26

A la mañana siguiente llamé a Leon para ponerlo al día, ya que me había solicitado específicamente que lo mantuviera al corriente con frecuencia. No entiendo por qué los investigadores privados tenemos que informar constantemente. Los científicos no lo hacen. Hasta donde yo sé, a un pintor no se le pide que nos tenga al tanto, ni a un cocinero, pero el detective privado es mejor que haga un informe dos veces por semana o la gente pensará que está holgazaneando.

—Buenas noticias, espero —dijo Leon.

—No, ninguna noticia, lo que en este caso no es bueno. A veces no tener noticias es la mejor noticia, pero no ahora. Ahora es que no hay nada.

Lo puse al corriente de lo que había hecho, exagerando mi confianza en la inocencia de Andray Fairview.

—Ahora voy a hablar con alguien —le conté—, voy a intentar localizar a un detective llamado Jack Murray. La última vez que se supo de él estaba en una casa de huéspedes de Central City. Así que éste es el plan de hoy.

—¿Podría ser que él supiera algo de Vic? —preguntó.

—Quizá, es posible.

—Si no te importa que te haga una pregunta… Es decir, no intento decirte cómo tienes que hacer tu trabajo ni nada por el estilo.

Cuando alguien dice eso, normalmente es exactamente lo que hace.

—Es sólo que hay algo que me pregunto —continuó Leon—. Tú siempre hablas de ver a tal persona o de intentar encontrar a tal otra. ¿No podrías simplemente llamarlas por teléfono? ¿O mandarles un mail?

—Bueno, Leon —empecé yo—. Leon, cuando yo hago preguntas a la gente, realmente no estoy buscando sus respuestas: lo que busco es su reacción. Como cuando te pregunté por tus hermanas. ¿Te acuerdas, la primera vez que nos vimos, cuando te pregunté por tus hermanas? Dijiste que eran estupendas, Leon, ¿a que sí? En realidad, no lo piensas, ¿a que no? De hecho, me parece que no te gustan en absoluto, y que hace mucho de ello, al menos desde que se marcharon. A los de Nueva Orleans no os gusta que la gente se vaya. Y, ¿sabes qué?, tampoco creo que tú les gustes mucho a ellas. ¿Sabes cómo me he enterado de todo eso, Leon?

Me quedé esperando su respuesta.

—No lo sé —murmuró finalmente.

—No lo sabes —repetí yo, supongo que un poco irritada, podría decirse—. Bien, pues lo he deducido de las pistas, Leon, de tus tics y de tus gestos. Lo he deducido de cómo movías el pie derecho cuando hablabas de tus hermanas, eso que haces cuando no estás siendo sincero. Y lo deduje porque estaba allí, en persona. Esto es lo que hacemos los detectives, Leon. Si no es lo que querías, entonces quizá deberías contratar a alguno de esos intrusistas aficionados de Nueva Jersey que se han comprado una placa por correo, han sacado una lupa de una caja de Cracker Jack y…

—Vale, vale —me cortó.

—Entonces, ¿por qué no vienes conmigo y ves lo que hago? Porque es obvio que no confías en mí. Y quiero que confíes, Leon —le mentí—, tu confianza es importante para mí.

Me daba lo mismo que Leon confiara en mí, pero quería que siguiera pagándome.

—De acuerdo —accedió finalmente—, iré contigo. No porque no confíe en ti —ya estábamos mintiendo los dos—, sino porque soy curioso. El problema es que se me ha muerto el coche.

—¿Muerto?

—Bueno, no. Por suerte no está muerto del todo, sino más o menos averiado. El mecánico al que solía ir está cerrado, no volvió a abrir. Un amigo me habló de otro tipo, pero es en Metairie y no puedo llegar allí, así que encontré un sitio en Saint Charles, pero sólo abren hasta la una y…

Me ofrecí a llevarlo y aceptó. Cuando llegué ya me estaba esperando en el porche, pero yo aparqué igualmente. Salí y fui hacia él.

—¿Puedo ir un momento al lavabo? —le pregunté.

Frunció el ceño y me dijo a modo de disculpa:

—Ya he cerrado la casa. Vamos a estar allí en un minuto, literalmente.

—Por favor —le rogué—. No puedo aguantar más, literalmente.

Vista desde fuera, la de Leon era una anodina casa lineal en France Street. Me dejó pasar con un suspiro y me indicó dónde quedaba el baño. Al entrar sofoqué un grito y estuve a punto de perder el equilibrio.

Su casa era maravillosa.

