14

A la mañana siguiente fui a desayunar al Clover Grill. Entre huevos y gachas de maíz, volví a repasar el dossier de Andray. Después de enseñarme su ejemplar de Détection se había cerrado completamente y yo me marché al cabo de poco.

No tenía ni idea de dónde había sacado ese libro. Tenía mis dudas de que Vic Willing se lo hubiera dado para que aprendiera las diferentes especies de pájaros, ya que, en realidad, no iba de pájaros en absoluto.

Entonces, ¿cómo lo había conseguido? ¿Y por qué lo llevaba en el bolsillo? Cuando se lo pregunté, volvió a las no-respuestas monosilábicas. No sé. Nada. Por nada.

«Détection», escribí en mi archivo. «Andray. ¿Por qué?»

Volví a su dossier. Lo habían sacado de un hogar de acogida debido a sospechas de abusos sexuales por parte del padre, y de otro por indicios de negligencia por parte de la madre. Después de eso estaba listo para que lo reclutaran las bandas que dominaban Nueva Orleans.

En otras ciudades había programas y misiones y trabajadores sociales que estaban esperando que un terrón de humanidad maleable como Andray cayera en su regazo. Le habrían enseñado a obedecer a un jefe y a una esposa en lugar de a un macarra o al jefe de una banda. Era igual de censurable, pero al menos habría tenido una oportunidad. En cualquier caso, en Nueva Orleans no había suficientes de esos programas, y la mayoría de los pocos que habían existido se habían acabado tras la tormenta. Si hubiera podido encontrar uno, habría tenido que ganarse un sitio compitiendo con otros veinte chicos, todos ellos probablemente con mejores opciones que él.

Además, yo estaba bastante segura de que una muerte temprana era más bien beneficiosa para Andray.

Cuando volví de desayunar, Mick Pendell me estaba esperando en el hotel. Estaba sentado muy tieso en un sillón, hojeando el Detective’s Quarterly. Parecía estar esperando a que el médico le examinara un bulto extraño.

No había visto a Mick en casi diez años, pero reconocí sus tatuajes antes que su cara, especialmente la estrellita en la sien izquierda, cerca del ojo. Tuve un pequeño ataque de algo que no pude nombrar: nostalgia, quizá, o acaso felicidad.

Le puse una tapa.

—Vaya —dije fríamente—, hoy es mi jodido día de suerte.

Mick oyó mi voz y pegó un salto. Se le veía bien. El pelo se le había encanecido un poco, pero le sentaba estupendamente. Llevaba un viejo jersey negro encima de una camiseta y unos vaqueros negros, todo ello descolorido, arrugado y no demasiado limpio. Se había remangado y pude ver que ahora sus brazos estaban completamente cubiertos de tatuajes japoneses tradicionales: agua, flores, remolinos negros. En los nudillos llevaba runas y palabras en las muñecas: «odio» en la izquierda y «amor» en la derecha.

En mi opinión, si uno no puede recordar cuál es cuál, quizá debería quedarse en casa.

—Pero, por desgracia —añadí—, no has concertado una cita. Así que ya sabes. Adiós.

Mick se rió como si yo estuviera de broma.

—Claire —me dijo con una amplia sonrisa y una voz profunda y madura—, Claire. Por Dios. Cómo me alegro de verte.

No hacía falta ser un sabueso para darse cuenta de que estaba mintiendo. Nadie se ha alegrado nunca de verme. A no ser que les debiera dinero, y ni siquiera eso era una garantía.

Me lo quedé mirando.

—Siento no haberte podido recibir —se excusó Mick, metiendo y sacando las manos de sus bolsillos—. Siento mucho el asunto de la cita, sólo…

—Sólo que tenías mejores cosas que hacer —completé la frase—, como yo.

Empecé a atravesar el patio hacia mi habitación. Mick me siguió.

—Sólo… —insistió.

Llegamos a mi habitación, saqué la llave y abrí la puerta.

—Discúlpame —le dije—, te invitaría a entrar. Sólo que, bueno, quiero que te marches. Vete —añadí despidiéndole con la mano.

—Claire —me dijo Mick, tratando de captar mi atención—. Claire, siento mucho lo de la cita.

—No, no lo sientes. Estás aquí porque quieres algo. Y sea lo que sea no lo vas a conseguir, así que ya puedes irte.

—¡Oh, venga! —gritó Mick, interponiéndose entre la puerta y yo—. ¡Estaba con un alumno! Yo…

—Tú estás mintiendo. Lo siguiente que vas a decirme es que valoras nuestra amistad, que piensas a menudo en mí y que te sabe muy mal que perdiéramos el contacto. Y después me pedirás lo que sea que has venido a pedirme, así que pídemelo ya y acaba con esto.

—Pero yo valoro… —empezó.

