Me pasé el resto del día en el café, leyendo todo lo que pude encontrar sobre Vic en internet. No era demasiado. Un poco por aquí y otro por allá sobre los casos que llevó, la letanía habitual de asesinatos, asaltos y tráfico de drogas. Sólo pensar en intentar rastrear todos esos casos y a sus protagonistas me dio dolor de cabeza; hacía mucho tiempo que mantener un archivo se había convertido en un arte perdido en Nueva Orleans, y desde la tormenta la mayor parte de los registros habían literalmente desaparecido. Ocasionalmente, Vic aparecía en las columnas de sociedad. «El señor Willing acompaña a la señora de Brandford Stepman a una recaudación de fondos para nuestras tropas.» «El fiscal Vic Willing comparte unas risas con la señorita Stephanie Ludwig en la fiesta de presentación del libro Así era Nueva Orleans.»
Me llamaron por teléfono. Era Mick.
—¿Estás ocupada? —me preguntó.
—Mucho. ¿Qué pasa?
—Estoy cerca de Coops —me dijo en un tono que sonaba frío, frío y solitario—. A lo mejor quieres venir a tomar algo. ¿Quizá a cenar?
Le dije que sí y fui andando hasta Coops. Mick ya estaba allí, comiendo algo frito con un plato de guarnición de algo que también estaba frito.
—¿Cómo es que no pesas más de trescientos kilos? —le pregunté.
—¿Y cómo estás tú? Te has estado hinchando de comida desde que llegaste.
—Es que donde vivo es ilegal —le expliqué—. Si engordas en San Francisco, te echan a patadas.
Pedí jambalaya de conejo y justo cuando estaba a punto de metérmela en la boca sonó el teléfono de Mick, que se fijó primero en el número.
Contestó. Se trataba del centro de acogida en el que hacía de voluntario. Pude oír una voz fina, aguda y preocupada al otro lado de la línea, pero no llegué a entender una sola palabra.
—No —dijo él con vehemencia—. No llaméis a una ambulancia ni a los polis. No llaméis a nadie… No… Estaré allí en un minuto.
Se levantó y se puso la chaqueta.
—Ya casi estoy. Esperad.
Y colgó.
—¿Te molesta? —me preguntó—. Están en un pequeño lío… Si esa chica acaba en la cárcel, serán muy malas noticias.
—No importa —le dije mientras dejaba cuarenta dólares sobre la mesa y me ponía el abrigo—. ¿Qué ha pasado?
—Esa chica, Diamond, un cielo. A su madre la han mandado hoy fuera de la ciudad. No vivían juntas, pero aun así era todo lo que tenía. En realidad, Diamond se queda a veces en esa casa abandonada de Upper Ninth en la que se meten un montón de chicas que se prostituyen. Hace tiempo un cliente siguió a una hasta la casa, así que ahora tienen un arma, lo cual estaría bien si no fuera porque me preocupa que Diamond la use contra sí misma. Por lo que se ve, ha perdido el control y nadie sabe qué hacer con ella.
El centro de acogida era una gran habitación deprimente en Canal Street, cerca de Claiborne. Había sido un supermercado y el linóleo del suelo todavía mostraba las marcas de las neveras y los congeladores. En un rincón goteaba una tubería y se había formado un charco de agua sucia. Había sillas y mesas de plástico barato por todas partes, de esas que entregan las instituciones y que han pasado de mano en mano demasiadas veces. En otra mesa había café, agua dulce coloreada y donuts, mientras que en un rincón habían puesto un cubo con ropa y zapatos viejos. Dos chicas lo estaban revolviendo, riéndose e inspeccionando la ropa como si estuvieran comprando en un centro comercial.
Los chicos del centro se habían organizado por grupos de afinidad: punks blancos, gamberros negros, gamberros blancos, transexuales y chicos homosexuales, y un grupo de chicas de distintas razas que eran evidentemente prostitutas callejeras. Algunos de los chicos acudían allí con sus propios hijos, bebés y más mayorcitos. Cuando entramos Mick y yo, la mitad de los chicos nos saludó y algunos se nos acercaron.
Una chica joven, una de las prostitutas callejeras, se estaba aguantando las lágrimas, pero cuando Mick le tendió una mano se echó a llorar. Todo el mundo se quedó mirándola.
—Oh, señor Mick —decía entre sollozos—, señor Mick.
Él le puso la mano en el hombro y la atrajo hacia su pecho. Ella se derrumbó sobre él y se echó a llorar a lágrima viva. El resto se separó un poco para dejarles sitio. Supuse que ésa era Diamond.
