La sala de espera de la Orleans Parish Prison, más conocida como OPP, olía a miedo y a desinfectante. La mayoría de las personas de la sala eran madres y abogados. Al otro extremo, frente a mí, se encontraba el chico de las rastas que estaba con Andray cuando éste se meó en mi furgoneta. No me reconoció. Se dedicaba a pasar las páginas de una telenovela que alguien se había dejado. En una esquina de la sala había otros dos chicos, blancos, inclinados hacia delante en unas sillas, con los codos sobre las rodillas. Llevaban pantalones sobredimensionados pero cortos, largos calcetines blancos, camisetas blancas y gorras de béisbol ladeadas. Ponían cara de malas pulgas e intentaban parecer aterradores. Al final incluso consiguieron parecerlo un poquito.
Después de esperar durante una hora y ver cómo otras personas entraban y salían, me dirigí al guarda.
—Creo que se ha olvidado de mí —y le recordé mi nombre.
—No me he olvidado de usted —respondió a la defensiva—. Usted no está en la lista.
—Me he inscrito cuando he llegado.
—Pues ahora no está.
Volvió a escribir mi nombre en la lista. Tendría que ponerme otra vez a la cola y pasaría por lo menos media hora hasta que me llamaran. Salí para tomar un poco de aire.
Los dos chicos blancos estaban sentados en los escalones fumando. Me miraron y yo los miré. Uno era moreno, de complexión mediana. El otro era un pelirrojo delgado como un palillo. Los dos llevaban tatuajes en los brazos, como el resto de chicos que había visto: números, letras, códigos, inscripciones conmemorativas. El pelirrojo incluso llevaba tatuado un rosario alrededor del cuello.
No existen las coincidencias. Sólo pistas que no has visto por culpa de tu ceguera, puertas para las que no has encontrado una llave.
«Para el detective que ha abierto los ojos de verdad —escribió Silette—, la solución a cualquier misterio nunca está a más distancia que unos centímetros.»
Me fui hacia los chicos y me senté con ellos, a apenas unos palmos.
—Hola —me presenté—. Me llamó Claire DeWitt y soy detective privado en Brooklyn, Nueva York.
Se pusieron en guardia y me observaron. No importa lo yuppi que se haya vuelto, Brooklyn siempre impresiona a la gente. Entre eso y mi trabajo de detective privado contaba con una buena presentación ante cualquiera menor de cuarenta años que alguna vez hubiera tenido un disco de hip-hop.
—Estoy aquí trabajando en un caso —les dije—. Un caso muy importante.
Los chicos asintieron e intentaron parecer honrados y de fiar.
—Y lo que necesito saber es si alguno de vosotros ha visto a este hombre.
Saqué mi foto de Vic Willing y se la enseñé.
Cuando la miraron, al pelirrojo le sucedió algo. Fue como si una puerta se le cerrase en la cara y quedara bien cerrada. Ni siquiera pestañeó. No arrugó la frente, ni movió los ojos, ni ninguno de los gestos normales que alguien haría al estudiar una foto. Más bien se bloqueó, como un coche que se quedara sin gasolina.
El moreno miró la foto y sacudió la cabeza.
—No, lo siento.
Decía la verdad. El pelirrojo también negó con la cabeza y masculló:
—Lo siento.
Mentía. Le miré y se empezó a poner nervioso. Se puso a dar golpecitos con el pie en el suelo y de repente se levantó.
—Que le den por culo —le dijo al otro de mala manera mientras arrojaba su cigarrillo al suelo.
El moreno se quedó confuso.
—Esto es una gilipollez —continuó el pelirrojo—. Esperar aquí todo el puto día para ver al negrata ese. Él ni siquiera vino a visitarme cuando estaba en la Beneficencia, ni una vez. Que le den.
Se dio la vuelta y se marchó sin mirarme. El moreno, desconcertado, salió corriendo detrás de él.
La verdad podría haber estado a unos centímetros, pero yo no me encontraba todavía lo suficientemente cerca para agarrarla.
Volví adentro y me puse a leer un libro que me había traído sobre brujería mexicana. Cuando anunciaron mi nombre, crucé por dos detectores de metales que pasaron por alto todas las piezas de metal que llevaba y acabé en una habitación cuadrada que olía igual que la sala de espera, con más abogados y menos madres. Un guarda señaló una mesa redonda hacia el centro de la habitación, donde Andray Fairview estaba sentado esperándome tal como lo había dejado el funcionario de la prisión.
Me senté en la silla de plástico frente a él, pero no me miró.
—Hola —le saludé.
Elevó la mirada, me vio y volvió a estudiar el suelo. No sé ni si me reconoció. No lo creo.
