27

La última dirección conocida de Jack Murray era una casa de huéspedes en la avenida Jackson, cerca de Saint Charles. La casa era una mansión, o lo había sido. El porche había desaparecido y sus pilares de hormigón ya no sostenían nada, aunque aún podían apreciarse algunas pinceladas de belleza: una puerta tallada o el desmoronado techo del porche en un azul desvaído. En la esquina merodeaba un grupúsculo de jóvenes matones que ensayaban miradas asesinas bajo el cielo gris. Cuando Leon y yo salimos de la furgoneta, nos dedicaron una bien larga y fría, como el ojo de un pez muerto. Yo les sonreí.

—Hola —les dije a la vez que les saludaba con la mano.

Ellos me ignoraron.

Subimos hasta la puerta por unos improvisados escalones de madera e intenté abrir la gigantesca puerta original de la casa. No estaba cerrada.

Leon me miró de manera vacilante y yo arqueé las cejas. Él frunció el ceño y yo negué con la cabeza. Finalmente asintió de la misma forma y me siguió hacia dentro. Leon era de esos a los que hay que intimidar de vez en cuando si quieres llegar a algún lado.

En su interior, la casa contaba esa misma triste historia, aferrándose a pequeñas muestras de su belleza pasada como una mujer que hiciera alarde de sus «mejores rasgos». Yo había crecido en una casa así: una mansión que mis padres habían heredado en un vecindario en el que hacía casi cien años que no había vivido nadie como ellos, ricos y vagos. Bajo la pintura desconchada, trozos de molduras de escayola se agarraban a las paredes del vestíbulo. Una auténtica lámpara de araña, cubierta de polvo, se encontraba precariamente suspendida sobre la escalera. En una sala de estar polvorienta, la repisa de una chimenea de mármol proclamaba una noble cuna, un declive temporal de carácter circunstancial, un malentendido en el banco que se resolvería cualquier día. Una historia que me sabía de memoria, una vieja letanía de excusas y disculpas, nacer rico pero no seguir siéndolo del todo, ser pobre pero no lo suficiente como para intentar cambiarlo.

La encargada bajó por la escalera pasando por debajo de la araña oscilante. Para mi sorpresa, se trataba de una mujer blanca de mediana edad, descalza y vestida con vaqueros y una camiseta.

—¡Cariño! —gritó cuando vio a Leon.

—¡Marsha! —dijo él, echándose en sus brazos.

Fue jodidamente perfecto.

—¡Estoy tan contenta de verte! —gritó ella—. He estado pensando en ti.

—Yo también —dijo Leon—. Le oí hablar de ti a…

—Y yo —le cortó Marsha—. Pero es mucho mejor volver a verte. ¿Cómo te ha ido?

—Pche —respondió Leon—. ¿Y a ti?

—Pche —le imitó ella, y se sonrieron el uno al otro con tristeza.

—Hola —saludé yo.

—Ah —intervino Leon—, ésta es Claire. No sé si has oído hablar de mi tío.

—¿De tu tío? —preguntó Marsha.

Entonces, Leon le contó toda la historia y por qué estábamos allí.

—Ah —dijo ella—. Bueno, pues pasad, por el amor de Dios, y tomaos un té.

Nos sentamos en el salón polvoriento en unas sillas de segunda mano y bebimos té verde. Yo le conté a Marsha lo que estábamos buscando.

—Lástima que hayáis tenido que venir hasta aquí —me dijo cuando terminé—, os lo podría haber contado por teléfono. Jack Murray ya no vive aquí. Después de la tormenta empezó a beber otra vez y, bueno, eso. No fue que se atrasara con el pago, porque no lo hizo. Pero muchos de los tipos que viven aquí se están recuperando y, por Dios, yo no podía correr ese riesgo. Habrían podido caer como fichas de dominó —se rió e imitó esa caída de las fichas con las manos—. Iba a pedirle que se fuera, pero no tuve que hacerlo. Simplemente se levantó y se marchó, así fue. Oí que uno de los chicos decía que se había instalado en Congo Square. Espero que no sea así, aunque es lo que oí.

—¿Se dejó algo? —le pregunté.

—Sí —respondió con suspicacia—. ¿Cómo lo has sabido?

—La gente siempre se deja algo. ¿Puedo verlo?

Marsha miró a Leon, que se encogió de hombros.