Mick se llevó a la chica a una mesa vacía, mientras yo fui a servirme una taza de café. Los chicos del centro metían ruido como chicos de cualquier otra parte: gritando, riéndose, al borde de la histeria. Pero no eran como los chicos de cualquier otra parte: eran como había sido Mick una vez, chicos para los que ningún adulto en el mundo podría reunir suficiente amor, dinero o responsabilidad como para hacerles sentir cuidados. Los niños abandonados habían sido un problema endémico de Nueva Orleans, pero desde la tormenta se había convertido en epidémico. Miles de padres se habían quedado allá donde aterrizaron y habían mandado a sus hijos de vuelta a Nueva Orleans con la promesa «Os traeremos cuando podamos».
Mick llevaba bastantes años viviendo por su cuenta cuando conoció a Constance, con veinte años recién cumplidos. Se lo encontró atracando un colmado mientras ella compraba una botella de Evian. Mick había intentado robar a Constance, pero ella vio algo en él y, tras una larga conversación, él le acabó comprando el agua a ella y Constance lo convirtió en detective privado. O, siguiendo a Silette, hizo que él se revelara como tal.
Me tomé el café y me senté cerca de un grupo de chicos que se parecían a Andray: jóvenes, negros, pobres, tan llenos de vida que tenían que hacer todo el esfuerzo del que eran capaces para suprimirla y aparentar calma. Intenté escucharlos disimuladamente, pero su acento era tan marcado que sólo podía pillar una de cada tres o cuatro palabras, y siempre era «negrata». Al cabo de un rato, uno de los chicos, y luego otro, se dio cuenta de que les estaba escuchando. Era obvio que los hacía sentir incómodos, ya que no había ninguna explicación de mi presencia ni de mi interés por ellos.
Sin embargo, yo sabía que estaba allí por un motivo. No existen las coincidencias, sólo oportunidades que hemos sido tontos de no aprovechar, puertas que no hemos cruzado por culpa de nuestra ceguera.
—Perdóname —le dije al chico que se sentaba más cerca de mí.
Era pequeño y no tenía más de trece o catorce años, con una cara redonda y adorable.
—¿Puedo preguntarte algo? —continué.
Me miró y asintió con la cabeza, inseguro. Sus amigos dejaron de charlar y se fijaron en mí.
—¿Conoces a un chaval, más o menos de tu edad, que se llama Lawrence? Su madre se llama Shaniqua y trabaja en LaVanna, en el centro.
Lawrence era el chico al que Vic Willing se suponía que había ayudado con sus problemas legales con toda la bondad de su corazón. Yo había marcado todos los números que me había dado su madre, pero estaban todos muertos o eran claramente falsos.
—Sí —dijo uno de los otros con cautela, el que parecía más alto, más mayor y más serio—, yo lo conozco.
—¿Sabes dónde puedo encontrarlo?
Se callaron y empezaron a alejarse.
—No soy poli —les expliqué rápidamente—. Soy detective privado, como en la tele. Mirad —y les enseñé mi licencia de California, que saqué de la cartera a toda prisa—. Estoy investigando un caso y Lawrence podría ser un testigo importante.
Se rieron todos de puro asombro.
—Como en Magnum, P. I. —dijo uno.
—Exacto, pero sin su jefe.
—Pírate —me dijo el primero al que me había dirigido, el listo—. No eres detective privado.
—Sí lo soy —repliqué—. Y te lo voy a demostrar.
—Pues venga.
Volvieron a reírse.
—De acuerdo —le dije—. Cuéntame algo sobre ti.
—¿Como qué?
—Lo que sea. Algo.
—Vale —aceptó con voz ronca y un poco rasposa, como si hubiera estado gritando—. De acuerdo, déjame pensar… Vale. De pequeño, mi hermana me llamaba NeeNee. Fue el apodo que me puso.
Todos continuaron hablando y riéndose. Yo miré bien al chico: altura, peso, tatuajes, el músculo levemente desarrollado en exceso de su antebrazo. Escuché las diferentes capas y acentos de su voz mientras charlaba con sus amigos. Sus zapatos estaban gastados, sus vaqueros eran grandes y no estaban demasiado limpios. Me fijé en su forma y en sus posturas, las curvas de las emociones en la espalda, la posición de los hombros y de la mandíbula, una presión un poco excesiva de los dientes, las líneas de su cara, la tensión de su vientre. Cuando tuve toda la información, cerré los ojos y dejé que se uniera en un todo.
Lo hice todo en dos minutos.
—Naciste en Atlanta, Georgia —empecé, abriendo los ojos.
Lentamente, los chicos dejaron de hablar, se rieron y se concentraron en mí.
—Naciste en 1992. Te mudaste aquí a los cuatro años, o a los cinco, con tu madre. Tu nombre es Nicholas, Nicholas algo. El verano pasado trabajaste sirviendo helados en el Barrio Francés antes de la tormenta. Tu madre murió cuando tenías ocho años y tú te quedaste con tus tíos, pero volviste solo desde Houston hace tres o cuatro meses.
A esas alturas, todos los chicos me escuchaban.
—Tu padre está en Angola —continué—, echas de menos a tu hermana y la has estado buscando. Tenías novia pero… bueno, no hablaré de eso. En la escuela te va mejor de lo que debería. Y te gustan los aviones. Algún día pilotarás uno.
