Esa noche me reuní con Mick para cenar tarde en un barucho oriental de Magazine Street. Ése era el mayor cambio que se había producido en Nueva Orleans desde que yo había vivido allí: el deslumbrante despliegue de restaurantes de Oriente Medio, un buen puñado de ellos en cada uno de los barrios más frecuentados. Era un misterio en sí mismo, pero no necesitaba resolverlo para vivir.
Mick se había mudado al Irish Channel al perder su casa en Mid-City. Al principio pensó que podría rehabilitarla o reconstruirla, pero después de varios meses tratando con contratistas, peritos de seguros, ladrones de cobre, un operario que le robaba y otro al que pillaron, y con su mujer volviéndose a Detroit… Varios meses más tarde, pues, decidió vender la casa. La compró «un yuppie inmobiliario tipo buitre que lo que seguramente quiere es poner un asqueroso y jodido McDonald’s», en palabras de Mick. «O un Taco Bell.» Pero ésa era más o menos la manera en que Mick describía a cualquiera que ganara más dinero que él, lo que, como estaba empezando a notar, incluía a casi todo el mundo. Mick lo había hecho bastante bien como detective, pero como profesor y hormiguita industriosa del voluntariado no se estaba forrando precisamente.
En ese momento vivía en un apartamento distinto en el Irish Channel, ya que en el primero en que se había instalado había goteras, ratones y vecinos que vendían crack y llevaban pistola. Había recibido algún dinero del seguro, pero no lo suficiente como para una casa nueva ni para ninguna otra cosa nueva. Lo había perdido todo en la inundación, no sólo lo que uno se puede imaginar, como una casa, un coche y quizá ropa, libros y la vajilla buena. También había perdido todos sus calcetines y todos sus utensilios, su abrelatas, sus especias, cinco paquetes de papel de cocina que había comprado de oferta, algunas plumas buenas, sus almohadas, sus sábanas, sus sujetapapeles, varios cuadernos de notas y una colección de tazas tiki polinesias; gastos todos ellos que olvidó reclamar a la compañía de seguros. Mick tuvo suerte: su casa no sólo se inundó, sino que la mayor parte del tejado se la llevó el viento. Eso quiso decir que recibió cierta cobertura del seguro por algunas de sus pérdidas aunque, como para la mayor parte de los habitantes de Nueva Orleans, su póliza no cubría los daños contra inundaciones.
—La cuestión es —me dijo, comiéndose su shawarma— si van a poner un puto McDonald’s. ¿Un McDonald’s donde se levantaba mi preciosa casa de 1911 con tres chimeneas? ¿Mi casa, que ha desaparecido por culpa del fallo de los diques federales? Si esos cabrones ponen un McDonald’s, lo volaré. Puedo hacerlo sin problemas. O sea, no me preocupa en absoluto.
Me imaginé que eso era lo que más le preocupaba.
—Tú sabes que es exactamente lo que ellos querían —continuó, blandiendo un dedo en el aire—. Éste ha sido siempre su puto plan, echar a los pobres y traer a los ricos. Los negros fuera y todo para los blancos.
—Ya lo veo —le dije—, un pobre negro como tú no puede ni ganarse la vida en estos días. Por culpa de McDonald’s, que te quita la alfombra bajo tus pies.
Mick puso mala cara y dijo:
—No se trata de mí.
—La gente siempre dice eso, pero siempre se refieren a sí mismos.
—Por favor. Se han estado muriendo de ganas de meter sus manos en esta ciudad. ¿Has visto sus planos? ¿Los planos que han preparado? Puedes encontrarlos en internet. Tienen planos para toda la ciudad, está todo repartido. El puto Trump ya está hablando de un negocio con Canal Street, el puto Donald Trump.
—Cierto —repliqué—, estoy segura de que los poderes fácticos están muy interesados en este lugar. Seguro que Trump y Rockefeller lo están discutiendo mientras hablamos tú y yo. Dubai no tiene nada en Nueva Orleans. Fue por eso que dejaron…
—Es como en Irak —dijo Mick, ignorándome—, ya habían comprado y vendido toda la ciudad incluso antes de que empezara todo. Oleoductos y todo lo demás.
—Claro, se están peleando por una ciénaga. Una ciénaga con el índice de asesinatos más alto del país, no hay nada más apetecible que esto.
Mick puso los ojos en blanco.
—Ah, eso me recuerda… Lo había olvidado. ¿Adivina qué he encontrado?
—El secreto de la vida —intenté.
—No —respondió un poco herido.
—El truco para hacerse rico —probé otra vez.
—No —dijo Mick, más bien enfadado.
—Lo sé, puedo ser realmente irritante —reconocí.
—Sí —me concedió—, la verdad. Es decir, eso te domina, ¿sabes?
—Lo sé. Es como una enfermedad. No puedo parar.
—O sea, ése es el motivo por el que fingí estar ocupado —dijo Mick, excitándose—. De eso iba toda la historia de la cita. Es que tengo que prepararme para verte, me resulta realmente difícil.
—Lo sé. Estoy trabajando en ser tan estúpida como cualquiera, pero aún no lo he conseguido. Tengo la esperanza de que tomar más drogas me ayude, dicen que matan las neuronas.
Mick meneó la cabeza con tristeza.
—Lo último que necesitas son más drogas.
—Vale. ¿De qué va?
—Bueno, lo más importante es el sarcasmo. Es que parece que no pueda decir nada sobre…
—No, me refiero a lo que has averiguado —le corregí, enfadándome a mi vez.
—Ah, tiene que ver con Jack Murray. Sigue vivo.
Se sacó un papelito del bolsillo y me lo tendió.
—Ésta es su última dirección conocida.
—Bien. ¿De dónde la has sacado?
En realidad, no esperaba que consiguiera nada en su estado. La depresión puede volverte estúpido, como bien sabía yo.
—Conozco a gente —me dijo, encogiéndose de hombros.
Pero bajo ese gesto casi sonrió. Allí, en alguna parte, seguía habiendo un buen detective.
Al otro lado de la calle, frente al restaurante, tres personas orondas en pantalón corto, con la piel de gallina por el frío en sus piernas blancas, estaban haciéndole fotos a una casa llena de pintadas con espray. Tenía la X habitual con letras y números crípticos en los huecos. Y justo debajo, en brillantes letras naranja, estas frases: «¡El dueño está en casa! ¡No toquéis al gato! ¡Os dispararemos! ¡Rescatadores de gatos, que os den por culo! ¡Marchaos a casa, gateros! ¡Que os vayáis a casa, salvadores de gatos!»