Mi familia no había sido popular en nuestro barrio de Brooklyn. Éramos pobres, blancos y extraños, y no teníamos ninguna buena excusa. Vivíamos en un vecindario de afroamericanos, puertorriqueños, dominicanos, haitianos y jamaicanos, algunos de los cuales se esforzaban por ser clase obrera, mientras que la mayoría había desistido. El hecho de que mamá y papá detestaran abiertamente a la gente de color tampoco ayudaba.
La casa había pertenecido a la familia de mi padre durante generaciones. Mi padre había tenido unas cuantas personas por delante en la línea hereditaria de la mansión ancestral, pero se las había apañado para lloriquear y persuadir hasta que consiguió que fuera suya. Además, nadie la deseaba demasiado: durante años había estado deshabitada, el garaje se había convertido en un lavabo y el cobertizo del jardín en una galería de tiro. Las casas adyacentes hacía tiempo que se habían transformado en casas de huéspedes, y al este y al norte se habían ido levantando hileras e hileras de feas viviendas subvencionadas de ladrillo. Por lo que entendí, mamá y papá codiciaron la casa durante años hasta que, finalmente, lograron ponerle las manos encima. Siempre sospeché que la casa era precisamente lo que los mantenía unidos y que ninguno de los dos dejaría que el otro se la quedara.
Mis padres eran ambos guapos, inteligentes y, por lo que entiendo, absolutamente incompetentes. Mi padre ahuyentó a los ocupas con una escopeta, pero no hizo mucho más por mejorar la propiedad. El agua caliente era esporádica y tampoco se podía confiar ciegamente en la fría. En los dormitorios, la calefacción era la mínima para mantener vivo a un mamífero de sangre caliente, y no había ninguna en absoluto en la planta baja ni en los pabellones. La escalera de atrás estaba tan podrida que no se podía utilizar, y la de delante era muy precaria debido a las alfombrillas originales, que se habían vuelto resbaladizas con el tiempo y nadie se había molestado en cambiar.
Instalados en su pequeña parcela de infierno, mis padres se rodearon de pretendientes destronados, mercaderes de remedios mágicos, doctores en venta a distancia e intérpretes de la ouija; en otras palabras, su gente.
—Cállate y escucha, querida —me soltaba bruscamente mamá si no estaba lo bastante atenta a uno de sus invitados—. Se trata de tu educación.
Con su acento austríaco, la palabra «educación» sonaba como un insulto grave, como algo obsceno.
Estaba el defensor del «vinagre crudo y aceite»; el vidente que prometía que cualquier día llegaría su fortuna; el astrólogo que convenció a mamá de ser la reencarnación de Isis; el primo tercero que era conde, un homólogo adecuado para mi madre, la marquesa.
Ah, sí, éramos nobles, o por lo menos eso sostenía mi madre, aunque también defendía que el vinagre crudo era un alimento saludable para los niños. Incluso en el caso de que no fuera técnicamente tan cercana a la reina de los Habsburgo como se imaginaba, formaba parte de otra clase de nobleza: la de los guapos y casi famosos. Mis padres conocieron a Andy Warhol y a los propietarios de Studio 54, conocían a condes y duquesas y estrellas de cine. Mi madre conducía un deportivo por toda la ciudad y echaba las multas en el maletero; mi padre coleccionaba libros raros que conseguía a crédito gracias al nombre de su familia. Antes de tener la casa vivieron en el hotel Chelsea y acumularon una deuda legendaria que nunca pagaron en El Quixote.
Sin tener en cuenta su linaje concreto, mis padres procedían ambos de antiguas familias ricas, austríaca la de mi madre y de los mismos Estados Unidos la de mi padre. Mamá menospreciaba que el dinero de papá viniera del trabajo, ya que su abuelo se había dedicado a algo relacionado con el acero, y nunca dejaba de recordárselo.
—¡No debería haberme casado con un americano! —gritaba cuando se peleaban—. Fíjate, si puedes ver la mugre en sus manos. ¡Si hasta tiene callos! —aunque con su acento sonaba algo así como «caloos»—. ¡Si hasta tiene caloos! ¡Tiene caloos!
—¡Mirad a la princesa! —replicaba papá—. ¡Mirad a la princesa! La Señora no está contenta hoy con el servicio, ¿verdad?
—¡No, no lo está!
Pero los insultos de mamá eran completamente infundados, ya que mi padre no trabajó un sólo día de su vida. En ambos casos, las fortunas familiares ya se habían dividido muchas veces, y pese a que sus ingresos conjuntos, provenientes de sus tajadas respectivas de la tarta familiar, habrían sido más que suficientes para vivir con comodidad, para ellos nunca bastaban. No obstante, no tenían ningún interés en apañárselas ni en conseguir empleos. Querían volver a ser ricos y estaban seguros de que acabarían encontrando una puerta que les permitiera entrar de nuevo. El pago de un dividendo que nos podría haber alimentado durante un año se convertía en una bolsa de comestibles, un pago al doctor Bradley, «chakraologista», una estola de piel de conejo para mamá y una inversión en un plan de importación de aceites esenciales de Bavaria que, increíblemente, nunca llegaba a despegar. Por lo que yo sé, el dinero y el glamour eran lo único que les importaban. Y lo que les faltaba de lo primero lo compensaban buscando lo segundo. Nunca salían de casa sin acicalarse como mínimo durante una hora, se negaban a perderse una buena fiesta y ni siquiera fingían preocuparse por el AMPA, las facturas o cualquiera de los aburridos asuntos de la vida cotidiana.
