18

Lali Valentine era la única coartada decente que me había dado Andray. La última dirección conocida de la señorita Valentine se encontraba en Baronne Street, en Central City, a apenas unas manzanas del Garden District. De aquí venía Andray, justo al otro lado de la avenida Saint Charles, que delimitaba el distrito como las dos caras de la misma moneda. Parecía que hasta las aguas de la inundación estaban al tanto de la diferencia, pues se habían convertido en un hilillo cuando llegaron a Saint Charles y detenido con elegancia en Prytania Street.

Cuando llegué a la dirección de Lali no quedaba nada. Donde se había levantado la casa se encontraba un enorme montón de trozos de madera pintados de color lavanda. Entre los tablones pude apreciar fragmentos de un hogar: un calcetín rosa, una lata de sopa de tomate, un CD de Lil Wayne, un disco de los White Hawks.

Un poco más abajo divisé a dos hombres vaciando una casa y me acerqué para preguntarles si conocían a Lali.

Estaban asquerosos, cubiertos de yeso y de moho. Uno de ellos se quitó la mascarilla antipolvo y frunció el ceño.

—Lali —repitió—, Lali. Creo que se ha ido con sus primos de Magnolia Street. No sé en qué número, pero es una casa azul, justo frente a los bloques de pisos. No puede equivocarse porque, bueno, está como plegada.

—¿Plegada?

—Ya lo verá usted misma —me dijo mientras volvía al trabajo.

Le di las gracias y me fui hacia mi furgoneta, pero entonces me paré.

En la esquina estaba el camión con la plataforma elevadora, y en ella había un hombre haciéndole algo a un transformador, una de esas pequeñas cajas que se encuentran en los postes, a unos nueve o diez metros del suelo. En algunas ciudades estaban enterradas, pero en Nueva Orleans eran aéreas, y un montón de cables envolvía la ciudad como si fuera la cuna de un gato.

Ese hombre no era de Entergy, el nombre idiota que se había puesto la compañía de suministro eléctrico. Los de Entergy llevaban uniformes azules y ese hombre iba de blanco. En el camión había otro igual, manejando la grúa.

—Eh —llamé a este último—. Hola.

O no me oyó o fingió que no me había oído.

—Eh. Hola.

Sin respuesta. Vi que llevaba puestas unas orejeras como las que se utilizan cuando se taladran las aceras.

Me acerqué de nuevo al tipo que me había dado la dirección de Lali. Esta vez su sonrisa era menos genuina.

—Perdóneme —le dije—, siento molestarle otra vez, pero es que me estaba preguntando, ¿sabe qué hacen esos operarios?

El tipo negó con la cabeza.

—Es gracioso, yo también me he estado preguntando lo mismo. No son de Entergy. La compañía telefónica no tiene nada que ver con la electricidad, y eso es lo que hay ahí, transformadores. Así que no, no tengo ni idea. ¿A usted qué le parece?

Nos volvimos hacia los dos hombres de blanco y luego nos miramos de nuevo.

—No lo sé —admití.

—No creo que sea nada bueno —dijo él.

—No, yo tampoco.

Volví a darle las gracias y me fui otra vez hacia la esquina. Observé al hombre de la plataforma durante unos minutos, pero no podía distinguir lo que estaba haciendo ahí arriba. Parecía estar arreglando algo, aunque seguía sin haber corriente en toda la manzana. Quizá estaba intentando solucionar la avería.

Quizá. Sin embargo, nadie más lo estaba haciendo en ninguna otra parte. Y me resultaba dudoso que todo se debiera a un pequeño transformador.

Los misterios no se acaban nunca, pero no puedes resolverlos todos. Por lo menos, no en un solo día.

Me acerqué en coche hasta el complejo de viviendas Magnolia. Estaba clausurado. No sabía si lo habían cerrado antes o después de la tormenta: como en muchas ciudades, en Nueva Orleans se estaban evacuando las viviendas de protección oficial y mandando a la gente a recorrer mundo con cupones de la Sección 8.

Al otro lado de la calle se extendía una estrecha casa lineal de color azul que había perdido su muro trasero. Las paredes laterales se habían plegado hacia el agujero que había quedado atrás.

En el porche había una chica joven de unos diecisiete años con una bonita cara y el pelo negro recogido en una cola de caballo. Sus piernas colgaban donde antes había unos escalones. A su lado, un niño de unos doce años, igual de guapo. La chica se estaba fumando un cigarrillo, o un porro, que le pasaba al niño, quien se lo devolvía después de unas caladas.

