A la mañana siguiente llamé a Mick después del café. No le conté nada de mi aventura nocturna con su amiguito. Seguramente, Mick creía que estaba en la iglesia o quizá rehabilitando casas en Lakeview.
—Necesito que hagas algo por mí —le pedí.
—¿Investigación? —preguntó Mick—. ¿Meterme en los archivos?
—Tal vez, a lo mejor más tarde.
—¿Investigar a sospechosos? ¿Localizar testigos?
—No. Seguramente, pero no ahora. Primero necesito que encuentres a Jack Murray.
—Ay, Claire —dijo Mick con desilusión—. No sé dónde está, no sabría ni por dónde empezar.
—Tú tienes más posibilidades de las que tendría yo, que ni siquiera vivo aquí.
—Dios mío. ¿Qué soy yo, tu puta secretaria?
—¿Quieres que tu amiguito siga fuera de la cárcel? —le pregunté.
Mick no dijo nada. Ambos sabíamos que la respuesta era sí.
—Entonces eres mi puta secretaria —le dije—. Y sí, mientras te dedicas a eso puedes empezar a meterte en los registros del trabajo de Vic, los casos que llevó, cuántos ganó, cuántos perdió, todo eso. ¿Lo pillas?
—Lo pillo —refunfuñó Mick—. Por Dios, ¿siempre tienes que hacerlo todo tan jodidamente complicado?
—Sí, siempre.
Y colgué el teléfono.
«La simplicidad», escribió Silette, «es el refugio de los tontos.»
Después del desayuno, todavía con una ligera resaca, volví a pie a casa de Vic. Me planté en la puerta del edificio y miré alrededor como si estuviera empezando el día.
Esa parte del barrio estaba demasiado tranquila. En la manzana de Vic, los ruidos más fuertes eran los coches de caballos y el órgano de vapor del barco fluvial. No había nadie por allí. Al otro lado de la calle, alguien abrió la puerta de una casita, de la que salió un gato que se dejó caer en el porche. La puerta se cerró tras él.
Cerré los ojos. Conocía el Barrio Francés lo bastante bien como para ver el mapa mentalmente. El supermercado más cercano era el LaVanna, en Royal Street, donde habría ido Vic cuando necesitara leche, papel higiénico o cigarrillos. Abrí los ojos y me fui para allá. Era un lugar pequeño, animado y de mucho movimiento, atiborrado de cajas de comida basura, de cerveza y de exquisiteces típicas de Nueva Orleans, como el budín de carne del mostrador y las tartas Hubig’s junto a esos pastelitos, los Twinkies. Detrás del mostrador había una mujer mayor blanca con una bata de estar por casa azul, gafas con cristales gruesos y un pesado crucifijo de madera en torno a su cuello. Le enseñé una foto de Vic y le pregunté si lo conocía.
—¿A Vic? Lo conocía hacía años, pobrecillo. ¿Por qué lo preguntas? ¿Eres periodista?
Hablaba con acento del dialecto yat, que estaba desapareciendo rápidamente, como sus equivalentes de Brooklyn y Boston, que compartían los mismos orígenes. Fue muy común en Nueva Orleans, pero en esos momentos ya era más habitual en Chalmette y hacia la Costa Norte.
Le conté quién era y por qué lo preguntaba.
—¿Y por qué «pobrecillo»?
—Pensé que se había ahogado —me contestó—. Lo dije por eso. Yo no sabía eso de su desaparición. No, no lo sabía.
—¿Cómo era?
—¿Vic? Un auténtico demonio —pero sonrió—, un encanto. Lo conocía de toda la vida. Su madre era de este barrio y solía traerlo para que lo viera todo el mundo. Siempre con una sonrisa, con algo bonito que decir o algo divertido. Como una luz, como luz en una habitación. La última vez que lo vi me dijo: «Señorita Mary, señorita Mary, ¿cuándo va usted a…?».
Se interrumpió y se echó a llorar.
—Vic —prosiguió, mientras lloraba y contaba con los dedos—. Artie. Micky. Shawn, de las casas baratas… Dios, era sólo un niño. Angie. Nate. Ferdie. Dios mío —recitó, negando con la cabeza—. Por Dios, lo siento.
Se sorbió las lágrimas y dejó de llorar.
—En todo caso, si quiere saber más sobre Vic, vuelva luego y pregúntele a Shaniqua. Ella le contará.
—¿Shaniqua?
—La chica de color que hace el turno de noche —me contó—. Buena chica, hace años que trabaja para mí sin ningún problema. Conozco a toda su familia, conozco a sus hijos desde que nacieron. Buenos chicos. Vic los ayudó a salir de un lío hace…, hace uno o dos años —añadió mientras sacudía la cabeza—. Es un crimen cómo trata aquí la policía a los negros. O sea, tienen sus derechos. Vic no se comportaba así, él no. Él ayudó a Shaniqua y a los chicos sin pedir dinero ni nada a cambio.
—¿Viene cada noche? —le pregunté.
—La mayoría. Hoy llegará hacia las seis, por si quiere volver. Ella le contará.
—Volveré. Estaré aquí sobre las seis.
La señora agitó la cabeza negando.
—La gente de color —dijo con tristeza— tiene al alcalde, al fiscal de distrito, a todo el mundo. Ahora todos son negros. Pero aun así, los hay que parece que no se toman nunca un respiro.