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—Lo primero que debes saber sobre ser detective —me explicó Constance cuando me entrevistaba para ser su ayudante— es que no le volverás a gustar a nadie. Tú levantarás sus piedras, resolverás sus crímenes y revelarás sus secretos, y ellos te odiarán por todo eso. Si eres tan estúpida como para casarte, tu marido nunca confiará en ti. Tus amigos no se relajarán contigo, tu familia te excluirá. La policía te detestará, por supuesto. Tus clientes no te perdonarán nunca que les cuentes la verdad. Todo el mundo aparenta que quiere resolver sus enigmas, pero nadie quiere —se inclinó hacia mí y pude apreciar su perfume de violetas y su costosa máscara facial—, nadie excepto nosotros.

Yo sentí un escalofrío en la columna; sus palabras, por supuesto, salían directamente de Détection, de Silette. ¿Estaba ella allí cuando él lo escribió? ¿Le ayudó a darle forma?

—Bueno —le dije—, ya le gusto a nadie.

Me miró con detenimiento.

—¿Tienes familia?

—Sí, pero hace años que no los veo.

—¿Y amigos?

—Los tuve, pero…, uno desapareció. Los otros me odian.

Constance sonrió.

—Bien —dijo—, perfecto.

Conocí a Constance en Los Ángeles en 1994. Un detective llamado Sean Risling nos arregló una cita, ya que sabía que yo necesitaba trabajo y Constance alguien que la ayudara. Ella estaba en L. A. llevando el famoso caso del asesinato del HappyBurger. Por supuesto, yo sabía quién era: la famosa investigadora, la alumna de Silette, la excéntrica de Nueva Orleans, admirada por algunos y vilipendiada por otros muchos. Silette y sus seguidores nunca habían sido los detectives más populares. Daba igual cuántos casos resolviéramos o lo rápido que lo hiciésemos, siempre costó mucho que nos respetaran. Era como un episodio de Quincy extendido durante más de cincuenta años. Tanto mejor, me contó Constance más tarde, cuando ya éramos amigas, ya que las grandes expectativas de los demás pueden inutilizarte.

No esperaba gustarle, yo no me permitía tener esperanzas. La llamé por teléfono porque me lo dijo Sean, y ella escogió el momento y el lugar, un pequeño y oscuro restaurante de Little Tokyo.

—¿Cómo te reconoceré? —le pregunté.

—Yo te reconoceré a ti.

Pensé que estaba chiflada. Eso fue lo primero que me gustó de ella.

Desde que dejé Brooklyn había estado viajando por el país, deteniéndome un tiempo cada vez. Un año en Chicago, seis meses en Miami, dos años en Portland. Fui de ciudad en ciudad, ganando dinero cuando era fácil y consiguiéndolo por otros medios cuando no lo era tanto. A veces resolvía crímenes echando una mano a otros detectives cuando les hacía falta, metiéndome de incógnito donde ellos no podían. Me fui ganando una reputación de buena investigadora, aunque imposible de manejar. Yo tenía carácter y ninguna paciencia.

Había disparado a cuatro personas y matado a dos, ninguna en defensa propia.

Me senté en el restaurante y me puse a leer Orquídeas mortales y medicinales de Sudamérica, de Bhukerjee, un proyecto paralelo en el que estaba ayudando a Sean. Él había estado trabajando en la enciclopedia mundial definitiva de los venenos florales y, por lo que sabía, seguía en ello.

Constance llegó y se sentó a mi mesa, sin apenas echar una ojeada al resto del restaurante. De acuerdo, me había reconocido.

—Bhukerjee —me dijo al ver libro—, no está mal.

—¿Quién te gusta a ti? —le pregunté.

—¿Para orquídeas o para venenos?

—Ambos.

Se lo pensó durante un minuto y me contestó:

—Ivan Vesulka. No es demasiado preciso con los detalles, pero en la teoría no hay quien lo supere.

Rebusqué en mi bolso y saqué mi ejemplar raído y arrugado de Orquídeas venenosas de Siberia: una interpretación visionaria, de Vesulka.

Nos dedicamos sendas sonrisas. Estaba contratada.

No intenté impresionarla; tampoco imaginaba que eso fuera a funcionar. Sólo hice mi trabajo y mantuve la boca cerrada, observándola por el rabillo del ojo cuando pude, metiéndome en sus pieles, en sus zapatos bicolores, en su vestido de Chanel, asimilando su bolso a medida, su pelo blanco recogido en un moño, los brillantes que lucía en los dedos y en torno al cuello.

Los primeros días me los pasé básicamente haciéndole recados. Llevar ese libro al Centro Tibetano, coger algo de cena del restaurante coreano, ir al herbolario a buscar un nuevo tipo de té, encontrar una iglesia Espiritualista en Los Ángeles y encender un cirio por Black Hawk. Intenté trabajar bien y mantenerme al margen sin meterme en líos. Unas semanas más tarde empezó a ponerme tareas más sustanciosas: leer un libro sobre iridiología y escribir un informe, hablar con alguien sobre la historia de las fichas de póquer. A final de mes ya estaba presente mientras ella interrogaba a Vishnu Desai, el asesino (aunque en ese momento, naturalmente, aún no lo sabíamos). Constance le hizo cien o más preguntas en la habitación que había reservado para entrevistar a testigos y sospechosos, dos pisos más abajo de su propia habitación en el Chateau Marmont.

Desai no se venía abajo, era bueno. Al final, Constance se volvió hacia mí.

—¿Te gustaría añadir algo, Claire?

Me imaginé que me estaba dando una oportunidad. Había omitido la pregunta más importante de todas, y no era posible que hubiera escapado a su mirada, tan aguda como la de un águila.

—Señor Desai —empecé suavemente—, usted afirma que su esposa, Sarafina, salió a las once a buscar algo de comer al HappyBurger de la esquina.

—Sí —respondió Vishnu con amabilidad y cierta fatiga—, tenía hambre y no había nada en casa. El HappyBurger era la única opción por los alrededores; estaba yendo hacia allí cuando…

Su voz se quebró, incapaz de formar las palabras para lo que sucedió a continuación.

—Señor Desai, Sarafina era sij, ¿no es cierto? Era seguidora de Yogi Bhajan, ¿verdad?

El señor Desai afirmó confuso con la cabeza.

—Los seguidores de Yogi Bhajan son vegetarianos —aduje yo—, no comen productos animales. ¿Qué podría comprar Sarafina en un HappyBurger?

El señor Desai abrió la boca, pero no dijo nada. Su piel marrón se puso roja.

—En un HappyBurger hasta las patatas fritas llevan grasa vacuna, y los aros de cebolla grasa de cerdo. Hasta las patatas fritas, señor Desai. Hasta los aros de cebolla.

El señor Desai estalló en lágrimas.

—¡Oh, Sarafina! —gritó—. ¡Perdóname!

Confesó, y Constance le dio el giro definitivo al caso. Me había lanzado una bola suave; todo lo que tenía que hacer era cogerla sin que se me cayera.

Una semana más tarde, me comprometí a ser su ayudante. Tres años después, ella ya no estaba.