Aparqué la furgoneta y me dirigí hacia ellos. La chica me miró, pero el niño estaba contemplando un árbol de la calle que se hallaba tumbado en el suelo, con las raíces extendidas como si fueran brazos. La chica seguía fumando. De más cerca vi que era un cigarrillo largo y fino como un porro liado a mano, pero marrón y arrugado, como si se hubiera mojado. Fuera lo que fuese, olía a rancio y no era hierba. La chica se lo pasó al niño, ignorándome completamente.

—¿Eres Lali? —le pregunté.

Se me quedó mirando.

—¿Lali? —repetí.

Asintió con la cabeza.

Le solté mi rollo sobre quién era yo, lo que estaba haciendo y lo que quería. Mientras hablaba, ella se dedicó a observar el suelo a los pies del porche. No parecía estar escuchándome. Seguían pasándose el cigarrillo.

—No me siento bien —dijo cuando terminé—. Creo que estoy enferma.

Su acento era tan marcado que tuve que traducir mentalmente conforme hablaba. Parecía enferma, se la veía embotada y su pelo estaba quebrado y sin brillo. Si hubiera estado en Westchester, la habrían atendido treinta médicos distintos y visitado terapeutas de tres clases; lo que tenía aquí era una casa doblada.

Le pregunté si se acordaba de haber visto a Andray esa noche.

—No sé —contestó sin mirarme—. ¿Andray? No sé cuánto hace que no le veo. Mucho. ¿Durante la tormenta? Vi a Terrell, a él sí lo vi durante la tormenta. A Terrell y a Trey. Y también a Peanut, lo vi, sí.

Me encaramé al porche y me senté a su lado.

—Podría ser que Andray anduviera en problemas —le dije— y que tú fueras su única coartada.

Se rió. Sonó como si nada fuera gracioso y nada lo hubiera sido jamás.

—Andray —me soltó—, ese hijoputa.

El niño buscó en sus bolsillos y sacó una Magnum del 44. Me quedé mirándolo. No me apuntaba a mí, ni a Lali, sino al árbol. Lali no pareció darse cuenta.

—Mierda —exclamó ella—, no me acuerdo de nada. Fue un puto follón y no recuerdo haber visto a Andray en ninguna parte.

—No soy poli —le conté—, y estoy intentando mantener a Andray fuera de la prisión, no meterlo.

Le expliqué la situación otra vez, pero no me escuchó. Le dio una fuerte calada a su cigarrillo y me echó el humo en la cara. Olía ácido y rancio.

—¿Y eso que fumas qué es?

El niño le disparó al árbol.

Lali y yo pegamos un bote. Cuando el tiro dio al árbol, de él salieron a toda prisa un montón de cosas vivas: ardillas que cruzaron la calle presas del pánico y palomas que echaron a volar, aterrorizadas. El chaval se cayó de espaldas por la fuerza del retroceso y una sonrisa fugaz parpadeó en su cara.

Me acerqué y le quité la pistola.

—Joder —dijo—, la necesito.

Cuando me miró parecía asustado. Se la devolví.

—Esos cabrones se reían de mí —afirmó.

—¿Los cabrones del árbol?

Asintió.

—A lo mejor —propuse— simplemente se estaban riendo.

El chaval frunció el ceño, valorando las posibilidades.

Anoté mi número de teléfono en un papel y se lo pasé a Lali.

—Llámame, por favor, si recuerdas algo.

Les di cien dólares a cada uno. El chaval se rió y durante un instante mostró algo parecido a la felicidad. Lali dobló los billetes con fuerza y se los metió en el bolsillo sin echarles un vistazo.

Me volví para mirarla cuando llegué al coche. Se dio cuenta de que la observaba y se sacó del bolsillo el pedazo de papel con mi nombre y mi número. Sus ojos parecían vacíos, como si no hubiera nadie en casa.

Hizo una bola estrujando el trozo de papel y la tiró hacia el árbol. El chaval amartilló la pistola y le disparó.

Eso era todo sobre la coartada de Andray. Me metí en la furgoneta y regresé a donde había visto la plataforma elevadora. Se había ido, pero esas cosas no van a más de cuarenta con viento de cola y sabía que no podía estar muy lejos.

