Congo Square era una pequeña plaza de adoquines, al borde del Louis Armstrong Park, conservada como el lugar en el que los esclavos africanos, haitianos e indios del siglo XVIII, que gozaban de una libertad ligeramente mayor en Nueva Orleans que en cualquier otro lugar del sur, se concentraban para hacer música, bailar y llevar a cabo sus rituales. La plaza estaba ampliamente reconocida como lugar de nacimiento de la música norteamericana, la cuna que ofrecía la clave para entender lo que más tarde se convertiría en jazz y luego en rhythm and blues, rock-and-roll y todo lo que vino a partir de ahí.
La plaza fue conservada, pero no protegida. Una tropa considerable de alcohólicos y adictos la había reclamado y la guardaba celosamente. Cualquiera que atravesara ese rincón del parque lo hacía por su cuenta y riesgo. La policía no se acercaba nunca por allí, ni el Ejército de Salvación, ni la Guardia Nacional.
Por todo el perímetro había unos cuantos bancos: tres de ellos estaban vacíos y en otros dos dormían un par de tipos. Hacia el lado de Rampart Street había una mesa de picnic, anclada al suelo, a la que se sentaban cinco hombres. Todos eran pobres de más de cincuenta años, probablemente sin techo, vestidos con ropa que no había sido lavada ese año. Se trataba del mismo tipo de gente que uno podría encontrarse en cualquier ciudad del país en un parque o plaza situado justo a las afueras del centro, a medio camino de los barrios bajos. Creo que empezaron a aparecer tras la Guerra Civil: luchadores que habían perdido su guerra y también su propia lucha. Que perdían hasta cuando ganaba su bando.
Uno de ellos era Jack Murray. Bajo capas de mugre, licor derramado y desesperación, era difícil distinguir a esos hombres entre sí, pero lo reconocí gracias a ese día en el porche de Constance. Estaba segura de que él no se acordaría de mí.
Jack Murray, investigador privado, empezó su vida como un buen chico de clase media alta de la parte alta de la ciudad. Como Vic Willing, se había graduado en Tulane y empezó su carrera lleno de ambición. Jack quería ser el mejor detective privado vivo e iba camino de conseguirlo. Resolvió el asesinato de la Habitación Azul en menos de diez minutos con apenas veintiséis años. A los treinta resolvió asimismo el asesinato del museo de cera, pendiente desde 1957. A los treinta y cinco, Jack Murray consiguió exonerar a James Slim McNeil de la matanza de Abita Springs y mandó al auténtico culpable (¡el propio hermano de McNeil!) directo al talego. En 1979, Murray era el detective a batir. Fue portada del Detective’s Quarterly en no menos de cinco ocasiones. Estaba preparado para conquistar el mundo, o por lo menos la esquina que le había tocado en suerte.
Pero a los cuarenta, Jack Murray descubrió a Jacques Silette. Y todo cambió.
Yo había leído entrevistas con él de esa época y parecía realmente alterado por lo que había descubierto. De International Detection, 1988:
ENTREVISTADOR: Así pues, ¿en qué ha modificado el descubrimiento de Silette su manera de resolver los crímenes?
MURRAY: (Larga pausa.) Creo que ahora estoy más interesado en descubrir cómo mis misterios me resuelven a mí.
Pronto, Jack empezó a rechazar todos los casos atractivos que se le ofrecieron. Dejó pasar el Caso del Bandido de Bagdad con su comisión de cincuenta mil dólares; ni siquiera intentó averiguar quién disparó a la esposa del jefe de policía. E ignoró totalmente el asesinato de la Rue Royal, a pesar de que el editor del Times Picayune le rogó personalmente que se involucrara en el caso.
En lugar de eso, daba la sensación de que aceptaba las peores ofertas posibles, todas ellas sin cobrar. Dedicó meses a resolver el asesinato de un sin techo en las vías del tren en Metairie y encontró a un asesino en serie que se había ensañado con las chicas obreras de Nueva Orleans durante años, pero a nadie le importaban los sin techo ni las obreras, excepto a las mismas víctimas, claro. Murray no ganaba ni un céntimo, y más o menos un año después lo echaron de su casa. Empezó a beber más. Todo el mundo intentó echarle una mano: amigos, otros detectives, su familia, pero él decía que no era el único que necesitaba ayuda.
Después de estar en la calle durante años, cierto escritor lo localizó para entrevistarlo para el Journal of Silettian Studies. Esa revista duró exactamente dos números debido a la absoluta falta de interés que le demostró el mundo en general.
ENTREVISTADOR: ¿Qué significa para usted ser un detective silettiano?