Sus ojos eran grandes, de color marrón claro, y la parte blanca estaba surcada de rojo y de rosa. Por debajo del cuello de una camiseta muy fina asomaba una cicatriz de arma de fuego que tenía en el pecho. Fijaba los ojos en el suelo de linóleo y su respiración era lenta y superficial. Se había desplomado en su silla, como si sentarse bien le quitara toda la energía.
—Me llamo Claire DeWitt —insistí—. Soy detective privado.
Eso suele suscitar una buena respuesta. A todo el mundo le gusta el misterio. Pero Andray sólo levantó la mirada, enarcó las cejas y las volvió a bajar gradualmente. Si me reconoció, no lo demostró de ninguna manera.
—Encontré tus huellas en casa de alguien —le anuncié—. De un hombre llamado Vic Willing.
Le dejé tiempo para que contestara. No dijo nada, pero bajo la inexpresividad afectada de su cara vi algo más: miedo, quizá, o simplemente asco. Yo no le gustaba, me daba cuenta. Aunque no era capaz de deducir si además me tenía miedo.
Andray tenía dos profundas arrugas que le iban de la parte superior de la nariz hasta las cejas. Sobre ellas, tres pliegues finos le recorrían la frente en sentido horizontal. Para ser un chaval de dieciocho años tenía demasiados dilemas en la cabeza. O era inteligente o era inquieto, o ambas cosas.
Normalmente puedo leer a la gente. La mayor parte son fáciles. Una mano en la cara significa que están mintiendo, un parpadeo de más denota nerviosismo, una ceja levantada quiere decir sorpresa. Pero Andray no era de los fáciles. Todas las pistas estaban allí, y sin embargo no podía unirlas de forma que tuvieran sentido.
Algo sí que sabía: que él no estaba contento de verme.
Y que fuera lo que fuese lo que sabía de Vic, no conseguiría sacárselo fácilmente.
Sus brazos mostraban una serie de tatuajes, la mayor parte referencias codificadas a barriadas, complejos dormitorio, pertenencias a bandas y otras inscripciones conmemorativas varias en gruesas letras góticas. Uno de ellos destacaba por encima de los demás. Lo llevaba en el dorso de la mano derecha: en una caligrafía elaborada y delicada se podía leer «Lali».
—¿Quién es Lali? —le pregunté.
—Nadie.
Era la primera vez que me hablaba; su voz era profunda y su acento, duro. Pronunció «nadie» como si fuera una breve palabra hostil: na-die.
—Nadie —repetí yo—. Yo también tengo algunos tatus como ése.
Ignoró mi intento de broma. Por una fracción de segundo vi algo en su cara. Era una petición, me pedía algo. «Sálvame», decía. O quizá «Mátame».
—¿Tu novia?
Volvió a desviar la mirada y no dijo nada.
—Vic Willing desapareció en algún momento durante la tormenta —le conté—. Estoy intentando descubrir qué le pasó.
Ya me había dado cuenta de que cuando la gente de Nueva Orleans hablaba de «la tormenta», no se referían estrictamente a la tormenta, que sólo duró unas pocas horas, sino que lo extendían a toda la semana, desde el instante en que empezaron las evacuaciones hasta que terminaron siete u ocho días después.
Andray siguió sin decir nada.
—¿Puedes decirme dónde estabas? —insistí—. Durante la tormenta.
—Centro de Convenciones —farfulló.
—Empecemos antes de eso, por la noche del viernes. El viernes antes de la tormenta. ¿Qué hiciste ese viernes por la noche?
Inspiró hondo, se irguió un poco en la silla y me miró directamente por primera vez.
—El viernes por la noche —dijo—. Esa noche fue normal. El domingo por la noche, ahí fue cuando empezó. Bajamos al Superdome, pero nos largamos rápido. No querían dejar salir a nadie, aunque nosotros descubrimos cómo hacerlo.
—¿Nosotros?
Andray asintió con la cabeza.
—Terrell y yo —contestó.
—¿Quién es Terrell?
Me miró como si se sorprendiera de que yo no conociese a Terrell. Eso tenía sentido en Nueva Orleans, donde todo el mundo se conocía.
—Nadie —contestó Andray, pestañeando—. Un tío que conozco. Tú no sabes quién es. Íbamos Trey, él y yo. Trey ya no está, así que no necesitarás una coartada para él. Luego empecé a buscar a mi novia, Lali. Ya desde antes de la tormenta no quería saber nada de mí, pero no dejaba de ser mi novia. Así que fuimos a la casa donde se estaba quedando y ahí la encontré. Después, Terrell, Trey, Lali y yo nos pusimos a buscar a mi madre.
—¿La encontraste?
No tenía ni idea de que conociera a su madre. Eso no salía en el informe.
Negó con la cabeza y volvió a la vida, lo que en ese caso quería decir que se estaba enfadando.