Me puse a dar vueltas en forma de ochos amplios, zigzagueando por Dryades Street, conocida a la sazón como bulevar Oretha Castle Haley, arteria principal del barrio y cercana al centro geográfico de la ciudad. Central City era el corazón de la zona intermedia y Dryades solía ser una bulliciosa calle comercial en la que compraban los negros, los judíos, los asiáticos y cualquiera que no fuese suficientemente blanco para Canal Street. Era difícil creer que antes hubiera sido así: casi todos los escaparates tenían las persianas bajadas y selladas. Los únicos sitios abiertos de toda la avenida eran la oficina de una cooperativa, una verdulería mugrienta, algunas galerías de arte atraídas por los alquileres bajos, comedores comunitarios que parecían pesadillas y lugares con nombres como ¡Poder Comunitario!, ¡Prosperidad! y Programa de la Alianza Alimentaria. Frente a este último había una larga cola, que se estiraba hasta dar la vuelta a la esquina de la manzana, de hombres, mujeres y niños que intentaban cargarse de paciencia. Sin embargo, es difícil ser paciente cuando tienes hambre. Por las esquinas merodeaban chicos en grupos de tres, de cuatro o de cinco, y gente en furgonetas grandes como la mía se paraba para comprar lo que estaban vendiendo. Algunos de los chicos se reían, pues al fin y al cabo eran chicos, mientras que a otros se los veía serios y sombríos, como intentando mandar un mensaje.

Dryades Street tomaba su nombre de las ninfas que vivían en los árboles y eran hermanas de las musas de unas cuantas manzanas más abajo. Pero incluso las ninfas se habían marchado al Barrio Francés para divertirse, o al menos para tomar una copa.

Estaba en Danneel Street cuando un Crown Victoria pintado de un brillante azul eléctrico metalizado y calzado con ruedas dobles giró una esquina a mi espalda. Vi como entraba en la calle con rapidez y reducía frente a los cuatro o cinco chicos que trabajaban en esa esquina. Un chaval se asomó por la ventanilla del lado de la acera.

Sostenía un AK-47.

Para cuando me di cuenta de lo que pasaba, ya era demasiado tarde para hacer nada.

Pisé el acelerador mientras una descarga resonaba detrás de mí. Todo el mundo chilló. Por el retrovisor vi como corrían, se agachaban o se escondían. Los chicos de la esquina (presumiblemente los objetivos) se dispersaban en todas direcciones. Hasta donde pude ver, no le habían dado a nadie; parecía un disparo fácil, pero en realidad el conductor del coche iba demasiado rápido y el tirador no sabía manejar bien su arma.

Me detuve una manzana más abajo. Sabía que debería alejarme más, pero no lo hice. Oí un «ding» cuando una bala le hizo una muesca a mi guardabarros; sin embargo, yo no era un objetivo. El Crown Vic se acercó por mi derecha y me adelantó rápidamente, ignorándome y girando luego a la derecha.

No estaban huyendo, sino preparándose para volver a pasar. Miré hacia atrás. Aquellos chicos que no se habían alejado mucho volvían a la vida en la esquina, riéndose y disfrutando de su buena suerte.

Metí la marcha atrás de la furgoneta. Dejé de pensar y retrocedí hasta ellos al mismo tiempo que bajaba la ventanilla.

Tres de ellos habían vuelto a la esquina y se reían de felicidad por no estar muertos. Se fijaron en que yo conducía marcha atrás y me miraron confusos. Uno salió corriendo y gritando «¡Cinco-Cero!», el código universal para la poli; los otros dos se quedaron mirando cómo llegaba hasta ellos hacia atrás. Me paré delante de ellos e invertí la palanca del cambio de marchas.

Uno de los chicos era Andray Fairview. El otro era el que había ido a verlo a la cárcel, el de las rastas. Por lo que sabía, ése era el que se había meado en mi furgoneta.

Bajé la ventanilla del todo.

—¡Van a volver! —le grité a Andray—. Métete en la furgoneta, estarán aquí en cualquier momento.

Tan pronto como las palabras salieron de mi boca, el Crown Victoria apareció por una esquina más lejana.

Abrí la puerta de la furgoneta.

—¡Sube! —le chillé a Andray.

Miró a su alrededor y se dio cuenta de que todos habían huido, excepto su amigo y él. Se miraron entre ellos, luego Andray a mí y de nuevo a su amigo. En sus ojos se leía una súplica.

Andray no dejaría al otro.

—¡Subid los dos! —berreé—. ¡Ya!

Sentí frío en la nuca. Alguien iba a morir de un momento a otro.

Andray y su amigo corrieron hacia la furgoneta y se deslizaron por la ventanilla del copiloto, empujándose mutuamente. Le di gas, arranqué con un chirrido y me dirigí hacia Saint Charles.

Amontonados en la caída, los chicos jadeaban junto a mí hechos un amasijo de brazos y piernas. Se separaron y se sentaron. El que no era Andray se sacó una nueve milímetros del cinturón y se asomó por la ventanilla mientras la empuñaba. Miré por el retrovisor: el Crown Victoria se encontraba a una manzana de distancia.

—Mételo dentro —le dije a Andray—. Ya.

Andray tiró de la cintura de su amigo y murmuró algo. El otro volvió dentro del coche.

—Dame el arma —le ordené.