Leon coleccionaba recuerdos históricos de la edad de oro del Mardi Gras. Cada una de las habitaciones estaba repleta de cajas de vidrio que contenían invitaciones litográficas a bailes, collares de cuentas de cristal, coronas con joyas para disfrazarse, delantales de sociedades secretas de los Skull & Bones, bandas de reinas y mucho más. La casa era bonita incluso sin todas esas piezas. Las paredes estaban pintadas de un rojo rico y profundo y los muebles eran de la misma época que la casa, de mediados del XIX, pero todo estaba agradablemente desgastado y ligeramente fuera de sitio, lo suficiente para darse cuenta de que no había que andar como pisando huevos.

Intenté asimilar rápidamente todo lo que pude. En la segunda sala encontré un escritorio y estuve revolviendo extractos de la tarjeta de crédito, facturas de la luz y otros papeles, aunque no me dijeron nada. En un pequeño recipiente sobre la mesa había un montón de tarjetas: de visita, de descuentos, de varios clubs.

Miré el reloj. Llevaba allí tres minutos y pensé que quizá tenía siete más, como máximo, antes de que él se diera cuenta de que me estaba pasando.

Corrí hacia la última habitación, la que Leon utilizaba como dormitorio.

¡Dios mío!

Leon se hacía la cama.

En su mesilla de noche había una pequeña pila de libros: Sobre los indios y la escritura de la raza, El Mardi Gras en Nueva Orleans, La Cofradía de Comus: una historia oral informal, Tradiciones cajún del Mardi Gras.

En la otra mesilla se amontonaban las novelas: Julie Smith, Poppy Z. Brite, James Lee Burke. No había ninguna otra novela en toda la casa, así que probablemente no eran de Leon. Miré en el cajón: un vibrador, un diafragma y una caja de caramelos para la tos. Seguro que todo eso no era suyo; por tanto, Leon tenía novia.

Comprobé el reloj. Ya habían pasado ocho minutos, todos ellos desperdiciados. Había descubierto muchas cosas sobre Leon, pero ninguna de ellas me ayudaría con Vic.

Leon me esperaba ya en la furgoneta con el motor en marcha y el ceño fruncido.

—Lo siento —me disculpé—. Problemas femeninos. Así que Mardi Gras…

Al mencionarlo, Leon sonrió, toda su cara volvió a la vida. Fue como si alguien hubiese accionado un interruptor y lo hubiera encendido, como si una persona real hubiera sustituido el recortable de cartón que estaba ocupando su lugar.

—Ah, sí —dijo con entusiasmo—, desde pequeño colecciono cosas del Mardi Gras. He asistido a todos los desfiles, bueno, desde que nací, claro. Excepto en 1989. Estaba en el hospital, fue una gran lástima. Ese año me perdí toda la temporada de carnavales. Ahora soy de tres cofradías: la De Vieux, la zulú y… bueno, se supone que no puedo decir nada de la otra, pero es una de las grandes.

—¿Eres un zulú? —le pregunté con asombro.

Volvió a sonreír. En ese momento era una persona distinta, una persona real con cosas que le gustaban, cosas que no, e incluso algo parecido a una personalidad.

—Pues sí, también hay algunos blancos. Nos ocupamos del maquillaje, de las faldas, de todo. A nadie le importa. Es el mejor de los clubs en los que estoy, tenemos una sede en…

Se interrumpió. Yo ya sabía por qué: su famosa sede seguía cerrada, cubierta por más de dos metros de agua.

—En cualquier caso —prosiguió Leon, saltándose la inundación igual que un disco se salta un surco—, sigue siendo la mejor cofradía que existe. Esos tipos de verdad saben organizar una fiesta. Estaba ese tío, John, que también era indio, que formaba parte de casi cien clubs y que también se disfrazaba de indio. Quiero decir que él —Leon se interrumpió para respirar, de lo grande que era el tal John el zulú—, que él era simplemente el mejor. Él me metió en esto. Solía decir que, en realidad, todo el mundo llevaba una máscara, así que, en fin, ¿a quién le importa? Pero es que es la mejor cofradía. John fue el que me ayudó a meterme en el Mardi Gras, el que me salvó, verdaderamente.

—¿De qué te salvó?

Arrugó el entrecejo y continuó.

—Bueno, salvarme no. No es como si yo…, no es que me salvara exactamente. Pero es que yo, no sé cómo decirlo. Era como si solamente flotara. En realidad, no hacía nada, bebía demasiado y era como si me estuviera ahogando, si entiendes a qué me refiero. Como ahogarme en mí mismo.

—Creo que sí.

—Y después, cuando me uní a los zulús, fue como… —Leon bajó la mirada y frunció el ceño—, como si John viniera a sacarme. ¿Entiendes? ¿Esa sensación de que alguien te ve realmente? ¿Que te ve de verdad por primera vez?

—Sí, lo entiendo perfectamente.

Leon se quedó mirando al suelo e hicimos el resto del trayecto en silencio.