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Me compré un bocadillo en Central Grocery y después me pasé un rato revolviendo discos en una tienda de Decatur Street. Me llevé un vinilo de importación del They Call Us Wild, de los Wild Magnolias, el CD de Best of Shirley & Lee y una reedición en CD del Electric Warrior, de T. Rex, un poco demasiado cara pero irresistible. Más abajo me metí en una librería, donde me pasé una hora hojeando novelas policíacas, y al final me compré un ejemplar de Técnicas avanzadas de cerrajería, de Jamal Verdigris, un auténtico robo de doscientos cincuenta dólares. Después de las seis volví al supermercado en el que solía comprar Vic.

En el mostrador me encontré una mujer afroamericana de cara alargada, con vaqueros, sudadera gris con capucha y un pañuelo rojo brillante al cuello. Habría dicho que tenía veintitantos años si no hubiera sabido que tenía hijos con edad suficiente para meterse en problemas. Me presenté. Ella me dijo que era Shaniqua y que la mujer mayor, Florence, ya le había hablado de mí.

—¿Así que nadie sabe lo que le pasó a Vic? —preguntó con un interés en su voz que sonó muy auténtico—. Es terrible. Habría que enterrarlo para que pudiera descansar. Lo había dado por hecho, ya sabe. Puedo asegurarle que me sabe muy mal que se haya ido. Siempre fue amable, simpático, amistoso, dejaba propinas. Y luego lo que sucedió fue que mi hijo, Lawrence, tuvo problemas con la ley, aunque no fue culpa suya. Él en realidad no hizo nada, fueron sus amigos.

—Claro —asentí—, los amigos.

—Y Vic —continuó—, bueno, yo sólo le pregunté si podía consultarle un par de cosas, para aclararme un poco. Estaba desarmada, en fin; es todo tan confuso. Como de qué tipo de cargos podían acusarlo, lo que era cierto y lo que decían sólo para asustarnos. Quiero decir que simplemente no sabes qué pensar. Y Vic lo arregló todo —dijo mientras hacía chasquear los nudillos y ponía cara de asombro—, hizo unas cuantas llamadas y todo el asunto se quedó en nada.

—¡Guau! Así pues, si no le molesta que se lo pregunte, ¿cuáles fueron los cargos?

—Oh, vamos a ver —y empezó a contar con sus largos dedos—: posesión con intento de venta, posesión de arma de fuego, conducir sin carné… ¿Qué más? El gordo, el que daba miedo, era homicidio en segundo grado. Pero Vic hizo como los magos, consiguió que todo desapareciera.

Le pregunté si podría hablar con su hijo, Lawrence. Ella me dio un montón de información de contacto que incluía dos teléfonos móviles, el número de una novia, un busca y el número de casa de un amigo donde pasaba mucho tiempo.

—Bueno —concluyó—, le estamos muy agradecidos al señor Vic. Hizo que todo el lío se esfumara, todos los problemas. Los hizo desaparecer, así como si nada, ¡zas!

—Zas —repetí yo.

—Zas —me confirmó Shaniqua—. ¡Zas!