El chico puso cara de que yo estaba loca. Comprobé de nuevo el retrovisor; el Crown Victoria nos estaba ganando terreno. Pronto llegaríamos al Garden District, la única zona de la ciudad en la que se respetaba una cierta paz, pero era sólo cuestión de tiempo que la gente empezara a dispararse también allí y ése podía ser el día.

—¡Dámela! —chillé.

Andray puso unos ojos como platos. Le quitó la pistola y me la dio.

—Coge el volante —le pedí a Andray.

Supongo que debería haberle preguntado primero si sabía conducir, pero no lo hice. No sabía. Sin embargo, cogió el volante y reemplazó mi pie en el acelerador cuando cambiamos de asiento y la furgoneta se movió hacia delante de forma rotunda.

—Muévete —le dije a su amigo para que me cediera su asiento y yo acabara totalmente a la derecha.

Andray intentaba conducir y yo intentaba disparar. Con cuidado, manteniendo la cabeza baja, me armé de valor y, tan rápido como pude, me incorporé, me asomé por la ventanilla, apunté al Crown Victoria y disparé una y otra vez. Inmediatamente después me retiré al interior de la furgoneta y me cubrí la cabeza con los brazos. Justo a tiempo: una bala impactó contra el retrovisor lateral, salpicándome el pelo y los brazos de plástico y cristal.

Pese a todo, había dado en el blanco. Los neumáticos delanteros del Crown Vic estaban pinchados y una serie de líquidos goteaba desde la parte inferior del motor. El coche derrapó y golpeó a otro automóvil aparcado a la derecha de la calle. El conductor pegó un frenazo y se apartó del vehículo estacionado, pero era demasiado tarde. Ya no nos iban a poder pillar y el tirador no era suficientemente bueno para darnos a una manzana de distancia.

Por el retrovisor vi al conductor del coche que nos había estado persiguiendo. Como mucho tendría catorce años. Se le veía jodido. Sin embargo, el tirador no parecía alterado en absoluto.

Nadie habría podido fallar tanto un tiro. Había disparado a menos de tres metros de Andray y de sus amigos.

No era un asesino, pero lo intentaba.

Cuando cruzamos el límite del Garden District, Andray levantó el pie del acelerador y dejó que el coche se fuera parando. Me incliné por encima del otro chico y puse la palanca de cambios en la posición de aparcar. Nos quedamos todos mirándonos en la calle silenciosa y vacía.

Nos echamos a reír. Estar a punto de que te asesinen te produce sensaciones extrañas.

Cogí el arma que estaba sosteniendo, la limpié cuidadosamente con mi camiseta y se la devolví al amigo de Andray.

—Joder —exclamó.

Asentí con la cabeza.

Volvimos a reírnos.

Oímos sirenas a lo lejos.

—Mierda —dijo el chico de las rastas—. Joder, joder, joder.

Arrestos, me imaginé. Intercambié el asiento con Andray y fuimos hasta Magazine Street. Conocía a los polis de Nueva Orleans y si llegaban a movilizarse por el tiroteo sería realizando una patrulla rápida por el barrio. No era nada probable que pararan a una mujer blanca por…, bueno, en realidad por nada, pero especialmente no por un tiroteo entre bandas en Central City. Le pregunté al chico de las rastas dónde podía dejarlo. Andray y él se miraron. Al rastas se le veía asustado, y sólo entonces entendí que, en realidad, él había sido el objetivo.

No soy el sabueso más grande del mundo por nada.

Primero nos dirigimos a un solar vacío en el Irish Channel donde, después de una breve parada en una ferretería para comprar una llave inglesa, Andray, yo y el rastas —que resultó ser el tristemente célebre Terrell— cambiamos la matrícula de mi furgoneta por una que tomamos prestada del Buick de un viejo. Terrell, un chico listo, le quitó el retrovisor lateral a otra furgoneta como la mía y también lo reemplazó. Del mismo modo, recogió un tablón roto de madera de entre un montón de escombros y machacó, con mi permiso, el otro parachoques. Nadie creería ya que se trataba de la misma furgoneta. En ese momento, cuando no intentaba dar miedo, el buen fondo de Terrell se puso de manifiesto, e incluso sonreía mientras golpeaba mi coche.

—¿Me ocupo también del otro lado? —me preguntó con cortesía tras machacar el lado derecho—. ¿O lo dejo como está?

Decidimos dejarlo.

