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Esa noche fui a cenar a un restaurante en la esquina de Frenchman y Chartres que servía comida criolla y que había vuelto a abrir hacía apenas unas semanas. Como en muchos restaurantes, todavía no tenían bien pilladas las medidas. La comida llegaba en porciones que parecían del País de las Maravillas: un té helado venía servido en un pequeño vaso de zumo o traían un montón de ocra más grande que mi cabeza.

Acababa de pagar la cuenta y de salir a tomar el aire frío y húmedo cuando lo sentí.

Primero la presión atmosférica cayó de golpe. Después fue como si alguien accionara un interruptor y el mundo se ralentizó, y sus energías se hicieron casi visibles. Sentí como el miedo ascendía desde mi raíz hasta mi estómago, donde el ácido se apresuró a salirle al paso.

Alguien iba a morir.

Miré a mi alrededor y vi que alguien lo había percibido antes que yo. Me fijé en la cara de una mujer que había al otro lado de la calle y contemplé, a cámara lenta, cómo se le abría la boca y empezaba a chillar. A continuación (me pareció una hora, pero había pasado menos de un segundo) escuché el ratatatá de los disparos de un arma automática. Vi como el pánico se apoderaba de toda la calle y como una persona, y luego otra, abrían la boca y caían abatidos, o corrían, o bien seguían chillando.

Oí los tiros, pero no vi al tirador.

Me agaché rápidamente tras una caja expendedora de periódicos y allí me quedé, protegiéndome la cabeza y el corazón hecha un ovillo. Oí más chillidos y vi pies que corrían en todas direcciones. La luna del escaparate que había detrás de mí cayó hecha añicos cuando la alcanzaron un par de balas. Fueron los últimos disparos.

Abrí los ojos y aflojé el amasijo de miembros que era mi cuerpo; todo estaba tranquilo. Me incorporé. Todo el mundo se había ido o estaba abrazando el pavimento, excepto yo. Corrí hacia la esquina justo a tiempo de ver un Hummer negro sin matrícula que se alejaba, y un brazo largo y oscuro que sostenía un AK-47 y asomaba por la ventana.

En el dorso de esa mano había un tatuaje escrito en una elegante caligrafía, pero no me dio tiempo a leerlo.

Miré a mi alrededor. Junto a la puerta de servicio del restaurante de la calle Chartres un chico estaba desplomado contra la pared, entre tumbado y sentado. Tenía los ojos en blanco y la boca congelada en una «O» de terror. Creí que le habían dado.

Entonces movió los ojos y sonrió.

Nos miramos el uno al otro. La pared de detrás estaba salpicada de agujeros de bala.

Le brillaba la cara y nos echamos a reír.

—¡Joder! —exclamó.

—¡Hostia, tío! ¿Estás bien?

Asintió con la cabeza y volvió a reírse.

—Supongo —respondió—. De momento, no estoy muerto.

Se incorporó y nos pusimos a buscar agujeros de bala, pero no tenía ninguno. La gente empezaba a salir de sus escondrijos de uno en uno y se acercaban a ver los balazos que habían cosido la pared.

No sabía si las balas iban dirigidas contra mí. Puede que sí o puede que no. Había estado haciendo preguntas, por lo que no dejaba de ser posible.

El chico que había escapado a las balas sonrió de oreja a oreja y se marcó unos pasitos de baile.

En Nueva Orleans es difícil decir dónde acaba tu caso de asesinato y empieza el de cualquier otro.