—¡Cuidado con el tiempo! —grité yo mientras me miraba el reloj de pulsera—. Se ha acabado. No queda nada.

Mick suspiró.

—Vale, de acuerdo —se rindió, abandonando su sonrisa postiza—. Escúchame, necesito tu ayuda.

—Ooooh —exclamé lentamente—, necesitas mi ayuda. Vaya puta sorpresa, nunca lo habría adivinado. Me he quedado totalmente…

—Vale, vale —interrumpió con suavidad.

Durante un largo minuto no dijimos nada más. Los dos tiritábamos.

—Tengo frío —dijo él—. Venga.

Volví a mirarlo bien. Después de la discusión se le veía cansado, parecía más viejo de lo que habría esperado. Si yo tenía treinta y cinco años, eso hacía que él tuviera unos cuarenta. Realmente, aparentaba diez más.

Abrí la puerta y no le impedí que entrara detrás de mí. En el zócalo de una de las paredes había una estufa que me apresuré en encender. Me quité el bolso y el abrigo y me senté en la cama, con los pies recogidos bajo el cuerpo. Del cenicero del armario cogí una colilla abandonada y la encendí aspirando fuertemente.

Mick se sentó a los pies de la cama, cogió el porro cuando se lo pasé y fumó un poco antes de devolvérmelo.

—He oído que ayer fuiste a ver a Andray Fairview a la cárcel —empezó.

Eso me hizo reaccionar. De entre todas las cosas que Mick podría haber querido, no habría esperado nada que tuviera que ver con Vic o con Andray.

—Qué velocidad —admití.

—Formo parte de ese grupo —explicó Mick, como si supiera lo ridículo que era—, Southern Defense. Proporcionamos asistencia legal a gente que de otra forma no tendría ninguna. Gente como Andray.

—¿Tú, voluntario? Mick, eso es jodidamente increíble viniendo de ti. Te mereces una puta medalla. No creas ni por un momento que no me has impresionado, porque…

—No te lo creas si no quieres, Claire. No estoy intentando impresionarte —dijo con amargura—. Yo…

—Pues no te creo. Pero ¿qué es lo que hacéis? ¿No se les asignan abogados de oficio?

Mick se tumbó en la cama y fumó un poco más de marihuana. Volvió a suspirar.

—Por supuesto, pero sólo sobre el papel —empezó.

—Deja de suspirar. Me molesta.

Inspiró de nuevo con fuerza, aunque esta vez reprimió el suspiro y exhaló en silencio.

—Pues eso, que sobre el papel les asignan un abogado pero, en realidad, no lo tienen. Así que este grupo, Southern Defense, se supone que les consigue uno. Aunque tampoco tienen abogados suficientes, sólo catorce y están sobrecargados. Así que intentan reclutar a gente como yo, criminólogos…

—Profesores de criminología —lo corregí.

Mick fue investigador privado, pero lo dejó para dar clases y ofrecer su ayuda a alguna ONG como ésa. Yo todavía no se lo había perdonado, y no pensaba hacerlo próximamente. Enseñar era un desperdicio, la escuela era el peor lugar posible para aprender nada, o así me lo parecía según mi breve experiencia. Si de verdad quisiera ayudar a la gente, debería estar ahí fuera resolviendo enigmas.

—En cualquier caso —prosiguió, ahogando otro suspiro y poniendo los ojos en blanco—, somos unos cuantos que actuamos como equipo de reserva: no podemos defenderlos en los tribunales, pero podemos aconsejar y conectar a la gente con otros recursos o lo que sea. Así que estaba trabajando con Andray sobre esa mierda de cargo por el que lo han detenido y hoy me dice que una tía blanca loca se presentó para acusarle de asesinato. Y, bueno…

—Y sigo siendo la primera tía blanca loca que te viene a la cabeza —dije para completar su frase—. Eso es verdadera y jodidamente conmovedor, Mick. De verdad, es casi enternecedor.

Mick volvió a sentarse.

—Escúchame, Claire. Andray Fairview no mató a Vic Willing.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo conozco —insistió—. Él no mató a Vic Willing.

Sonaba inquieto. Tenía la esperanza de estar diciendo la verdad, pero no estaba seguro en absoluto.

No importa lo que la gente quiera oír, no importa si les gustas ni si el mundo entero cree que estás loca. Ni tampoco a quién le rompes el corazón. Lo que importa es la verdad.

Me tumbé en la cama mirando al techo. Mick se acostó a mi lado e intentó captar mi atención. Y así nos quedamos mientras nos íbamos pasando el porro. Un coche de caballos atravesó Frenchman Street y un par de borrachos pasaron discutiendo por delante del hotel, farfullando palabras ininteligibles.

—¿Se lo vas a decir a la poli? —me preguntó Mick al cabo de un rato.

—No, no haré nada hasta que esté segura de que fue él. E incluso así, seguramente dejaré que lo decida el cliente.