Las modificaciones del coche nos evitarían problemas con la poli. Respecto a los pistoleros, no estaba tan convencida. En la mayoría de las otras ciudades no me habría preocupado demasiado; nosotras, las señoras blancas, estamos razonablemente seguras si nos quedamos en nuestros propios barrios. Querámoslo o no, somos las beneficiarias de generaciones y generaciones de racismo. Nadie se muestra ansioso por tener los problemas que acarrea disparar a alguien que podría salir en las noticias de la tele. Pero en Nueva Orleans estaba segura de que ni siquiera una señora blanca asesinada llamaba demasiado la atención de los polis. Pocos días antes, una mujer blanca había sido asesinada en Bywater, tiroteada en su propia casa mientras llevaba a su hijita en brazos. El resto del país era un clamor, pero en Nueva Orleans fue sólo otro homicidio.

Cuando acabamos con la furgoneta, me dirigí hacia un motel de la autopista Airline, en Metairie. Esa carretera estaba llena de ellos, recuerdo de cuando representaba la arteria principal para entrar en la ciudad, antes de que llegara la autopista 10 y lo arruinara todo. Ahora se veían solitarios y en mal estado; algunos habían sido reconvertidos en hoteles de putas, mientras que otros seguían esperando que las cosas mejoraran, lo que seguramente sucedería cualquier día.

En el interior del hotel, un trozo de techo derrumbado ocupaba la mitad del vestíbulo, una pequeña montaña de yeso acordonada con cinta de advertencia amarilla.

«DISCULPEN LAS MOLESTIAS DURANTE LA REHABILITACIÓN», decía un cartel.

Con un carné de identidad falso reservé una habitación para mí y para mi hijo, a nombre de Sylvia Welsch, y luego le di la llave a Terrell.

Me miró con suspicacia.

—Cógela antes de que cambie de idea —le dije.

Sonrió y me dio las gracias. Andray y él intercambiaron un complejo apretón de manos y se despidieron en una extraña jerga que no comprendí. Luego nos marchamos.

Una hora más tarde, el sol se estaba poniendo y Andray y yo estábamos sentados en mi furgoneta en el aparcamiento vacío de un mayorista de frutas abandonado, justo al lado del Barrio Francés, junto a las vías del tren. Estaba tranquilo y olía a gasolina. Los dos nos recostamos en el asiento, exhaustos. Encendí la radio y sintonicé, bajito, la WWOZ de Nueva Orleans. Compartimos una botella de licor de malta y un porro sin decir nada. La botella era de Andray y la hierba era mía, aunque fue él quien insistió en liarla con papel de cigarrillo. Nosotras, las señoras blancas maduras, preferimos el viejo y sencillo papel E-Z Wider.

—Eres buena tiradora —me dijo Andray, a regañadientes, al cabo de un rato.

—Te lo dije, soy detective privado.

La verdad es que había sido un tiro fácil. Siempre me habían gustado las armas y ya era buena tiradora incluso antes de conocer a Constance. Pero fue ella la que me enseñó a disparar con los ojos cerrados y a convencer a una bala de que ella y tú estáis del mismo lado. La que me contó que la bala desea impactar en su blanco y que tú solamente tienes que animarla. Habíamos encontrado un solar vacío para practicar en alguna parte y nunca nos interrumpió nadie. Por aquel entonces, en mis primeros meses con Constance, creía que Nueva Orleans era el paraíso.

Andray me miró y dijo:

—Mierda, no te creí.

—No te culpo. La gente miente.

Asintió y luego me preguntó:

—¿Cómo se consigue un trabajo como el tuyo?

—Bueno. Tienes que ir al colegio y estudiar mucho. Necesitas notas realmente buenas. Y luego tienes que ir a la facultad, conocer a la gente adecuada y todo eso.

—Ah —exclamó él, recostándose un poco en su asiento.

Me eché a reír y le dije:

—Es broma. Te estoy tomando el pelo. Yo no he hecho nada de toda esa mierda.

Andray se rió un poco, inseguro.

—¿De verdad?

—Sí, claro. Todo ese rollo es una gilipollez. No lo sé, simplemente lo haces.

Volvió a mirarme.

—¿No fuiste a la universidad ni nada?

—Uy, no. Me marché de casa a los diecisiete años, ni siquiera acabé el instituto. ¿Tienes un cigarrillo?

Andray sacó un paquete de Newport Lights y me lo tendió. Cogí uno y él hizo otro tanto. Los encendió y dejó el porro, también encendido, en el cuello de la botella de licor.

—¿De dónde eres? —me preguntó, todavía inseguro sobre mí.

—De Brooklyn.

Andray casi sonrió.

—Brooklyn —repitió—. ¿Eres de Brooklyn?

—Sí.

—¿Era como esto?

—Bueno, no —respondí—. En su peor momento no fue nunca como esto. Pero casi. Ya sabes: desesperación, pobreza, asesinatos. Mi instituto fue el primero del país que tuvo detector de metales. Y una guardería. Pero había menos muertos y menos armas.

