«Nadie es inocente», escribió Silette. «El único interrogante es: ¿cómo soportarás tu parte de culpa?»
Mick me llamó a la mañana siguiente. Andray ya había salido de la cárcel. Calculé que mantener a Andray Fairview alejado de las calles durante tres días habría costado, entre sueldos de polis y guardias, edificios, transportes y artículos diversos, unos diez de los grandes. Mick me contó que el Departamento de Policía de Nueva Orleans no tenía laboratorio de estupefacientes, que quedó destruido por la tormenta. Debido a un atraso de años en el trabajo previo a la tormenta, pasarían meses antes de que se analizaran los narcóticos de los arrestos recientes en cualquier otra parte, así que lo más fácil era simplemente soltar a todo el que hubiera llevado menos de, pongamos por caso, un camión lleno de cocaína.
Mientras comíamos sushi, Mick volvió a intentar venderme la piadosa inocencia de Andray. Mick era el peor tipo de culpable, de esos que quieren ayudar, y me daba la impresión de que estaba empezando a darse cuenta de lo deprimente e inútil que resultaba eso. Especialmente en Nueva Orleans, donde el significado de ayudar, para la mayoría de la gente, era una pistola aún más grande.
Resultó que ese programa de asistencia legal para criminales no era su primer encuentro con Andray Fairview, que Mick ya lo conocía de un centro de acogida para jóvenes donde también hacía de voluntario.
—En realidad —me dijo mientras se servía de una ensalada de algas—, sólo voy allí para sentirme mejor, como si estuviera haciendo algo útil. Casi todos esos chicos presentan un cuadro severo de estrés postraumático. En general, son como veteranos, como la gente que ha ido a una guerra. No se trata solamente de la tormenta: eso está lejos de ser lo peor que les ha pasado a la mayoría de ellos.
Se calló y se quedó mirando sus algas durante un minuto, como si se preguntara qué era aquello y cómo había llegado hasta su plato.
—Bueno —continuó, observando todavía su ensalada con recelo—, pues allí conocí a Andray. Él aparecía de vez en cuando, se daba una ducha, comía un poco y cogía algo de ropa limpia. Hace mucho tiempo que se lo monta por su cuenta, por lo menos desde que yo voy por allí, hace ya cinco años. Esos chicos…, bueno, los colegios son un desastre, la ciudad, otro desastre, y sus familias han desaparecido. En cualquier caso, Andray es diferente. Él es un buen chico. Y listo, listo de verdad. Solía pasar droga, y me lo puedo imaginar volviendo a hacerlo, a ver, dando pasos hacia atrás, pero matar a alguien…, no lo creo. De verdad, no puedo creérmelo.
—Claro —apostillé—. Seguro que es un santo.
Mick levantó la vista.
—Claire, te estoy diciendo…
Tomé un sorbo de té.
—Me estás contando un montón de cosas. Me estás contando que estás deprimido y que te estás hundiendo en la culpa, pero hasta ahora no me has dicho nada que pruebe que Andray Fairview no mató a Vic Willing. Sus huellas estaban en casa de Vic, ya ha matado antes…
—Eso no lo sabes —me cortó Mick, intentando fingir débilmente que se sentía ultrajado.
—Tú no quieres saberlo, pero lo sabes perfectamente. Está en una banda desde los once años. ¿Qué crees que habrá hecho?
Me miró como si fuera a pegarme. Después se recostó en su silla y cerró los ojos. Yo esperaba que contraatacara con una réplica ingeniosa, pero en lugar de eso se quedó quieto, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en la pared.
—¿Y qué hay de ti? —le pregunté al final mientras miraba mi sushi, de colores tan brillantes que parecía artificial: salmón rosa, atún rojo y wasabi verde—. ¿Cómo te ha ido?
Mick sacudió la cabeza.
—¿Así de bien? —dije yo.
Volvió a agitarla y se apretó la parte superior de la nariz con el índice y el pulgar, como si tuviera sinusitis. Por primera vez me fijé en que no llevaba su anillo de casado.
—Vivía en Mid-City, Claire. Lo perdí todo.
—¡Oh! ¿Y qué ha pasado con…?
Meneó de nuevo la cabeza.
—Ella se fue, se volvió a Detroit. —Abrió los ojos y me miró—. Menos crímenes.
—Me estás tomando el pelo.
Otra sacudida.
—No es broma.
Cerró los ojos y apoyó la cabeza en la pared.
Algunas personas, lo he visto, se habían hundido de golpe. Otros lo hacían a cámara lenta, hundiéndose un poquito cada vez, y seguirían hundiéndose durante años. Y otros, como Mick, siempre habían estado hundiéndose. Simplemente no habían sabido cómo llamarlo hasta ese momento.