Los chicos miraron a Nicholas (el chico listo) buscando su confirmación. Él asintió, con los ojos como platos.
—El sitio de los helados —corrigió lentamente— estaba más arriba, en Carrolton.
—La puta de oros —dijo uno de los chicos.
—Joder —exclamó otro.
—¿Cómo lo haces? —me preguntó un tercero—. Quiero decir, ¿cómo coño…?
—Os lo dije —respondí—, soy detective privado. Y ahora, chicos, echadme una mano. Podéis ayudarme con un caso muy importante.
Saqué la foto de Vic Willing de mi bolso.
—¿Alguno conoce a este tío?
Se la pasé a Nicholas, que dijo que no lo conocía de nada. Observé su cara mientras la estudiaba. Estaba diciendo la verdad, así como los dos siguientes.
El chico alto y serio la cogió y, como el resto, meneó la cabeza.
—Pues no —dijo, desviando la vista un poco hacia la izquierda—. No lo he visto jamás.
Estaba mintiendo. Conocía a Vic Willing.
Cuando acabamos con las fotos, los chicos volvieron a su conversación. Nicholas, el listo, vino a sentarse a mi lado.
—Eso fue cojonudo —me dijo, simulando una risa.
—Gracias.
—Entonces —continuó, bajando la vista—, mi hermana, ¿sabes dónde está?
Me lo quedé mirando. Ya no parecía un niño, sino más bien un hombrecito con la carga de una vida injusta a la espalda.
—¿Has estado buscándola? —le pregunté.
Asintió con la cabeza. Parecía cansado hasta los huesos.
—Desde hace unos años.
—Pero no la perdiste en la tormenta, ¿verdad?
Negó con la cabeza.
—¿Acogida temporal? —aventuré.
Asintió de nuevo.
—No la he visto desde hace cinco años —añadió.
—Yo no sé dónde está, pero puedo decirte cómo encontrarla. Lo que pasa es que… la gente cambia. Lo sabes, ¿no?
Volvió a asentir.
—Podría ser que no fuera la persona que tú crees. Podría ser incluso alguien a quien no querrías conocer. ¿Lo entiendes?
Continuó asintiendo, tan serio como un hombre anciano.
—De acuerdo, pues. ¿Conoces a ese de allá, el señor Mick? —le pregunté mientras se lo señalaba.
—Sí.
—Bueno, pues le cuentas todo lo que sepas sobre ella, su nombre completo, fecha de nacimiento, número de la Seguridad Social si lo tienes, y él la encontrará. No debería llevarle más de un día o dos, aunque probablemente no podrá ponerse hasta que haya acabado con el trabajo que está haciendo para mí, que lo tiene totalmente ocupado. Le dices que yo te lo he prometido, ¿vale? Díselo.
El chico asintió y me dio las gracias. No sabía si lo haría o no. Me habría ofrecido a ayudarlo yo misma, pero Mick lo haría más rápido, ya que conocía los detalles prácticos del sistema en Luisiana. Además, ¿por qué quitarle la oportunidad de ejercer de bienhechor?
El chaval se alejó y yo me pasé un rato haciendo como que leía una revista, aunque sin quitarle los ojos de encima al chico alto que había mentido al decir que no conocía a Vic. Al cabo de un rato se levantó para ir al lavabo y yo me fui a esperarlo hasta que saliera.
—Hola —le saludé.
El chico pegó un bote.
—¿Qué coño…? ¿Me estás esperando?
—Así que conoces a Vic.
Su cuerpo se puso todo tenso. No hacía falta ser detective para saber que algo iba mal. Frunció el ceño.
—Pareces una buena mujer —me dijo—, pero por aquí lo sabe todo el mundo. Si hablas con la loca sobre el fiscal de distrito, estás muerto.
—¿De verdad? —le pregunté—. ¿Dónde has oído eso?
El chico alto se rió y meneó la cabeza.
—Lo siento —me dijo—, pero no voy a continuar con esto.
—Gracias de todos modos —le dije.
Me di la vuelta para alejarme, pero entonces le oí respirar y me volví de nuevo. Tenía algo más que decirme.
Nos miramos el uno al otro. Su rostro, alargado y serio, parecía cansado. Cansado de luchar, cansado de guardar secretos, cansado, probablemente, de vivir en un mundo en el que si le dices algo equivocado a la persona equivocada acabas muriendo.
—Si quieres encontrar a Lawrence —me dijo—, suele estar en ese parque cerca del Irish Channel. Más o menos entre la Tercera y Annunciation. Es un chico pequeño con grandes rastas. Si no lo ves, vuelve cualquier otro día —me miró fijamente—. Él está allí. Lo encontrarás, lo encontrarás fácilmente.
Él confiaba en que, fuera lo que fuese lo que no podía contarme sobre Vic, me lo contara Lawrence.