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Casi todo el mundo da por sentado que a Constance la mataron mientras trabajaba en un caso importante y peligroso, pero no fue así. La mataron cuando estaba cenando con un amigo en un restaurante del Barrio Francés. Aparecieron dos chicos con sendos AK-47 y se cargaron a todos los que estaban allí: ocho clientes, tres empleados y un poli fuera de servicio que se suponía que estaba protegiendo el local. Hizo lo que pudo. Cuando lo encontraron, tenía la pistola en la mano, un revólver del calibre 22, un auténtico juguete comparado con lo que llevaban los chicos. Yo no he visto jamás a nadie que diga que no frente a un arma automática. Los chicos que dispararon a Constance no tenían necesidad de matarla para quitarle el dinero, pero lo hicieron de todos modos.

Constance valía millones. Yo la había visto darle mil dólares a un vagabundo; le compró una casa a su sirvienta y mandó a Harvard a los hijos del cocinero. Les habría dado a esos chicos lo que le hubieran pedido, incluso sin armas. Pero ellos no pidieron nada, simplemente dispararon.

Mucha gente creyó que allí había algo más: conspiraciones, redes, planes, conexiones. Constance nunca había dejado de trabajar en la desaparición de Belle, la hija de Silette. Algunos detectives pensaron que había hallado algo: pistas, historias, sospechosos. Silette tenía también otros seguidores y no todos estaban de acuerdo con la manera en que Constance llevaba la antorcha. No todo el mundo coincidía en que ella fuera la heredera al trono más adecuada.

Esa gente no sabía cómo es la vida en la ciudad de los muertos, no sabían lo fácil que es morir.

Mick se pasó varios años estudiando el asesinato de Constance. Analizó cada detalle, siguió cada una de las pistas. Otros detectives también le ayudaron. Kevin McShane volvió de su jubilación para trabajar codo a codo con Mick, el Detective Rojo bajó de las colinas de Oakland para susurrarme teorías al oído, el Oráculo de Broad Street ofreció sus servicios gratuitamente. Todos los detectives del mundo querían resolver el caso.

La gran conspiración que mató a Constance no fue la Reserva Federal, ni la teoría del Octopus, ni los antisilettianos. Fue la mayor y más antigua conspiración, la conspiración que producía chicos como los dos que la tirotearon por unas monedas. Fue la conspiración que empezó cuando el primer hombre miró a su vecino y le dijo: «Eh, creo que me gustaría tener esa cueva.»

Constance siempre estaba intentando que yo llegara a ver algo mejor en la gente, algo que nos elevara un poquito, pero no lo logré ver.

—Se suponía que este mundo iba a ser un paraíso —me dijo una vez, mordisqueando una manzana en la mesa de su gran cocina—. Si la gente se despertara, aún podría serlo.

—No tengo ni idea de qué es lo que se suponía —repuse yo—, pero está jodidamente cerca de ser el infierno, mira lo que te digo.

Una sirena gimió a su paso por la casa, la quinta de esa noche. Se estaba produciendo algún tipo de batalla en las calles de la zona alta: cuatro asesinatos en tres días.

Constance sonrió.

—Cuando llegues al infierno, Claire, créeme, lo sabrás. Hace mucho más calor que aquí, por ejemplo. Y está oscuro, ya que siguen sin bombillas, o eso me han dicho.

A Constance le atravesaron la cabeza de un tiro, justo en el tercer ojo. Cuando ella se fue, yo me convertí en la mejor detective del mundo.