—No es mucho —dijo titubeando—, pero es todo lo que tenía.

—Se lo dejó —repliqué yo— y no ha vuelto a buscarlo. Legalmente es como si fuera basura.

—Supongo que sí —dijo, aunque la idea la entristecía—. Vamos.

Leon y yo seguimos a Marsha hasta un armario situado bajo la escalera principal. Estaba lleno de cajas de todos los tamaños amontonadas en desorden. Marsha tuvo que pelearse un poco para extraer una de ellas, justo en medio de todas las demás, y Leon y yo tuvimos que acercarnos para ayudarla. De alguna forma, ellos dos acabaron charlando y yo desamontonando y ordenando de nuevo las cajas.

—No sé ni por qué guardo todo esto —dijo Marsha—, algunas de estas cosas tienen veinte años. Pero, en fin, si no lo hago yo…

Mientras ellos hablaban y yo reordenaba apareció un hombre, otro inquilino. Era criollo y probablemente había sido apuesto, probablemente feliz y probablemente fuerte y saludable. En ese momento ya sólo era viejo y ninguna de esas otras cosas.

Se quedó mirando al suelo, preparándose para hablar.

—Está bien —intervino Marsha antes de que pudiera empezar—, la semana que viene.

Él asintió. Parecía a punto de echarse a llorar.

—Gracias —dijo finalmente.

Marsha asintió también mientras le sonreía, como si no valiera la pena darle las gracias. El inquilino se dio la vuelta y se fue.

—¿Hablas con Mark Dylan? —le preguntó Marsha a Leon—. Yo no…

—Oh, sí —respondió él—. Está en Dallas y se encuentra bien, aunque se muere de ganas de volver a casa.

Los dos se echaron a reír y luego le tocó preguntar a Leon.

—¿Y tú has hablado con Jesse?

—Ya hace tiempo que no —respondió Marsha—, pero recibí un e-mail suyo grupal. Creo que se ha quedado en Nueva York. Sus hijos viven allí y tiene también a sus nietos.

—¿Por qué no? —se preguntó Leon—. Aquí ya no tiene nada que la retenga.

—Pues no, menos que nada. ¿Sabes?, ni siquiera volvió para ver la casa, bueno, el lugar donde estaba. Dice que es mejor recordarla tal como era.

—No la culpo.

Se quedaron en silencio durante un minuto y luego Leon comentó:

—Me enteré de lo de Brad.

Ella no dijo nada.

—Lo siento mucho —añadió él.

—Le echo de menos cada día —confesó Marsha—. Pienso en él todo el tiempo, continuamente, cada día.

Se quedaron callados.

Desde la primera vez que me reuní con Leon, era la primera ocasión en que oía a alguien hablar de la tormenta. La gente hablaba mucho sobre cómo habían reaccionado, sobre sus efectos y sobre el futuro que la tormenta comportaría, pero apenas hablaban sobre el incidente en sí mismo.

Al final conseguí sacar la caja de Jack Murray y la abrí, aunque no encontré casi nada: unas pocas prendas de vestir mugrientas; un ejemplar de la obra de numerología titulada Aunt Sally’s Policy Players Dream Book, un librito que descodifica imágenes oníricas en los números de lotería; una ficha de dos dólares de un casino del centro, y cuentas de Mardi Gras.

Y una postal de California, del Lugar Misterioso. En el anverso, una foto de la casa, una cabaña de aspecto benigno entre las secuoyas.

—Mierda —se me escapó.

—¿Qué? —preguntó Leon.

—Joder. ¿Lo he dicho en voz alta?

Tanto Leon como Marsha asintieron y se mostraron interesados.

—¿De qué se trata? —preguntó ella—. ¿Es una pista?

—Sí, lo es. Una pista muy valiosa. Realmente valiosa. ¡Qué suerte que hayamos venido en persona! No habría querido perderme una pista tan importante.

—Oh —exclamó Marsha—, esto es muy emocionante.

—Siempre lo es —dije yo con aires de suficiencia.

Leon sonrió con cortesía y se puso rígido y tristón.

Le di la vuelta a la postal. Se la habían enviado a Jack, a la dirección de esa casa. El matasellos era del 1 de enero, pocos días antes de que yo regresara a Nueva Orleans. Junto a la dirección, alguien había escrito un mensaje a bolígrafo:

«El Caso del Loro Verde».