—Brooklyn —repitió otra vez, asintiendo a modo de aprobación.

Saber eso pareció relajarlo un poco.

—No es ninguna broma —concluyó.

—Bueno, ahora sí —dije yo—. Ahora son todos ricos.

—Esto es lo que pasará pronto con esta ciudad —afirmó entonces—. No quieren a los negros aquí. Los blancos lo quieren todo para ellos.

Yo no dije nada. No conocía a ningún blanco que quisiera toda Nueva Orleans para sí. Lo triste es que no parecía que nadie la quisiera en absoluto.

—¿Vuelves alguna vez? —me preguntó—. ¿A casa?

—¿A Brooklyn? Muy poco.

—¿Ya no te gusta?

—No, no me gusta nada.

Pasó un minuto. Podía asegurar que Andray quería preguntarme algo. Esperé en silencio a que se atreviera.

—¿Estabas allí? —preguntó finalmente, mientras miraba la botella de cerveza que tenía en la mano—. ¿En Nueva York, cuando…? Eso.

—Sí. Entonces ya vivía en California, pero en ese momento estaba en Nueva York.

—¿Estabas allí mismo? —insistió.

—Cerca. En Chinatown, trabajando en un caso.

—¿Eso está cerca?

—Sí. Luego fui hasta allí.

—¡Coño! —Y se quedó en silencio durante un minuto—. ¿Había muchos cuerpos? —preguntó finalmente.

—No. Había cenizas, un montón de cenizas.

Transcurrió otro minuto. Entonces continuó.

—¿Tuviste miedo?

Todo el mundo lo pregunta, no sé por qué.

—Sí —admití—, tuve miedo. Pasó mucho rato hasta que supimos que se había acabado. Parecía que continuaría, como si fuera una guerra, como si estuviera empezando una guerra. Y no pude salir de la ciudad durante bastante tiempo. No había vuelos, tuve que alquilar un coche y…, bueno, es una larga historia.

—Ah —dijo escuetamente.

Un minuto más de silencio hasta que preguntó:

—¿Habías visto ya algún cadáver?

—Sí, muchas veces.

Andray frunció el ceño, resaltando las arrugas de su frente.

—Pero ¿alguna vez a alguien… que conocieras?

Asentí. Pensé que él iba a decir algo más, ninguno de los dos sabía el qué.

Al cabo de un rato volvió a hablar.

—El agua es diferente. Todo el mundo, o sea, sigue ahí.

—Sí.

Y recordé a la niña de la bahía. Se había ahogado intentando llegar a casa, intentando nadar, pero en cambio se había congelado. Es una manera horrible de morir.

—¿Viste a gente que conocías? —le pregunté yo.

También asintió.

—¿Los sigues viendo?

Asintió de nuevo.

—No siempre, ya no. Pero, bueno, a veces.

—Claro, a mí también me pasa.

—¿Alguien a quien viste?

—Sí. En realidad, no. No la vi muerta, pero la veo constantemente.

Volvió a asentir y nos quedamos en silencio otro rato. Apagamos el porro y él se sacó del bolsillo un cigarrillo casero largo y delgado, lo encendió y le dio una calada. Olía raro y como a químico. Era lo mismo que habían estado fumando Lali y el chaval que le había pegado el tiro al árbol.

—¿Qué es eso? —le pregunté.

Andray se rió.

—¿No lo conoces? —Y me lo explicó—. Se llama wet. Es como un canuto, ¿ves?, se mezcla hierba y tabaco, se le echa un poco de polvo, ¿sabes lo que es el polvo de ángel?

—Sí, claro.

—Bien. Entonces se lía y luego lo mojas en líquido de embalsamar, el que utilizan en las funerarias.

—¿Líquido de embalsamar? —pregunté con incredulidad.

Andray se rió y asintió.

—Sí. —Fumaba un poco más y los ojos le brillaban—. Es una mierda de puta madre —añadió mientras me lo pasaba.

Me lo quedé mirando. Fumar líquido de embalsamar no estaba exactamente en mi lista de cosas que hacer en Nueva Orleans. Estaba cansada y el día bien podía decirse que se había acabado. Irse a casa y meterse en la cama era algo perfectamente razonable, tan perfectamente razonable que nadie podría acusarme por ello.

Pero el trabajo de detective no es ser perfectamente razonable. La tarea del detective es seguir las pistas dondequiera que lleven. Y en ese instante me llevaban al extraño cigarrillo que ardía en la mano de Andray.

Lo cogí y fumé un poquito. Bajo la marihuana y el tabaco se notaba algo parecido a la cocaína barata o al quitaesmalte de uñas. No pasó nada.

