Unos meses antes, después de un caso complicado, me di mucha prisa por purificarme de sus efectos nocivos. Dejé de comer, dejé de dormir, pero no dejé de tomar drogas. Pasó una semana, luego dos y después un mes. A los quince días podía ver códigos en los tickets del colmado y en los carteles. Al cabo de un mes ya podía encontrar pistas en el viento y ver señales en las nubes. Pero a los treinta y dos días me desvanecí a unas manzanas de mi apartamento en Chinatown. El médico de urgencias del hospital chino se sentó a un lado de mi cama, examinó mi historial médico y tomó notas en chino. Como no soy china, no se imaginó que podía leer lo que estaba escribiendo. «Carencia de afecto. Apatía.»
—El doctor Chang dice que es usted su paciente —me dijo.
El médico era joven y también parecía bastante apático, pero el nombre de Chang te garantizaba un trato especial por esos lares y fingió que se interesaba por mí.
Asentí con la cabeza. En ese momento estaba estudiando el patrón de la tela de las sábanas. Había fractales en la trama y ecuaciones de segundo grado en el tejido.
—Chang dice que es usted detective, que resuelve misterios.
Asentí de nuevo. Trasladé mi mirada al agua del vaso de plástico que estaba junto a la cama. Cuando me moví, el agua tembló, desgarrando las partículas cuánticas en todas las direcciones del tiempo. Sabía que eso sucedía, pero nunca lo había visto con mis propios ojos. Cosas que nunca había percibido se me hacían patentes en ese momento; cosas que sólo había leído o con las que había soñado.
—Si quiere usted matarse —me dijo el médico de forma cansina—, ésta es probablemente la manera menos eficiente de hacerlo. Y va a ser realmente desagradable. Porque la obligaremos a comer y a dormir, y seguro que usted no desea que le metamos un tubo por la garganta.
—Por cierto, ¿qué es lo que meten por esos tubos? —le pregunté con una curiosidad repentina—. ¿Es como comida triturada? ¿Un suplemento alimenticio como el Ensure? ¿Glucosa? ¿Le meten vitaminas? Es que…
—Sí, es una solución —me interrumpió el doctor.
—Una solución —repetí, pensando que si cada misterio tiene una solución, quizá ésta era la solución para éste.
El doctor siguió hablando, aunque yo había dejado de escuchar. Pasó un buen rato, o eso me pareció. El médico ya no estaba, pero apareció el mío, Nick Chang. El doctor Chang está formado en la medicina tradicional china, el Qi Gong, la levitación yóguica, el ayurveda y las enseñanzas de Edgar Cayce. Entre otras cosas.
Pensé que él me entendería.
—Puedo verlo todo —le dije—. Y no estoy enferma, estoy haciendo ayuno.
—Ayunar es algo que se planea de antemano, tú simplemente has dejado de comer.
—Soy espontánea, ya lo sabes.
—Tienes tres opciones, Claire —me dijo, tratando de que le mirara—: quedarte en el hospital, que te ingresen o venir conmigo.
Yo miraba una mosca que revoloteaba, sacudiendo sus alitas exactamente a 108 aleteos por segundo. Le leí el pensamiento, ocupado totalmente en llevar comida a casa para sus seres queridos. ¡Moscas! ¡Qué mal las había juzgado!
Me concentré en Nick, en el aliento que entraba y salía por su nariz, en el bombeo de su corazón, en cómo subían y bajaban sus pulmones. A través de su piel, pude ver cómo sus células sanguíneas se reproducían, morían y volvían a reproducirse.
—Tengo el coche fuera —me anunció.
Él sabía que yo quería su coche, un vistoso Karmann Ghia verde.
—¿Puedo conducir yo? —le pregunté.
—Ni hablar.
No dije nada, pero el tiempo se movió. Hacia atrás o hacia delante, no lo sé.
—No es como la otra vez —le expliqué—, no se parece en nada.
Nick no abrió la boca.
Él condujo. Nos dirigimos hacia el norte y no me di cuenta de hacia dónde íbamos hasta que estuvimos en mitad del Golden Gate. Dejamos Marin atrás como si fuera un borrón verde y comenzamos a ver los carteles cerca de Santa Rosa. «El Lugar Misterioso», anunciaban. En uno había una foto de dos hombres gemelos de pie en una habitación. La cabeza de uno de ellos tocaba el techo, mientras que a su gemelo le faltaban unos sesenta centímetros. «¿Cómo puede ser?», se preguntaba el cartel.
