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Aquella noche me tumbé en la cama y estuve leyendo sobre Andray Fairview. Lo habían arrestado la tarde anterior, con otros cinco chicos que andaban merodeando. Debió de ser sólo una hora o dos después de que se meara en mi furgoneta. El registro descubrió, ¡sorpresa!, una pistola semiautomática de nueve milímetros, una bolsita de lo que parecía ser cocaína en forma de crack, una bolsa mayor quizá con marihuana, ambas pendientes de análisis, y toda la parafernalia ligada a las drogas. No se mencionaba dinero alguno, lo cual habría complicado el caso, pero estaba dispuesta a apostar que algún poli se había enriquecido. Suponía que se trataba más de un atraco de uniforme que de un arresto real, y que Andray estaría en la calle en unos días como mucho.

Tenía dieciocho años, era afroamericano y nativo de Nueva Orleans. De padre desconocido, su madre desapareció tras dejar a Andray en un hospital tres años después de proporcionarle un nombre mal escrito y una adicción al crack desde su nacimiento. Aunque hacía seis meses que oficialmente no dependía de las acogidas temporales, en realidad desde hacía seis años no tenía una familia de acogida. En su lugar, había sido asignado a la residencia central del Auxilio de San José en Saint Roch, que había cerrado en 2002. Nadie se dio cuenta entonces de que Andray se quedaba sin casa. Tenía un historial más grande que mi habitación, aunque no encontré nada más interesante que lo que había visto en el primer vistazo: más posesión, más agresiones. No era muy difícil acumular esos cargos, especialmente si eres negro, pobre y varón. Habría apostado que yo misma había protagonizado más agresiones, posesiones, distribuciones y consumo de narcóticos que Andray, pero mi historial no llegaba ni a la mitad del suyo. Sin embargo, también había que tener en cuenta que en mis asaltos yo rara vez había usado un AK-47 o una nueve milímetros, como Andray.

Lo habían detenido por asesinato en dos ocasiones. Ambos arrestos acabaron sin cargos al cabo de sesenta días, lo más habitual en Nueva Orleans. Los de aquí lo llaman homicidio de días, delito menor de asesinato o un 701, que es el código que usan los polis para referirse a los sesenta días que tienen para acusar a los sospechosos o dejarlos marchar. Sesenta días era un buen plazo para conseguir una acusación de homicidio y para dejar la Constitución en suspenso. No obstante, no era suficiente para esta ciudad. Más del noventa por ciento de la gente arrestada por asesinato en Nueva Orleans era liberada a los sesenta días.

Aunque un 701 tampoco era un paseo para el arrestado, ya que en Nueva Orleans era más probable que un sospechoso de homicidio fuera asesinado que juzgado en un tribunal. Los polis hasta podrían haber pintado una diana a los chicos que detenían, culpables o no, antes de soltarlos a los sesenta días. Cualquier contacto con los polis podía comportar la pena de muerte, y en la calle los jueces y jurados no necesitaban sesenta días para sentenciar un caso.

La gente se mata entre sí en todas partes. La diferencia es que en Nueva Orleans nadie intentaba impedirlo. Los polis culpaban a los fiscales de distrito y los fiscales a los polis; las escuelas a los padres y éstos a las escuelas. Los blancos a los negros y los negros a los blancos. Mientras tanto, todo el mundo seguía matándose.

Dejé los informes oficiales a un lado y cogí otra vez las huellas dactilares. Como la mayor parte de los criminales, Andray tiene una pronunciada Espiral de los Ladrones y una Curva del Carácter corta. No me sorprendió que estuviera en la cárcel. Vic tenía una Línea de la Negación excesivamente desarrollada y una pequeña cicatriz donde debería haber estado su Espiral de la Conciencia. Típico de un abogado. Pero ambos presentaban un Centro del Corazón potente y bien definido en sus pulgares. Eso no me lo esperaba.

Constance me enseñó hace mucho tiempo el arte esotérico de la lectura de huellas dactilares. Quedaba muy poca gente que supiera hacerlo de verdad, y ninguno de ellos estaba en Estados Unidos. Algunos vivían en Europa, aunque la mayoría estaba en la India. Cuando Constance murió, tuve que proseguir mis estudios mediante libros e intuición.

«Nunca tengas miedo de aprender del éter —me dijo Constance una vez—. Ahí es donde reside el conocimiento antes de que alguien lo cace, lo mate y lo enmarque en un libro.»

Creía que ya lo tenía resuelto. Andray Fairview irrumpió en el apartamento de Vic, se lo encontró en casa, cogió algo de comida y también se lo llevó a él. Probablemente pensó en obligarle a sacar dinero de un cajero automático. Cuando se dio cuenta de que todos estaban destrozados, mató a Vic y lo arrojó a las aguas crecidas por la inundación. Me imaginé que el caso terminaría en unos días, que el caso de Vic Willing quedaría bien cerrado.

O eso creía hasta que me quedé dormida.