—Es un buen chico. Si lo conocieras te gustaría.

—A mí no me gusta nadie. Y menos los niños. Y los buenos aún menos.

—Él es diferente —insistió Mick.

—Nadie es diferente, sólo peor. Es el único tipo de diferencia —sentencié yo.

Rodó un poco sobre sí mismo y me miró. Se le empezaban a marcar arrugas alrededor de las sienes, extendiéndose por su tatuaje, pero aún se veía bien. No dije nada.

—Tú me conoces —dijo Mick finalmente—. Dale una oportunidad, ¿vale?

Me senté en la cama, fingí estar interesada en mis uñas y no dije nada.

No sé cuándo dejamos de ser amigos Mick y yo. Los dos habíamos sido discípulos de Constance, él antes que yo. Nunca fuimos rivales, éramos más como hermanos.

Pero Constance se llevó todo eso consigo cuando murió. En el mundo que dejó atrás, nosotros éramos sólo dos personas que se conocían. Para ella éramos dos personas distintas, una Claire mejor y un Mick mejor. En la práctica, ellos murieron junto con Constance y, hasta donde yo sé, nadie los ha echado de menos.

Nadie excepto yo.

—De acuerdo —respondí al final—. Lo investigaré. No prometo nada, pero lo pensaré un poco más.

—Mierda —soltó Mick a la vez que se sentaba—. Gracias, Claire. En serio, gracias.

Sin embargo, no sonreía, sólo se le veía un poco menos abatido.

—Pero —añadí— tú vas a ayudarme. Y no vas a encargarte de la parte divertida.

Mick asintió. Ya sabía de lo que le hablaba: extractos financieros, archivos de casos, pruebas —si es que encontrábamos alguna—, todo lo que necesitaba ser examinado cuidadosamente. Era un trabajo aburrido, pero a él se le daba bien.

—Bien —proseguí—, ahora cuéntame lo que sabes sobre Vic Willing.

Mick se encogió de hombros.

—Dicen que era buena gente. Yo sólo coincidí con él algunas veces; nunca trabajé en ninguno de sus casos, pero acabas conociendo al personal. Él era uno de esos tipos, o sea, un auténtico personaje de Nueva Orleans. Hablaba mucho, tenía un buen vozarrón, iba a Galatoire y a sitios así. Llevaba trajes de esa tela ondulada, sirsaca o cloqué, me parece. Era de esos ricos que a veces van de superseguros y superdesenvueltos. El clásico macho alfa blanco. Encantador, ya conoces ese estilo.

Entonces fui yo la que se encogió de hombros. No sabía si en realidad conocía ese estilo.

Hablamos un poco más sobre Vic. Mick no tenía nada interesante que contar. Luego volvimos al asunto de la coartada de Andray y de lo endeble que resultaba. Le pregunté por la gente que había pasado la semana de la tormenta con él; bueno, según él.

—Sí —dijo Mick, frunciendo el ceño—. A ver, Trey ha desaparecido; no está muerto, creo, pero no sé por dónde anda. Peanut ya no está con nosotros, por desgracia; indudablemente muerto. Terrell…, bueno, es lo que hay, pero no estoy seguro… de que sirva realmente de buena coartada. O sea, es un auténtico buscavidas. Lali, sí, ella podría servir.

Me dijo dónde podría encontrar a Lali. Girar a la derecha en la gasolinera abandonada, luego a la izquierda en la casa que se desmorona. Y tener cuidado en la siguiente esquina, en esos días era un lugar complicado.

—Oí que estuviste en el hospital —comentó Mick—. ¿Estás bien?

—Sí, pero lo que no entiendo es por qué todo el mundo cree eso. Me fui a un balneario durante una temporada. Eso es todo.

Le pregunté si sabía por qué Andray tenía un ejemplar de Détection.

—¿Andray? ¿Détection? ¿El libro de Silette?

—Sí, el libro de Silette.

Mick no se había metido nunca a fondo en Détection. Él tomaba lo que Constance tenía que ofrecerle, pero no estaba interesado en lo que había detrás. Para él no era más que un libro delirante, uno de los muchos libros delirantes que Constance y yo nos íbamos pasando. Mick creía que los libros eran solamente libros.

—No puedo ni imaginármelo —dijo mientras sacudía la cabeza—, ni siquiera estoy seguro de la capacidad lectora de Andray. Supongo que se defiende, pero ése es un libro difícil.

Me senté y le pedí a Mick que se marchara. Me preguntó si al día siguiente podía invitarme a comer y le contesté que sí. Luego se fue.

Me acordé de cómo olía antes, silvestre y sudoroso. Rodé sobre la cama hasta donde había estado tumbado.

Ya no olía de esa forma, sino a maría, a polvo de yeso, a humo y a moho. Como la tristeza. Como Nueva Orleans.