En la radio sonaron los White Hawks, una banda de indios que habían grabado algunos discos buenos de vez en cuando desde los setenta. Andray tarareó la canción, cantada en ese lenguaje misterioso de los indios negros.

—¿Tú lo entiendes? —le pregunté cuando se acabó la canción—. ¿Sabes lo que significa?

—Más o menos. —Sus labios formaron una pequeña sonrisa—. Mi tío estuvo con los White Hawks.

—Coño… ¿Es el que canta?

Se encogió de hombros.

—Podría ser. Murió hace mucho, en 2004. Yo solía quedarme con él algunas veces.

—¿Dónde vivía? —le pregunté mientras nos pasábamos el porro.

—En Annunciation Street. Era muy bueno. Y su novia, Aqualia, era realmente buena, además de una cocinera estupenda. Estuve mucho con él. Trabajaba en Hubig’s, ¿conoces el sitio de los pasteles?

Asentí. Los Hubig’s Pies eran una especie de tartas empaquetadas, medio químicas, que se vendían prácticamente en todas partes en Nueva Orleans.

—Una noche llegó a casa —contó Andray, temblándole un poco la voz— y estaba…, él estaba…, bueno.

Bajó la ventanilla y escupió. Yo no dije nada.

Un minuto o dos más tarde se volvió hacia mí.

—Él solía decirme eso de la Biblia. «Dejad que los muertos cuiden de sí mismos —decía—. Dejad que los muertos sigan su propio camino.»

—Es «Dejad que los muertos entierren a los muertos» —le corregí—. Está en la Biblia.

Andray frunció el ceño.

—Mi tío solía decir que existían dos Biblias. O una, pero que estaba partida por la mitad. Decía que la mitad está en el libro, sobre el papel, pero que la otra mitad está dentro de la gente. Que naces con ella, pero que es cosa tuya descubrirla. Tienes que aprender a verla por ti mismo, es la única manera.

—Un hombre inteligente.

—Lo era —asintió Andray—, sí que lo era. También sabía lo que iba a suceder. Siempre decía: «Sin venganzas. Pase lo que pase, dejad que muera conmigo. “Dejad que los muertos cuiden de sí mismos.” Ellos tienen sus cosas que hacer. Los indios no montan peleas con cuchillos y pistolas, sino con trajes y canciones». Cuando murió yo quise… En fin. Pero sabía lo que él quería, así que…

Se encogió de hombros. Estaba atado de manos.

Volvimos a pasarnos el porro. La luna colgaba del cielo a baja altura y con cada calada del porro se la veía más baja y más grande, hasta que llegó a colocarse justo encima del coche. Los dos nos quedamos mirándola.

—¿Ves eso? —me preguntó Andray, sonriendo.

—Sí.

Continuamos pasándonos el porro y contemplando el descenso de la luna, que derramaba su brillante luz blanca sobre nosotros como si fuera un regalo. Cuando se acercó lo suficiente nos cubrió por entero, ocultando todo lo demás con su cuerpo blanco amarillento.

—¿Ves eso? —pregunté yo.

—Sí. Hay algo que es una jodida mierda ahí fuera.

No entendí si los dos estábamos hablando de la misma jodida mierda. Sentí que se me cerraban los ojos.

Cuando desperté, me sorprendí al ver que Andray se había cambiado de ropa. Se había puesto el uniforme de gala completo de indio: corista de Las Vegas más Buffalo Bill. Llevaba un gran tocado con plumas y un traje escandaloso recamado con cuentas y lentejuelas, todo de un verde brillante. Se estaba fumando otro cigarrillo marrón y me observaba tranquilamente. Cuando cruzó las piernas, las lentejuelas temblaron y repiquetearon. Y exhaló un mar de humo.

Desde fuera me llegó el sonido de tambores, panderetas e instrumentos de viento. Miré por la ventanilla justo a tiempo para ver el paso del desfile de Sainte Anne; la Societé de Sainte Anne, como Constance solía llamarla.

Cuando pude enfocar bien los ojos, vi a dos mujeres de pie en la esquina, observando pasar el desfile. Las dos llevaban disfraces: la mayor, de María Antonieta, y la más joven, de alguna noble francesa indeterminada.

El frío me hizo tiritar.

—Estate quieta —me dijo Constance bruscamente.

—Me cuesta un huevo respirar —me quejé—. Y me estoy congelando.

—Silencio —me ordenó, negando con la cabeza.

—¿Hace siempre este frío por Mardi Gras? —le pregunté, golpeando el suelo con los pies—. Es que…

Constance me cogió del brazo y me dio la vuelta hasta que estuvimos de cara.