—Entonces bajamos hacia el Superdome, a ver si estaba allí —continuó—. Para entonces, también habían metido gente en el Centro de Convenciones, así que fuimos y, en fin, todo aquello era una puta mierda. Así que mi amigo Peanut y yo (murió, no pierdas el tiempo buscándolo) nos piramos y conseguimos un coche para marcharnos de la ciudad todos juntos. Entonces, Terrell, Peanut, Pee Wee, Lali, la hermana pequeña de Peanut, sus críos, la novia de Pee Wee, también con sus hijos, y yo nos largamos a Houston. Cuando llegamos, fuimos directos al Astrodome, pero esos cabrones hicieron que nos diésemos la vuelta. Dijeron que no estábamos autorizados o alguna mierda por el estilo. Entonces apareció otra gente, que vio cómo nos echaban, y nos llevaron a su casa, a su propia casa, donde vivían, y nos dieron de cenar, nos hicieron un sitio y todo eso. Se llamaban Nelson, Tom y Mary Nelson. Bueno, pues eso —añadió, por si me hiciera falta saberlo—, también hay buena gente por ahí.
—¿Eso qué día fue? —le pregunté.
Andray se encogió de hombros.
—Perdí la cuenta. Los días se repetían.
Volví a cambiar de rumbo.
—¿Cómo conociste a Vic Willing?
—Limpié la piscina de su edificio unas cuantas veces. La empresa de piscinas me mandó allí.
Había visto en el informe que el año anterior Andray había sido tutelado por una asociación sin ánimo de lucro llamada Southern Defense. Ellos le consiguieron un empleo en Supirior Pools, Inc. —sic—, la empresa de piscinas en cuestión. Hizo unos diez trabajos para ellos hasta que dejó de aparecer por allí.
—Sin embargo, tus huellas estaban por todo el apartamento.
—Fui varias veces —reconoció Andray, incluso pareció ofendido de que yo hubiera dudado de ello—. Ya sabes, a usar el lavabo, a beber algo. El tío se comportaba. Me daba de beber y a veces de comer, cosas así.
—¿Qué bebías? —le pregunté.
—Agua —respondió de inmediato.
—¿Qué comías?
—Algún bocata.
—¿De qué?
Se encogió de hombros.
—Ya. ¿Y de qué hablasteis?
Andray volvió a encogerse de hombros.
—De tonterías.
—Perdona —le dije mientras me inclinaba hacia delante—, debería haber sido más precisa. ¿De qué hablasteis? Cuando te daba el agua y los bocatas misteriosos, ¿de qué hablabais?
Se encogió de hombros por tercera vez.
—Sólo charlábamos.
—Lo siento —me eché hacia atrás—, es culpa mía. Creo que no me estoy expresando bien. Mira, supongo que no eras amigo íntimo de Vic Willing. Creo que probablemente mataste a Vic Willing y creo que, como muy mínimo, saqueaste su casa. Así que te estoy dando la oportunidad de sostener la muy remota posibilidad de que, en realidad, tú y Vic Willing tuvierais una relación contándome en qué se basaba esa relación, empezando por decirme de qué hablabais cuando Vic Willing y tú hablabais de algo.
Andray me miró.
—De pájaros —contestó a la defensiva.
Los pliegues de la cara se le hicieron más profundos y frunció el ceño.
—Hablábamos de pájaros.
—¿De pájaros?
—Pues sí. Él les daba de comer, tenía el balcón hecho un desastre. Semillas por todas partes, cacas de pájaro y toda esa mierda. Me daba una propina por limpiárselo cuando iba a encargarme de la piscina. A mí los pájaros me parecían, yo qué sé, como ratas. Sucios, malos. Pero, bueno, cuando los ves bien ya te parecen más, no sé, interesantes. O sea, son sólo… —de nuevo se encogió de hombros.
—¿Pájaros? —sugerí yo.
—Eso —asintió—, sólo pájaros. Él me los enseñó, ya sabes, los diferentes tipos y esas cosas.
—¿Sí? —pregunté con escepticismo—. ¿Vic te habló de las diferentes especies de pájaros?
—Mira —me soltó con enfado, metiéndose la mano en el bolsillo trasero del pantalón—, me entregó esto. Un libro para enseñarme los diferentes tipos.
Y me tendió un pequeño libro en rústica. Me dio un escalofrío al reconocer ese mirlo tan familiar de la cubierta.
Détection, de Jacques Silette. En la cubierta de esa edición, la británica en tapa blanda, aparecía un mirlo en pleno vuelo.
«El misterio no se resuelve gracias a las huellas dactilares, los sospechosos o la identificación de las armas», escribió Silette. «Eso sólo sirve para activar la memoria del detective. El detective y el cliente, la víctima y el criminal, todos conocen la solución al misterio.
»Sólo necesitan recordarla y reconocerla cuando aparece.»