MURRAY: (Pausa.) Significa que antes estaba ciego y que ahora puedo ver.
ENTREVISTADOR: ¿Y la bebida?
MURRAY: Bueno. Algunas personas necesitan cristales para ver, ya sabe.
Después de eso, Murray no volvería a responder más preguntas.
Yo había oído hablar de él cuando trabajaba para Constance, pero no de boca de ella. Los tipos mayores nunca mencionaban su nombre; era a nosotros, los jóvenes sabuesos amantes del cotilleo, a los que nos fascinaba el detective brillante reducido a un vagabundo borracho. Yo creía que era más un mito que una realidad, y no sabía hasta qué punto puede ser complicada la vida hasta que un día se presentó en la puerta de Constance y tocó el timbre.
Lo vi en la puerta, levanté un dedo para pedirle que esperara y me fui a buscar a Constance a su estudio.
—Constance —empecé—, creo que…
Pero ella ya se había levantado y se dirigía hacia allí. Cuando abrió, el gran hombre le dedicó una amplia sonrisa, tan gris y deteriorada como su viejo abrigo y su sombrero, y ambos se fundieron en un abrazo. Luego se echaron a reír mientras él bailaba un vals con ella en el porche.
Yo me quedé mirando hasta que el sonido del teléfono me alejó de allí. Siempre ocurrían cosas en la gran casa de Prytania Street. El día anterior había sido el profesor de meditación de Constance, Dorje, con sus ropajes de color azafrán, preparando un té de setas en la cocina. Y el anterior a ése fue cuando entrevistamos a un pastor alemán. Con Constance la vida nunca resultaba aburrida.
Me puse a trabajar y no vi a Constance durante unos días. Cuando me la volví a encontrar, le pregunté por el hombre de la puerta.
—Jack Murray —me dijo—. Si vuelves a verlo, Claire, por favor, déjale pasar o dale dinero si lo necesita, ¿de acuerdo?
—Por supuesto —le respondí mientras me debatía sobre si hacerle todas las preguntas que se agolpaban en mi cerebro.
—El camino de Jack es de los extraños —me dijo Constance al adivinar todas esas preguntas reflejadas en mi cara—, pero él está donde debe estar. No tenemos por qué preocuparnos por él. Y, si necesita ayuda, sabe que siempre puede venir.
Me miró a los ojos y entendió que yo seguía confusa.
—A veces hay que aceptar cosas que no se pueden entender, Claire.
Yo fruncí el ceño y Constance hizo lo mismo.
—Bueno, supongo que no hay que aceptarlas —aclaró Constance—, pero van a existir igual.
Jack volvió a desaparecer en ese mundo crepuscular de los refugios y los hoteles, los bancos del parque y las paradas de autobús, las licorerías y las pensiones. Después de eso no lo vi nunca más y dudo que Constance lo hiciera.
Seis meses más tarde, ella estaba muerta.
En la siguiente mesa de picnic había un sitio libre, así que fui y me senté cerca de los hombres, que olían fuerte incluso con ese aire tan frío. Vi que se trataba de un grupo mezquino, pero yo todavía no había permitido que nadie tomara lo mejor de mí y no planeaba dejar que eso sucediera precisamente en ese momento.
Ellos me ignoraron, mientras se pasaban una botella grande de licor de malta entre ellos.
—Una chica puede morirse de sed por aquí —dije con una pequeña sonrisa.
Me ignoraron y siguieron ignorándome.
Me ignoraron hasta que me marché.
Esa tarde me acerqué en coche hasta el parque entre Annunciation y la Tercera. Un grupo de chicos merodeaban por allí, intentando parecer importantes y ocupados. Sin embargo, no vi chiquillos con grandes rastas, ninguno que encajara con la descripción de Lawrence. Me fui a una tienda de bocadillos en Magazine y la Primera, cogí un po’boy de gambas y una bebida de zarzaparrilla y volví al parque. Lawrence seguía sin aparecer.
En Jackson Street, entre Magazine y Constance, vi otra vez la plataforma elevadora, estacionada de manera irregular junto a una boca de incendios. No había nadie.
«Límpiame», había escrito alguien sobre el polvo de la ventanilla trasera.
«Liquídame», había escrito otro debajo.
Llevaba dos semanas con el caso. Tenía pistas, tenía indicios, tenía preguntas, pero lo que no tenía eran respuestas.
«Solamente un tonto busca respuestas», escribió Silette. «El detective sabio sólo busca preguntas.»
Silette no tenía un cliente que le pagara por días y que no parara de mirar el reloj. Él tenía los derechos de autor de su libro y un fondo fiduciario de su padre, que había amasado una fortuna en la industria textil.