—¿Tú sabes para qué sirve de verdad el desfile de Sainte Anne?

—¿Servir? —exclamé—. Ni idea. Los desfiles no tienen ningún propósito, ¿verdad?

Constance puso los ojos en blanco y me ofreció una explicación.

—La mayoría no, pero éste sí. Cuando llegue el capitán, verás que lleva una caja. Casi nadie se dará cuenta, en realidad, porque casi nadie tiene tus ojos, Claire. Pero llevará una caja. Y en esa caja hay cenizas. Algún día yo estaré ahí, en esa caja.

Me dio otro escalofrío. A veces, me venía a la cabeza la extraña idea de que Constance iba a matarme. Hacía ya dos años que la conocía y era extraordinariamente buena conmigo, pero no podía terminar de creérmelo. Hasta que no se murió no pude estar realmente segura de que no se guardaba nada en la manga. Yo no sabía que existía gente así, gente que no lleva un recuento de lo que dan, que no pide contrapartidas.

—La procesión llega hasta el Mississippi —me contó Constance—. Cuando estén al lado del río, el capitán arrojará las cenizas al agua.

—¿Quién es? —pregunté—. Quiero decir, ¿quién era…?

—Miembros de la sociedad, amigos, familia. Yo, algún día, y espero que tú también.

Me sonrió, pero con una clase curiosa de sonrisa, melancólica y reservada. Constance siempre había querido que yo participara de Nueva Orleans de forma más activa. Quería que la amara como la amaba ella. Y durante un tiempo así lo hice.

Finalmente llegó el grueso del desfile, con cantos y bailes. Una mujer era un diablo; otra, una muñeca; había hombres vestidos de mujer y mujeres de hombre, vaqueros, indios, curas, monjas, polis y gente sin disfrazar. Yo seguí el ejemplo de Constance cuando le hizo una gran reverencia al hombre que iba delante del grupo, y reparé en la caja de madera que sostenía en las manos.

Nos unimos al desfile en una segunda fila, entre un grupo de mirlitones y una vieja banda de instrumentos de metal de Tremé. Alguien me pasó una seta, que creí que era de las buenas, y me la comí.

—Lo que tú no entiendes —me siseó Constance— es que no todos los espíritus son buenos.

Constance no tenía ningún problema con que yo tomara drogas. Fue ella la que me enseñó cómo utilizar la Calea zacatechichi para tener sueños proféticos y la iboga para romper malos hábitos. Había tomado ayahuasca dos veces y fue una de las primeras doce personas en fumar DMT.

Sin embargo, decía que lo mejor era forjarse un camino propio hacia la verdad y no tragarse el de los demás.

La seta empezó a hacer efecto justo cuando el desfile se disolvió. Constance se fue a casa de un amigo y yo callejeé por el Barrio Francés buscando a Mick, al que encontré, finalmente, sentado en un bordillo en Decatur Street.

Pensé que si pudiera diseñar el lugar más perfecto del mundo sería exactamente así. Ni siquiera me había permitido imaginarme jamás que pudiera existir un sitio parecido a ése. Me sentía como si me hubieran entregado la llave del jardín secreto, como si me hubiesen iniciado en el mayor de los misterios. Estaba enamorada de Nueva Orleans.

—Estás muy guapa —me dijo Mick al verme—. Como un ángel.

—¿Qué coño te has tomado? —le pregunté.

Un año más tarde, Constance estaría muerta y sus cenizas metidas en esa caja.

Yo no estaba allí para verlo. Me marché de Nueva Orleans menos de una semana antes de su muerte.

Hay algunas cosas que nunca te perdonarás.

—Señorita Claire —oí—. Oiga, señorita Claire.

Abrí los ojos. Andray me estaba mirando.

—Creo que te has dormido —me dijo.

—Creo que sí. Tú serías un detective de la hostia.

Andray se rió. Yo estaba cansada y tenía hambre. Toda la adrenalina de nuestro tiroteo había desaparecido y me había dejado con poco azúcar en la sangre y un buen dolor de cabeza. Le pregunté adónde podía llevarlo.

—A cualquier sitio.

—Pero ¿dónde?

—Donde me recogiste estaría bien.

—¿Donde casi te meten un balazo? ¿Allí?

Andray me miró como si no estuviéramos hablando el mismo idioma.

—Señorita Claire —me dijo lentamente, utilizando la forma de cortesía que un joven de Nueva Orleans usa con una persona mayor—, no me estaban apuntando a mí.

Di media vuelta para dejarlo en el hotel de la autopista Airline y luego me volví a casa, después de comprarme un bocadillo po’boy por el camino. Al final se quedó intacto sobre el tocador, mirándome de manera acusadora cuando me quedé dormida.