El Lugar Misterioso era uno de esos sitios en que una casa se deslizaba inexplicablemente por una colina y violaba todas las leyes conocidas de la física con sus suelos irregulares, sus paredes desiguales y las bolas que rodaban hacia arriba, algo que durante la visita guiada se insistía en que no era, en absoluto, ningún tipo de ilusión óptica. También se anunciaba un pequeño rebaño de cabras pigmeas, dos manantiales de agua caliente, varias secuoyas enormes y una tienda de recuerdos. Detrás de todo eso estaban las cabañas de alquiler. El negocio lo dirigía un investigador privado jubilado llamado Jake, de San Francisco. Había oído hablar de ese lugar durante años, pero nunca había estado allí. Jamás lo había necesitado.
—Claire cuidará de las cabras —le dijo Nick a Jake cuando llegamos.
Jack asintió. Un joven que podía haber sido hijo de Nick me enseñó todo el lugar y me instaló en una cabaña. Hacerse cargo de las cabras fue un trabajo duro. Lo principal era asegurarse de que no engordaran demasiado. Había una máquina expendedora de comida para cabras y los animales habían aprendido a mostrarse hambrientos. Las cabras gordas iban a parar a un corral aparte donde los visitantes no pudieran alimentarlas.
Esa noche, tras unas horas de mover mierda de cabra con una pala, volví a dormir. Unos días más tarde, después de darle más a la pala, reparar vallas y reñir a las cabras, empecé a comer.
Nick venía a verme una o dos veces por semana, dosificaba las hierbas que me hacía tomar, trabajaba en rellenar los huecos de mi aura y discutía mi tratamiento con el difunto doctor Cayce. Al final de la tercera semana le conté lo que había pasado.
—Era una chica —le dije sentada en la cama, mientras miraba por la ventana—. Un caso de una mujer desaparecida, una chica. La encontré en la bahía y era…
No terminé la frase.
—Ves cuerpos todo el tiempo —dijo él.
—Era como yo, exactamente igual que yo.
—¿Y? —preguntó Nick.
—No, no se parecía a mí. Se parecía a alguien que conocí.
—¿La chica desaparecida? ¿A tu amiga?
Asentí con la cabeza.
—Pero no era ella —dijo él—. Eso fue hace mucho tiempo.
—Lo sé. Ahora ya lo sé.
—Y tú quieres reunirte con ella.
No era eso, pero estaba muy cerca.
En El Lugar Misterioso todo el mundo se encontraba para cenar en el edificio principal, detrás de las cabañas. Oí a la gente hablar de planes y de esquemas, pero yo me mantuve al margen y no me metí en líos. Los demás fingían no saber quién era yo, aunque lo sabía todo el mundo. De algún modo, mi excursión al hospital se había difundido y todos los detectives del país sabían ya que Claire DeWitt estaba loca. Sin embargo, la gran mayoría ya lo sabían antes.
Me concentré en las cabras, eran una buena compañía. Ellas disculpaban la mayor parte de los defectos y errores de mi personalidad, que les retirara la comida a las gordas o que no fuera capaz de hablar su idioma. Fueron un fármaco excelente. A las cuatro semanas ya no veía señales en las nubes, pero me había cebado a mí misma, había descansado y aterrizado correctamente en esta realidad. Con unas cuantas semanas más ya fui capaz de volver al trabajo. Fue entonces cuando me llamó Leon. Estuve a punto de decir que no, ya que no tenía ningún interés en ir a Nueva Orleans. No había estado allí desde la muerte de Constance.
—Cógelo —me dijo Nick en su última visita, mientras me tomaba el pulso delicadamente en la muñeca—. Acepta el trabajo. Alguna vez tendrás que atar los cabos sueltos.
—Yo no tengo cabos sueltos, no en ese lugar.
—Estás mintiendo —me dijo.
—No.
—No sabes lo que estás haciendo, pero mientes.
Confío en Nick.
Y acepté el caso.