Cuando nos mudamos, la casa estaba llena de restos y desechos del pasado de los DeWitt, pero los más valiosos hacía tiempo que habían desaparecido para ser vendidos: obras de arte, plata, porcelana, todos los elementos arquitectónicos de valor. Del vestíbulo delantero se había arrancado, y luego vendido, todo un vitral, para después sustituirlo por madera contrachapada. Lámparas de araña, pomos, marcos de chimeneas, todo había sucumbido a la codicia de los DeWitt. Lo que quedaba eran las ediciones comunes, los álbumes de recortes, los baúles con ropa vieja, cajas y cajas de platos desconchados. Como un adicto al crack que recoge trozos de gasas blancas e intenta fumárselas, mi madre peinaba el desván y los armarios cuando necesitaba dinero. Y a veces nos sorprendía con un tenedor de plata o un juego de botones de perlas.
Las casas grandes están llenas de misterios, de vidas vividas durante años y años, dejando únicamente pistas a su paso. De pequeña estudié detenidamente cada centímetro de esa mansión decadente. ¿Quién fue la bisabuela Eve? ¿Y por qué a su ejemplar de Das Kapital le faltaban las tres primeras páginas? ¿Por qué había un interruptor en el primer piso que encendía una luz en el tercero? ¿Quién pensó en construir un pasillo que comunicaba el dormitorio del amo con el cuarto de la criada? ¿Y quién lo selló años después? ¿Por qué lloraba mamá? ¿Por qué gritaba papá? ¿Por qué lo suficiente nunca bastaba?
Y el mayor misterio de todos: ¿Por qué todo el mundo era tan desgraciado?
Esos misterios los investigué yo sola hasta que conocí a Kelly y a Tracy. Después formamos un equipo y nos dedicamos a investigar juntas.
El primer día de cuarto curso, en la escuela, me senté al lado de Tracy. Ya me había fijado vagamente en ella, así como en la otra chica blanca con la que se relacionaba, Kelly. No me habían impresionado mucho, pero me senté a su lado porque ese sitio estaba libre y porque estaba bastante segura de que ella no me pegaría. Nunca me hicieron demasiado daño, aunque las bofetadas y los tirones de pelo estaban a la orden del día en mi barrio, algo que, en realidad, era mucho más irritante que doloroso o aterrador.
Entonces, me fijé en el Anillo Descodificador Oficial Cynthia Silverton para Chicas Detective que lucía Tracy. Lo llevaba en el dedo anular de la mano izquierda, como si estuviera casada.
—Tú lo tienes —susurré.
Había visto el anillo anunciado en la contraportada del último número del Boletín de Misterios de Cynthia Silverton, ese en que la adolescente de instituto Cynthia Silverton descubría que su tía Agnes no había robado la Esmeralda de Bangkok. Pero ¿entonces quién?
Sin el anillo, yo nunca lo sabría.
Tracy me miró y sonrió. Pareció como si la habitación se quedara en silencio mientras alargaba la mano del anillo, exhibiéndolo como si acabara de casarse.
—Sí, lo tengo —susurró a su vez.
Las dos nos quedamos observándolo con admiración. Estaba segura de que con él lo entenderíamos todo, de que todos los secretos se desvelarían y quedarían desnudos; resolveríamos todos los misterios.
—¿Quién lo hizo? —le pregunté—. ¿Quién robó la esmeralda?
Tracy me miró y se mordió el labio, pensando. Miró a su alrededor. Al no poder garantizar nuestra intimidad, decidió escribir con mucha cautela el nombre del culpable en un pedazo de papel y me lo pasó cuando el profesor no estaba mirando.
«Duane Edwards», había escrito. «Fue el mayordomo.»
Yo contuve la respiración, incapaz de creerlo.
¿El mayordomo? ¿De verdad?
Miré por la ventana y dejé volar la imaginación. Como estaba empezando a entender, no se podía predecir la vida. No se podía confiar en nadie.
Cinco años después, Kelly, Tracy y yo ya no éramos amigas, éramos hermanas. O eso creía. Fue más o menos por entonces, a los catorce años, cuando nos hicimos los tatuajes con una aguja mojada en la tinta de un bolígrafo Bic y nos tomamos esa foto frente al bar de la Primera Avenida. Yo tenía una «T» y una «K»; Trace, una «C» y una «K»; y Kel, una «T» y una «C». Juramos que seríamos amigas para siempre, hermanas hasta el final.
Pero siempre no dura tanto como una se imagina. Dos años más tarde, Tracy desapareció, poco después Kelly dejó de hablarme y, desde entonces, sólo he hablado con ella una docena de veces, si llega.
La vida no se puede predecir, ya lo entendí. Y no se puede confiar en nadie.