El disfraz es una de las artes detectivescas y, como la mayoría de ellas, no pasa por su mejor momento. El sabueso medio de hoy en día cree que ponerse un traje de segunda mano de la cadena Goodwill y cortarse el pelo cuenta como disfraz, y no. Tampoco ponerse un poco de maquillaje o colocarse una peluca, aunque, evidentemente, el camuflaje es una buena aptitud, una de las que hacen falta. Pero el disfraz es bastante más que un nuevo vestuario y la modificación del vello facial. Para que disfrazarse sea útil, el detective no sólo debe aparentar ser otra persona, sino que tiene que creerse de verdad otra persona. Tiene que dejar que su ego se disuelva en el éter, contactar con el inconsciente colectivo y generar una persona nueva, completamente formada, que pueda tomar prestada mientras la necesite. Tiene que dejarse poseer, si se quiere, por esta nueva persona, a pesar de lo desagradable que le pueda resultar ser ese personaje. Sin embargo, no es ése el desafío más importante. Para el detective que necesita un disfraz, el reto no subyace en adoptar una nueva personalidad, sino en conseguir abandonar la suya. Deshacerse de uno mismo es la vocación más grande que puede sentirse, algo que muy pocos consiguen. Y algo a lo que todas las conciencias aspiran, tanto si son conscientes de ello como si no.
Por la tarde volví a Congo Square. En esa ocasión fui como Elmyra Catalone, una adicta al crack afro-italiana-americana en rehabilitación que procedía de Memphis, Tennessee, educada como baptista pero, por entonces, ocasionalmente pentecostal, ocasionalmente trabajadora del sexo, víctima de abusos por parte de su primo, madre de cuatro hijos, uno muerto, otro en acogida temporal, otro en Angola y otro viviendo en la ciudad de Celebration, Florida, con su mujer y sus dos niños. Elmyra se ha desenganchado del crack y la cocaína, pero le gusta el licor y se toma un buen trago de vez en cuando para ser sociable.
Al principio, Elmyra llegó al parque tímidamente, buscando a un amigo de Tallahassee que había oído que podría estar por ahí. No lo encontró, pero le pareció que era un lugar en el que podría tomarse un trago sin causar demasiados problemas. Si había algo que Elmyra había tenido de sobras en la vida eran problemas. De su bolso de plástico sacó una pequeña botella de licor de menta, tomó un sorbito y buscó un banco para sentarse. Intentando no enfriarse, Elmyra continuó bebiéndose el licor mientras esperaba a su amigo.
Los tipos de la mesa de picnic no fueron excesivamente amables con Elmyra.
—Mira, la misma puta blanca de ropa sucia.
—Se ha echado alguna mierda de polvos en la cara y cree que no nos damos cuenta.
—Puta.
—Puta blanca.
Jack Murray se quedó en silencio.
Escupí a la basura un trago de licor que tenía en la boca y me fui. Cuando me dirigía a mi furgoneta en North Rampart, vi a Leon saliendo de una tienda de discos. Pensé que podría evitarlo, pero me vio cuando abrí la puerta de mi enorme furgona con su estruendoso control remoto.
—¿Claire? —me preguntó—. ¿Eres tú?
Charlamos un poquito. Me preguntó cómo iba el caso y yo le mentí y le contesté que iba fenomenal.
—¿Estás bien? ¿Va todo bien?
—Pues claro. Gracias por preguntar.
Leon se comportaba de manera extraña y confusa, aunque sólo al llegar al hotel me acordé de que seguía con la ropa de Elmyra, alguna la había comprado en una tienda de segunda mano y otra la había recogido de la basura, y de que me había rociado con un poco de licor antes de llegar al parque para la caracterización. Y de que, en realidad, estaba un poco borracha cuando me lo encontré. Y de que debía de oler a la pipa de crack que esos tipos se habían estado pasando en Congo Square.
Ese día nada salió como yo habría deseado.