.
—Eh, señora —escuché a lo lejos.
Mientras me caía, vi a Trey haciendo reír a las chicas en Portland, maravillándose de las calles limpias y las casas enteras. Trey en Los Ángeles, quedando para comer en el Brown Derby. Trey en Boston, explorando el campus de Harvard. Trey en Miami, peleándose con caimanes. Trey en Alaska, enseñándole a Yukon Jack a pegar tiros y a vender drogas. Trey entre risas por todo el país, viéndolo todo, viviendo al sol.
—Se llama señorita Claire. Hola, señorita Claire.
—Joder. Eh, señora, despierta.
—Eh, Claire. Claire De-Como-Coño-QuieraQue-Te-Llames. Despierta.
De repente tenía las manos de alguien sobre los hombros. ¿Las de Trey?
—Oh, señora, señora, señora, por favor, venga, despierta, joder, joder, despierta, por favor.
Bum-bum. Bum-bum.
Sentí como el corazón me aporreaba el pecho. Los ojos se me abrieron de golpe. Estaba colocada y vivita y coleando. Terrell estaba inclinado sobre mí, con la boca y los ojos abiertos. Andray se había marchado.
—Joder, tío. Creí que te habías ido, Claire.
Y se rió, no porque hubiera nada divertido, sino porque estaba contento de que no estuviera muerta.
Me di cuenta de que estaba prácticamente tumbada en el asiento, con la cabeza casi abajo del todo, y me senté bien.
—Eh —pedí con la garganta seca y ardiendo—, ¿puedo fumar un poco más?
Terrell negó con la cabeza e ignoró mi petición. Estaba acostumbrado a la mezcla de idiotas y drogas.
—Parecías muerta de verdad. Estabas completamente blanca y tenías los ojos tan perdidos como en una película.
—Ésa soy yo —grazné.
Terrell se me quedó mirando y luego me dio instrucciones para llegar hasta la gasolinera nocturna en Magazine con Washington. Entró precipitadamente y volvió a salir con una bebida naranja de sirope de maíz y colorantes alimentarios en una tarrina de plástico.
—Zumo —me dijo mientras me lo ofrecía—. Bébetelo, te hará bien.
Me tomé el agua azucarada y me sentí un poco mejor. Entendí por qué Andray y él eran amigos: era un chico muy majo. Volvimos en el coche hacia su esquina y paramos a una manzana para que Terrell se marchara.
—¿Estás segura de que estás bien? —me preguntó—. ¿Necesitas que te ayude en algo?
—Estaré bien —le dije—, gracias por el zumo.
Asintió con la cabeza, me estrechó la mano y salió del coche.
Tenía la piel áspera y correosa, como si hubiera estado trabajando duro.